Arte y Letras

Dadá y el azar: los espíritus flotantes del Cabaret Voltaire

Dadá y el azar

El 5 de febrero de 1916, en mitad de un oscuro invierno y de una guerra que parecía no tener fin, en el número 1 de la pequeña calle Spiegelgasse de Zúrich se encienden las luces de una nueva taberna. Hugo Bell y su compañera Emmy Hennings, ambos exiliados alemanes, abren las puertas del Cabaret Voltaire con el propósito de ofrecer al público una forma de vida nueva y excitante, algo sorprendente y diferente a todo lo demás. Pronto, el cabaret comienza a llenarse de artistas, la mayoría apátridas o exiliados, que huyen de una guerra en la que no creen y que buscan refugio en el que parecía el único lugar posible, una comunidad artística apolítica e internacional que pronto se autodenominaría Dadá.

Si hubo un elemento común en la época, presente en todas las corrientes artísticas que se sucedieron unas a otras durante el periodo de vanguardias, fue el objetivo de derrocar y transformar para siempre las lógicas que habían conformado hasta entonces la cultura de la época. Durante estos años convulsos, una especie de movimiento furibundo, pero a la vez apasionado y jovial, sacudió los cimientos de las viejas actitudes decimonónicas y las sustituyó por una conducta irreverente que iba adquiriendo cada vez más fuerza. Las vanguardias artísticas surgieron como respuesta automática a la situación que se estaba viviendo en una Europa marcada por la rigidez y seriedad cultural, en la que los Estados estaban tan enfocados en su propia imagen que parecía que la única deriva posible para el arte era convertirse en una especie de escaparate nacionalista. La réplica de los artistas de este tiempo es abandonar las instituciones y su intransigencia, alejando el arte de ellas y vinculándolo directamente con la vida y con las experiencias individuales y colectivas del resto de la sociedad. Las vanguardias florecieron bajo el deseo feroz de democratizar el arte, de arrancarlo de la academia y no solo de acercarlo, sino de entregárselo a la gente para que se adueñase de él. 

Los comportamientos lúdicos y provocativos de los artistas de este tiempo respondían a la aspiración de hacer llegar el arte a todos aquellos que no formaban parte de las élites culturales, y aunque la mayor parte de la sociedad entonces no tenía acceso a las instituciones artísticas, los vanguardistas supieron ver algo que trasciende a todas las épocas y culturas: casi todo el mundo sabe jugar. Plantear el arte como juego es una de las aportaciones más importantes de este periodo, pues hay pocas cosas más revolucionarias que transformar una disciplina hasta entonces encerrada en los recintos de la intelectualidad en un juego de niños; y no en uno cualquiera, en el caso de los artistas Dadá se rescata en el juego por antonomasia: ese en el que la única regla es que no existen las reglas y el resultado de todo se deja en manos del azar.  

De todas las corrientes vanguardistas, sin duda, la más radical y novedosa fue el dadaísmo, que nace de las locas reuniones de artistas en el Cabaret Voltaire. Un grito irreverente contra todas y cada una de las reglas establecidas, la hipocresía moral de la época, todo aquello que había sido sistematizado por la filosofía y la ciencia, y sobre todo, contra cualquier tipo de jerarquía. Hay algo muy interesante y nuevo en este movimiento, y es que ante la certeza de que el mundo se estaba desmoronando, en lugar de buscar posibles soluciones o alternativas viables, se adopta la actitud del antihéroe. Los dadaístas se escurren de la realidad y abrazan el azar y el nihilismo. No se posicionaron políticamente; sencillamente estaban en contra y por encima de todo, como espíritus flotantes. Esta controvertida conducta propició, sin embargo, uno de los periodos más fértiles para el arte occidental. 

«Lo que llamamos Dadá es un juego de tontos de la nada, en el que están implicadas todas las cuestiones superiores», había escrito en su diario Huego Bell. Todo lo que acontecía cada noche en las veladas del Cabaret Voltaire; los manifiestos, los happenings, o las acaloradas disputas entre los propios integrantes del grupo sobre quién o qué había inventado el término Dadá, eran juegos. Sin ningún tipo de orden aparente, los artistas se subían a las sillas o a las mesas del local y recitaban poemas en francés y alemán sin ningún sentido, o directamente en dialectos o jergas inventadas. De pronto callaban y el silencio duraba más de lo esperado, y otras veces se ponían a gritar o a cantar. Poco tiempo después de la apertura del Cabaret, Hugo Ball presentó «Karawane», el primer poema puramente fonético, en el que había agrupado las palabras por fonética o por simple capricho y de esa forma aleatoria las hacían sonar. Todo lo que rodeaba al movimiento Dadá parecía ser irónico y estrafalario, y sin embargo el hecho de que sus actos artísticos fueran juegos no significa que fueran paripés absurdos o simples frivolidades. La mayoría de los experimentos dadaístas surgían de la búsqueda y la reflexión sobre el poder del lenguaje, de las palabras, de las imágenes, los objetos o los sonidos. La idea era destruir por completo su sentido inicial y otorgarles uno nuevo mediante una ceremonia festiva en la que además, quien quisiera, pudiera animarse a participar. El juego tiene siempre una intención creadora, y durante esos años se convirtió en una de las principales formas de canalizar las cuestiones fundamentales que ocupaban el pensamiento de principios de siglo, que trataba por todos los medios de librarse de cualquier norma o rigidez institucional. «Eche un vistazo a un bolso dadaísta. ¿Qué ve? Dadá!».

Volviendo sobre el azar, un par de décadas antes de que el grupo dadá diera rienda suelta a la imaginación en las veladas del Cabaret Voltaire, en 1897 Stephane Mallarmé ya había publicado una obra que fue en contenido y forma un punto de inflexión para la modernidad. «Un coûp de des jamais n’abolira le hasard» («Una tirada de dados jamás abolirá el azar») es un poema que se despliega sobre una especie de partitura casi invisible en la que los tipos van cambiando de tamaño y de espacio, los silencios están creados por los espacios blancos, y el tono del poema se adivina según el tamaño y el tipo de letra empleados. Todo ello alejándose de la línea y de la estructura común de un texto. Para Mallarmé lo que importaba no era el contenido de cada verso sino la totalidad del poema y la visión del texto como algo plástico, casi como un objeto, en definitiva: la obra total. «Una tirada de dados jamás abolirá el azar» elimina las convenciones del lenguaje para dar paso a una nueva forma de lectura en la que la página actúa como un lienzo en blanco para la creación artística. A partir de ese momento, muchos artistas buscan con obstinación eliminar en sus obras todo rastro del lenguaje tradicional que había sido «impuesto» durante siglos, abriendo así nuevas líneas de experimentación que se materializaron en la creación de diferentes lenguajes tanto plásticos como literarios.

Los dadaístas toman la idea de azar de Mallarmé y la llevan al extremo. Para ellos el arte deja de ser una actividad racional, y en contraposición, lo irracional y lo fortuito se convierten en la forma más legítima de expresión. Uno de los principales exponentes del movimiento, el artista rumano Tristan Tzara, explica en su Manifiesto Dadá de 1920 cómo debe crearse un poema dadaísta o también llamado poema-sombrero.

Coja un periódico.

Coja unas tijeras.

Escoja en el periódico un artículo que tenga la longitud

que piensa darle a su poema.

Recorte el artículo.

Recorte a continuación con cuidado cada una de las palabras que forman

ese artículo y métalas en una bolsa.

Agítela suavemente.

Saque a continuación cada recorte uno tras otro.

Copie concienzudamente el poema en el orden en que los recortes hayan salido

de la bolsa.

El poema se parecerá a usted.

Y usted es «un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante,

aunque incomprendido por el vulgo».

Otro de los componentes de este primer grupo del Cabaret, Jean Arp, explicó en otra velada que había dado con la fórmula de sus «construcciones según las leyes del azar» un día que después de haber estado trabajando en un dibujo durante horas sin conseguir los resultados que quería, lo había roto en pedazos dejándolo caer al suelo, y solo fue al mirar hacia abajo cuando se dio cuenta, asombrado, de que los pedazos rotos se habían unido en el suelo por casualidad dando lugar a la estructura exacta que él llevaba tanto tiempo buscando en su mente y que por medio de la racionalidad no había podido encontrar. A partir de ahí realizaría este tipo de collage arbitrario dejando caer papeles al suelo y pegándolos en el sitio donde caían. 

Si bien el Cabaret Voltaire no estuvo abierto durante mucho tiempo (se cerró en junio de ese mismo año 1916, y se volvió a abrir un año más tarde pero como galería de arte, también bastante atípica), aquellos meses fueron suficientes para que esa extraña taberna frecuentada por gente de todo tipo se convirtiera en una especie de foro internacional para todas las nuevas propuestas literarias, artísticas, teatrales, musicales y de danza que parecían surgir cada semana y casi cada noche, y que desde allí se catapultaban como meteoros hacia toda Europa y el resto el mundo. A pesar de que Dadá se fraguase en ese pequeño bar de la calle Spiegelgasse, (donde casualmente, también vivió Lenin desde el 11 de febrero de ese mismo año hasta 1917, aunque todos los asiduos del Voltaire coinciden en sus declaraciones que nunca fue a ninguna de las veladas que tuvieron lugar allí) fue un movimiento absolutamente internacional. Casi al mismo tiempo que se producían las actuaciones o los manifiestos en Zúrich, tenían lugar «brotes» dadá en Berlín, París o Nueva York, y muchas de las ideas que se lanzaban entonces eran recogidas casi al momento, gracias a la radio, las revistas y publicaciones de difusión, por diferentes grupos que para entonces ya estaban lanzando un ismo distinto. 

Esta proyección hizo que muchos de los elementos dadá se fundieran en otros movimientos vanguardistas, y es con el surrealismo con el que hay más puntos en común. Entre ellos, una de sus máximas; el abandono total de la razón como principal facultad humana y la proposición en su lugar del azar, el subconsciente y lo absurdo como elementos fundamentales de la experiencia. El azar es un elemento fundamental para ambos movimientos porque representa siempre una provocación para el pensamiento. Tiene que ver con la espontaneidad, con algo que surge y sucede de forma inesperada y que por lo tanto, no puede ser medido ni controlado por las leyes creadas por el ser humano. A partir de 1930, cuando los surrealistas comienzan a tomar el testigo a los dadaístas (que se disuelven con la misma efervescencia con la que habían aparecido, quizás porque es el propio germen autodestructivo de Dadá, la negación absoluta, lo que acaba matando a un movimiento que se niega hasta a sí mismo), el concepto de azar continúa desarrollándose. Los surrealistas, que como sus predecesores llevan por bandera la negación del mundo desesperanzador en el que se encuentran, plantean una huida que esta vez no es hacia la nada, sino hacia el interior del individuo. 

Dentro de este grupo André Breton hablaría del azar como una especie de coincidencia fortuita entre el subconsciente (el deseo) y los objetos y elementos del mundo exterior. Sin embargo, para encontrar lo que se busca, al contrario que los dadaístas que creían en el «puro azar», los surrealistas piensan que hay que tener cierta disposición, hay que estar abiertos a los hallazgos, y es más probable encontrarlos si uno quiere de verdad buscarlos. Así, Breton comparaba los vagabundeos por una ciudad desconocida con los ejercicios de escritura automática. En el momento en el que abres la puerta al azar, abres la puerta a las posibilidades que el mundo pueda ofrecerte en ese momento. El azar surrealista tiene que ver con la coincidencia entre lo que el individuo desea de forma consciente o inconsciente, y lo que el mundo le ofrece como por sorpresa.  

Dejando a un lado la parte más teórica y filosófica del surrealismo, los artistas de este grupo también se entretuvieron y desarrollaron distintos tipos de juegos controlados por el azar. El más famoso, del que hay multitud de ejemplos y todavía resulta sugerente y divertido en la actualidad, es el cadáver exquisito. Este juego, que se llama así por la frase que surgió cuando se jugó por primera vez (Le cadavre – exquis – boira – le vin – nouveau. «El-cadáver-exquisito-beberá-el-vino-nuevo») tiene la misma estructura tanto en literatura como en las artes visuales, y en él se ponen en práctica las teorías de la creación colectiva tan presente en las vanguardias. En un papel doblado se dibuja o se escribe por turnos, el papel va rotando entre los participantes, y cada parte de la obra está realizada por una persona que desconoce qué han hecho quienes le preceden. El resultado final es un conjunto imposible de elementos que no tienen relación entre sí pero dan lugar a algo nuevo que puede ser un sinsentido o no. 

Según la teoría, el cadáver exquisito es una manera de poner al azar por encima de todas las cosas, de dejar al subconsciente generar las imágenes de una manera intuitiva, automática y no relacional, y de revelar así la realidad inconsciente tanto a nivel individual como colectivo. Según Breton, que fue uno de sus creadores, como tantas otras actividades experimentales que surgieron en ese periodo raro y difícil de entreguerras, era un juego con el que buscaban poco más que entretenerse. 

De todas las nuevas formas de pensar que traen consigo las vanguardias, de todos los avances que suponen, y de todos los cambios de paradigma que implican, es bonito pararse a pensar en que no todos ellos son la respuesta a una cuestión trascendental o el resultado de una búsqueda concreta, sino que al menos alguna de estas nuevas formas de creación que han llegado hasta nuestros días, se deben simplemente a los caprichos del azar, a la casualidad y al resultado fortuito de una serie de juegos que llevaron a cabo un grupo de artistas amigos en un pequeño cabaret que, como una isla de libertad que resistía en medio de la tragedia, abría sus puertas al mundo. 

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