Hay encuentros que no cambian el rumbo de un viaje, pero sí su temperatura. Como una piedra caliente en el fondo del bolsillo, que no altera el trayecto, pero te acompaña.
El 15 de marzo de 2021, aterricé en Punta Arenas con una mezcla extraña de fatiga, entusiasmo y derrota. Llevaba más de un año viajando solo. Había cruzado nueve países durante la pandemia. Me había abierto paso entre restricciones, PCRs y fronteras. Pero más allá de los sellos y los mapas, estaba en mitad de algo que no sabía nombrar. No era una aventura. Era una fuga.
Punta Arenas parecía un lugar detenido. Las nubes se agarraban a las montañas con la desgana de los últimos compases de la gélida primavera austral, las calles eran largas, frías, silenciosas. Un lugar perfecto para esconderse sin parecerlo. Me instalé en la casa de una señora que aparecía poco, pero hablaba mucho. Desde mi ventana se veían techos de chapa oxidada de una extraña apariencia anglosajona, aunque con herencia croata. Al fondo, se adivinaba el estrecho de Magallanes a las puertas de la Tierra del Fuego. Todo estaba cubierto por una luz gris ceniza. Me senté, por fin, a escribir.
Había cargado con mis notas todo el viaje, pero no había tenido el valor de ordenarlas. En Punta Arenas, algo se rompió. O quizá se abrió. Empecé a escribir de madrugada, frente a una añosa estufa magallánica. No sobre lo que veía, sino sobre lo que me pasaba por dentro: el miedo a volver, el vacío de haberme ido, los vínculos que dejé sin cerrar. La culpa. El cansancio de fingir que viajar me estaba salvando de una pandemia interminable. ¿Salvando de qué?
Fue en ese contexto donde conocí a Ana. A 250 kilómetros hacia el norte, en un hostel de madera en Puerto Natales.
La escuché reír antes de verla. Una risa andaluza (tal vez por eso la llamé Gema en mi libro, como mi última exnovia), libre y descarada, que atravesó la cocina del hostel como la luz que se cuela por una grieta. Ana se sentó a mi lado, sonriendo y masticando a la vez, aún con migas de pan tostado en los labios. Llevaba el pelo alborotado, una chaqueta ochentera enorme y los ojos de alguien que ya ha llorado mucho y ahora ríe mejor. Nos presentamos sin prisa. Ella también estaba sola, quizá todos lo estemos, antes o después.
Venía de trabajar en una tienda de ropa de montaña de la marca Patagonia y llevaba tres años moviéndose.
Esa noche nos conocimos. Me habló de su familia y de una experiencia tan repentina como traumática que vivió en su niñez, de la ansiedad con la que aprendió a convivir. Me di cuenta de que no hablaba por hablar. Cada frase parecía una cuerda que lanzaba. Yo también lancé algunas. Le conté que me dedicaba al cine, pero no que me sentía perdido. Le conté que escribía, pero no que tenía miedo de hacerlo en serio. A veces uno se protege diciendo verdades a medias. Lo curioso es que ella no parecía necesitar todas las piezas para entender el puzle. Le bastó aquel rato para prestarme aquella chaqueta y algunos cachivaches para que pudiera recorrer el Parque Nacional de Torres del Paine con cierta dignidad. Y me esfumé durante cinco días con una tienda de campaña, un saco de dormir, pasta, arroz, frutos secos y mi cámara de fotos.
A la vuelta cocinamos juntos. No hicimos más trekking. No sellamos ninguna postal. Nos quedamos allí, en ese pequeño limbo en el hemisferio más al sur del mundo. Salíamos a caminar por calles vacías, hablábamos de nosotros, de la infancia, de qué haríamos si todo se acabara mañana, tal y como las noticias se empeñaban en anunciar. Era como si ambos hubiéramos bajado la guardia en el mismo momento y sin avisar.
Una tarde me preguntó si alguna vez había sentido que estaba en el lugar exacto, pero con la persona equivocada. Me quedé en silencio. Y después me preguntó lo contrario: si alguna vez había sentido que estaba con la persona exacta, pero en el momento equivocado. «Todo el rato», le dije. Y ella no insistió.
No hubo promesas. Solo una presencia inusualmente cálida. Como si el cuerpo descansara en lugar de activarse. Como si por fin no hiciera falta actuar. Una tregua. Y eso, después de tanto ruido interior, era algo parecido a la calma. Como la de las cristalinas aguas del canal Señoret que comunican el Golfo Almirante Montt con el Fiordo de Última Esperanza. Allí me sentaba a contemplar el paisaje a última hora del día, bajo las tonalidades del cielo austral, repasando el recorrido geográfico y emocional que me había llevado hasta allí. A la tierra ancestral de los pueblos Kaweskar y Tehuelches. A contemplar aquellos canales de agua gélida por los que navegó el bergatín británico HMS Beagle en su vuelta al mundo, dirigida por el comandante Robert FitzRoy, con Charles Darwin a bordo.
Después de pasar juntos la noche en un hotel familiar de líneas simples y espacios amplios a 100 metros del mar, el último día, mientras desayunábamos pan con mermelada de calafate, Ana me dijo: «No sé qué nos ha traído hasta aquí, pero me alegro de que haya ocurrido.» Y yo también me alegré. Porque hay momentos que no piden nada. Solo ser vividos. Sin cronómetro. Sin expectativa. Sin épica. Hicimos las fotos más bonitas de todo mi viaje.
Nos despedimos con un abrazo largo. De esos que no disimulan. Nos dijimos que nos escribiríamos, aunque sabíamos que no lo haríamos. No por falta de interés, sino porque ya habíamos dicho lo importante. Porque a veces una persona aparece solo para devolverte una parte de ti que habías dejado olvidada en algún sitio.
Después de Natales, seguí viajando. Fui a Perú, recorrí su costa en busca de olas y regresé a Madrid. Publiqué un libro con todo lo que había escrito en ese tiempo. Un libro que nació como diario y acabó siendo confesión. La película de mi viaje es el intento de atrapar una experiencia que me cambió sin que yo supiera cómo. Y aunque no hablo de Gema con nombre propio, ella está ahí. En el tono. En la pausa. En el fuego que no se ve.
Ahora, cuando me preguntan por qué seguí viajando en 2020, suelo responder con evasivas. Que era mi momento. Que no perdí las ganas. Que encontré la manera. Pero la verdad es más simple y más difícil: viajé porque no sabía quedarme. Porque tenía que romper con algo que no entendía. Y porque necesitaba silencio para oírme pensar.
Y cuando me preguntan qué fue lo mejor del viaje, tampoco digo la verdad. Digo los paisajes. Digo la libertad. Digo los aprendizajes. Digo que las atracciones turísticas estaban vacías. Pero lo mejor fueron los gestos que otros tuvieron conmigo en momentos concretos. Esa forma de mirarme sin exigencia. Ese refugio inesperado.
Quizá viajar sea eso, al final: ir tan lejos que puedas volver a ti. Y encontrar, en el lugar menos turístico del planeta, una complicidad que te devuelva un poco de fe. No en los demás. En ti.
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