Libros

Una rotonda, dos personajes sin recuerdos, un diccionario kafkiano y mujeres que vuelan a la velocidad de la luz. Los libros que me traje de Barbitania

Este ha sido mi segundo año asistiendo al Festival de Barbitania y de nuevo me encuentro pensando en un encuentro que para mí dura bastante más que los propios días en los que se celebra. Barbastro, que durante un corto periodo se convierte en el centro de las letras hispánicas se queda instalado en la cabeza mucho después del último verso leído, como una presencia subliminal que como el sistema parasimpático trabaja en nuestro interior sin que lo percibamos. En esta acogedora ciudad del Somontano toda gira en torno a los libros, las voces y el deseo de comprender, mediado por charlas, conferencias y conversaciones que estimulan intelectualmente a los que tenemos el privilegio de estar allí.

Barbitania enriquece el espíritu sin solemnidad: hay alegría, hay vino, hay risas entre poemas y premios, como si toda la ciudad conspirara en una liturgia serena donde la cultura no es algo que se consume, sino algo que nos toca para cambiarnos, aunque sea livianamente. Es también un festival de presencias. Conversar con autores que uno ha leído —o a los que aún no ha llegado— transforma la lectura en experiencia viva. No hay nada más inspirador que escuchar a un escritor hablar de sus pasiones, de sus hallazgos, de sus dudas. Es ahí donde el texto se despliega más allá de la página. Este año regresé a casa con cuatro libros ligeros; todos ellos pensados, hablados, paladeados. Cuatro libros muy distintos que, sin embargo, dialogan entre sí.

***

SÍSIFO
Una y otra vez.
acato el absurdo de las ciudades.
Si hoy viviese Sísifo,
su ventana daría a una rotonda.

Todos los días veo una rotonda y pienso, de Álvaro Alcaine Rueda

61cZ3ovPjL. SL1011La primera actividad de Barbitania este año fue una puesta en escena deliciosa para los amantes de la poesía con nervio: la presentación del libro de Álvaro Alcaine Rueda, Todos los días veo una rotonda y pienso (Hiperión, 2024). El encargado de introducirlo fue nada menos que Carlos Marzal, ese maestro de la ironía controlada, del ritmo culto con alma de pícaro. Lo que en principio parecía una conversación amable entre generaciones se convirtió, sin previo aviso, en una suerte de duelo elegante, una esgrima verbal en la que cada estocada llevaba versos de fondo. Alcaine, joven, preciso, técnico, con ese brillo que tienen los que llegan dispuestos a ocupar una silla, no se dejó impresionar por la autoridad del veterano. Marzal, por su parte, desplegó todo su ingenio con esa sonrisa que dice: «yo también empecé queriendo demostrarlo todo».

El libro de Álvaro cuyo título hace referencia a las vistas que tiene desde su apartamento es poesía joven, sí, pero sin esa pose de adolescencia naive que intoxica el género en concomitancia con los asuntos comerciales. Álvaro Alcaine Rueda, premio Antonio Carvajal 2023, escribe desde una lucidez limpia, una mirada que observa con asombro, pero también con filo. Tiene poemas conectan con la tradición de vanguardias del siglo XX, especialmente con los caligramas de Apollinaire o las propuestas tipográficas del futurismo y el dadaísmo, donde la tipografía y la distribución de los versos se convierten en parte esencial del significado. Hay también otros poemas que introducen capas como la del juego filosófico con el tiempo, el origen, el sentido del plural y el individuo, y la del vértigo lingüístico que descompone y recompone el discurso.

Álvaro tiene oído, algo raro hoy en día. Cada poema se plasma bien, no porque rime ni porque sea melódico, sino porque se conforma por engranajes entre lo formal y lo emocional. Hay ritmo visual en lo vertical, hay silencios en los huecos, hay cadencias geométricas que recuerdan que el verso también es un dibujo. Y hay mucho pensamiento abstracto más orientado en la construcción que en la confesión personal, como si el poeta se negara a usar la página como diván y prefiriera emplearla como laboratorio, observando la materia gris de la vida urbana con la serenidad de quien sabe que el lenguaje no cura, pero al menos ilumina; como si el autor formarse parte del urbanismo mismo, dibujando mapas poéticos de un territorio cotidiano que, gracias a su mirada, deja de ser vulgar para volverse casi cartografía íntima. La poesía de Alcaine Rueda es hormigón y arena. Después de leerlo, uno no vuelve a mirar una rotonda igual.

(Se acercan, se besan, se acarician, lo dejan.)

B—Nada, no puedo.
A—Ni yo.
B—A lo mejor nos han capado la libido.
A—Quizá al no tener recuerdos se limita el apetito sexual…
B—También podría ser al revés…
A—Venga, vamos a intentarlo otra vez…
B—Vaaale.

Nadie y Nada, de Mariano Gistaín

51NHyEXqWjL. SL1500Conocí personalmente a Gistaín en la primera comida en la que compartimos mesa los asistentes al festival. Antes de que empezaran a servirnos me entregó un ejemplar de su libro. Lo abrí con curiosidad y me quedé enganchado hasta tal punto que me costó bastante trabajo conversar y comer al mismo tiempo, mientras la ansiedad lectora me hacía desviar una y otra vez la atención hacia la lectura subrepticia. Qué extraordinario y sorprendente experimento propone Mariano Gistaín en Nadie y Nada, un texto que parece brotar del corazón mismo del lenguaje para desplegarse en un espacio vacío, abstracto, donde la identidad se vuelve un eco, un juego, un reflejo roto. El punto de partida son dos personajes sin recuerdos, sin certezas, sin un origen al que aferrarse, y apenas provistos de unas cuantas palabras y retazos de cultura, que se lanzan a la tarea de reconstruirse. Este vacío radical, en el que la conciencia se despoja de referencias, habilita un territorio fascinante donde todo puede ser reinventado. Lo que para otros autores sería una tragedia —la amnesia, la pérdida de identidad— en manos de Gistaín se convierte en la posibilidad de empezar de nuevo: «Al no ser nada podemos hacer lo que queramos».

El texto avanza con la cadencia de un libreto teatral, con un ritmo de respiración escénica que recuerda la música absurda y elegante de Esperando a Godot, ese milagro de Beckett. Cada frase, cada mínima réplica, suena a intento de anclar la existencia, de no disolverse, pero también a burla sobre la imposibilidad de lograrlo. Los personajes se confunden, se mezclan, se atraviesan, como si el cuerpo y el alma fueran sustancias intercambiables, y no queda más remedio que agarrarse a una lista de la compra —zanahorias, patatas, judías— para no perderse del todo. Hay en ello un humor delicado, casi infantil, pero también una lucidez implacable: cuando no hay memoria, todo es presente, y todo puede ser posible, incluso la metamorfosis. Resulta admirable cómo Gistaín sostiene esa tensión entre lo real y lo irreal, lo tangible y lo virtual, en un diálogo constante que nos hace dudar de qué parte de la experiencia es auténtica y qué parte es puro artificio. En esa frontera difusa, el autor se sitúa con la misma naturalidad que Fowles o Philip K. Dick, y atrapa desconsideradamente a un lector poco acostumbrado a adentrarse en este territorio de simulacros.

Drogas

Las obras y la vida de Kafka son drogas. No encuentro mejor comparación. Drogas poderosas con efectos secundarios ridículos. El vicio y la adicción me acompañarán siempre. Kafka no es literatura. Es droga. Te conviertes en el drogadicto perfecto. El mejor drogadicto del mundo porque quien te suministra la droga es el mejor camello del mundo.

Por eso los kafkianos no nos soportamos los unos a los otros, porque queremos que esa droga sea consumida por solo uno de nosotros.

Dos tardes con Franz Kafka, de Manuel Vilas

81gNaODA6UL. SL1500Una de las cosas más divertidas de los días en Barbastro es escuchar a Vilas. Tiene un dominio del stand-up que convierte cualquier anécdota mínima en un monólogo magnético, lleno de ironía y giros inesperados, como si la vida misma fuera su guion secreto. Tanto es así que después de conversar con él uno tiene necesidad física de buscar algún texto suyo para alargar el estado en el que te sumerge. Leer a Vilas es, por tanto, continuar estando con él y con quién le acompañe.  En Dos tardes con Franz Kafka, la persona que viene acoplada es el escritor checo, resucitado en las palabras, en los gestos, en la mirada cómplice que se comparte con el lector como si fuera un invitado más a la sobremesa.

Qué propuesta tan fascinante, inesperada y necesaria la de este diccionario de Manuel Vilas, donde cada entrada se convierte en una llave para asomarse, con respeto y con humor, al mundo de Kafka. Aquí no hay voluntad de sistematizar la vida y la obra del escritor checo como haría un tratado académico; al contrario, hay algo profundamente libre y poético en este gesto de tomar palabras, conceptos, nombres propios —«Absurdo», «Futuro», «Herida»— y destilar a partir de ellos breves fogonazos que iluminan, sorprenden y dialogan con la extrañeza kafkiana. Vilas no se limita a describir ni a glosar: interviene, opina, juega, y en ocasiones desarma la lectura académica que tantas veces convierte a Kafka en monumento inerte. Lo hace con la frescura de quien se atreve a decir, por ejemplo, que la etiqueta del absurdo nos tranquiliza porque nos permite encerrar a Kafka en la vitrina de las teorías, y así dormir en paz. O que la falta de prisa, la lentitud, definía el espíritu de unas ciudades donde el automóvil todavía no gobernaba, y que ese mundo sin vértigo habitaba la respiración misma de la prosa kafkiana.

Este diccionario se vuelve entonces una conversación personal, casi íntima, con un Kafka vivo, un Kafka que respira y se mueve, que se enamora y se desenamora, que escribe cartas interminables a Felice Bauer mientras decide no casarse con ella, que se traslada en tren por Praga o Berlín sin las urgencias modernas, y que, pese a todos los intentos de teoría, sigue siendo inexplicable y magnético. Vilas, con su estilo claro, afectivo y de frase corta, evita la trampa del culto y prefiere hablarnos al oído: «Kafka me interesa porque me inquieta», parece decirnos en cada término. Este diccionario no solo ofrece conocimiento, sino también la emoción de un lector verdadero, que se adentra en la figura del autor de La metamorfosis con una mezcla de asombro, ternura e ironía. Y logra algo muy difícil: devolver a Kafka su condición humana, casi tangible, sin robarle la potencia enigmática que lo convirtió en mito. Hay un respeto genuino bajo la aparente ligereza, y también la convicción de que el mejor homenaje a Kafka es no explicarlo del todo, sino seguir preguntándose qué hacemos con su obra, con su mirada y con su sonrisa inadmisible.

Habíamos quedado para hablar de tus libros.
Hubo un momento en que publicabas sin cesar:
ensayos históricos, tu escasa poesía
—y eso nos sirvió para ahondar en san Juan de la Cruz
y en tu colaboración con Amancio Prada—,
tus relatos y tus novelas. De autores que amabas
—Emily Dickinson, Rosalía, Flaubert, Kafka, Vasco Pratolini—
y de libros que te habían dejado huella
como Querido Miguel, de Natalia Ginzburg.

En el centro del jardín, de Antón Castro

31N4ytzdQDL. SL1024Me crucé con Antón Castro en el pasillo del hotel. Íbamos en dirección contraria y con prisa, él llegaba y yo me iba. Nos saludamos afectuosamente y antes de despedirnos me dio su último poemario. Llegando a la habitación, abrí este libro como quien entra en un huerto familiar: despacio, con respeto, sabiendo que hay algo sagrado detrás de cada rama. Antón Castro escribe desde un lugar donde la memoria, la naturaleza y la palabra son la misma cosa. Su prosa poética recuerda a Tomás Segovia: esa forma de hablarle al mundo como si fuera un ser vivo, un interlocutor al que se le puede contar un secreto o pedirle un poco de silencio.

En el centro del jardín no es un libro que se lea de corrido. Es un libro que se habita. Cada texto, cada fragmento, es como una hoja caída que uno levanta del suelo y observa con atención. Hay niños, pájaros, árboles, caminos. Hay nombres propios que no conocemos, pero que sentimos familiares. Y hay una voz que no narra, sino que recuerda. O mejor: que inventa una forma de recordar. Lo más hermoso es su tono. Castro no busca epatar ni impresionar. Escribe con una lentitud que se agradece, con una delicadeza que hoy parece subversiva. Hay algo de oración en sus páginas, de derecho a reivindicar las cosas bellas. Como si el libro fuera un cuaderno escrito en las pausas del día, entre la poda y la siesta, entre la contemplación y el suspiro. Y, sin embargo, lo que dice es profundo. Habla del paso del tiempo, del arraigo, de la infancia como un país perdido que solo se visita en sueños. Leerlo es como volver a casa, aunque uno no sepa bien dónde queda eso.

***

Barbitania deja en el corazón una semilla que sigue germinando mucho después de su clausura, recordándonos que la literatura es siempre un regreso y un comienzo al mismo tiempo. Por eso no queda otra que invitar a quien lea estas líneas a reservarse ya unos días de 2026 para volver a Barbastro, a perderse de nuevo en sus versos, en sus voces, en sus conversaciones, y a dejarse transformar, aunque sea un poco, por esa celebración única donde la cultura se hace vida compartida. Nos vemos allí.

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