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Volver a Gatsby: Fitzgerald según Rodrigo Fresán

F. Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby. (DP)
F. Scott Fitzgerald, autor de El gran Gatsby. (DP)

Cuando uno piensa en el escritor argentino Rodrigo Fresán, piensa de inmediato en una marca registrada. Esta sensación reaparece siempre que nos acercamos a los grandes autores que nos interesan. Imposible no registrar sus voces, sus mundos, sus convicciones, sus fobias, sus formas de leer. Así como pasa con Jorge Luis Borges, Roberto Bolaño, Carson McCullers, Annie Proulx, David Foster Wallace, Dennis Johnson o Francis Scott Fitzgerald, pasa lo mismo con Rodrigo Fresán: se intuye que existe un planeta propio, el planeta Fresán.

Algunos de los libros que sustentan y solidifican este planeta son: Historia argentina, Jardines de Kensington, La velocidad de las cosas, Melvill, El estilo de los elementos o esa demencial trilogía conformada por las novelas La parte inventada, La parte soñada y La parte recordada, una exploración al extraño y simbólico horror del escritor imposibilitado de escribir. 

Pero sobresale también otra variante que agiganta el planeta Fresán y, quizá, con mucho más placer para el propio autor: el Rodrigo Fresán lector. O consumidor. Tanto de libros, de películas y de música, como de series de televisión, de cómics y de rarísima información fluctuante en la red. Tal vez el Fresán que más nos interese en este artículo sea el Fresán lector, esa hecatombe de referencias literarias que, a través de sus ensayos, sus ponencias subidas a YouTube, sus entrevistas, sus prólogos, sus artículos y sus comentarios internos a las obras completas de clásicos norteamericanos, ha acercado tanto a la literatura a las nuevas generaciones como pocos lo han hecho en el siglo XXI.     

A saber, Rodrigo Fresán no es el escritor que se guarda sus lecturas o descubrimientos, sino es más bien el escritor que comparte e invita a leer lo que acaba de hallar o redescubrir. Especialista en la tradición literaria gringa, ha conceptualizado incluso un sistema para seguir la ruta de eso que se conoce como «la Gran Novela Americana», y presenta en diversos artículos y charlas algunos de los libros totémicos que marcan la partida de esta ambición literaria y, por los cuales, otras novelas orbitan constantemente a su alrededor: Moby Dick de Melville, La letra escarlata de Hawthorne, Las aventuras de Huckleberry Finn de Twain, Retrato de una dama de Henry James, El gran Gatsby de Francis Scott Fitzgerald y Lolita de Nabokov. 

Rodrigo Fresán parece saberlo todo de la literatura norteamericana. En más de una ocasión ha contado que cuando viaja al país de John Williams y Charles Baxter, sus amigos estadounidenses se enfadan con él porque parece más enterado que ellos sobre las novedades editoriales en inglés que sobre las nuevas literaturas escritas en español. De ahí quizá esa afamada leyenda que corre entre nosotros, la cual cuenta que las editoriales gringas le envían los machotes de sus próximas publicaciones antes de que estos salgan a la luz; o que, en el colmo de la ansiedad, tenga un contrato amañado con Amazon para que le manden las pruebas de imprenta de las novedades de escritores norteamericanos en activo. 

Que nadie se sorprenda. Solo eso podría explicar la intimidante cantidad de reseñas y artículos que ha publicado sobre los libros de las nuevas promesas de la literatura norteamericana que en su momento no se conocían en español. Algunos ejemplos: Philipp Meyer, Marlon James, Tao Lin, Nicole Krauss, Ottesa Moshfegh, Jonathan Safran Foer, Colson Whitehead, Ben Lerner, Joshua Cohen, etcétera. Pero suele decirse que no solo de novedades vivirá el hombre. Y eso lo sabe muy bien Rodrigo Fresán. Por eso entre sus lecturas resplandecen nombres que pueden hacer temblar a las naciones: Herman Melville, Emily Bronte, Francis Scott Fitzgerald, Vladimir Nabokov, Jorge Luis Borges, William Faulkner, Juan Carlos Onetti, John Cheever, Dennis Johnson, Carson McCullers, Thomas Pynchon & Co., y así, ad infinitum

Lo que resulta admirable no es tanto la ingente acumulación de sus referencias, sino la forma como Fresán los lee a todos, pero en especial, la manera en que los comparte. Y esto porque Fresán no intimida jamás al que lo escucha o lo lee, al contrario, lo estimula siempre y lo guía a través de una escritura clara, cercana y divertidísima; pues cada vez que habla o escribe de los escritores que le gustan, es como si hablara o escribiera de sus amigos más íntimos o de gente que formara parte de su ADN literario.

Como lector obsesivo de John Cheever y de Carson McCullers, Fresán se ha encargado de prologar y comentar los cuentos completos de ambos, con una erudición que no solo se detiene en la parte literaria de los autores, sino también en lo extraliterario: anécdotas, cotilleos editoriales, rencillas e información clasificada al que solo un fan con espíritu detectivesco puede acceder, pero, sobre todo, compartir. 

En esa misma sintonía se encamina su última gran aventura de lector: una inmersión —casi teológica— al universo de Francis Scott Fitzgerald y, quizá, a su libro más importante: El gran Gatsby

*** 

A cien años de la publicación de El gran Gatsby, Rodrigo Fresán regresa a sus páginas no como el lector que visita un clásico, sino como el escritor que explora una dimensión paralela en todo lo que lee. El resultado de ese viaje es El pequeño Gatsby: apuntes para la teoría de una gran novela (Debate, 2025), un libro de ensayo que a su manera intenta explicar a Fitzgerald y a su criatura trágica, reescribiéndolos desde la lectura, mirándolos con los ojos enloquecidos de lector mutante, es decir, del lector que escribe. 

Como es usual en el estilo ensayístico de Rodrigo Fresán, hay algo nervioso, ansioso, desorbitado —pero también profundamente lúcido— en la forma en la que se acerca a Gatsby. Por ratos es como si el argentino no pudiera evitar la tentación de desarmar la novela en todas sus piezas para volver a armarla a su manera, con la caja de herramientas de su propio estilo pop: citas apócrifas, notas al pie de página, imágenes (la primera portada de la novela y un rápido abordaje al triste célebre autor de la misma), digresiones, microensayos dentro del ensayo, sinfín de datos y observaciones de backstage literario que solo Fresán parece coleccionar con mucha devoción. 

Es cierto que en El pequeño Gatsby no hay una tesis central, pero sí hay una intuición que guía cada página: Gatsby no como una novela sobre el pasado imposible ni sobre el sueño americano, sino como la pesadilla americana y como una obra que condensa, en su perfecta brevedad, todo lo que la novela del siglo XX —y ahora del XXI— intenta ser. 

Sobre El pequeño Gatsby, dice Guillermo Saccomano que «el entusiasmo de Fresán es, por lo menos, contagiosa». Y no se equivoca.  La lectura del ensayo se parece más a una conversación con un amigo sabio y entusiasta que a una clase de literatura: hay arrebato, hay capricho, hay humor, hay momentos donde el tono se vuelve casi confesional, como si escribir sobre Gatsby fuese para Fresán una forma de escribir sobre sí mismo. De esta manera, Fresán convierte la lectura en escritura, y esa escritura se alimenta de su biblioteca mental, de sus propios libros, de películas, canciones, fechas, recuerdos, incluso, de sueños.

Y al parecer en este gesto hay también una ética: la de la lectura como acto compartido, como entusiasmo que se transmite, como conversación que no se acaba. Y ese es, en definitiva, el íncipit de El pequeño Gatsby.

*** 

El libro se organiza en una serie de breves capítulos o codas que, en apariencia, podrían confundirse con digresiones caprichosas, pero que a las finales responden a una lógica de constelación más que de línea recta. Fresán va de un punto a otro siguiendo asociaciones afectivas, culturales y literarias, lo que le permite abordar el universo de Fitzgerald desde múltiples ángulos: la problemática elección del título de la novela, la influencia decisiva del legendario editor Maxwell Perkins, la mirada entre admirativa y melancólica de John Cheever sobre el autor, la tragedia escondida detrás de la icónica portada original —con sus ojos flotantes y su azul de neón—, o las metamorfosis de Gatsby en la cultura pop (desde The Beatles a Bob Dylan y a, ¡Dios santo!, ídolos k-pop). 

En un momento del libro, se pregunta Fresán: ¿Lo que acaso quería escribir Fitzgerald era un clásico de Fitzgerald? Y se responde él mismo con un travieso «sí». Fresán recoge ese impulso fitzgeraldiano y lo recodifica en mejores términos: El gran Gatsby como la gran novela del siglo XX escrita antes de que ese siglo supiera lo que realmente sería. Con este primer descubrimiento, Fresán navega a sus anchas por el libro y nos recuerda que Fitzgerald no solo era un cartógrafo e historiador, sino también un futurólogo.  

Uno de los rasgos distintivos del libro —y que delata la temperatura mental de Fresán mientras lo escribe— son sus notas al pie de página: todas nerviosas, insistentes, casi compulsivas. Siguiendo una estela que recuerda a David Foster Wallace, estas acotaciones abren en el ensayo nuevas líneas de lectura. Hay en ellas apuntes biográficos, bibliografía simultánea, revelaciones inesperadas, minucias editoriales e, incluso, pequeñas confesiones personales. Estas notas funcionan como otro ensayo escondido que corre en paralelo al principal y lo matiza, lo subvierte o lo comenta en tiempo real. Es cierto que a veces enriquecen y expanden el universo del texto, pero otras, interrumpen el flujo narrativo, lo dislocan o directamente fatigan al lector. Aunque reconozcámoslo, ese brusco contrapunto es también parte de la propuesta de Fresán: generar una lectura pespunteada con la erudición caótica y la precisión del fanboy

Entre las observaciones más interesantes de El pequeño Gatsby está la que Fresán dedica a Nick Carraway. Frente a la fascinación habitual por la figura enigmática y resplandeciente de Gatsby, el argentino detiene el foco de la cámara en el narrador de la novela. Y lo hace no para desmentirlo o desdeñarlo, sino para mostrarlo como lo que es: un autor en miniatura, alguien que necesita contar la historia que mejor le conviene. Así, Carraway no observa: edita. No recuerda: reordena. Y en ese reordenamiento va fabricando a su propio Gatsby. Para Fresán, Nick Carraway es el médium y Gatsby es su fantasma. Nick es el vampiro vampirizado o el vampirizado vampírico. «Nick mira a Gatsby para así poder verse […] Nick quiere que Gatsby sea como él cree que Gatsby debe ser» (pág. 45). Y es en esa tensión entre ver y narrar, entre recuerdo e invención, entre certeza y poca fiabilidad, donde se juega buena parte del logro novelístico de El gran Gatsby

Ahora bien, aunque el subtítulo del libro promete «apuntes para la teoría de una gran novela», El pequeño Gatsby no termina por desarrollar esta promesa, al menos no en un sentido sistemático o teórico. Los «apuntes» son fragmentarios, caóticos, más guiados por el entusiasmo que por una voluntad analítica. Así, Fresán no articula un sistema, ni sustenta una teoría; lo que hace es proponer un mapa lleno de marcas personales, desvíos y hallazgos, como si en lugar de un sistema nos ofreciera los restos —bellamente ordenados— de una lectura interminable. Lo que queda, entonces, es una insobornable invitación a leer con obsesión, a vincular, a construir una teoría propia, íntima, acaso secreta; y todo eso, a las finales, resulta algo mucho más provechoso en la forja de un lector.   

Desde el momento uno del ensayo, Rodrigo Fresán se confiesa ante nosotros: «Este el pequeño gatsby —entre el fitzgeraldiano gabinete de curiosidades de lo enciclopédico, lo ensayístico, lo ficcional, lo no-ficcional, lo especulativo y, por qué no, lo talismánico y oracular rozando incluso esa forma de autoayuda que siempre fue y es y será toda cima literaria— es producto de un nuevo a la vez que renovado viaje para mí y, tal vez, primera invitación para ustedes o convite al que retornar». Pues, para gracia nuestra, que así sea; y bienvenidos, bienvenidas, a esta verde y luminosa Gatsbylandia. 

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Un comentario

  1. Orgullo botiquero.

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