
Benditos los hacedores de leyendas con sus versos
sobre cosas que no se encuentran en los registros del tiempo.
(J. R. R. Tolkien, Mitopoeia)
Me lo imagino sentado en uno de los taburetes tapizados del Eagle & Child, reclinado contra la pared, con el rostro pensativo parcialmente iluminado por la luz del fuego que arde en la chimenea, los ojos entornados ligeramente, mirando a algunos de sus compañeros Inklins a través del humo que asciende desde la cazoleta de su pipa.
—¡Tirad iniciativa!
C. S. Lewis, Charles Williams, Owen Barfield e incluso Christopher Tolkien pegan un respingo en sus asientos, cogen los dados y uno por uno los lanzan sobre la mesa alrededor de la cual están sentados.
En ese momento, después de que el profesor de Oxford anote los turnos en una hoja de papel, alza la cabeza de nuevo, pega una nueva chupada a la pipa y con la voz firme y solemne que le caracterizaba hace una descripción minuciosa a sus compañeros de lo que ocurre a continuación.
«Los tambores retumbaban más fuerte. Las llamas crecían. Grandes máquinas se arrastraban por el campo; y en medio estaba un enorme ariete, grande como un árbol del bosque de cien pies de largo, balanceándose en cadenas enormes. Mucho tiempo había estado forjándose en las oscuras herrerías de Mordor, y su horrible cabeza, hecha de acero negro, tenía la forma de un lobo rabioso; sobre él recaían hechizos de ruina. Grond lo llamaban, en memoria del Martillo del Inframundo de antaño. Grandes bestias lo arrastraban, orcos lo rodeaban, y detrás caminaban trasgos de montaña para manejarlo. Pero alrededor de la puerta la resistencia seguía siendo fuerte, y allí los caballeros de Dol Amroth y los más valientes de la guarnición se mantenían a raya. Flechas y dardos caían a mares; las torres de asedio se derrumbaban o ardían repentinamente como antorchas. Todo delante de las murallas a ambos lados de la puerta, el suelo estaba atestado de escombros y de cuerpos de los muertos; ¡y aun así, impulsados por una locura, cada vez venían más!».
—¿Qué hacéis?
A partir de ahí, la historia se desataría. La habilidad creativa y fantástica de Lewis, Williams, Barfield o el pequeño de los Tolkien y sus decisiones llevarían a completar una batalla épica que les llevase a la voluntaria suspensión de la incredulidad, con el desafío último de disfrutar inconscientemente de hallar un conocimiento más profundo de ellos mismos y, en el fondo, del ser humano en general; o lo que es lo mismo: lograr el auténtico arte narrativo de la fabulación en su estado más puro.
Tolkien sonreiría con satisfacción al ver cómo la luz blanca que entrase por la ventana de la taberna en ese momento se refractaba al atravesar los cuerpos y, sobre todo, las mentes de sus compañeros, recreando la Verdad a través de esa nueva subcreación que nacería a raíz del juego.
¿Y qué es la Verdad? Tolkien era religioso, católico, mucho, no voy a descubrir nada nuevo. De sus creencias extraía la conclusión de que había una figura todopoderosa creadora del todo, de la realidad, del mundo primario que es donde nos desenvolvemos en la vida diaria. Consideraba al ser humano destellos de esa luz blanca omnipotente y por tanto poseedores de la capacidad de pensar y entender el mundo desde esa perspectiva creadora; poseedores del don creativo de mundos completos y complejos a través de una mitología absoluta y verosímil que surgiría a partir del mundo primario.
«Los mitos, tal y como los entiende Tolkien, se convierten en esos lugares-puente entre la realidad y la invención verosímil. El hallazgo feliz que arroja luz sobre la realidad al contemplarla desde otro ángulo», escribe Eduardo Segura en su recopilación de ensayos J. R. R Tolkien: Mitopoeia y Mitología.
Porque para Tolkien los protagonistas de los mitos no eran quienes portaban las mil máscaras o las mil caras como sostenía Joseph Campbell, sino que es la propia realidad la que se oculta tras esas máscaras.
A pesar de su estructura mental anclada en el credo religioso, y por mucho que se teorice sobre ello, Tolkien dejó claro que huía de la alegoría para sus obras en todas sus formas. De ahí la contraposición con el punto de vista del mitólogo estadounidense.
El mito jungiano establece la construcción y la explicación del mundo a través de arquetipos y alegorías universales, mientras que la concepción del mito para Tolkien es una forma de ampliar la concepción del mundo mismo y también el significado de la vida que cada cual interpretará a su manera. Lo contrario para el profesor sería constreñir el poder de la creación fantástica. Es decir, para Tolkien la alegoría dejaba en manos del autor la interpretación que se debería hacer del mito, mientras que él defendía la «aplicabilidad» del mito al punto de vista y juicio del receptor de la historia narrada.
En cualquier caso, para que el relato funcione y podamos habitar el mito debemos mantener el estado fundamental e imprescindible de voluntaria incredulidad.
¿Usaría pantalla de máster o no?
¡Espero que sí!
Evidentemente, se trata más de una ilusión que de una hipótesis. Pero imagino al profesor demasiado celoso de las notas que fuera tomando durante la partida, como para dejarlas al alcance de la vista de su buen amigo C. S. Lewis, quien miraría de soslayo de vez en cuando.
Y ya ubicado detrás de la pantalla, ¿qué tipo de máster sería?
No creo que haga falta tirar mucho de imaginación para suponer largas parrafadas por su parte describiendo hasta el detalle más insignificante de un personaje, de una localización o de un árbol al estilo de lo que sucede en Hoja, de Niggle.
Sería un máster que gustaría —incluso abusaría— de la narración; que no sería demasiado exigente con la mecánica —la magia por encima de la máquina—; abierto a la reinterpretación de las escenas —acostumbrado como estaba a la reescritura de sus textos—, pero al que quizá no le gustase mucho que le contradijesen —los cuentos de hadas no se ocupan de lo posible sino de lo deseable—.
Es posible que sus partidas se alargasen indeciblemente y que las escenas de viajes fueran interminables. Pero ¿quién no querría escuchar una de ellas narrada por el mismísimo profesor? Debería de ser impresionante, memorable y fascinante por la inmersión que provocaría y lo evocadora que resultaría.
«A la izquierda se alzaba un gran montículo, cubierto de una hierba tan verde como la primavera en los Días Antiguos. Sobre él, como una doble corona, crecían dos círculos de árboles: el exterior tenía corteza de blanco nieve, y estaban sin hojas pero hermosos en su desnudez bien formada; el interior eran árboles mallorn de gran altura, todavía adornados con oro pálido. En lo alto, entre las ramas de un árbol imponente que se alzaba en el centro de todo, brillaba una flecha blanca. A los pies de los árboles, y alrededor de las verdes laderas, la hierba estaba salpicada de pequeñas flores doradas con forma de estrellas. Entre ellas, asintiendo sobre tallos delgados, había otras flores, blancas y verde pálido: brillaban como una niebla en medio del rico tono de la hierba. Sobre todo, el cielo era azul, y el sol de la tarde brillaba sobre la colina y proyectaba largas sombras verdes bajo los árboles».
Un poco de música ambiental de fondo y ya estaríamos todos dentro de la partida con absoluta voluntad de suspender nuestra incredulidad para permanecer allí todo el tiempo posible. Imagino que tanto Lewis, Barfield, Williams o Christopher también lo estarían. Lo difícil sería volver, regresar del viaje y ayudar en la creación del mundo secundario estando a la altura de lo expuesto una vez llegado su turno.
Tengo la impresión de que «históricamente» el Legendarium de Tolkien ha impuesto —impone— muchísimo a los jugadores de rol que quieren internarse por los senderos abiertos en la Tierra Media. No solo como directores de juego, también como jugadores. De alguna manera, juegos como El Anillo Único, Aventuras en la Tierra Media, el viejo MERP y todos los derivados son vistos para muchos jugadores, y potenciales jugadores de rol, como las lejanas costas de las imperecederas tierras de Valinor; un inalcanzable paraíso rolero.
La mitología de Tolkien es tan basta y está tan bien construida que comenzar a crear sobre esa base resulta una tarea abrumadora. Es cierto que el canon de Tolkien existe relativamente; pero al menos es justo decir que, aunque riquísimo en detalle,s es muy abierto e interpretativo, porque mientras Tolkien estuvo vivo no hizo más que ampliarlo y modificarlo —incluso sus obras más icónicas no se vieron nunca fuera del peligro de los retoques—. Aun así, el mito y la leyenda en torno a la Tierra Media han trascendido a lo real de tal modo que da miedo «hacerlo mal» y que el hechizo se rompa, que falle la magia.
Estoy seguro que muchos de quienes juegan a estos juegos lo hacen poniendo mucha más atención a lo que hacen o dicen sus personajes que en otros juegos. Que juegan estando en alerta constante por no cometer el fallo que «rompa» el canon. Pero no hay que temer. Porque para llegar a Valinor hay que ser audaces y desear transformar el mundo y hacerlo avanzar; tener la esperanza al menos.
Eduardo Segura dice que el escritor debe tener algo de mago del lenguaje que le haga capaz de recrear el mundo primario, transformándolo en el mundo secundario donde el lector pueda penetrar como a través de un encantamiento. Si ese mundo secundario es consistente y el receptor acepta las reglas del juego, las puertas del país de Fantasía le son franqueadas.
Un jugador de rol también tiene herramientas suficientes como para transformarse en un mago del lenguaje. Como mago metafórico, la magia se le presenta «no como un fin en sí misma, su poder reside en sus manifestaciones; y entre ellas se cuenta el cumplimiento de algunos deseos humanos primordiales, uno de los cuales es el de recorrer las honduras del tiempo y del espacio; otro es el de mantener la comunión con otros seres vivientes».
Creo que no hay mejor definición de lo que es y de lo que se espera de una partida de rol. Son palabras del mismo Tolkien escritas en su ensayo Sobre los cuentos de hadas.
Repartir PX
Bien. Una vez terminada la partida, toca repartir puntos de experiencia a los jugadores por su interpretación o por las buenas decisiones que hayan ayudado a expandir y ampliar la experiencia de juego.
Lo imagino generoso. Será por el rostro sonriente y bonachón de mirada infantil que luce en sus retratos más populares. Creo también que, en general, los jugadores estarían satisfechos ya solo por la experiencia fantástica vivida; pero seguro que habría alguno al que su recompensa no le resultaría suficiente —parece ser que las reuniones de los Inklins nunca fueron del todo sosegadas; también hubo enfrentamientos más o menos acalorados, sin que trascendiese nunca más allá de la dialéctica—.
Cualquier máster que se enfrenta a una situación como esta tiene que hacer acopio de paciencia y serenidad para que la situación no llegue a ser incómoda para toda la mesa y arruine planes futuros de juego. Los habrá que claudiquen rápidamente y otorguen los puntos que no consideraban merecidos por zanjar el asunto cuanto antes; habrá otros que tratarán de razonar su argumentación hasta encontrar un punto medio entre los dos extremos.
Aun con todo, estos DJ tendrían que encontrar un ancla en su interior para que el mar del rencor no les arrastrase y les lleve en la siguiente sesión a tomarse la justicia por su mano interfiriendo en la realidad fantástica subcreada entre todos.
Pienso que la forma en que Tolkien reduciría su nivel de cortisol sería compadecerse internamente de ese tipo de jugadores para los que la experiencia vivida se plasma únicamente en una cantidad numérica que anotar en su hoja de personaje, en lugar de disfrutar de cómo su mente y la impresión que tienen sobre el mundo primario se expanden.
«Esta precisamente es con frecuencia la posición de los adultos ante un cuento de hadas. Los retiene y sostiene el sentimiento (recuerdos de la niñez o nociones de a lo que la niñez debiera asemejarse); creen que el cuento debería gustarles. Pero si verdaderamente les gustase por sí mismo, no tendrían que dejar la incredulidad en suspenso: creerían sin más… en este sentido», dice el profesor.
No imagino a Tolkien sugiriendo la ronda de Estrellas y Deseos una vez concluida la sesión. Todo lo que hubiese venido a hacer ya estaba hecho y no necesitaría más. Además, era profesor, por lo que tendría muy desarrollado ese sexto sentido con el que percibir con claridad cuántos de sus jugadores habrían conseguido utilizar la lícita evasión del juego para llevar a cabo una renovación de su espíritu de modo que les sirviera de consuelo para la vida cotidiana.
Porque, al fin y al cabo, «la fantasía creativa se basa en el amargo reconocimiento de que las cosas del mundo son tal cual se muestran bajo el sol; en el reconocimiento de una realidad, pero no en la esclavitud a ella».
*Sí, Tolkien ni siquiera llegó a saber qué era un juego de rol porque estos nacieron dos años después de su fallecimiento. Tampoco llegó a conocer la influencia que su obra tuvo y tiene todavía en ellos. Pero puestos a imaginar…
Magnífico. Un pequeño detalle: se le ha colado un error de tecleo, en el párrafo que comienza con «La mitología de Tolkien… «
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