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Apuntes para una teoría del regreso de la amada (I)

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Una escena de La maschera del demonio, de Bario Bava en 1960. Imagen: Galatea / Jolly / Alta Vista.

UNO. Con menos imaginación de la que pudiera intuir el lector en un primer momento, el origen del cine y la esencia que subyace y transmite la mayoría de los relatos de Edgar Allan Poe están relacionados entre sí por una sensación: la de terror (o la de un misterioso terror). Estaremos de acuerdo en que el cine, como si fuese un moderno Prometeo, confiere a las cosas movimiento y vida. En las primeras proyecciones de los hermanos Lumière no sorprendió tanto la captación de aquellas imágenes en movimiento como el hecho de que para el público estuvieran atrapadas vivas, provocando que en aquellas improvisadas plateas, al verse cómo una locomotora entraba por la pared de enfrente, se abandonara el lugar con pánico, de un modo similar a la respiración de los cuentos de este escritor que «desciende a los infiernos sin fondo de su propio espíritu y allí encuentra un terror común a toda la humanidad». En el fondo, es apenas diferente de lo que posteriormente se pretendiera con las adaptaciones cinematográficas de Poe, aunque no siempre se lograba. Tal vez, porque los miedos hondos del autor norteamericano presentan un carácter indefinido que navega más allá de cualquier realidad, en una especie de combate entre la razón y la imaginación (o alucinaciones y sueños), el cielo y la tierra, el amor y la imposibilidad de amar, lo mórbido y la belleza, la vida y la muerte, difíciles de mostrar en imágenes en movimiento, mucho más explícitas que las elusivas, sugerentes imágenes de las historias del autor nacido en Boston un 19 de enero de 1809 y fallecido en extrañas circunstancias cuarenta años después.

DOS. Pero de lo que se trata en este artículo es de establecer el marco de análisis de lo que se ha venido definiendo el regreso de la amada —la bella difunta— de los confines de lo sobrenatural que, poco a poco, va generando la locura o la paranoia en el ánimo del hombre mediante un vampirismo espiritual-mental-obsesivo, que si bien no hinca sus colmillos en el cuello, sí clava los más perversos y perturbadores recuerdos de una felicidad y hermosura que fue y ya no será jamás.

TRES. Aunque es cierto que de un modo directo Edgar Allan Poe no abordó el tema del vampiro y el vampirismo, al menos desde la perspectiva en la que el mito de Drácula lo ha proyectado, popularizado, mutado, en cambio, sí que lo sugiere en varios de sus cuentos. Sin duda alguna, «Berenice» se perfila como uno de los ejemplos más claros. Pero incluso en esta narración habrá autores que pongan sus reparos, pese a la alusión a los dientes blancos y a otras insinuaciones salpicadas por el relato. Por lo demás, junto a temas constantes en la obra de Poe como la necrofilia, el entierro prematuro y la compleja división entre lo racional e irracional, lo que termina abordando como eje central en «Berenice» es la atracción fatal de un vampirismo espiritual-mental-obsesivo, donde estas mujeres muertas perforan el ánimo de sus esposos con semejanza y lascivia vampírica hasta que los destruyen. Por tanto, es obvio que tiene sus peores consecuencias y que tampoco se diferencia mucho de la mordedura de un vampiro, pues este cohabita en el inconsciente, en la sombra de las difusas mentes humanas de una manera análoga al efecto de posesión-ensoñación del reviniente.

Por otra parte, a casi nadie debe de extrañar este enfoque cuando todo lo relacionado con el vampiro, sus señas y componentes, no es que esté en boga, es que rara vez ha perdido su privilegiado estatus. Solo hay que echar un vistazo a los títulos literarios y cinematográficos sobre el asunto para comprobarlo. Aunque, eso sí, su desarrollo se ha modificado a lo largo de las décadas. Así, aquellas tensiones del siglo diecinueve que emergían de los más peligrosos terrores del alma se asemejan escasamente a la idealización adolescente de la saga de Stephenie Meyer, Crepúsculo, o las simplistas peripecias de Buffy, la cazadora de vampiros creada por Joss Whedon, por nombrar dos éxitos —uno literario y otro televisivo—. Quizá, la única cosa que no ha cambiado ni un ápice, que continúa invariable, es la atracción del humano por el vampiro y lo vampírico, y que, desde cualquier prisma, funciona como fuerza de arrastre. Sin embargo, el miedo, lo inconsciente, lo fatídico, en suma, todo lo que se adscribe a la muerte y a los terrores más hondos de la humanidad estalla en cada una de las historias de Poe, pero apenas ha evolucionado desde que en los años setenta del siglo pasado Stephen King lo revitalizara mostrándolo en la cotidianidad más absoluta. Es decir, las numerosas películas y novelas que han tratado el tema desde los enfoques más diversos han tendido a vulgarizarlo y banalizarlo más que a reinventarlo. No todas, claro, nos sujetan las necesarias e imprecisas generalizaciones. Ahí está la reinvención de los arquetipos hecha por Alan Ball —creador de A dos metros bajo Tierra— en la serie True Blood —inspirados de un modo muy libre en la saga de novelas de Charlaine Harris— al combinar los mitos vampíricos y la realidad de la convivencia diaria entre humanos y vampiros con todos los problemas e inquietudes que afloran; o el gélido filme Déjame entrar, basado en la novela homónima de John Ajvide Lindqvist. No obstante, queda lejos de nuestro objetivo realizar un recorrido pormenorizado de este hecho, pues entonces el planteamiento sería otro, y como hemos establecido y seguimos haciéndolo, lo que nos interesa y nos mueve es el retrato de la mujer que retorna del sepulcro a partir de lo cual afloran los fantasmas más turbios de la humanidad.

La fascinación de Edgar Allan Poe por la bella difunta se reparte por un buen número de sus relatos, desde la mencionada «Berenice», a «Ligeia», pasando por «Eleonora», «La caja oblonga», etc., en un juego cruel, necrológico, castrante, que delimita las fronteras del análisis de este artículo en su traslación al cine, más como una aproximación que como un buceo profundo, y en la que dedicaremos una especial atención a las comparaciones entre «Ligeia» y La tumba de Ligeia —lírica adaptación realizada por Roger Corman—, no por una cuestión caprichosa, sino por configurarse como el mejor ejemplo de ese singular vampirismo espiritual-mental-obsesivo por el que abogamos. Un elemento transparentemente vampírico en su esencia más primitiva, en el que los lamentos del protagonista por la amada muerta que regresa de la tumba lo llevan a la consunción más devastadora y que el cine ha reflejado en numerosas variaciones, a veces, muy parecidas.

CUATRO. Variaciones sobre las que debemos advertir algunas cuestiones que creemos fundamentales. De esta forma, el primer punto lo anotamos como mera acotación de los filmes sobre los que confrontaremos los cuentos, pues, básicamente, nosotros trabajaremos a partir de las repetitivas y desiguales películas del ciclo desarrollado por Roger Corman. Al margen permanecerán el resto de los acercamientos a Poe, asaz desafortunados, pese a hallarse detrás cineastas de prestigio como Louis Malle o, como suele ser habitual, una buena nómina de directores de segunda clase. Pero también —y es una pena— la poderosa sugerencia de Jean Epstein en La caída de la Casa Usher (1928), o los hallazgos visuales de la sugestiva Satanás (1934), de Edgar George Ulmer, tal vez los dos acercamientos al mundo de Poe más inventivos desde la óptica del lenguaje cinematográfico. Como segundo punto, no debemos perder de vista que la mayoría de las adaptaciones cinematográficas emprendidas por Corman quedan desvirtuadas en una suerte de reiteración de temas y miedos trazados por el escritor. En este apartado es pertinente detenerse en dos características. Por un lado, la influencia del universo vampírico que pulula en las películas de Roger Corman. Influencia en cuanto a imágenes, símbolos, conceptos, atmósferas, recreaciones visuales, etc., mucho más intensos en las visiones fílmicas que en los cuentos de horror de Poe. Por otro lado, y como consecuencia de lo expuesto, cualquier espectador asocia sin dificultad planos y secuencias de sus películas a esas reminiscencias de los seres de la noche, de los que daremos, más adelante, buena muestra con algunos ejemplos. El tercer punto a señalar es la incuestionable libertad de sus adaptaciones, a pesar de que algunas, como El cuervo, no tengan nada que ver con los originales en los que se inspira. Aclaremos que no pedimos aquí ni fidelidad al original, ni entendemos la adaptación del papel a la imagen como exactitud al tratarse de medios distintos. No obstante, sí se solicita mantener esa especie de esencia que subyace en lo más hondo de los cuentos de Poe y que en ocasiones se difumina con ligereza en las películas. El cuarto punto juega como un tablero de contrarios: si bien las narraciones de Poe destacan por su perfección, las películas de Corman lo hacen por la imperfección. Por último, el estilo de los cuentos se modula desde una objetividad subjetiva del narrador, donde lo indefinido siempre abre puertas inesperadas, refutando los modelos de la lógica acostumbrada en sus creaciones, mientras que en la complicada adecuación al cine, Corman opta sabiamente por buscar la recreación (tal vez sería más adecuado usar reinterpretación) de un mundo diferente donde lo inexplicable quiebre la razón, entendida como la realidad, en cualquier momento.

Aproximación a la mujer que retorna del sepulcro

CINCO. Tal vez no deberíamos perder de vista que el cine de Roger Corman —y en general el resto de lecturas cinematográficas— adapta las historias de Edgar Allan Poe de una manera personal, libre si se prefiere, en la que no es extraño hallar en un mismo filme argumentos, ideas y elementos de varios de sus cuentos, e incluso de otros escritores norteamericanos, como Washington Irwing o Nathaniel Hawthorne. Por este motivo, es todavía menos extraño que, en gran medida, casi toda la serie de ocho películas abordadas por el cineasta sobre la obra de Poe se distancie más que se acerque a su modelo originario. Una de las causas obedece a que en este ciclo de ocho películas persisten, casi como si fueran los latidos de las propias cintas, componentes estéticos, formales, conceptuales-temáticos reconocibles, que Corman despliega como base de una deformación consciente, donde de un modo paradójico se sustentan las virtudes y defectos de estas reinterpretaciones.

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Una escena de La maschera del demonio. Imagen: Galatea / Jolly / Alta Vista.

Incidimos en este aspecto —ya antes hacíamos referencia a la repetición de temas y figuras que discurren en las adaptaciones realizadas por este director—, porque el perfil de la bella difunta aparece en el ciclo fílmico como una constante, que a menudo incide en el protagonista y, por tanto, en el devenir de la trama. Y, también, porque en la mayoría de las ocasiones dicha imagen se desmarca de la imagen literaria, mucho más elusiva, enigmática, inquietante, policroma, por solo citar cuatro adjetivos que desprende ese personaje femenino. Un personaje cuyos ecos están unidos a la triste vida del escritor. Y es que la muerte arrebató a Poe todas las mujeres que amó, circunstancia que se vislumbra en su prosa de una forma que, según Charles Baudelaire, niega el amor en sus relatos: «no hay en toda su obra un pasaje referido a la lubricidad, o tan solo a los goces sensuales. Sus retratos femeninos están, por así decirlo, aureolados; brillan dentro de un vapor sobrenatural y están pintados a la manera enfática de un adorador». Por supuesto, Corman persigue ese ideal, ese vapor sobrenatural, pero las composiciones de esas mujeres resultan menos insólitas y más mundanas, como comprobaremos en el recorrido que haremos en el próximo epígrafe. Acaso, la excepción, siempre —y gracias— hay como mínimo una, es el espectro de La tumba de Ligeia. De modo sucinto, se puede afirmar que en los filmes del fructífero Corman la bella difunta asume y se comporta como una mujer fatal, que, además, es la segunda acepción que el diccionario otorga a la palabra vampiresa. De hecho, es la mujer fatal que ha seducido al hombre y que lo sigue seduciendo cuando, una vez fallecida, entra o se sumerge en la mente y fantasmas del hombre, que llora su pena, malvive, muriendo gradualmente en vida al ir sorbiéndole su energía. Esta tesis no es nueva, los teósofos ya hacían referencia a que lo que chupaba el vampiro no era la sangre, sino la energía vital del cuerpo. Y sí, la bella difunta presenta las mismas —o similares— características funestas para el viudo que llora su pérdida entre las paredes de su dormitorio. Así, la muerta regresa de su tumba para devorar y destruir al que en otro tiempo fue su esposo. Este no hace otra cosa que regodearse en sus recuerdos de la belleza de la difunta, normalmente con el retrato que preside su habitación y que rara vez deja de contemplar.

También el hombre, en su zambullida por la engañosa memoria, alude a una felicidad y paz perdida, como si se tratase de un paraíso conocido de un modo muy breve y cada vez más lejano. O dicho de otra manera: el hombre siente que ha sido expulsado para el resto de sus días de ese paraíso —en realidad, nunca existió tal paraíso, es un ardid de la memoria, de los recuerdos—, que era la única forma que tenía para ser feliz. Asimismo, la bella difunta atormenta y tortura la mente de su desprotegido esposo hasta estragar toda racionalidad, como infectándolo, lo que le hace confundir lo real y el sueño. Quizá todas sus atribuciones se resumen en tres: atormentar, castrar, destruir. En cuanto a la descripción física, la bella difunta encuentra en el modelo clásico su adecuación idónea. Una descripción que podría ajustarse a grandes rasgos —tanto para el conjunto de la literatura como del cine—, es el tipo genérico elaborado por el Conde de Siruela: «conserva todos sus atractivos humanos, sin perder ninguno de sus encantos. Es delgada y de formas armoniosas, pálida, melancólica, inquietante y sutilmente voluptuosa. Sus ojos suelen ser negros y profundos, con una extraña intensidad, en consonancia con su larga cabellera suelta sobre sus hombros. Su boca, fina y fría como la muerte. Estas características físicas y espirituales se extraen de los relatos de Poe, donde se reparten con un sutil misterio, mucho menos definido, pero más extraordinario que la proximidad con la que la suelen reflejar las composiciones fílmicas. «Morella posaba su fría mano sobre la mía y sacaba de las cenizas de una filosofía muerta algunas palabras hondas, singulares, cuyo extraño sentido se grababa en mi memoria», escribe Poe en «Morella». «Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro», cuenta de Ligeia el narrador en el relato homónimo. Como en «Eleonora» dice: «Y me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna».

Son solo algunos ejemplos de otras muchas muestras que se podrían sacar de las invenciones de un escritor que jamás dejó de luchar contra la miseria, el hambre, los reveses con los que le desafiaba la vida. Aunque no se adscriben exclusivamente al fértil campo de la imaginación. En los siglos XVIII y XIX se contaban toda clase de historias reales de muertos que retornaban de su tumba. El Tratado sobre los vampiros, del sacerdote benedictino Augustin Calmet, acopió muchos de esos casos, en su preocupación religiosa de profundizar en si el regreso de los revinientes era real o ilusorio. Calmet recogió numerosos testimonios válidos que, como mínimo, fomentan la tesis aquí sugerida, como cuando establece que: «Algunos sagaces médicos pretenden que en la sofocación de matriz una mujer puede vivir treinta días sin respirar. Sé que una honesta mujer estuvo durante treinta y seis horas sin dar señal de vida. Todo el mundo la creía muerta, y querían sepultarla: únicamente se oponía su marido. Al cabo de treinta y seis horas volvió en sí, y ha vivido mucho tiempo desde entonces; contaba que oía muy bien todo lo que se decía sobre ella, y sabía que querían sepultarla; pero su entumecimiento era tal que no podía superarlo, y habría dejado que le hiciesen todo lo que hubiesen querido sin la menor resistencia». Hacemos mención al testimonio del benedictino, pues se asemeja a uno de los casos más usados por Roger Corman en su filmografía, con la diferencia de que en sus películas, pese a darse la duda de la muerte, se elige enterrar a la presunta fallecida, lo cual tendrá consecuencias extremas. También en Edgar Allan Poe el entierro prematuro viene a ser un miedo que asfixia el alma y lo alimenta en delirios y pesadillas. Ahora bien, la configuración de la bella difunta, como ya apuntamos, halla sus primeros referentes en la perversa Brunhilda que termina por destruir a su amado Walter en el cuento de Tieck «No despertéis a los muertos». (En esta narración, el protagonista, Walter, pierde a su amada Brunhilda, por la que aún muerta siente una pasión desaforada. Al tiempo se casa con Swanhilda, con la que intenta vivir plácidamente. Pero a Walter empieza a atenazarlo la culpa, por lo que sigue acudiendo cada noche a la tumba de su primera esposa, hasta que logra con la ayuda de un brujo resucitar a Brunhilda para seguir gozándola, al tiempo que pierde toda la noción de la realidad en una obsesión delirante que lo consumirá y lo llevará a la muerte). Y también en la abyecta baronesa que pasa la maldición a su hija Aurelia para aniquilar la razón de su amado conde en la narración de E. T. A. Hoffman, «Vampirismo» (el relato versa sobre la maldición que cae sobre el conde Hyppolit al casarse con Aurelia, hija de una vil baronesa, que se venga de su hija cuando alcanza la felicidad. Por tanto, la imposibilidad de amar y de cualquier felicidad planea en esta despiadada historia de mujeres fatales).

Estas historias, posiblemente, eran conocidas por Poe —casi con seguridad por Corman y los guionistas de sus filmes, como Richard Matheson y Robert Towne—, y le valieron de inspiración para evolucionar y diseñar el paradigma de la bella difunta que ha llegado hasta la actualidad en sus obligadas variantes y adecuaciones temporales. Desde los amores lésbicos de Carmilla, en el relato homónimo de Joseph Sheridan Le Fanu, hasta la cortesana Clarimonda de Théophile Gautier en «La muerte enamorada». Así, los modelos llevados al cine han vampirizado estos modelos literarios —la imagen vampiriza la palabra—, produciendo las cintas más dispares. Sin embargo, el estereotipo perfilado en el diecinueve —o las características más relevantes de ese estereotipo— es el que se ha mantenido a través de las décadas. «Un arquetipo turbio, que reúne todas las seducciones, vicios y voluptuosidades de la mujer, estrechamente unidas a la presencia inequívoca de la Muerte…». A lo que hay que añadir la condición más negativa del amor con sus peores atributos. Una versión sumamente egoísta que solo encuentra un camino: la destrucción. Porque el amor es algo maldito que enciende el placer para consumirlo en un delirio obsesivo, cruel, doloroso, loco, donde se desvanece cualquier coordenada sensata, donde el tiempo y el espacio —todo en realidad— desaparecen en pos de ese amor que actúa como una especie de espejismo, pero que quema y del que al final no quedan ni las cenizas. Así, para estas bellas difuntas, para estas mujeres en las que el amor no es otra cosa que una inefable representación del mal, este, el amor, es un desgaste bañado de sufrimiento, hasta el punto de que el único desenlace al que aspira el torturado-desequilibrado amado es el de acabar con la agonía y abrazar la muerte. Este aspecto se despliega por películas y relatos, siendo tal vez el elemento menos mutable a la hora de definir el ideal de la mujer que regresa de la tumba.

Pero no se vayan todavía. Sintonicen este espacio próximamente en el que concluiremos este acercamiento en el que Roger Corman lee a Edgar Allan Poe.

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