Arte y Letras Literatura

Niños que se desnudaron

Eromenos y Erastes. Imagen: DP.
Eromenos y Erastes. Imagen: DP.

«Sí», dijo mi abogado.
«Enchironaron al tipo ese por abuso a menores,
pero él jura que es inocente.
¿Para qué demonios iba a follar con niños?», dice él;
«¡Son demasiado pequeños!». Se encogió de hombros.
(Hunter S. Thompson, Miedo y asco en Las Vegas)

¡Señoras y señores del jurado! Bríndenme su atención un par de minutos, se lo ruego. Hay algo que necesito aclarar. Créanme: es importante.

Si me encuentro hoy aquí es porque ustedes, o una parte de ustedes, sufren los mismos prejuicios que una notable señorita de cuyo nombre no quiero acordarme. Una integrante del inframundillo/hampa literario/a con quien me crucé en algún momento de mi larga carrera. En efecto, como sin duda habrán intuido muchos de ustedes al verme, soy viejo y sabio. Precisamente por eso no pienso dar más detalles sobre esta notable señorita. No delante del maldito taquígrafo. Por cierto, ¿podría usted hacer menos ruido? Gracias. Decía que no voy a darles más detalles sobre la notable señorita. Se dice el pecado, pero no el pecador. Llamémosla Dolores. Dolores Pain. O mejor: Dolores Mist. Aguarden, ¡ya lo tengo!: Dolores Painful Mist. Pues bien, el caso es que sospecho que la Archidiócesis de Barcelona, u otra institución parecida, los cienciólogos de Hospitalet, o puede que incluso algún oscuro grupúsculo de amantes del reiki, no lo sé, puso en nómina a la señorita Mist para confeccionar una especie de Index librorum prohibitorum. ¡En pleno siglo XXI, señoras y señores del jurado! ¿Se lo imaginan?

Verán, lo que ocurre es que la señorita Mist cree que hay temas que no tienen cabida en las páginas de la literatura. Por ejemplo, la vida de un ateo que es feliz. O cualquier cosa relacionada con la pedofilia. No me malinterpreten: entiendo perfectamente lo de los ateos. Es de cajón. Si uno es ateo es porque es inteligente. Y si es inteligente no puede ser feliz. Al menos no del todo. ¿Pero lo de la pedofilia? Eso sí que no lo entiendo. C’est complètement incompréhensible. Anote eso, señor taquígrafo. Quiero que conste en acta que lo de que la señorita Mist desee incluir todos los libros sobre pedofilia en su personalísimo Index librorum prohibitorum del siglo XXI (ILP/XXI) es completamente incomprensible. Y pecaminoso.

La literatura en este país no puede ir bien cuando los agentes literarios, y no digo que la señorita Mist sea agente literaria, pero por si acaso, y otros sinvergüenzas de su calaña tratan de desmantelar con descaro el sacrosanto principio de que in libris libertas. Peor aún: cuando quieren mandar al ILP/XXI todas las novelas sobre pedofilia. La honte! ¿Acaso no es cierto que los abusos a menores, o las relaciones joven/adulto, en todas sus permutaciones, consumadas o sin consumar, forzadas o consentidas, heterosexuales, homosexuales y andróginas, llevan años, décadas, siglos, putain: milenios, campando a sus anchas por el lupanar literario? «¿Por qué, entonces, este horror del que no logro desprenderme?». Frígidas damas y frígidos caballeros del jurado, se lo ruego: ¡denme una oportunidad para demostrar fehacientemente mis palabras!

Tendrán que disculparme si no me demoro en distinguir entre pedófilos y efebófilos. No hay tiempo para disquisiciones semánticas. Digamos que cuando sostengo que ha habido muchos niños, o niñas, que se desnudaron, o a los que desnudaron o desnudarán o habrían querido desnudar, o que aceptaron desnudarse ellos mismos, me refiero, sirviéndome de la Convención sobre los Derechos del Niño, y a riesgo de ser anacrónicos, pero ya verán ustedes que el anacronismo acaba resultando provechoso, sean pacientes, me refiero, decía, a «todo ser humano menor de dieciocho años de edad».

Ya les conté en otra parte las cochinadas que hacían los griegos con niños y adolescentes. Serralvo, Serralvo, siempre hablando de cochinadas, dirán ustedes. Pues no. Falso. Y no me interrumpan, merde. Tengo derecho a ejercer mi propia defensa, guste o no a las frígidas damas y frígidos caballeros del jurado. Así que óiganme, óiganme bien, porque mi defensa empieza, cómo no, en la Antigüedad grecorromana. Los griegos no solo se acostaban con muchachitos, sino que escribían impunemente sobre aquel vicio. La razón es obvia, y se la adelanto sin ningún tipo de preámbulos, comme ça: la literatura, si es digna de su nombre, está abocada a reflejar la realidad de su tiempo. Observen, sin ir más lejos, El banquete de Platón, la obra más literaria, quién lo discute, del metódico filósofo griego. En ella se habla largo y tendido del tema, venga, brindemos, hip, por Dionisio, por Eros, hip, y escu-, hip, -chemos a Pausanias:

Incluso en la pederastia misma podría uno reconocer también a los auténticamente impulsados por este amor, dado que no aman a los muchachos sino cuando empiezan ya a tener alguna inteligencia, y este hecho se produce aproximadamente con los primeros brotes de barba. Los que empiezan a amar desde entonces están preparados, creo yo, para estar con el amado toda la vida y convivir juntos, pero sin engañarle después de haberle elegido cuando no tenía entendimiento por ser joven, y abandonarle desdeñosamente corriendo detrás de otro.

Podríamos citar (con más razón aún) otro de los diálogos platónicos, Fedro, o incluso la mismísima relación entre Patroclo y Aquiles, no porque lo diga Homero, que debió de ser tan mojigato como la señorita Mist, en la Ilíada, sino porque fuentes posteriores, e.g. el propio Platón, o el dramaturgo Esquilo en su desaparecida obra Los mirmidones, nos dejan bien clarito que entre Patroclo y Aquiles había una cierta diferencia de edad y que ambos se lo montaban felizmente desde los tiempos preheroicos que antecedieron a la guerra de Troya. Por si a algún miembro del jurado le interesan estos detalles, les diré que Aquiles era el más joven entre ambos, pero, según los rumores, Patroclo era el «amado» (erómenos). Supongo que los miembros del jurado, sobre todo los caballeros de bigotillo fino que han estado mirándome por encima del hombro desde que entré en la sala, entienden a qué me refiero. Serralvo solicita al taquígrafo que no anote este último comentario.

Alejandro Magno, por su parte, le ponía los cuernos a su queridísimo «amigo» Hefestión, sirviéndose para ello del joven eunuco persa Bagoas, un botín de guerra que le fue entregado por el sátrapa Nabarzanes tras una de sus conquistas. La relación entre el macedonio y Bagoas ha sido objeto de tanta tinta, desde las Vidas Paralelas de Plutarco en el siglo I hasta El muchacho persa de Mary Renault en el XX, por no hablar de la adaptación hollywoodiense de Oliver Stone en la que Colin Farrell besa a un mozalbete afeminado (interpretado por el español Francisco Bosch) en presencia de toda su corte, anécdota, por cierto, recogida por el propio Plutarco, que me perdonarán ustedes, miembros del jurado, si no me demoro más de la cuenta en analizarla.

Adriano y Antinoo. Imagen: DP.
Adriano y Antinoo. Imagen: DP.

Solo deseo que tengan claro, presten atención, sensibles damas del jurado, caballeros de bigotillo fino, señor taquígrafo, que la señorita Mist se equivoca. Acudan a las Metamorfosis de Ovidio, en cuyas páginas el mismísimo Orfeo, el de la melodiosa lira, «para los pueblos de los tracios, fue el autor de transferir
 / el amor hacia los tiernos varones». Recuerden al emperador Adriano, quien perdió la cabeza por Antínoo desde que este tenía doce años hasta que, en torno a los dieciocho, se ahogó en las mitológicas aguas del Nilo. Quien mejor nos lo cuenta, viva la poesía, así sea en prosa, es la francesa, pardon, madame, j’aurais dû dire belge, ou presque, Margarite Yourcernar, en sus memorables Memorias de Adriano. Sin menospreciar, claro está, la descripción que hace Oscar Wilde, irlandés al que inevitablemente retornaremos en un puñado de siglos/párrafos, en su poema La Esfinge: «El cuerpo de marfil de aquel joven y singular esclavo, con una granada en los labios». No se preocupen. Como suele ocurrir con la palabra escrita, olvidadiza, precaria en sus ansias de eternidad, Wilde no inventa nada que no hayan dicho otros muchos antes que él. Pensemos en Las Bucólicas de Virgilio, en particular en su segunda égloga, esa en la que «por el hermoso Alexis, delicias de su dueño, / el pastor Coridón sin esperanza ardía».

Podríamos seguir así, con esta panda de pervertidos, hasta que amanezca (u oscurezca, según sea usted un lector de Jot Down trasnochado o un miembro del jurado). Pero creo que ça suffit. Lo único que pretendía demostrar ha quedado demostrado, a saber: que la señorita Mist, autora apócrifa del ILP/XXI, debería, como bien recomienda Italo Calvino, leer a los clásicos. Eh, eh, eh. Un momento. Debemos precisar algo: ni Serralvo ni yo estamos defendiendo las relaciones entre adultos y menores. En absoluto. Platón, víctima de su época, creía que era normal que los ciudadanos de la polis se solazasen con mozalbates porque, según él, quelle naïvité, quelle excuse tordue, el sexo masculino «es más fuerte por naturaleza y posee más inteligencia». Serralvo y yo tenemos otra teoría. Sigan leyendo.

Entre la época romana y la edad moderna, entendiendo por esta última, arbitrariamente, sí, que ningún historiador me salte a la yugular, el periodo que sigue a la Revolución francesa, hay poca literatura que se meta en estos asuntos. Desde luego, conservamos documentación de más de un caso paradigmático, como el de la niña Beatriz, esa criaturita de nueve años, debió ser hermosísima, ma foi, que sirvió de musa a Dante en el proceso de Creación, mayúscula justa donde las haya, de su Divina comedia. Ahora bien, en comparación con los obscenos atenienses, estamos ante un puñado de siglos de lo más castos. Dos elementos necesitan ser considerados. El primero, que se trata de una época en la que los derechos humanos en general, y la Convención sobre los Derechos del Niño en particular, no tienen ningún sentido. La edad legítima para contraer matrimonio solía rondar el comienzo de la pubertad. Piensen, por ejemplo, en la Julieta de Shakespeare, cortejada por Romeo a los, sí: agárrense, trece años. (Más o menos la misma edad en la que el diabólico Humbert Humbert abusa de Lolita). El segundo elemento, y aquí no podemos más que formular una hipótesis, es que o bien los adultos de estos siglos no se prevalían sexualmente de los niños y las niñas de su época, o bien el tema, con excepciones, por supuesto, no estaba tan en boga como en la Antigüedad grecorromana. Ahora bien, Serralvo y yo suponemos que si no hay docenas de testimonios de curas abusando de sus alumnos de catequesis, o de frailes levantando los faldones a indefensas prepúberes de nueve años, es, por supuesto, porque esas cosas han ocurrido únicamente en esta tétrica era que le ha caído en suerte a quien teclea y a quien lee. Seguramente no tiene nada que ver, Dios nos guarde, con la ausencia de prensa libre & Internet, ni con la censura & control social ejercido impunemente por la Iglesia durante milenio y medio [sicsic]. Ha oído usted bien, señor taquígrafo: sic elevado a sic. Por cierto, el profesor Livio Rosetti, emérito clasicista, apunte esto también, señor taquígrafo, dice que la mayor parte de la literatura erótica de la Antigüedad, lo que nos queda, ay, no son más que vestigios, ardió en las pilas pseudoinquisitoriales del clero de Bizancio. Très triste, oui.

Dante y Beatriz, por Henry Holiday (DP)
Dante y Beatriz, por Henry Holiday (DP)

En el siglo XIX, queridos miembros del jurado, informen de esto a la señorita Mist si alguna vez, espérons que non, se cruzan ustedes con ella, las relaciones entre niños (o efebos/nínfulas) y adultos toman un cariz completamente distinto. Por primera vez, alabado sea en esta ocasión el sueño de la razón, la Raison, oui, la literatura y los literatos comienzan a tomar conciencia, influidos por Voltaire & Co, por la herencia de la Ilustración, por la incipiente gestación de eso que hoy llamamos dignidad humana y, ya tardíamente, por novelas de corte dickensiano que muestran a los niños/adolescentes como lo que realmente son, personitas maleables que merecen nuestra atención y respeto, influidos por todo esto, decía, las letras decimonónicas van dando forma, à juste titre, mes très chers membres du jury, a nuestra actual visión del sexo intergeneracional. Pero aún va a llevarnos más de un siglo entender que eso del sexo intergeneracional es, por definición, un abuso del fuerte sobre el débil. En el XIX, a menudo a escondidas, los escritores —y suponemos que los demás también, aunque sin dejar constancia de sus actos en ninguna parte— seguirán haciendo con los menores lo que les da la real gana. El caso más inaudito, por semidesconocido, es el de Gustave Flaubert, el insigne autor de Madame Bovary. En sus viajes por Oriente Próximo junto a su presunto amante, Maxime du Camp, y más concretamente a su paso por El Cairo, un joven Flaubert, que aún no había cumplido los treinta años, nos sorprende con su desvergüenza epistolar, que je me permets de traduire:

La ocasión [de sodomizar a un muchacho y/o de solazarnos con sus tocamientos] aún no se ha presentado, aunque andamos buscándola. Todo esto se practica en los baños. Se reserva el baño para sí mismo (cinco francos, incluidos los masajistas, la pipa, el café y las toallas) y se mete a un crío en una de las salas.

Y pocas semanas después, ante la curiosidad de su corresponsal, añade:

A propósito, me preguntabas si consumé la obra de los baños. Sí, lo hice, sobre un mozalbete joven con la cara picada por la viruela y que llevaba un enorme turbante blanco.

¡Si Emma levantase la cabeza! Tengan en cuenta, frígidas damas y frígidos caballeros del jurado, que es una época de mucha gazmoñería. La británica Mary Shelley no tuvo reparos a la hora de crear al monstruo que pulula por las páginas de su archiconocida novela, Frankenstein, y permitirle, entre otros muchos crímenes, despedazar a William Frankenstein, el hermano pequeño de su creador, Víctor. Asesinar a menores nunca fue objeto de censura. Lo insoportable, e impronunciable, es que una jovencita se enamore de su padre, aunque no se desnude nadie, como ocurre precisamente en Mathilda, una novela de Shelley que me atrevo a calificar de insoportablemente empalagosa, incluso para los estándares del Romanticismo, y que, según algunos estudiosos, tendría tintes autobiográficos. Mathilda se publicó únicamente un siglo después de la muerte de Shelley. En el XIX era prácticamente imposible escribir abiertamente sobre estos temas, a menos que uno fuese, parfait, je vois que vous l’avez devinez, el mismísimo Marqués de Sade. A Sade lo mismo le valía un roto que un descosido, infanticidio o incesto. La pensée sadienne, y la literatura que de ella emana, es feroz, cruel y de una violencia colosal y (en gran parte) gratuita. Aunque quizás todo esto no se aplique a su comparativamente casta Eugénie de Franval, una nouvelle tragique en la que Sade inventa un padre decidido a «educar» a su hija «en pleno desprecio por los deberes morales y religiosos», pater familias que, no habría ni que confirmarlo, pero en fin, acaba montándoselo con la susodicha, quien, léanlo ustedes mismos, parece ansiosa por emprender un pecaminoso viaje a sus orígenes:

¡Lo serás todo, mi hermano, lo serás todo! Dijo Eugénie, ardiendo de amor y de deseo. ¿A quién quieres que me inmole, si no es al único que adoro? ¿Qué criatura en el universo podría ser más digno que tú de los débiles encantos que deseas… y que tus fogosas manos recorren ya con ardor?

Carta manuscrita de Sade a Renée-Pélagie (1799). Imagen: DP.
Carta manuscrita de Sade a Renée-Pélagie (1799). Imagen: DP.

No se dejen engañar por la semántica. Eugénie habla con su padre, no con su hermano, y lo sabe. Del mismo modo que Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas, era plenamente consciente de que no estaba bien dedicarse a fotografiar niñas desnudas. Pero lo hacía. ¡Vaya que si lo hacía! Carroll llegó incluso a enamorarse de una de sus modelos infantiles: Alice Liddell, una pequeñuela de diez años que inspiró sus dos obras más conocidas: la ya mencionada y su secuela, A través del espejo. En Pasiones, una magnífica colección de relatos, puede que literarios, puede que periodístico-históricos, seguramente ambas cosas, Rosa Montero nos cuenta que Carroll murió siendo virgen y ordenó en su testamento que «todas esas fotos atrevidas fueran destruidas a [mi] muerte». Debió llegarle la lucidez siendo ya un anciano, porque está más que demostrado que no la tuvo a lo largo de toda su vida. Miren si no la clase de cosas que escribía a las madres de sus víctimas:

Si por casualidad decidiese usted enviar a Gertrude a mi casa sin acompañarla, ¿sería tan amable de informarme de cuál es la mínima cantidad de ropa con la que me permitiría fotografiarla?

En vista de la tónica negacionista de la época, no ha de extrañarnos que el poeta francés Paul Verlaine, ya cerca de los treinta, mantuviese relaciones con el también poeta, y también enfant de la patrie, Arthur Rimbaud, cuando este último era aún un adolescente. Pese a que la relación era de dominio público, la esposa de Verlaine le amenazó varias veces con denunciarle, l’horreur, l’horreur, deshonrándole públicamente por algo que a la sazón solo era tolerable bajo la apariencia de un farisaico rumor.

Lewsi Carroll y  Alice Liddell. Foto: DP.
Imagen apócrifa de Lewis Carroll y Alice Liddell. Foto: DP.

De acuerdo, no voy a engañarles. Admito que en la primera mitad del XIX lo inadmisible era acostarse con menores del mismo sexo o, ¡ah, el incesto!, con miembros de la misma familia en primer o segundo grado de consanguineidad. Que un adulto se enamorase de su prima de trece años, otra Julieta, seguía siendo más o menos normal. Esa era precisamente la edad que tenía Virginia Clemm cuando contrajo matrimonio en Baltimore con su primo Edgar Allan Poe. Tras la muerte de Virginia en 1847, Poe le dedicó su último poema, Annabel Lee: «Yo era un niño y ella era una niña / en este reino junto al mar
/ pero nos amábamos con un amor que era más que amor». Por cierto, ¿sabían ustedes que el primer título de Lolita fue, precisamente, El reino junto al mar?

Eso sí, a finales del XIX, con Sade fuera de juego y la dignidad humana ganándole poco a poco la batalla, al menos en nuestro rincón del mundo, a ese obscurantismo tribal que venimos acarreando desde que el homo sapiens es, o cree ser, sapiens, eran cada vez menos los que se atrevían a defender públicamente las relaciones con jóvenes/adolescentes. Sobre todo si al tema de la edad se añadía, como adelantábamos, el componente homosexual. Quizás Oscar Wilde sea la excepción que confirma la regla. Estoy seguro de que los caballeros de bigotillo fino del jurado no han olvidado que el autor de El retrato de Dorian Gray estuvo en prisión por mantener relaciones con el aristócrata lord Alfred Douglas, al que el dramaturgo llamaba cariñosamente Bosie. Lo interesante de este caso no es que Bosie fuera menor de edad. No lo era. De hecho ya había cumplido los veintiuno cuando él y Wilde iniciaron su escandalosa aventura. Tampoco importa tanto, a los efectos del tema que me trae ante ustedes, que, noche sí y noche también, invitasen a prostitutos imberbes a las lujosas suites de hotel en las que pernoctaban. Lo interesante, tome nota, señor taquígrafo, es la defensa que Wilde hizo de su relación con Bosie ante los miembros de su propio jurado, certainement moins gentils que vous:

«El amor que no osa decir su nombre» en este siglo es ese profundo afecto de un hombre adulto hacia uno joven, como el que existió entre David y Jonatán, o como el que Platón erigió en piedra angular de su filosofía, o como aquel que se encuentra en los sonetos de Miguel Ángel y Shakespeare.

Afortunadamente, la idea de que la atracción de un adulto por un menor, indépendamment du genre, c’est pareil, puede ser aceptable/legítima dio sus últimos coletazos con Wilde. Cuando Thomas Mann publica en 1912 La muerte en Venecia, Europa ya ha entendido lo que décadas más tarde acabaremos plasmando en la Convención sobre los Derechos del Niño. Por eso Gustav von Aschenbach, el refinado artiste et personnage principal de esta obra, que se muere de deseo (literalmente) por un muchacho polaco de extraordinaria belleza, Tadzio, jamás confiesa que su atracción es de índole sexual. Caballeros de bigotillo fino del jurado, sospecho que muchos de ustedes creen que Von Aschenbach nunca sintió atracción sexual hacia Tadzio y que su irreprimible deseo por «tornar ligeramente la cabeza hacia la derecha para contemplar lo más admirable del mundo» era única y exclusivamente de índole artística. Ha, ha, permettez-moi de me moquez de vous. Y permítanme también recomendarles la lectura de Nuevas maneras de matar a tu madre, de Colm Tóibín, donde se nos cuenta la angustia de Mann al abandonar apresuradamente la Alemania nazi dejando tras de sí sus diarios íntimos, en los que reconoce con mucha menos parafernalia que en La muerte en Venecia su condición de homosexual y efebófilo. Sí, a principios del siglo XX el mayor desquite que un homosexual dentro del armario podía obtener, influenciado aún, qué duda cabe, por los despropósitos de Platón & sus acólitos, era escribir una novelita en la que el hombretón reprimido de turno se encapricha (y/o abusa) de un menor. El inmoralista de André Gidé, publicada en 1902, es otro ejemplo de esto último.

Escena de Muerte en Venecia (Luchino Visconti). Imagen: Alta Cinematografica.
Escena de Muerte en Venecia (Luchino Visconti). Imagen: Alta Cinematografica.

El siguiente en la lista, bien entendu, es Nabokov. En Lolita, «luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía», Nabokov nos presenta a un profesor cuarentón, Humbert Humbert, que vive atormentado por su atracción hacia las nínfulas. Lolita es una novela excepcional por muchas razones: su prosa elegante, sus inteligentísimos juegos de palabras, el placer estético de cada frase, etcétera. Ahora bien, la obra cumbre de Nabokov es también única por su inequívoco argumento: por primera vez, el acosador de menores es, claramente, sin ambigüedad, sin siquiera redención, un monstruo. Inicialmente, Nabokov no consiguió publicar Lolita en Estados Unidos y tuvo que buscar editor en Francia. Inmediatamente después de salir a la venta, el libro fue prohibido en el Reino Unido, donde, drôle de chose, un prestigioso crítico literario lo tachó de «pornografía desbocada», e incluso Francia, el país de publicación original, lo retiró de la venta por un periodo de dos años. No necesito recordarles, frígidas damas y frígidos caballeros del jurado, que a día de hoy Lolita está considerada una de las mejores novelas del siglo XX.

Así llegamos a nuestra época. La época en la que la señorita Mist, infame impulsora del ILP/XXI, defiende a capa y espada que la pedofilia debe ser proscrita de las páginas de la literatura. La verdad, ¡no me reprochen que alce la voz!, es que en la era postnabokoviana, como en la prenabokoviana, las novelas siguen mostrando barbaridades de todo tipo hacia los menores, porque la sociedad, sí, usted, y usted, nosotros, sigue/seguimos cometiéndolas. Por eso uno no se extraña, o no debería extrañarse, de que David Foster Wallace nos hable en La broma infinita de un padre alcohólico que viola cada noche a su hija minusválida o que en El fin de Alice A. M. Homes se atreva a narrar, con detalles capaces de revolver el estómago más sólido, la tortura, violación y posterior asesinato de niñas en el apogeo de su inocencia. (O que la misma autora imagine en Ojalá nos perdonen a una niña de once años que cae en las garras de una profesora impúdica). No nos sorprende, o no debería sorprendernos, que la literatura, ese singular refugio de mentiras racionales frente a la irracionalidad de las verdades, hable de gramáticos efebófilos (La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo), de drogadictos que se follan a niñas de catorce (Trainspotting, de Irvine Welsh), de dictadores dominicanos que abusan de las hijas de sus subalternos (La fiesta del chivo, de Mario Vargas Llosa), de niños a punto de abandonar los doce años que reciben como regalo de cumpleaños paterno la triste obligación de arrebatarle la virginidad a una pequeña prostituta polaca (El cielo de Lima, de Juan Gómez Bárcena) o que haya incluso personajes que fantaseen con el turismo sexual de menores en Tailandia y acaben abusando de una niña comatosa/drogada, con el consentimiento del repulsivo padrastro de esta (La mujer de sombra, de Luisgé Martín). Damas frígidas y caballeros frígidos del jurado, no deberían ustedes asombrarse de que la muy elogiada Marina Perezagua ose describir, en el relato que da título a Leche, cómo un grupo de soldados japoneses utilizan la boca de un bebé, un bébé, même pas un enfant, para la felación más inhumana de la historia de la literatura. Lo que sí debería sorprenderles, y asquearles, es que Marina se basase en hechos reales, ocurridos durante la masacre de Nanking, para urdir su historia.

Escena de Lolita (Stanley Kubrick). Imagen: MGM.
Escena de Lolita (Stanley Kubrick). Imagen: MGM.

La señorita Mist, sea quien sea, agente, editora, secuaz de una secta de practicantes del veganismo, se equivoca. La señorita Mist no comprende, o aparenta no comprender, el papel social de la literatura. Frígidas damas y frígidos caballeros del jurado, déjenme decirles algo: la literatura, al menos para el reo que tienen ante ustedes, un sartriano (y vargasllosiano) convencido, no hace más que cumplir con su deber si denuncia lo que no funciona, lo que nadie quiere ver, lo que todos callan comme de vraies salopes.

En 1997, Michel Houllebecq escribía, en El problema de la pedofilia, lo siguiente:

El pedófilo me parece el chivo expiatorio ideal de una sociedad que organiza la exacerbación del deseo sin procurar los medios para satisfacerlo.

Este es el mundo en el que vivimos, sí. Houellebecq lo sabe. Un mundo en el que, hoy como ayer, un tipo regordete puede cascársela tranquilamente y pensar, acudan a las primeras páginas de Masacre a la alpargata, de Serge Scotto, para comprobarlo, lo siguiente: «¡Vaya, hace tiempo que no violo a ningún chaval!».

Todo esto, claro está, no es más que una cara, me atrevería a decir que la menos impúdica, de la herrumbrosa moneda. Al otro lado, por pánico que nos dé reconocerlo, están las víctimas de esos presuntos chivos expiatorios houellebecquianos. Muchos de ellos, por cierto, acaban suicidándose. Otros acarrean l’insupportable fardeau el resto de sus vidas. Otros, ay, acaban recorriendo la fina senda que separa a la víctima del verdugo. ¿En serio creen, frígidas damas del jurado, frígidos caballeros de bigotillo fino, y le ruego anote la pregunta, señor taquígrafo, que deberíamos condenar la pedofilia a un insensato ostracismo literario? ¿En serio creen que se trata de un tema tabú y que el futuro de la literatura, porque les aseguro, augures de tres al cuarto, que la literatura tiene futuro, al menos mientras queden escritores/editores dispuestos a oponerse a la tiranía de la señorita Mist, en serio creen, les pregunto, que debemos ceñirnos a producir novelas negras à la Dicker? (Uy, casi olvido que La verdad sobre el caso Harry Quebert cuenta la historia de un escritor infatuado con una adolescente de quince años. En fin, olviden este ejemplo). La respuesta es que no.

Pueden ustedes burlarse de mí y amenazar con despejar la sala, pero hasta que esté amordazado y medio estrangulado seguiré gritando mi pobre verdad.

Jose Serralvo es autor de El niño que se desnudó delante de una webcam

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11 Comentarios

  1. Hambert Humbert

    Es un sí pero no trufado de franchutismos (mon Dieu).
    Y al final, acojone malos tiempos para la pederastia, se justifica, sartriana-vargallosasianamente, eso sí, con el clásico «cumplir con su deber si denuncia».
    No, no, no, «no hay literatura moral y inmoral, sino buena y mala literatura) Wilde dixit. Ni siquiera en Jotdown se puede hacer una apología de la pederastia (literaria) sin salvaguardarse de moralismo.

  2. C. Palomino

    Un artículo brillante y muy nabokoviano.

  3. Dubitador

    Es el impulso del depredador.
    El deseo desdibuja la frontera ética y fabrica una propia.
    Baste ver como el depredador. literato y articulista, asocia al horror censurador, a la srta Mist, con «una secta de practicantes del veganismo».
    Que se declare vargasllosiano es gran sincedidad, pues total Vargas Llosa, en «El paraiso en la otra esquina», absuelve en su genialidad artistica los abusos y traiciones que comete Gaugin, similar a como razonaba e invocaba para si el Rodión Románovich Raskólnikov de «Crimen y castigo», la inmunidad etica de los grandes asesinos, evocando el caso del Napoleon que ascendia por una escalera de cadaveres, para animarse a matar a la vieja usurera. Total Vargas Llosa se autorizó convertirse en propietario de pisos de lujo, mientras cobraba de los grandes medios por babear boberias mil veces remasticadas sobre la libertad de los propietarios de pisos.

  4. Estamos viviendo un cliclo de pedofobia en la sociedad, instigada desde ciertos sectores, para usar al criminalizado pedófilo como chivo espiatorio, con el propósito de acentuar el control político y social sobre la gente, como demuestra la reciente reforma del Código Penal que lleva esta obsesión pedofóbica hasta límites surrealistas y de difícil aplicación, porque de seguir así, van a terminar arrasando con todas las imágenes de niños desnudos que abundan en las paredes de las iglesias y los museos de arte, al igual que están haciendo los medievales ignorantes talibanes e islamistas en los territorios que conquistan, para seguir con el control de la literatura, o lo que es lo mismo, la censura de la imaginación y las fantasías del ser humano.

  5. Y se olvida de Terenci Moix y su «arpista ciego» .

  6. Televidente

    La supuesta foto de Carroll con Alice es un montaje , bastante burdo pero efectivo, en el que caen la mayoría de incautos que curiosean sobre la cuestión, y aquellos que se dejan llevar por las primeras apariencias. Desde mi punto de vista quita rigor y credibilidad a un artículo que aunque farragoso estaba resultado interesante.

  7. Miren a los ojos de sus hijos (los que tengan) y luego vuelvan a leer el articulo.
    Despues de terminarlo, miren otra vez a sus hijos y reflexionen sobre todos esos «artistas, cultos y buenisisimos pro-hombres» y lo que les harian a sus criaturas.
    Luego me lo cuentan.

    • Sociedad de M

      el comentario más racional que leí en todo este portal lleno de pedófilos que creen que existe la pedofilia, sólo son ridículos que han Sido dañados en el pasado y pretenden dañar a alguien más, cubriendo sus perversidades e ignorando el papel protector de los apoderados de estos niños.

  8. Hola.
    Me ha encantado el artículo, pero hay un momento que escribes: «en La broma infinita de un padre alcohólico que viola cada noche a su hija minusválida». He leído hace tiempo el libro, y se me ha podido pasar esa escena, porque como bien sabes es un libro inmenso, pero sinceramente, me cuesta recordar a qué personaje te refieres. Como hay un índice de personajes al final del libro me podrías decir a qué personaje te refieres?.
    Muchas gracias y felicidades por tu artículo

  9. Lolita desahuciada

    En literatura cabe todo, incluso horribles libelos pornográficos. En Derecho, claro, ya no, ya los romanos -que llevaban una vida muy sexualizada- recogieron como delito el estupro, lo mejor del Derecho Romano. Entendían que en la pedofilia va siempre intrínseco el abuso de poder, y el abuso a secas

  10. Ojala todas las personas, hombres y mujeres que admiran a los muy jovenes por su trernura y belleza, observen siempre una actitud de inmenso respeto hacia ellos, hombrecitos y mujercitas. Que su admiraciòn no exceda los lìmites y entiendan su inocencia y pureza con reverencia.

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