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Editar en tiempos revueltos: Pálido Fuego

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A José Luis Amores (Málaga, 1968) no le gusta el término «posmoderno», al menos aplicado al catálogo de Pálido Fuego, uno de los proyectos editoriales más atrevidos y quijotescos que ha habido nunca en lengua castellana.

Los molinos de viento contra los que lucha a diario este one-man band (que lo mismo edita que traduce) son los de un mercado editorial independiente que hace ya tiempo dejó de serlo, que hace también mucho que dejó de arriesgar, dejándose en el tintero unas cuantas obras maestras firmadas por autores imprescindibles de la narrativa anglosajona, como David Foster Wallace, Robert Coover o William T. Vollmann, a los que con éxito ha revitalizado.

Gracias también a su empeño personal pudimos disfrutar en castellano de uno de los grandes órdagos a la edición reciente: la sorprendente y aparentemente imposible de traducir La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski, para colmo su actual best-seller.

Pálido Fuego solo lleva cinco años entre nosotros y ya nos ha dado a conocer a un buen número de autores extraordinarios de los que hasta ahora no sabíamos nada. ¿Quién es este José Luis Amores, que todo lo puede, y además lo puede bien? He aquí su sorprendente historia, la de un lector totalmente ajeno al mundo de la edición y de la traducción que con su empeño ha conseguido lo que todo el mundo creía imposible: convertir la literatura más compleja y exigente en un negocio rentable. Pasen y lean.

Explícanos cómo acaba un economista sin ningún tipo de conexión con el mundo del libro convertido en uno de los editores en castellano más osados del momento.

Ayer por la noche comentaba con Ana, mi mujer, también economista, que ambos hemos estado engañados todo este tiempo pensando que habíamos estudiado una carrera de ciencias como era entonces Empresariales, con tantas matemáticas gordas como tenía. Resulta que ahora Empresariales se considera una carrera de la rama social, así que, sin darnos cuenta, siempre hemos estado en el pelotón de las letras [risas].

El cómo me metí en esta aventura es muy sencillo. Siempre me ha gustado leer. Mi padre siempre tuvo muchos libros en casa, siempre tuvo una biblioteca bien nutrida, con cosas antiguas sobre todo, pero también novelas de García Márquez o Vargas Llosa, que fueron mis primeras lecturas «serias», por así decirlo. Hasta entonces, como todo chaval, yo había devorado mucho best seller, mucha novela de fantasía, así que el hábito de leer siempre lo tuve, y es algo que nunca desaparece del todo. Cuando empecé a estudiar la carrera, cada vez que tenía un momento libre, en lugar de ver cualquier bobada en la tele me dedicaba a leer. Con todo, debo reconocer que por aquel entonces yo era una persona muy conformista. Me pasaba igual con el cine. Me tragaba lo que fuera. Compraba lo que veía que la gente tenía en las manos. Lo mismo leía a Pérez-Reverte que a Dan Brown. Luego me daba cuenta de que aquello no era nada del otro mundo, pero no era beligerante. Lo leía y ya está.

Al acabar la carrera y empezar a trabajar como economista, mi tiempo libre curiosamente se incrementó por los muchos viajes que tenía que hacer. Eran en realidad momentos marginales: mientras esperaba para ver a un cliente, mientras viajaba en tren o en avión, mientras comía solo en un hotel… Todos esos ratos de mi vida los empecé a rellenar leyendo una cantidad de libros impropia para un sujeto común. Pero, ya te digo, mis lecturas eran al principio muy caóticas, poco selectivas.

¿En qué momento te pones a leer otro tipo de literatura, digamos más compleja, más arriesgada, más en la línea de Pálido Fuego?

Dentro de mi formación lectora tuvieron muchísima importancia los foros de internet. Recuerdo uno en concreto que se llamaba Libroadictos y que era superactivo. Estaba formado por gente como yo, gente que nada tenía que ver con la literatura pero que leía mucho, y esa gente fue la que me enseñó. Yo era entonces una especie de mirón, porque siempre he sido muy reservado. No me atrevía a hablar en los foros, pues veía que había mucha gente con grandes conocimientos y yo no sabía entonces nada de nada. Recuerdo que una del foro recomendó Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer, de David Foster Wallace, y al día siguiente fui, lo compré y me lo pasé pipa leyéndolo. Así fue cómo conocí a Wallace y me fui metiendo en una literatura con mayor enjundia. Sin embargo, el libro de Wallace que más me impactó en su momento fue Entrevistas breves con hombres repulsivos, aquel libro de relatos que tomaban la forma de conversaciones a dos en las que faltaban los comentarios de una de las partes. El hecho de que alguien hubiera escrito semejante cosa, junto al hecho de que alguien lo hubiera publicado, me abrió todo un mundo. Me dije: «Coño, esto está muy bien. Yo quiero más cosas así». Y una lectura me llevó a la otra.

¿En qué sentido?

En el sentido más literal que te puedas imaginar [risas]. Buscando información sobre David Foster Wallace llegué a un artículo que había escrito Rodrigo Fresán para Página/12, en el que hacía eso que tanto le gusta de radiografiar todo un panorama literario, en este caso sobre la última literatura norteamericana. En aquel artículo descubrí un montón de nombres que desconocía, como T. C. Boyle o Lorrie Moore, y lo que hice fue imprimirlo, cribarlo un poco y comprar todo lo que pensé que podía interesarme. Fue algo así como un curso acelerado de narrativa avanzada contemporánea [risas].

Recuerdo que compré gran parte de esos libros aprovechando un viaje que hice a Londres, también por motivos de trabajo. Me metí en una librería a las seis de la tarde, un día de esos que llovía mucho, y a las tres horas salí con la maleta llena, a rebosar. Así empecé a leer otro tipo de literatura, y además en inglés, con mucho esfuerzo, eso sí, porque lo único que yo había leído en inglés hasta ese momento eran cosas de trabajo: manuales de informática, de contabilidad, textos que tenían un lenguaje muy repetitivo y en el fondo eran fáciles de entender. Ese era mi nivel de inglés entonces. En esa época no existían además los smartphones, así que para leer estos libros tenía que llevar siempre encima el Collins. Recuerdo ir al curro con el maletín del ordenador, pero dentro, en verdad, lo que llevaba era siempre un mamotreto literario de los míos y el diccionario [risas].

Al hilo de esto, recuerdo una anécdota que tuve con el alcalde de un pueblo, con quien había concertado una cita para hablar sobre un asunto de trabajo. Quedé con él a la una, pero la secretaria me dijo que estaba reunido y que iba a tardar, que si no me importaba esperar un poco. Le dije que por mí no había problema, porque yo había ido solo para hablar con él, no tenía otra cosa que hacer. De modo que me acomodé en un sofá, saqué mi mamotreto, que creo eran los Ensayos de Montaigne, y me engorilé [risas]. Me dieron las tantas allí leyendo. Cuando me di cuenta, tenía al alcalde delante pidiéndome perdón por la tardanza. ¡Eran ya las dos y media! El tipo se me quedó mirando, me preguntó por el libro que estaba leyendo y nos pegamos el resto de la reunión hablando sobre Montaigne. Casi no hablamos de trabajo. Ya al final, en dos minutos, le conté a lo que iba, que era a venderle un nuevo servicio que estábamos ofertando, y el tío casi nos contrató sobre la marcha. Y, de verdad, creo que lo hizo porque me vio leyendo aquello. Diría: «Un tío que lee estas cosas no puede ser tonto, ni tampoco un sinvergüenza» [risas].

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¿No estaba ya detrás de esa gran compra de libros la idea de montar una editorial?

No, no, para nada. Fue una compra de puro placer. No tenía ni siquiera el prurito del postureo porque no conocía a nadie con quien hablar sobre lo que acababa de comprar, aparte de con mi mujer, claro, que también ha sido siempre una lectora furibunda: le encanta Thomas Bernhard, alucina con Ian McEwan. Pero, ya te digo, aquellos libros los compré para leerlos, nada más. Los devoré todos menos uno, que lo tuve que dejar porque no me estaba gustando: Un lento aprendizaje, de Thomas Pynchon. Es uno de los pocos libros suyos que no he sido capaz de terminar [risas].

Precisamente porque no tenía con quien hablar sobre mis lecturas abrí un blog, Bolmangani, sin pretensiones de ningún tipo, y allí me fui dando a conocer entre algunos lectores y editores. Como al principio nadie me leía, empecé a dar por saco en las redes sociales, en plan «¡Eh! ¡Estoy aquí! ¡Existo!» [risas], pero al final fue el boca a oreja lo que hizo que llegaran visitantes al blog. De todos modos, aquello nunca fue… Vamos, que en verdad no me leía nadie [risas].

Pero algún momento de gloria sí que tuvo.

Sí, y además sin polémicas, que como sabes es la vía fácil para conseguir visitas. Nunca hablé mal de nadie, más que nada porque si leo un libro y no me gusta, no pierdo el tiempo comentándolo.

Uno de los momentos más divertidos del blog fue el día que inventé una especie de entrevista con Thomas Pynchon, e hice creer que el propio Thomas Pynchon me había contestado en los comentarios. Aquello se me ocurrió, fíjate, de nuevo reutilizando mis herramientas de trabajo en el mundo real. Por motivos laborales tuve que aprender a utilizar el jQuery, que es un lenguaje que ayuda a encapsular de forma muy fácil el JavaScript. Me aprendí aquello a lo bestia, empollándome dos libracos a palo seco. Pero siempre trato de sacarle punta al lápiz: si aprendo algo por obligación, luego tengo que poder utilizarlo para cosas personales, más interesantes [risas], así que me di cuenta de que con el jQuery podía hacer un montón de cosas para el blog. Me dediqué entonces a tunear textos, y así fue como ideé la entrevista a Pynchon, y como hice que los comentarios a la entrada pareciera que los había escrito el verdadero Pynchon [risas]. Aquello trascendió un poco porque, como hay tanto pynchoniano suelto, alguno hubo que se lo creyó. Luego tuve que meter comentarios de Belén Esteban, Zapatero u Obama, para quitarle un poco de hierro a la cosa, y que se viera claramente que era una coña [risas].

Aquel blog lo empecé en 2010, en un momento en el que me encontraba muy asentado en mi trabajo. Echaba muchas horas, pero lo tenía todo muy controlado. Te diría que el ochenta por ciento de las entradas de ese blog las escribí en un hotel. A final murió por falta de tiempo, porque, además, dinero nunca dio. Sigo trabajando, aunque con menos intensidad, como economista, y todo el tiempo libre que tengo lo dedico a la editorial. Bueno, sería al revés: el poco tiempo libre que tengo lo dedico a ser economista. La editorial es ahora mismo lo primero para mí.

¿Cuándo surge la idea de montar Pálido Fuego?

Te diría que la idea de montar la editorial surgió en 2008, tras el suicidio de David Foster Wallace. Recuerdo que leí Extinción al poco de su muerte y pensé: «Se ha acabado. Este tío ya no va a escribir más». Así que empecé a buscar todo lo que había suyo que no se había publicado en España. Vi que estaba inédita su primera novela, La escoba del sistema; también un libro sobre raperos y otro sobre matemáticas. Y ahí ya fantaseé con traducirlos y publicarlos. No ya solo los inéditos de Wallace, sino todos aquellos libros maravillosos que había leído y que veía que nunca iban a salir en España.

De todos modos, el proyecto que me hizo tirarme de cabeza a la piscina fue La casa de hojas, de Mark Z. Danielewski. Para mí era incomprensible que ese libro no estuviera traducido, así que contacté con el único editor que conocía entonces: Ana S. Pareja, de la editorial Alpha Decay. A Ana Pareja la conocí precisamente a través de mi blog. Una vez le hice una reseña muy elogiosa a Las teorías salvajes de Pola Oloixarac, y ella me escribió muy amable, dándome las gracias. Aquello generó cierta relación, y de vez en cuando nos escribíamos correos y tal. En uno de estos le dije que había leído La casa de hojas y que me parecía un libro que encajaba muy bien con su catálogo. Ella ya lo había contemplado en su momento, pero me dijo que era muy caro de producir y desistió. No te sé decir en qué momento del día o de la noche, si estaba durmiendo o afeitándome, pero el caso es que al día siguiente me dije: «Vamos a ver: yo he sacado para adelante cosas tela de difíciles y sufridas. ¿Cómo no voy a poder publicar un libro?» [risas]. Esto, dicho con toda la ingenuidad del mundo, ¿eh? La de quien no tenía ni idea de lo que era editar un libro. Así que me lancé: le comenté a Ana Pareja que qué pasaba si yo montaba una editorial para publicar La casa de hojas, sabiendo además que luego tenía una lista alucinante de títulos que ya había leído y con los que podía formar un catálogo potente. Ana lo habló con Enric Cucurella, el dueño de Alpha Decay, y qué quieres que te diga: todo fue muy fácil.

Me cogió además en un momento en el que tenía mucho tiempo libre. Con la crisis, el trabajar para los Ayuntamientos se convirtió en un horror, porque no pagaban ninguna factura. Era un sinvivir. Así que, para quitarnos aquel mal sabor de boca, y aquí hablo ya de la familia, decidimos mi mujer y yo montar la editorial. Dijimos: «Tenemos ya una edad. A los dos nos encanta leer. A los dos nos encanta la literatura. Tenemos un montón de títulos posibles. Tenemos formación empresarial. Es ahora o nunca». Y así fue como nos metimos en esto.

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Por tu relato se ve que siempre has sido todo un emprendedor. Aun así, ¿no te dio vértigo meterte en un sector que desconocías por completo?

Quiero que esto quede claro y que todo el mundo lo sepa: sin Ana Pareja no hubiera sacado Pálido Fuego adelante. Ella me dio al principio un pequeño curso de cómo dirigirme a los agentes extranjeros, porque a mí no me hacían ningún caso. Me costó mucho que me atendieran, que se comunicaran conmigo para hablar del tema de los derechos de traducción. Tuve también que provocar algunas situaciones para estar en el momento justo en el sitio adecuado. A la agente de Wallace ya le había escrito tres o cuatro veces preguntándole por los derechos de La escoba del sistema, pero ni me respondía, hasta que un día me escribió y me dijo: «Si quieres que considere en serio tu propuesta, antes te tengo que conocer». Me enteré de que iba a estar en Barcelona acompañando a otro autor suyo, y a través, de nuevo, de Ana Pareja conseguí concertar una cita con ella. Me planté allí, quedé con la agente de Wallace, y otra vez fue Ana Pareja mi salvadora, porque fue ella quien llevó el grueso de la conversación, ya que mi inglés hablado no era entonces tan bueno. Gracias a esa reunión conseguí los derechos de La escoba del sistema.

Como si prometo una cosa la cumplo, pues en este mundo si no tienes palabra no tienes nada, en cuanto vi que mi idea de editorial se estaba precipitando, que ya no había vuelta atrás, les dije a Enric y Ana que teníamos que hablar en serio de lo de La casa de hojas, que teníamos que hablar de dinero, básicamente. Así que justo el día antes de reunirme con la agente de Wallace comí con ellos en Barcelona. Sé que les caí bien, y ellos me cayeron de puta madre. Ese mismo día nos pusimos ya las dos editoriales manos a la obra con el libro de Danielewski.

Sin embargo, no fue ese el primer título que publicaste.

El primer título que sacó Pálido Fuego fue Conversaciones con David Foster Wallace y fue por pura planificación empresarial. ¡Por algún lado tenía que salir mi deformación profesional! [risas]. Me pregunté: «¿Cómo empiezo llamando la atención?» Tenía claro que había que llegar y dar una patada en la pared, fuerte, que tambaleara los muros. De la línea editorial que me había marcado, claramente el más famoso de los autores era David Foster Wallace. Para entonces, había leído ya todo lo que había escrito Wallace, incluido el libro aquel finito de las matemáticas, que era un coñazo, y el de Ilustres raperos, que ha sacado hace poco Malpaso. Tenía un gran conocimiento sobre la vida y obra de este señor, pero en España sus lectores de a pie no conocían en verdad gran cosa sobre él. Así que empecé por ahí. Vi que en 2011 había salido en una editorial muy selecta pero de gran prestigio como es la de la Universidad de Mississippi un libro que recopilaba las principales entrevistas con Wallace. Lo compré por internet y me costó ¡sesenta y cinco dólares! Imprimen tiradas cortas y el papel, como todo el mundo sabe, está carísimo. Y ellos son unos animales con los precios. El caso es que al leerlo me di cuenta de que eran las primeras entrevistas que leía de Wallace, y aluciné, porque ahí veías que el tío hablaba igual que escribía. No tenía pose ninguna.

En el fondo, publicar ese libro fue un coñazo, dio muchos más problemas que La escoba del sistema, porque no todos los derechos de las entrevistas pertenecían a la Universidad de Mississippi, sino que había algunas que eran todavía propiedad de las revistas en las que se habían publicado. Y estas publicaciones empezaron a subirse a la parra, pidiéndome un dineral por ellas. De hecho, hay dos que están incluidas en el libro original que no pudimos sacar porque pedían por ellas más de lo que pedía la universidad por todo el libro. Me acuerdo de que por la famosa entrevista de David Lipsky para Rolling Stone, de la que luego se ha hecho la película, me pidieron cuatro mil dólares, o una cosa así. Una burrada, vamos. Así que contacté con el propio Lipsky, que era y es profesor de universidad además de un tío encantador, y me dijo que de eso ni hablar, que aquella entrevista era suya, no de Rolling Stone, y que él me daba permiso para publicarla gratis [risas]. Y nada, el resto ya lo sabes: vamos por la cuarta edición.

Sorprende que hubiera todavía textos de David Foster Wallace sin publicar en España, empezando por su primera novela. ¿Por qué crees que Random House no la sacó en su momento?

La verdad es que no lo sé. Al haberme movido en ambientes económicos y jurídicos, hice eso que hacen los abogados de pedir la venia. Le pedí la venia a Claudio López Lamadrid, a quien contacté de nuevo gracias a Ana Pareja. «¿Se cabreará si le pregunto?», le dije a Ana. Y ella me dijo: «No creo. A lo mejor no te contesta, pero eso es todo». A Claudio no lo conozco en persona, no sé cómo es, pero así de primeras me imponía mucho. Es una figura importante dentro del mundo editorial. Pero, para mi sorpresa, me contestó muy rápido y no solo no se cabreó, sino que se portó de puta madre. Me dijo: «Adelante, sin problema. Es más, no ofrezcas más de cinco mil euros» [risas]. Luego hubo que pagar más, porque el libro se vendió muy bien, pero el caso es que solo tengo palabras de agradecimiento para Claudio. No sé si es que pensó que mi petición no era más que una mera tentativa, un farol, o si es que simplemente la novela no le gustaba. Fíjate en que, tras publicarla y comprobar que fue bien, aún quedaba inédito Ilustres raperos, pero tampoco hizo nada por sacarlo. La única explicación que encuentro es que son textos que no le gustan, y punto. Porque, a ver, los números salen. No hablamos de grandes cantidades, pero salen. Si nosotros somos capaces de vender tres mil quinientos ejemplares de un libro de Wallace en un periodo de tiempo muy corto, una gran editorial como Random House puede colocar el doble. Estoy absolutamente convencido de ello.

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La figura ya mitificada de David Foster Wallace os pone en el mapa. Me da la sensación, además, de que de algún modo se convierte en un pilar sobre el que pivota el resto de vuestro catálogo.

Bueno, no del todo, aunque un poco sí [risas]. El ejemplo más claro de lo que dices sería Mi primo, mi gastroenterólogo, de Mark Leyner. En Algo supuestamente divertido… se incluye un ensayo en el que Wallace pone a parir el libro de Leyner, lo pone verde. En aquel viaje iniciático a Londres, compré ese libro, por curiosidad, pero cuando lo leí dudé seriamente del sentido de las palabras de Wallace, porque el libro era buenísimo. Además, cuando murió Wallace, Leyner habló muy bien de él, contó que se habían conocido, que se habían caído muy bien, y que lamentaba muchísimo su muerte. Así que creo que Wallace escribió aquello por envidia. Así lo pienso. Con todo, Mi primo, mi gastroenterólogo no se ha vendido bien en España, y eso que en Estados Unidos fue un éxito apabullante. Pero estoy muy orgulloso de haberlo sacado, porque es un libro de relatos superrompedor, no es desde luego un libro al uso.

A Leyner sí es cierto que llegué por Wallace, pero a William T. Vollmann, por ejemplo, no. Otra cosa es que a Vollmann se le relacione con Wallace, ambos como hijos literarios de Thomas Pynchon, William Gaddis, Donald Barthelme o Robert Coover, a quien también hemos publicado. En ese sentido, sí, la estela de Wallace sigue, por un lado o por otro.

¿Cómo definirías la línea editorial de Pálido Fuego?

Ahora mismo me tengo que ceñir a lo que tenemos y a lo que prevemos que salga. Te lo digo así, en plan muy pedante: alta literatura anglosajona. A mí lo del posmodernismo no me gusta. Para mí el posmodernismo puro es Robbe-Grillet y tal, y esos autores me aburren. Un posmodernista puro muy bueno era William Gaddis, pero a mí lo que me gusta de él son Los reconocimientos, que es lo menos posmodernista que tiene. Esa es una novela exigente, pero es una novela «normal», entiéndaseme. En el catálogo de Pálido Fuego, salvo quizás Mi primo, mi gastroenterólogo o El cuaderno perdido (que para mí tampoco es posmodernismo, es otra cosa), no hay libros «raros». Podrán ser libros exigentes, por el lenguaje que utiliza el autor o porque gramaticalmente contengan, en plan bernhardiano, muchas estructuras anidadas y tal, pero, aparte de eso, me parece mucho más difícil leer una novela de Javier Marías que una de las que yo he publicado. Así te lo digo. En inglés, el término que se usa para describir este tipo de libros es «literatura seria». En mi caso sería entonces literatura seria anglosajona, aunque me gustaría ampliar esto en el futuro.

Luego también tenemos algunos títulos que responden a ciertas querencias mías. Me gustan mucho los libros que están escritos desde bases filosóficas pero con humor. Y en esa línea metería los títulos de Socrates Adams, Lars Iyer o Tom McCarthy.

Te habrán afeado alguna vez la falta de mujeres en tu catálogo.

Sí, sí, y con toda la razón, pero si no han salido antes es por circunstancias externas, ¿eh? No por nada mío [risas]. Durante los dos últimos años he estado muy empeñado en publicar El club de los mentirosos, de Mary Karr, pero al final no lo he hecho, lo han hecho Periférica y Errata Naturae. Quizás yo me lo pensé demasiado. Los derechos de traducción se vendían en principio como para tres libros , en el sentido de que seguramente sería una trilogía, porque luego hay dos libros de memorias más, pero a mí el único libro que me gusta de los tres es el primero, que es un cañón. Los otros dos, en mi humilde opinión de lector, son muy malos. Llegué incluso a plantearme comprar los tres pero solo para sacar el primero, pero, claro, eso ya son guarrerías editoriales que en mi opinión no se deben hacer. Pensé también en hacer una coedición, pero las editoriales pequeñas solemos ser muy cobardes. Editoras valientes como Ana Pareja hay pocas. Pero, vamos, que ya tengo una mujer para publicar en lontananza. Ya lo veréis.

Una de las cosas que más ha llamado la atención de Pálido Fuego es que el editor es también el traductor, un traductor además novel que se atreve con textos complejísimos.

Es cierto que yo no había traducido nunca antes nada de literatura, solo cosas técnicas y por trabajo. En la empresa en la que estaba nos encargaron una vez un informe para la remodelación de los servicios de una zona portuaria, así que tuvimos que estudiar trabajos hechos por otras consultoras extranjeras sobre el puerto de San Francisco. Los jefazos querían dichos informes traducidos y me encasquetaron aquello: «Dáselo al niño, que sabe inglés», lo típico [risas]. Y así me curtí en la traducción. En aquellos informes daba igual que la estructura gramatical fuera perfecta, sin embargo, yo, como había leído mucha narrativa, lo quise hacer bien y me pegué varias noches en vela trabajando en ellos. Era muy joven entonces y me podía permitir esos excesos [risas]. Visto ahora con perspectiva, aquel trabajo me ayudó sin duda a perderle el miedo a la traducción.

A ver, en esto de meterme a traducir no es que haya sido tampoco un inconsciente. Cuando traduje La escoba del sistema, que fue lo primero que hice así gordo, leí, releí, todos los libros de Wallace que había traducido Javier Calvo. ¿Por qué? Porque mi traducción de Wallace tenía que sonar como la de Calvo, a la que ya estábamos acostumbrados sus lectores. Claro que en primera instancia me planteé contratarlo, pero las cuentas no me salían. Quiero decir, no es que no salieran per se, simplemente desconfiaba de las ventas, por puro desconocimiento del mercado editorial. Por aquel entonces yo no tenía cash, no podía realmente afrontar el pago de un traductor, así que no me quedó más remedio que traducirlo yo. Luego es verdad que le he cogido el gustillo y ya no hay quien me pare [risas]. De todos modos, aunque la editorial no ha ido mal, lo cierto es que hoy por hoy sigo sin poder permitirme contratar a un traductor. La mayoría de los libros que publico son o muy voluminosos o de una complejidad excesiva, y no es que yo sea más listo que nadie, pero le dedico un tiempo a cada página que un traductor profesional no se lo puede dedicar. Como comprenderás, no tengo ningún miedo de que Javier Calvo me vaya a mandar un churro, con él voy a ciegas. Si pudiera contratarlo, lo haría, o contrataría a Marcelo Cohen, a Vicente Gómez… En España hay traductores y traductoras buenísimos, pero los márgenes de la editorial no me permiten acudir a ellos, y esto lo sé por experiencia. El único libro extranjero que he publicado y que no he traducido es Pórtate bien, de Noah Cicero. Fue Teresa Lanero, que como yo también vive en Málaga, quien lo tradujo. Ella estaba entonces empezando, e hizo un buen trabajo, pero con aquel libro perdimos al final dinero, y de algún modo me demostró que mi táctica de ser editor y traductor no iba descaminada. Además, si un libro no funciona, puede que como editor no ganes, pero al menos como traductor siempre te puedes lamer alguna herida.

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Lo curioso de tu caso es que, viniendo de la nada, no pocos afirman que eres uno de los mejores traductores del inglés que hay ahora mismo en España.

No, no. No me lo creo. Me lo tendría que decir mucha más gente para creérmelo [risas]. Yo no soy mejor que nadie, simplemente juego con ventaja: no tengo ninguna prisa cuando traduzco, y eso es fundamental. A mí me ocurre al revés: alucino con las magníficas traducciones que leo hechas por gente que trabaja con una fecha límite, teniendo a su vez que pensar que necesitas acabar esa traducción porque tienes que comer.

Mi mujer me pregunta a veces: «¿Cómo vas?», y yo le digo: «Hoy he traducido cinco páginas». Y ella se echa las manos a la cabeza: «¡A ese ritmo no vas a acabar nunca!» [risas]. Entonces le leo lo que he traducido, y le digo: «Mira, aquí hay un juego de palabras que no podemos perder», y lo mismo me he pegado con eso toda la mañana [risas]. Puedo cometer algún fallo, porque es de humanos, pero como le puedo dedicar todo el tiempo que haga falta, sé que el resultado final será bueno sí o sí. De hecho pienso que, si no es para hacerlo de esa manera, mejor que no haga nada.

Todo apunta a que eres una persona extremadamente minuciosa y perfeccionista en todo lo que haces. No me quiero ni imaginar lo que disfrutaste editando La casa de hojas.

[Risas] Ana Pareja siempre dijo que La casa de hojas la editó el dream team. Primero, porque estaba Javier Calvo, que como tiene tanta seguridad en sí mismo nos fue enviando la traducción por capítulos. Cada vez que traducía uno o dos, los mandaba. Pero con una velocidad pasmosa, ¿eh? Se notaba que estaba el tío currando a saco. Empezó a traducir el libro en verano de 2012, y los correos que nos enviaba eran todos muy divertidos. Decía: «Esto me ha frito el cerebro, os voy a facturar el doble», cosas así [risas]. De hecho, para motivarlo, le fuimos pagando conforme nos enviaba los capítulos traducidos, sin esperar al resultado final.

Luego, a través de Ana Pareja dimos con Robert Juan-Cantavella para la maquetación. Robert tenía mucha experiencia maquetando revistas y periódicos. Nosotros vamos por ahí diciendo que maquetar La casa de hojas fue muy difícil, pero ponte tú a maquetar un periódico o una revista de esas de moda. Eso sí que es una virguería. A su lado, La casa de hojas es un Talmud cutre [risas].

¿Cómo nos organizamos Ana y yo? Sabíamos que Robert se iba a encontrar con problemas, para empezar, los propios de la traducción: nos empeñamos en que la edición española tenía que tener exactamente las mismas páginas que la edición original en inglés, para que así toda la lógica interna de la novela se sostuviera sola. Pero, claro, el español tiene palabras muy largas, con muchas letras. La tasa que nos había dado Javier Calvo partía de la base de que toda traducción al castellano de un texto en inglés supone un diez por ciento más de páginas que el original, así que tuvimos que contratar a una correctora externa, para que eliminara las erratas mientras que Ana y yo nos dedicamos a pulir el texto, cada capítulo, para dejarle a Robert la cosa lo más limpia posible para la maquetación. Como Robert también es escritor y traductor, aquello fue un continuo de cambios, preguntas y sugerencias entre todos. Recuerdo que un día Robert me llamó tras haber maquetado un capítulo, y me dijo: «Fíjate que aquí, en el texto original, hay una viuda. Pero en nuestra versión ya no la hay, ¿eh?» [risas]. ¡Habíamos mejorado el original! Recuerdo también que Robert tuvo problemas con las notas a pie de página, sobre todo con las llamadas, que eran símbolos egipcios. Eso, claro, no lo encontraba por ningún lado, así que tuve que dibujarlos yo, directamente, en un papel. Los escaneé, los vectoricé y se los mandé. El tío flipaba: «Pero ¿de dónde has sacado esto?» [risas].

Tuvimos otro problemón con las fotografías, con las polaroids que se incluyen en el libro, que llevan dentro textos en inglés. Vimos que en otras ediciones, como la japonesa, por ejemplo, que utilizamos para muchas cosas, se reprodujeron esas fotos tal cual, en inglés, incluyendo al lado la traducción. Pero aquello quedaba muy feo, y encima descuadraba el número de páginas, que tenían que ser 736, no podían ser más ni menos. En ninguna traducción anterior habían preservado el número de páginas. Para solucionar aquello tuve que tirar de nuevo de mi pasado laboral, de mi experiencia redactando ofertas públicas para Ayuntamientos y tal, donde al final tienes que aprender a hacer de todo, así que lo que hice fue replicar la letra de Danielewski, así como la tipografía de la máquina de escribir que había utilizado para hacer sus tarjetitas y esos papeles quemados que salían en las polaroids… ¡Y salió perfecto! [risas].

A ver, estábamos invirtiendo tanto, tanto tiempo y dinero, aquello podía ser tal fracaso, que no nos quedó otra que estar atentos al detalle. El libro era bueno, así que tenía que ser un bombazo, por eso dedicamos también tanto esfuerzo a la promoción. Alpha Decay, que tenía muy buena relación con los medios en Barcelona, fue más insistente que nunca. Se entregaron un montón de ejemplares de prensa. Fue bestial el despliegue promocional, y eso se notó. El propio Danielewski vino a España, invitado por el CCCB. A día de hoy es nuestro libro más vendido.

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También conseguisteis traeros a Robert Coover y a William T. Vollmann. ¿Cómo surgió aquello?

Los casos de Coover y Vollmann son curiosos, porque ambos son autores que habían sido publicados en España antes, pero que, inexplicablemente, dejaron de serlo. Sus admiradores se habían quedado entonces un poco huérfanos, se encontraban ahí larvados, y yo me he reencontrado ahora con ellos. Parecía que se habían ido, pero no. Siguen ahí. Se nota en las ventas y en la repercusión que han tenido sus actos promocionales en España.

El caso de Vollmann fue el más llamativo. Un día me escribió el gerente del CCCB, con quien ya había tenido contacto cuando trajimos a Danielewski, y me preguntó si sería posible traer a Vollmann al Cosmópolis de 2015. Yo, como comprenderás, me puse las pilas rápido, aunque fue muy difícil contactarlo, porque este hombre no tiene correo electrónico ni internet. Tan solo tiene un teléfono fijo en su estudio-taller, pero lo tiene siempre metido dentro de un armario [risas]. Tú llamas, suena, pero nadie lo coge, básicamente porque nadie lo escucha. Esto me lo contó su agente. Total, que la comunicación con él tiene que ser por fax, y como está viajando todo el rato, porque su actividad principal sigue siendo el periodismo, tarda mucho en responder. Al final, después de dar muchas vueltas, conseguimos que viniera a Barcelona pagándole todo el CCCB. Fue además un viaje nada barato, porque el tipo quería pasar antes por Zúrich, y aquello coincidió con Semana Santa. Un lío. El presentador del acto fue Juan Francisco Ferré. Cuando llegamos a Barcelona, el mismo día del acto, nos fuimos con Vollmann a comer. Y a partir de ahí fue todo un poco… [risas]. Vollmann es una persona incansable, no duerme, es un todoterreno. Decía que sí a todo. Lo llevamos a un sitio de menús, y el tío se puso a comer albóndigas y a pedir botellas de vino… Mientras comíamos le pasé una pila de libros de amiguetes míos, para que los firmara, y el tío los firmó allí todos, haciéndole además a cada uno un dibujo de una tía en pelotas [risas]. Él decía: «Women with no clothes». Luego habíamos quedado con Lisbeth Salas para un reportaje fotográfico, y Vollmann se la intentó ligar. Le entró, vamos. Le tuvimos que decir que la dejara en paz. Al final nos lo llevamos a tomar café, pero nos dijo que él no tomaba café, y ya entendimos que lo que quería era marcha [risas]. Acabamos en el Café Zúrich, donde se puso tibio de orujo. Pero al tío nunca se le subía, ¿eh? Nunca. Eso es lo curioso de él. Está todo el rato hablando y apuntando cosas en dos Moleskine gordas que lleva. Mientra apunta cosas, te dice: «Te estoy escuchando, ¿eh?». Luego llevaba en el bolsillo un cacharro medidor de radiación, porque está haciendo un estudio por todo el mundo sobre cómo afectan las radiaciones al cuerpo humano. Es alucinante. Las Moleskine esas, te puedes imaginar lo que habrá ahí apuntado. El día que este hombre muera deberían ir a un museo. Al final, nos fuimos a la presentación, luego se hizo más fotos, fuimos a cenar, luego a beber otra vez (en un pub pidió orujo, así: «¡ORUJO!», pero se tuvo que conformar con vodka [risas]), y ya a las tres de la mañana le dije: «Bill, me voy a la cama. No puedo más» [risas]. Muy bien, muy bien con él.

¿Por qué crees que los libros de Vollmann y Coover se dejaron de publicar en España?

Por ventas. Vollmann vende más que Coover, porque las temáticas de sus libros son como más actuales, más modernas, más fácilmente «hipsterizables». A cambio, sus libros son muy voluminosos y cuestan una pasta, solo de imprimir, ¿eh? La familia real, recién salido de imprenta ya cuesta un dineral. Súmale a eso la traducción y tal… Y con Coover sí que no me lo explico. Nosotros hemos publicado La hoguera pública y Pinocho en Venecia. De la primera se ha dicho que es la cuarta mejor novela del siglo XX, y se vendió bastante bien. En cambio, Pinocho en Venecia no ha tenido mucha suerte. Hay dinámicas del mercado que sigo sin comprender. Sé a ciencia cierta que Coover tiene sus seguidores, porque lo he comprobado con La hoguera pública, y por eso estoy convencido de que hay gente que no se ha enterado de que hemos sacado Pinocho en Venecia. Ayer mismo, aquí en Bookstock, estuve hablando con una lectora que me preguntó si iba a reeditar Azotando a la doncella y Zarzarrosa, que las sacó en su día Anagrama, y le dije: «Tengo aquí Pinocho en Venecia», y la mujer no se había enterado. Una lectora que estaba totalmente puesta en el autor, y no se había enterado. Se lo llevó, claro. Pero no sé cómo pasan estas cosas. Está claro que aún no sé llegar al público.

Tanto Coover como Vollmann tienen obras maestras sin publicar. Bueno, lo de «obra maestra» se dice ya de forma muy suelta, aunque creo firmemente que al menos La hoguera pública lo es, sin ningún género de dudas. Coover, por ejemplo, tiene The Origin of The Brunist y su secuela, The Brunist Day of Wrath. Juntas son mil quinientas páginas. Yo las quiero publicar, pero en la editorial nada más que estamos Ana, mi mujer, y yo. Valor le echamos, pero si un libro de esos no funciona, nos vamos a la mierda. Con La familia real, de Vollmann, pudo pasar. Publicar ese libro fue todo un órdago. Solo imprimirlo costó diez mil euros, así que, si hubiera salido mal la jugada, se hubiera ido todo al garete. No se fue, pero se podía haber ido.

Aun así, sigo pensando lo que te dije antes: si Anagrama o Random House sacaran alguno de estos libros venderían el doble o el triple que yo, seguro. Por tanto, no entiendo por qué dejaron de hacerlo. Con Vollmann además hemos tenido mucha suerte. Su agente se ha portado muy bien con nosotros, porque desde el principio tuve claro que quería publicar, además por ese orden, Historias del arcoíris, La familia real y El Atlas. Lo que ocurre es que no pude darle a la agente de Vollmann un timing cierto, porque no tenía ni idea de cuándo iba a poder sacarlas. Le expliqué mi situación económica, y se portó fenomenal: nos hizo un contrato por el primero con una reserva para el siguiente, y así sucesivamente. Al final han ido saliendo poco a poco. Solo falta El Atlas, que está ya a punto de salir.

Visto lo que publicas, me da un poco de pudor hacerte esta última pregunta, pero se la hacemos a todos los editores: ¿Qué clásico básico se te ha atragantado?

Se me han atragantado muchos títulos que se supone son de mi cuerda, para empezar Jota Erre de William Gaddis o El túnel de William Gass. En su día se me atragantó Ulises de Joyce, pero al final lo desatraganté [risas]. Creo que cada libro tiene su momento.

Pero si tengo que decirte un clásico, aprovechando que su autor está muerto, te diré El innombrable de Beckett. A mí ese libro me parece una mierda [risas]. No sé cómo la gente puede decir que es bueno. Al menos en Molloy sale un vagabundo chupando piedras, pero en El innombrable, con el hombre tronco aquel… ¡Anda ya, tío! [risas].

Pálido Fuego para JD 7

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7 Comentarios

  1. Interesante artículo y más interesante aún el entrevistado pero ¿por qué – para definirlo como polifacético – «one-man band» y no «hombre orquesta»?

  2. Cualquiera

    ¿Lo de one-man band debemos asociarlo con el hecho de que en su catálogo sólo haya hombres…?

    • Pero no te preocupes, que en breve publica a una, para que nonos quejemos. Si es que…ironía on

      Por cierto, los traductores profesionales también se tiran días y noches con una página, e incluso una frase, aunque tengan fecha de entrega no quiere decir que no le dediquen a los textos el tiempo necesario.

  3. Pingback: “Parpadeo (Flicker)”, de Theodore Roszak (Pálido Fuego). – dime lo leído

  4. Pingback: “La Epifanía de las 3 A:M”, de Brian Kiteley (Pálido Fuego). – dime lo leído

  5. Pingback: La extraña (y maravillosa) mente de William T. Vollmann – El Sol Revista de Prensa

  6. Un Asterisco Perdido

    Claro ejemplo de España.
    No le quito méritos al entrevistado en cuando a emprender y demás, pero me cuesta creer que un traductor sin experiencia ni formación haga esas traducciones tan «chachis».
    Bien es cierto que nunca he creído en las traducciones de textos literarios. Al fin y al cabo no son más que meras «interpretaciones personales» de alguien. Cada persona que traduzca el texto original obtendrá una traducción diferente. Y si el texto original es complejo, más diferentes entre sí serán debido a todas las decisiones que habrán tomado…
    Así que «bueno» o «malo» son adjetivos totalmente vacuos…

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