Cine y TV

La vida: una de romanos

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Anita Ekberg y un minino en La dolce vita, 1960. Imagen: Cordon.

El pasado mes de octubre Nanni Moretti, uno de los tipos más romanos que existen, sorprendió a los asistentes al festival de cine de su ciudad con un cortometraje documental en el que se ha filmado a sí mismo sometiéndose a sesiones de radioterapia. «He superado otro tumor», dijo al presentar el trabajo, y la confesión tuvo tanto de declaración personal como de guiño a la propia carrera. Porque su primera lucha contra la enfermedad es célebre: en los años noventa Moretti construyó a partir de su peregrinar por varios médicos para tratar un linfoma maligno felizmente curado y de varias páginas de su diario personal una película-manifiesto inclasificable, humanísima, muy divertida y admirable: Caro diario, casi nada.

Una obviedad: el ser humano se reconoce en la ficción, construye un espejo sobre un escenario y extrae de él enseñanzas para trazar un camino por los senderos de la vida. Nada nuevo, cosa bastante antigua, desde los griegos por lo menos. Pero si la frontera entre realidad y reconstrucción ficticia de la realidad es bastante difusa en todas partes, cómo lo será en ese colosal escenario de dos mil ochocientos años a esta parte que es Roma, una ciudad arrolladora que invalida varias percepciones preconcebidas del visitante. También esa de que la realidad supera a la ficción, porque en Roma la norma es que la segunda deprede a la primera apenas se presenta ocasión para modelar la forma (¡real!) de la realidad. Por eso el neorrealismo italiano eclosionó en Roma: pura inevitabilidad. Por eso Federico Fellini, uno de los grandes romanos de adopción de todos los tiempos, concibió la última escena de su como una terapia, deslumbrándonos con una festiva secuencia final en la que la película se celebra a sí misma para que Fellini pueda abrazar sin reservas todos los traumas de su vida personal. En Roma la muerte también se engalana con la ficción, para bien y para mal. Alberto Sordi, el tipo más romano que ha existido jamás, eligió para el epitafio de su tumba una frase de la película El marqués del Grillo, uno de los grandes personajes de su carrera: «Señor marqués, es la hora». Y la versión oficial del asesinato de Pier Paolo Pasolini bebe de las criaturas romanas descarnadas que el cineasta y poeta hizo desfilar por las pantallas en su filmografía truncada y visceral.

El asesinato de Pasolini es una de esas brutalidades que difícilmente te reconcilian con la vida, pero Caro diario de Moretti es una película que lo consigue en una escena memorable. Es una de sus muchas bondades. A mí me parece que Caro diario es en este momento y lugar (sobre todo en este momento y en este lugar) una película más que necesaria, porque reivindica una cosa en peligroso declive: no tanto el individualismo como la individualidad, es decir, la renuncia a los mensajes tramposos que agasajan a las masas en favor de la toma de conciencia de uno mismo y de la propia inteligencia. La película es un manual de uso sobre cómo estar en el mundo, o «su come stare al mondo», que es una frase que se dice mucho (o que por lo menos yo oigo mucho) en Italia. Porque una de las grandes críticas italianas al prójimo es afearle que «no sepa estar en el mundo». Maravilloso.

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Sandra Milo y Marcello Mastroianni en 8½ (1963). Imagen: Cineriz / Francinex.

Por Caro diario (y por Abril, su secuela) flota la idea de preservar el raciocinio, el sentido crítico y la vida, toda ella y con todas sus contradicciones, y de hacerlo aunque se viva en un lugar desolado, cualquiera del ancho mundo, aunque en este caso Moretti hable desde Roma de la Italia en descomposición política y criminal de los primeros años noventa. A mí me parece que la capital invita a encontrar la palanca de apoyo con la que tirar para adelante con la vida, porque Roma desborda humanidad. Tanta que existe todo un subgénero existencial y metafísico construido sobre su antítesis: la Roma semidesierta, la de la ciudad abandonada al implacable sol de ferragosto de La escapada (Il sorpasso, Dino Risi, 1962), la de los barrios periféricos cerrados por verano del episodio de la Vespa de Caro diario; la de las materializaciones cinematográficas de Giorgio de Chirico en varios sueños fellinianos de celuloide y en el final de El eclipse, de Antonioni; la de la plaza de San Pedro vacía, sin rastro de fieles en The Young Pope, de Paolo Sorrentino; la del enorme y desierto bloque de pisos cuyos vecinos han acudido como un solo hombre al desfile en honor de Hitler y Mussolini, dejando a Mastroianni y a la Loren a cargo de lo que queda de la humanidad en esa joya que es Una jornada particular, de Ettore Scola.

En Roma (1972), de Federico Fellini, el maestro evoca su primera llegada a la estación Termini desde su Rímini natal a los dieciocho años: o cómo bajarse del tren adormecido de provincias y encontrarse con el frenesí en ebullición de la vida toda en un momento. Parece una exageración onírica marca de la casa, pero conozco llegadas a Termini similares. Luego sales de la estación, te adentras en los barrios de la capital y te encuentras con un vestigio milenario de todas las etapas del hombre occidental en cada esquina. Te pones entonces grave, filosófico, pero la sorna y la farsa llegan puntuales bajo varias formas para desdramatizar a conveniencia, no vaya a ser. La historia está ahí, sí, pero la vida es breve, abracemos lo leve, riámonos del momento fugaz que nos ha tocado vivir. Quizá no haya que llevarlo al extremo de Alberto Sordi en El marqués del GrilloVaffanculo er cinquecento, er seicento, er settecento»), pero nos entendemos. Esta mundanidad pertinente ante tanta trascendencia imperecedera se ve también muy bien al principio de Roma de Fellini: en la escuela fascista de Rímini se les muestran a los niños varias diapositivas sobre el bello esplendor de la capital: la basílica de Santa Maria Maggiore, la Vía Apia, el Arco de Constantino, el Altar de la Patria y tal. En medio de las imágenes del Vaticano se cuela una foto de una mujer desnuda de espaldas, con todo el culo al aire, y los chavales estallan en gritos de alegría. Es una manera más de celebrar la vida. Ya en tiempos de Caravaggio, otro de los grandes romanos de adopción de todos los tiempos y sujeto de talento divino, su círculo cercano conocía a una de las prostitutas que posaban ante el genio para que este pintara a la Virgen o a María Magdalena como «Anna bel culo». Ciudad eterna, eterno retorno y tal.

Volviendo a Caro diario, la película trata de cómo estar en el mundo porque cómo se está en las películas romanas determina un poco cómo ir por la vida, creo yo. Vivir en la capital italiana no es fácil, tampoco hoy en día (el Ayuntamiento, una saga dramática en sí mismo, es una fuente de pasmo inagotable), pero sabemos por las obras maestras rodadas en la ciudad que nunca lo ha sido: Ladrón de bicicletas, Umberto D, Dos mujeres (De Sica), Roma, ciudad abierta (Rossellini), Accattone, Mamma Roma (Pasolini) y por supuesto Una vita difficile (Dino Risi), otro de los monumentos de la carrera de Alberto Sordi. Son filmes en los que proliferan mujeres de una humanidad arrolladora (Giulietta Masina, Anna Magnani, Sophia Loren), varias lecciones de supervivencia y todas las formas de ternura. Películas muy certeras en la cosa esta de fijar para la ciencia todo el espectro posible de las heridas existenciales con precisión de laboratorio. Pero lo interesante aquí es que algunas de ellas contienen también la receta para tirar «palante» pese a todo, y la han dejado escrita en mármol para la posteridad. Véase el final de Las noches de Cabiria (Fellini), uno de los más conmovedores de todo el cine italiano.

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Sophia Loren en Dos mujeres, 1960. Imagen: Cordon.

Es por esa gestión sufrida del día a día entre la belleza de tantas ruinas milenarias por lo que en Roma han proliferado algunos de los más agudos estetas del cinismo. Como Ennio Flaiano, periodista ocasional, guionista de cine ocasional y escritor ocasional de agudeza permanente: «Me fascina la estupidez de los demás, pero prefiero la mía». «Mi gato hace lo que a mí me gustaría, pero con menos literatura». «Es mejor quedarse las dudas para uno mismo, porque reconfortan». «Y pensar que esta farsa durará todavía (dicen) millones de años». A Flaiano, colaborador en guiones de Fellini, Antonioni, Monicelli, Risi y hasta Berlanga (El verdugo), cabe atribuirle la mordacidad desencantada que sobrevuela por toda La dolce vita, esa gran película romana sobre lo que ocurre cuando el ruido frívolo y engañoso de «la vida padre» (en aproximada traducción equivalente ibérica) le deja sordo a uno hasta el punto de no comprender «cómo estar en el mundo»:  lo que pasa es que acaba uno en la playa, aburrido mirando al monstruo, y sin saber a dónde ir. Paradójicamente hay quien sigue viendo en La dolce vita una celebración alegre del despreocupado far niente romano, como si en la película no ocurriera el suicidio de Steiner y todo lo que le sigue. Es de hecho otro filme romano con varias lecciones de vida: nos anunciaba, por ejemplo, con décadas de adelanto el abismo moral que acecha tras algunos booms económicos, por lo que nos habría venido bien verla con justos ojos en la España del ladrillo y del pelotazo. Pero preferimos hacernos los suecos y dejarnos mecer por la música de la corriente. Como Anita Ekberg en la fuente, qué cosas.

Pero no nos pongamos tan graves, que robar también puede ser divertido. Como siempre en Roma, la sorna asoma, rápidamente. Basta recordar al propio Mastroianni dando lecciones de orgullo de clase a sus compañeros de pillaje en Rufufú (I soliti ignoti, Monicelli, 1958): «Robar es un oficio que requiere gente seria, no como vosotros, que como mucho servís para trabajar». La última frase de la película es igualmente memorable: «¡Pero, Beppe, a dónde vas, Beppe! ¡Mira que ahí te van a hacer trabajar!». Roma es un escenario tan soberbio y atemporal que uno lo rellena un poco con lo que quiere, por antagónico que sea. Ejemplo: dos películas, dos apartamentos, los dos mismos actores: Mastroianni y la Loren. En un apartamento, un represaliado gay y un ama de casa en reivindicación grave de la humanidad ante la barbarie (Una jornada particular, Ettore Scola, 1977). En otro, un putero ante la más despampanante prostituta de Piazza Navona, que ejecuta un striptease frívolo y descacharrante que despierta aullidos de admiración (Ayer, hoy y mañana, De Sica, 1963). Roma, ciudad de contrastes en la que todo cabe un poco desde siempre. Ciudad eterna y tal. Porque hay casi tantas cualidades humanas como grandes películas romanas. Igualmente, todas las familias felices se parecen unas a otras, y las infelices, aunque lo sean cada una a su manera, pueden siempre reconocerse en la saga familiar de La mejor juventud (Marco Tullio Giordana, 2003).

Repetimos: Roma es ese escenario milenario en el que cada uno elige cuál es la mejor forma que debe adoptar la tragicomedia de su vida. De hecho, una de las más frecuentes percepciones del extranjero llegado a Italia es la sensación de que todo el mundo es allí el resultado de décadas de esmero en la construcción del propio personaje. En El conformista, peliculón de Bertolucci sobre un tipo vacío que vende su alma vacía al fascismo, el protagonista se llama Marcello y cuando su vida se desmorona lo hace, claro, en el Teatro de Marcello. Uno tiene la sensación de que cada italiano intenta construir su teatro y representar en él la mejor obra posible de su vida. En eso siguen empeñados tipos como Nanni Moretti, contándonos de paso su receta para arrastrar el peso del propio cuerpo por los caminos de la vida. Ese último cortometraje en el que confiesa que ha superado otro tumor es un final de acto triunfante, jubiloso, que recuerda que queda mucho para que caiga el telón, que todavía hay partido que jugar en el escenario. Y no hay ninguno más esplendoroso que la capital imperial, ninguno. Porque una película que se titula La gran belleza solo podía transcurrir en Roma. Porque romanos son Ennio Morricone y Vittorio Storaro, estetas inagotables del bello. Porque parece que lo de dar lecciones de vida desde Roma va para largo. Ciudad eterna y tal.

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4 Comentarios

  1. Buen artículo, pero echo en falta «Gente di Roma» del gran Ettore Scola, que es una pieza deliciosa de la vida romana…Ay, Roma.

  2. «…brutalidades que dificilmente te reconcilian con la vida…»
    ¡Qué cosas salen cuando se juntan palabras!

  3. Pingback: Treinta años en la butaca de Cinema Paradiso: el rugido del mármol – El Sol Revista de Prensa

  4. Y tal.

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