Ciencias

Un millón de maneras de hablar

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Un tarsio. Fotografía: Killyridols (CC).

La transmisión de información es fundamental para los seres vivos. Sin importar la especie, un único individuo posee un rango limitado de información sobre su entorno; ese rango solo puede ser ampliado con la ayuda de sus congéneres. Los animales, las plantas e incluso muchos microorganismos «hablan» entre sí sobre lo que sucede a su alrededor o sobre lo que les sucede a ellos mismos. Aunque podría debatirse sobre cuáles formas de comunicación son dignas de calificarse como «lenguajes» en el mismo sentido que le damos a los lenguajes humanos, es indiscutible que en pleno siglo XXI seguimos desentrañando la inmensa variedad de sistemas de comunicación usados por otros seres vivientes de nuestro planeta.

Usemos como ejemplo el reino animal; por sí solo, contiene tantos mecanismos de comunicación diferentes que la mera enumeración ocuparía toda esta revista. Sin embargo, podemos hacernos una idea de esa variedad señalando a algunos animales que utilizan resortes para la transmisión de información que, a primera vista, nunca hubiésemos asociado con ellos. Algunos de esos sistemas demuestran un elevado grado de organización social, hasta el punto de que sirven para tomar decisiones de manera democrática. En las manadas de bisontes, por ejemplo, se somete a «votación» la dirección que habrá de seguir el grupo en su próximo desplazamiento. Cada miembro de la manada se encara hacia su orientación favorita; al final, será el bando mayoritario el que termine decidiendo el camino a seguir. Una vez determinada la dirección por la mayoría, emergerá de manera momentánea un líder, el «ganador de las elecciones», que conducirá el resto. 

Otros sistemas de comunicación sorprenden porque desafían nuestros estereotipos sobre ciertas familias de animales. El perro salvaje asiático, también llamado «cuon» o «dole», es un cánido cuyo aspecto es muy familiar, a medio camino entre el coyote y el zorro. Es un animal gregario y vive en extensas jaurías que pueden estar formadas por decenas de individuos. Los doles, sin embargo, no son cánidos cualesquiera. Tienen varias características físicas —como el número de pezones y muelas— que los distinguen de otros animales similares, pero lo más llamativo es su manera de comunicarse. Su desconcertante repertorio de sonidos recuerda más al idioma de algún ave que al de los mamíferos de su familia. Los doles se comunican mediante silbidos, graznidos agudos y breves pulsaciones que recuerdan a las emitidas por ciertos tipos de lechuza. Suelen formar grupos pequeños para cazar herbívoros y cuando se separan para rodear a la presa en un terreno boscoso o irregular no siempre se ven entre sí; su particular lenguaje, además de hacerlos confundirse con aves en la distancia, les permite saber dónde está cada uno de sus compañeros en cada momento.

Los tarsios, primates nativos del sudeste asiático, ya llaman la atención por su peculiar figura. Son tan diminutos que caben en una mano humana; sus cuerpos miden entre diez y quince centímetros sin contar la cola, que es tan larga como ellos mismos. Debido a sus hábitos nocturnos, el tamaño relativo de sus ojos es tan grande que sus rostros tienen un simpático aspecto «alienígena». La familia de los Tarsiidae es muy antigua; no tanto como los dinosaurios, pero casi: su origen se remonta a varias decenas de millones de años. En la actualidad están en peligro de extinción a causa de su extrema delicadeza; son fáciles de cazar porque suelen habitar vegetación baja o las partes inferiores de los árboles, y para colmo son incapaces de reproducirse en cautividad. Además, si se los captura, aunque sea con el propósito de ayudarlos, es bastante posible que mueran al instante por culpa del estrés. 

Estos pequeños y desvalidos parientes de la especie humana eran considerados mudos. Se suponía que se comunicaban entre por medios visuales u olfativos, porque nunca se los escuchaba emitir sonido alguno. No obstante, su hábito de abrir la boca una y otra vez intrigaba a los biólogos, hasta que una observación más cuidadosa terminó demostrando que los tarsios no son nada silenciosos; al revés, pueden organizar una considerable algarabía… solo que los seres humanos no podemos oírla. Se comunican mediante ultrasonidos, al igual que los murciélagos, así que sus «estruendosas» fiestas se nos escapan a nosotros y otros posibles depredadores. Este falso mutismo se extiende a ciertas especies de ranas que también se comunican mediante ultrasonidos, a veces por motivos evolutivos sorprendentes. Hay especies que han evolucionado en hábitats donde el agua circula de manera continua y ruidosa —como los rápidos de los ríos—, haciendo difícil la transmisión de sonidos, ahogados por el estruendo acuático. Los ultrasonidos apenas son afectados por esas ondas, así que estos anfibios han conseguido «conversar» con tranquilidad en mitad del ruido de una cascada, en una curiosa analogía con la radio o el wifi. Otro animal que no es mudo, aunque sí bastante discreto, es el azulito, un pequeño pájaro que canta mucho menos de lo habitual en aves de su tamaño. Una buena parte de su comunicación tiene lugar mediante bailecitos similares al claqué; sus taconeos son tan veloces que un humano necesita una grabación ralentizada para poder seguirlos con la mirada.

Otro lenguaje descubierto en tiempos relativamente recientes es el de los membrácidos, una familia de pequeñas chinches que acostumbran a vivir sobre los tallos de las plantas. Ya sabemos que los insectos, en especial los que viven sobre la vegetación, no tienen por qué ser silenciosos. Estamos muy familiarizados con los sonidos emitidos por grillos y cigarras. El estrépito de un enjambre de cigarras, de hecho, llega a rozar o incluso a superar el umbral de daño para el oído humano, produciendo más ruido que un concierto de rock y casi tanto como el despegue de un avión comercial. Los membrácidos, sin embargo, no emiten señales audibles, cosa inusual para insectos con su estilo de vida, que necesitan comunicarse con otros para aparearse, etc. No fue hasta principios del siglo XXI cuando se pudo demostrar que poseían un lenguaje sonoro propio. También era un lenguaje inaudible para nosotros, aunque no porque esté en el rango de los ultrasonidos. Los membrácidos no hacen vibrar el aire, sino los propios tallos de la planta en la que viven. Esa minúscula vibración, que se dispersa por la estructura de la planta, solo pudo ser captada gracias a un pequeño artilugio fabricado de manera rudimentaria por unos entomólogos, que usaba un cabello a modo de aguja de tocadiscos. Para sorpresa de los estudiosos, los membrácidos no solo eran bastante parlanchines sino que su lenguaje demostró contener una enorme cantidad de variaciones y modulaciones, lo cual lleva a pensar que sean capaces de articular mensajes que van mucho más allá de los meros reclamos reproductivos o advertencias de peligro, aunque todavía no está claro el significado de su repertorio. 

Un sistema similar usan las ratas topo, roedores ciegos que habitan el subsuelo. En sus hogares, compuestos de túneles estrechos, la transmisión del sonido por el aire no es buena, así que las ratas topo son mudas. Lo chocante es que se comunican mediante cabezazos. De manera literal: usan sus cabezas para golpear las paredes de los túneles, creando patrones vibratorios que recuerdan al código Morse. Parece ser que llegan a elaborar «palabras» articuladas, incluyendo secuencias personalizadas que anuncian la identidad de cada individuo para que los demás sepan quién se acerca. Este sistema es muy parecido, por cierto, al del «escarabajo reloj», fue llamado así porque su tic-tac era audible en las casas de madera donde perfora túneles en vigas, paredes o muebles; en esos túneles, como la rata topo, usa su cabeza para generar una especie de código morse que le permite enviar mensajes a distancia.

Los célebres «perritos de las praderas» también han desconcertado a los estudiosos por la complejidad de su lenguaje. Su particular charla se compone de superposiciones de diversos sonidos que se combinan de diversas maneras, recordando a la construcción de frases. Por ejemplo, no emiten un único aviso sobre la presencia de algún peligro, sino que disponen de códigos diferentes para diferentes depredadores. Se ha observado que son capaces de describir con una secuencia rápida de sonidos y en menos de un segundo la forma, tamaño, color y velocidad de la amenaza (incluyendo el diferente color de los ropajes de varios humanos que estén a la vista). Para colmo, diferentes variedades de perritos de las praderas poseen lenguajes que, aun siendo utilizados para describir las mismas cosas, son entre sí como idiomas extranjeros. Estos simpáticos animales quizá se sitúen entre los poseedores de un sistema más complejo de señales en el reino animal, rivalizando con especies que poseen cerebros mucho mayores —el suyo no es mucho más grande que una cereza— y niveles de inteligencia muy, muy superiores.

También estamos familiarizados con criaturas marinas que forman patrones multicolores en su piel no solo como camuflaje, sino para comunicarse. Esos patrones pueden incluir bioluminiscencia, desde ciertos tipos de bacterias responsables de espectaculares efectos cuando se acumulan en el agua hasta peces, cefalópodos, etc. Aunque la emisión de luz animal es fascinante, la conocemos desde muy antiguo gracias, por ejemplo, a las luciérnagas. Pero en el océano suceden muchas más cosas. Algunas criaturas, como el calamar del arrecife, pueden crear dos patrones visuales distintos en ambos lados de su cuerpo para enviar dos mensajes distintos y simultáneos a sendos congéneres. Dicho de otra manera: son capaces de «hablar» con dos amigos a la vez.

El camarón mantis tiene en sus ojos más de una docena de variantes de receptores cromáticos. Esto es mucho, porque el ojo humano tiene solo tres variantes de receptores, para el azul, verde y rojo; a partir de esos tres construimos todos los demás colores que somos capaces de ver. Pues bien, el camarón mantis es bastante torpe distinguiendo entre colores convencionales, lo cual podría sorprender dada la complejidad de sus ojos. Sin embargo, sí es capaz de reconocer patrones en el espectro de luz ultravioleta, patrones que nosotros nunca podríamos ver sin la ayuda de nuestra tecnología. Muchos otros animales, como las abejas y otros peces, pueden ver la luz ultravioleta; el camarón mantis, además, es una especialista en la composición de criptografía visual. 

No solo la luz sirve como instrumento de comunicación en el agua, también la electricidad. Hay peces que, además de usar descargas de energía como arma, pueden generar pulsos y campos eléctricos con los que transmitir información. Controlando la frecuencia y la forma de las ondas, componen distintos tipos de mensajes que a nosotros también nos pasarían desapercibidos de no ser por nuestra tecnología.

Estos son solo unos ejemplos de lo que sucede en el reino animal; también se está estudiando la comunicación en el reino vegetal. A nuestro alrededor, en cada paraje donde haya seres vivos, flota una nube constante de señales y mensajes. Algunos podemos verlos, oírlos e incluso olerlos; otros nos atraviesan sin que los percibamos. La vida es cualquier cosa excepto muda.

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3 Comentarios

  1. Buenísimo, de hecho se me ha hecho muy corto. Una segunda parte estaría genial!

  2. ¡Qué genial artículo! Como para advertirnos de que no somos los únicos privilegiados. Seguramente no harán poesía porque ignoran el tiempo y los requiebres del amor, pero Wislawa Szymborska, además de pedir disculpas por lo mal que los tratamos, también puso en boca de uno de ellos, el tarsio (que dicho sea de paso usted describe magníficamente) la indefensión, fragilidad, sumisión y reproches hacia nosotros…Yo, tarsio hijo de tarsio, nieto y bisnieto de tarsio, animalillo menudo, conformado por dos pupilas y solo el resto más imprescindible; de milagro salvado de ulterior adaptación, pues no hay manjar en mí, para el cuello los hay más grandes, mis glándulas no producen felicidad, los conciertos se celebran sin mis intestinos; yo, tarsio, puedo sentarme vivo en el dedo del hombre. Buenos días, mi señor, ¿Qué me vas a dar por no tener nada que quitarme? ¿Con qué tu munificencia me recompensará? ¿A mí, inapreciable, qué precio me otorgarás por posar para tus sonrisas? Mi señor bueno, mi señor bondadoso ¿quién daría fe de ello si no hubiera bestias cuya muerte carece de valor? ¿Quizá vosotros mismos? Mas cuanto de vosotros mismo sabéis basta para velar una noche de estrella a estrella. Y solo nosotros, los pocos no desollados, no desosados, no desplumados, sólo los respetados en sus espinas, escamas, colmillos, cuernos y todo lo que aún nos quede de ingeniosa albúmina, somos, mi señor, el sueño que os absuelve por un breve instante. Yo, tarsio, padre y abuelo de tarsio, animalillo menudo, casi la mitad de algo y empero un todo no peor que otros, tan ligero que debajo de mí las ramitas ascienden y antaño me habrían llevado al cielo si no tuviera una y otra vez que caer como una piedra desde, ay, enternecidos corazones; yo, tarsio, bien sé cuán necesario es ser tarsio.
    Excelente lectura.

  3. Excelente artículo, me ha encantado. ¿Podríais poner las referencias de algunos de los artículos científicos? En particular me interesan los de los perritos de las praderas

Responder a Jaime Cancel

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