Arte y Letras Cómics

Crumb: el feo, el malo y el bueno

Robert Crumb y Aline Kominsky
Robert Crumb y Aline Kominsky. Imagen: La Cúpula.

El mejor de todos los personajes de Robert Crumb siempre fue Robert Crumb. Sí, es cierto que personajes como Fritz el Gato o Mr. Natural fueron un revulsivo original. Calaron en la juventud flipada del flower power con sus vueltas de tuerca de la tira cómica clásica usando personajes que olían al momento contemporáneo: esto es, drogas, filosofías de la iluminación populares y mucho ayuntamiento carnal gratuito y liberal. 

Fritz aludía visualmente al tópico e infantil felino antropomórfico pero con el carácter de un embaucador y pendenciero estudiante universitario que pululaba por los bulevares nocturnos de la ciudad en busca de placeres y que tanto podía acabar en cama ajena como metido en peligrosas revoluciones anarquistas. Mr. Natural, por su parte, traía al tebeo underground al gurú iluminado del movimiento hippy. Ponía de relieve las maldades de la cultura occidental desde el discurso y las aventuras del barbudo santón, pero también servía como parodia contracontracultural de aquellos falsos místicos y su psicojerga. Eran el encanto de lo callejero y el desencanto de lo místico. El jovenzuelo asilvestrado y el viejuno pseudovenerable. Dos nuevos jetas que pasaron rápidamente al hall of fame de los pícaros del tebeo de humor.

Sería muy bestia —e incorrecto— afirmar que esos personajes eran ensayos para llegar posteriormente al Crumb personaje. Pero sí que el mismo autor reconoce que en aquellas invenciones descargaba anécdotas autobiográficas y les impostaba aspectos de su personalidad. También asomaban con voluptuosidad sus obsesiones sexuales. Fritz tenía algunos aspectos del mujeriego que dejó a la esposa para largarse a la otra costa a vivir entre la floreciente comunidad de los artistas del comix americano. Y en Mr. Natural existía Flakey Foont, discípulo del protagonista que frecuentemente se veía puesto  en ridículo a causa de su carácter neurótico e inseguro.

Lo cierto es que cuando Crumb le cogió el gustillo a lo de exhibirse ante el público a través de la página aquello generó varias imágenes de su persona. Él mismo retomaba esta misma idea a mediados de los setenta ilustrando los múltiples rasgos de su personalidad en la historieta breve The Many Faces of R. Crumb. La propuesta de este artículo es más acotada: resumirlo en tres aspectos esenciales que se podrían identificar con tres edades del autor, pero que también existen con cierta simultaneidad en su historia. 

Crumb «el feo»

El bicho raro, el freak, el extraño, el Crumb de los sesenta no aparece en viñetas hasta principios de los ochenta, en los que el autor tiraba de las memorias de su adolescencia para narrar sus problemas con las mujeres y el origen de sus fetichismos hacia ellas que ya habían ido apareciendo en sus historietas. Robert era el mediano de los tres endebles varones nacidos de padre exmilitar y autoritario que buscaba recia descendencia. Era tímido, sensible, inseguro, observador de chicas en lontananza y adorador de sus trenes inferiores. Compulsivamente dibujaba su propio porno con el que se masturbaba y luego lo destruía completamente arrepentido.

Pero aquel también era el más imaginativo, el más delirante, el más inesperado y, en sus trabajos, divertido. Con veintidós años empezó a tomar LSD y su forma de ver la historieta cambió. Escapó de una vida y matrimonio rutinarios para andurrear entre ciudades y acabar aterrizando en el San Francisco donde residía el grupo de autores undergroundSpain Rodriguez, S. Clay Wilson, Robert Williams, Victor Moscoso entre otros— en el que, de nuevo, también era un poco como un marciano venido de otros tiempos; pese a aberrar de la música, la moda y otros modos de la contracultura, existía el vínculo común a través de las inquietudes artísticas, la creación fuera de todo límite y convención y el consumo de sustancias —aquí sí— de moda.

Resultó, como era de esperar, que en el raro también estaba el genio, el creador de su hornada sesentera de bizarros y polémicos seres, desde Fritz y Mr. Natural pasando por los Snoids, Angelfood McSpade o Eggs Ackley. Con ellos y con otros anónimos personajes numerosas veces cruzó el género caricaturesco del slapstick con el porno más duro, como si Tex Avery y Gerard Damiano se hubieran fusionado en un solo ser. Era el desenfreno en lo imaginativo y creativo que destacó a base de ser el más diferente —sin proponérselo— en la cultura de los que querían ser diferentes. El dibujante al que se le cayó del lápiz un keep on truckin’ que, al segundo después, —y a su pesar— se convirtió en coletilla popular y pegatina favorita de los camioneros de media Norteamérica. Fue el patito feo que se convirtió en el mejor de su bandada, sin necesidad de tornarse cisne.

Crumb «el malo»

A mediados de los setenta empieza a recurrir a sí mismo como personaje con mayor frecuencia. Convertirse en estrella contracultural, junto con la aparición de los primeros tebeos autobiográficos como los de Justin Green, lo animó a convertirse en el sátiro de sus propias sátiras. Las ficciones lascivas pobladas por sus ya arquetípicas amazonas, ahora giraban en torno a él como protagonista de sus propias aventuras y culminaba los desenlaces con el habitual sexo salvaje y contorsionista. Como personaje resultó tan potente que después de él apenas surgen otros tan significativos y populares. El éxito le había golpeado como a Bruce Banner la bomba gamma: el reservado y frágil dibujante de tebeos de repente, en sus viñetas, se convertía en un monstruo perverso que tomaba la iniciativa dominando sexualmente a robustas mujeres, sin músculo añadido alguno por su parte y un plausiblemente enorme falo, real según los testigos. Aquel también era el Crumb del ego desmesurado, el que cuando veía que el público le pedía más él respondía dando dos tazas y exageraba sus perversiones a costa de hacerlas extremadamente egomaníacas y rechazables. El sexo se convirtió en un recurso recurrente: más de una vez aparecía en historias donde, de partida, no parecía necesario. Recordaba a unos recién emparejados estrenando un piso, como si el autor en medio del desarrollo de la trama cayera en la cuenta —«¿aquí todavía no he follado?»— y se ponía manos a la obra, lápiz en mano.

Lució también la diatriba ridiculizante y el monólogo denuncia: azote de la cultura moderna, el capitalismo sin piedad y la familia americana tradicional. Algunas de esas catilinarias de Crumb contra el mundo gastaban un sarcasmo tan elaborado y mordaz que muchos no supieron identificarlas por lo que eran, hasta el punto de entenderlas, por ejemplo, como pornografía o panfletos racistas, y eso le puso a malas con muchos. Sin embargo también existía allí el Crumb contra Crumb, dibujándose a sí mismo de forma grotesca y destapando sus defectos como autor por los que alguna vez también pedía disculpas de forma explícita sin perder el humor. Llegaba incluso a inventarse historietas en las que medios ficticios de ultraderecha o modernillos de izquierda le entrevistaban y salía escaldado siempre desde los dos frentes, de manera que daba espacio a la autocrítica, de nuevo, desde la comedia.

En definitiva, era el Crumb más crudo y desatado, pero también el más directo y comprometido, con su célebre «no estoy aquí para ser educado».

Crumb «el bueno»

Como suele pasar, el tercer hombre siempre es un poco difícil de ver, pero acaba por haber estado ahí todo el tiempo. Es el virtuoso, el maestro del dibujo que con cada obra ha ganado en técnica y en precisión. Es la parte compulsiva del autor que buscaba la perfección en el dibujo rascando el papel con cientos de líneas cruzadas hasta que la imagen o el efecto que buscaba aparecía allí. Es también su faceta de ilustrador. Y era aquel que sabía apartar en los momentos pertinentes los avatares de la mitología crumbiana para transmitir con su estilo gráfico —sin perder nunca su personalidad— lo que sus ojos captaban. Un buen ejemplo sería el encargo de la adaptación del Génesis completamente hecho a su estilo técnico único, pero evitando la sátira y respetando el espíritu de un texto que, irónicamente, estaba cargado de sus vicisitudes. A pesar de arrepentirse casi desde el minuto cero por la —nunca mejor dicho— bíblica tarea que suponía ilustrar el texto, cumplió con su compromiso, encerrándose como un escriba monacal, y dejó como resultado tras cuatro años de trabajo una obra excelente.

Porque el Crumb «bueno» es el que trabajó a solas durante la mayor parte de su carrera, el que ha logrado la excelencia a base de años delante del papel, pero también es el que supo asociarse con otros, muy pocos, pero muy afines y bien sintonizados, para hacer obras importantes. Es el que hizo sus primeros tebeos caseros basados en la Isla del tesoro, con su fallecido hermano Charles. Es el que ayudó a dar vida al proyecto de tebeo autobiográfico de su amigo Harvey Pekar, al que se sumaron luego numerosos dibujantes. Y para mí, en particular, es especialmente el que empezó a hacer historietas a pachas con su segunda y actual mujer, Aline Kominsky, el mismo año que Crumb dejó la marihuana.

Alguien estará pensando «mira, encontró el amor y sentó la cabeza». Pero no. Esto sucede a mediados de los setenta, en el florecimiento del Crumb más gamberro y subversivo; ella, lejos de apartarlo del «mal camino», le daba muchísima cancha. De hecho, en alguna ocasión, ante la duda de él de continuar alguna historia por temor a que fuera excesivamente provocadora le animaba a seguir para ver hasta dónde podía llegar. También pudo tener peso a la hora de que el autor se animase a contar las memorias de su juventud. Aline, fuertemente influenciada por los tebeos de Justin Green, se había convertido en una de las primeras artistas que hacía sus propios cómics autobiográficos.

Durante treinta cinco años crearon historietas como ningún otro tándem lo había hecho hasta entonces: contaban su vida cotidiana de pareja dibujándose cada uno a sí mismo dentro de cada viñeta. Lo de Aline era muy basto, simple y garabateado —si bien era capaz de pasarse horas dibujándose el pelo— y chocaba con el estilo más técnico y pulido de él. Aquel ejercicio era extraño y a la vez revelador: Crumb seguía siendo el pervertido y cascarrabias que ya conocíamos, completamente coherente con su forma de ser. Aline, físicamente, era como su chica prototípica: fuerte, robusta, de piernas fuertes y nalgas pétreas, porque así era en realidad. En aquellas páginas veíamos —además de lides costumbristas variadas— como ella se prestaba a las fantasías que le habíamos visto a él en sus propios cómics con sus amazonas tipo. Pero no era él quien la dibujaba. Sí que, a lo largo del tiempo, Crumb ha dibujado a su mujer muchísimas veces, pero en aquellos tebeos —salvo alguna excepción que comprenderá quien acuda a ellos— ella se dibujaba a sí misma. Ese era el trato.

Aquello era algo inédito. El obsesivo, el dominador de féminas, dejaba su espacio en el sagrado papel para que su partenaire ejecutase libremente su parte. Y a ratos Aline se dejaba dominar, sí, pero otras veces Aline decía «no, yo encima». Y entonces cambiaban la postura y Crumb —lo que era aun más inaudito tras miles de cómics viéndole encaramarse a glúteos femeninos enormes como un poseso— se ponía debajo. 

Así eran las historias recopiladas en aquel Drawn Together (editadas en España como ¡Háblame de amor! por La Cúpula). Los monólogos de Crumb, al dejar lugar a un dibujo ajeno, se convertían en un diálogo; aunque también es cierto que en ocasiones realmente se convertían en dos monólogos de dos egos de órdago. Pero la mayor parte del tiempo había un ejercicio de compartir y un ejercicio de darse libertad. Había una cópula extraña de dibujos completamente diferentes que caben en el mismo espacio y que se reconocen como personalidades. Había una delicia de pequeñas puyas lanzadas del uno al otro en notas dentro de la viñeta que revelaban los defectos del otro y a la vez también se daban apoyo. Se leía y se entreleía una relación entre dos personas: en la historia explícita narrada con los personajes y en esas divertidas inferencias de los autores entre ellos y para con el público.

Mucho más que la suma de las partes

Llegados a este punto, a nadie se le escapará la ironía de que se apellide Crumb —migaja— un dibujante que con tantos años de vida lo ha dado todo a través del lápiz y la pluma. El público y la crítica han respondido con igual fervor: en el 2011, The Comics Journal, entre la entrevista dirigida por Gary Groth y la extensa mesa redonda que analizaba su último trabajo, el Génesis ilustrado, le dedicaba casi doscientas páginas. Crumb, por su parte, en las edades que muchos marcan para su jubilación, dedicaba su adaptación del tumultuoso principio de los tiempos según la Biblia a la persona con la que más tiempo había convivido tanto en la realidad como en el papel. A Aline.

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4 Comentarios

  1. La única vaga referencia que tenía de Crumb es por la canción de DefConDos…
    Pero me he leído el artículo y me ha encantado sin saber nada sobre lo que habla, la historia es muy bonita y muy bien contada.
    Gracias

  2. Si yo fuera dibujante de tebeos, haría lo mismo, lo mismo que Robert Crumb y si fuese director de cine, sería como Russ Meyer. ¡Qué genios! La mujer ya la tengo como les gusta a ellos, con un culo y unos muslazos prietos, prietos, blancos como el alabastro. Por cierto que mi esposa, a la que sugerí que intentáramos quedar con Crumb y su santa que están aquí al lado para hacer intercambio de parejas, se negó en redondo y dijo que probáramos con Nick Kyrgios, que parece que le va el folleteo y es más joven que Cantona y que Crumb ya, no digamos. A ver qué pasa…

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