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Un antojo (1)

un antojo (11)
Corrientes, Argentina, 2019. Fotografía: Mariana Silvia Eliano / Getty.

«Un antojo», dice la editora. «Escribe un antojo». Yo no escribo antojos. 

Allá vamos. 

***

El verano en el Cono Sur se extiende desde diciembre y hasta febrero. En diciembre de 2020 estuve en la casa de mi padre, que vive en Junín, la ciudad en la que nací, a 250 kilómetros de Buenos Aires, la ciudad en la que vivo. Debido a la pandemia no lo veía desde el año anterior. Compartimos la Navidad y el Año Nuevo y lo pasé bien. Después, a fines de enero, me fui de vacaciones a la provincia de Córdoba. En febrero volví a Buenos Aires y me puse a hacer lo que había hecho a lo largo del año: escribir. 

***

Apunte tomado en una libreta, fechado en agosto: «Todo conduce al mismo sitio. La escritura». Es el único apunte de todo 2020. 

***

Cuando digo que el verano en el Cono Sur se extiende desde diciembre y hasta febrero, miento, porque el verano empieza el 21 de diciembre y termina el 20 de marzo. Pero antes y después de esas fechas la temperatura baja de los treinta grados, y eso para mí no es verano sino otra cosa, una parcela climática en la que hay que usar medias, zapatos cerrados, un abrigo que en mi caso nunca es liviano. A veces pienso que soy friolenta porque mi madre me abrigaba demasiado cuando era chica. Los abrigos de mi infancia, en los setenta, consistían en diversas capas de lana y paño: un suéter de lana bajo un saco de lana, todo cubierto por un tapado de paño. No había ropa inteligente, las chaquetas de pluma eran un lujo, y el efecto final era el de estar aplastada por capas ásperas y resecas. Siempre quise tener un suéter rojo con ochos enormes en el frente. Creo que no lo tuve nunca, aunque a veces me sobrevienen recuerdos falsos de estar con un suéter así, aferrada a una muñeca enorme sobre la caja de una camioneta marca Rastrojero.

Tuvimos varias de esas camionetas. Funcionaban con gasoil, la caja era de madera, el traqueteo se escuchaba desde lejos y para mí estaba asociado a la felicidad: era el ruido que se escuchaba cuando mi padre se acercaba a casa, después del trabajo. Las usábamos unos años y luego íbamos con la camioneta vieja a Venado Tuerto, en la provincia de Santa Fe, la vendíamos y, en la misma concesionaria, comprábamos una nueva con la que regresábamos. Esos viajes los hacíamos solos, mi padre y yo. Una vez le pregunté por qué me llevaba con él —Venado Tuerto queda a 150 kilómetros de Junín, por entonces un pueblo de veinte mil habitantes y no la ciudad de cien mil que es ahora—, y me dijo que yo era su amuleto para que la compra saliera bien. ¿Una compra puede salir mal? No sé. Tengo pocos recuerdos de mi trabajo como amuleto: el aburrimiento en la concesionaria mientras los adultos firmaban los papeles, el olor a nuevo de la cabina, los asientos cubiertos por un plástico transparente.

En cuanto al suéter rojo creo que, en efecto, nunca lo tuve. Cuando adquirí cierta independencia para decidir mi indumentaria, quise un saco largo de lana. Pensaba que un saco así iba a proporcionarme una vida mejor. Más cálida, menos entumecida. Que iba a transformarme en lo que quería ser: una persona adulta y mundana, que viajaba y escribía con ese saco (¿gracias a ese saco?). Mi madre y yo demoramos mucho en escoger el modelo. Compramos decenas de revistas tipo Burda, publicaciones difíciles de conseguir que, cuando se conseguían, eran del año anterior o incluso más antiguas. Me encantaba mirar esas páginas. Las modelos de pelo lacio posando sobre fondos de tono inofensivo —amarillo, celeste, rosa pálido— eran como casas con decoración inobjetable. Parecían personas perfectamente satisfechas, y la satisfacción —según yo— se la daban todos esos suéteres que yo no tenía.

Cuando decidimos el modelo, fuimos a comprar la lana a una casona de techos altos, revestida de un panal de anaqueles de madera en el que se acomodaban las madejas de a cientos. Yo estaba indecisa. Las preguntas de mi madre me confundían más: «¿Este color te va a quedar bien con toda la ropa?»; «¿No será muy cansador este tono?». El suéter debía combinar con todo, servir para todo, ser a la vez elegante e informal, útil como abrigo de colegio y para salir. Así era siempre por entonces: las cosas tenían que durar toda la vida y la cantidad de elementos que evaluar era irritante y enloquecedora (y profundamente innecesaria y ansiógena). Fuimos varias veces a la lanería, nos llevamos muestras, trozos de pocos centímetros de lana. Yo los disponía sobre la mesa de la cocina y los miraba, como pidiéndoles una respuesta. ¿Cómo se hacía para imaginar un suéter a partir de eso? ¿Qué aspecto tendría esa viborita marrón transformada en un vendaval de mangas y cuellos, cómo saber si ese rosa viejo no tendría el aspecto una frazada una vez transformado en saco?

Al final, me decidí por una lana gruesa y potente color azul petróleo. A tres cuadras de casa vivía una tejedora que gozaba de prestigio (en los pueblos, el prestigio llega por oleadas: de pronto una modista es la única a la que todos quieren ir; de pronto un dentista es el único posible; de pronto una casa de pastas es la única en la que se pueden comprar pastas: nunca supe por qué es así, ni cómo hacen para sobrevivir los que pierden el favor del prestigio). Le llevamos la lana y unas cuantas revistas. Queríamos el cuello de este saco, las mangas de este otro, los bolsillos de aquel, la solapa del de más allá. Siento una depresión retrospectiva al pensar en la diferencia abismal que había entre el esfuerzo y el fruto, entre la expectativa y el resultado. No me produce ternura la candidez de haber creído que alguien podía armar, a partir de ese Frankenstein, algo como lo que yo imaginaba. Me produce ira: ira por mí y por mi madre (por creer, conmigo, que eso era posible). El saco resultó muy pesado. Pronto los bolsillos quedaron a la altura de las rodillas. Las mangas se estiraron. El punto era demasiado abierto, entonces tampoco servía como abrigo: el frío se colaba por la trama. De todas maneras, lo usé con orgullo porque, a decir verdad, nadie tenía un saco como ese. Hoy se vendería a precio alto en cualquier feria americana.

Una noche lo llevé a una fiesta de compañeros del colegio. En uno de los bolsillos escondí mi superpoder: brillo para labios. No había diferencia entre el papel atrapamoscas y ese pegote con olor a frutilla, pero les daba a los labios un aspecto bastante lascivo. Yo tenía menos de doce y mis padres no querían que me pintara. Había comprado el brillo en una perfumería de la avenida Primera Junta, y lo mantenía escondido en un cajón de la mesa de luz sobre el que pesaba un juramento de privacidad, aunque no guardaba allí otros elementos clandestinos, solo ese. Al llegar a la fiesta, que se hacía en una casa, arrojé el abrigo sobre un sofá o una cama y salí al patio a bailar. Se pasaban discos de vinilo, cada uno aportaba los suyos. Yo siempre llevaba a los Bee Gees, una música muy requerida.

Cuando terminó la fiesta, fui a buscar mi saco. El frasquito del brillo se había roto y había enchastrado la zona, que tenía un aspecto apelmazado y brillante, poco saludable. Me asusté. El saco me daba igual, pero mis padres iban a descubrir que me pintaba. Me pregunto a qué le tiene miedo una persona cuyos padres jamás le han pegado ni impuesto penitencia alguna. ¿Tendría miedo a que me dejaran en la calle? ¿A que me mataran? Como sea, cuando llegué a casa fui al baño y metí el saco bajo la canilla del lavatorio. Refregué con jabón, pero no salía. Entonces se me ocurrió echarle quitaesmaltes. Debe haber sido algo sensacional. Lo dejé chorreando en la bañera y me fui a dormir. Al día siguiente, mi madre me preguntó qué había pasado. Di respuestas vagas o culpé a otros. En el fondo solo quería decir: «No debiste hacerme ese suéter, no debiste dejar que me ilusionara, debiste ser otra persona, por qué vivimos acá, qué es toda esta infelicidad que me rodea». A veces, ella era la culpable de todo. 

Esas cosas pasaban en invierno. En verano yo era perfectamente feliz. 

Nos íbamos de viaje con mis padres al norte de mi país o a la Mesopotamia, una región formada por tres provincias —Entre Ríos, Corrientes, Misiones— rodeadas de ríos. A la Patagonia fuimos una sola vez. Mis padres decían que no era «auténtica», y no les gustaba. Estaban hechizados por la cultura de las provincias del norte —Salta, Jujuy—, por los pueblos andinos, las mujeres que tejían en telares centenarios, los arrieros silenciosos. A mí todo eso me gustaba —mucho—, pero siempre quise volver al sur. Había algo en ese paisaje prolijo, de lagos transparentes, que me resultaba fascinante de una forma agotadora: era un lugar duro, limpio y solo, un paisaje apenas contenido por un fleje que en cualquier momento podía estallar y transformarse en otra cosa.

Tengo un recuerdo brutal. Cuando llegamos a la Patagonia, después de un viaje muy largo en el Rastrojero (ochenta kilómetros por hora, máximo), nos detuvimos sobre un puente precario que atravesaba un río. Eran nuestras primeras horas en el sur. Jamás había visto algo así. Habituada al paisaje monótono de la pampa, a la parquedad del norte, sentí que eso era el exotismo: que había llegado al extranjero. El agua traslúcida, las piedras sobre las que saltaba el sol, los árboles que parecían una instalación. Y el río, repleto de truchas. Todo parecía montado para una foto, pero era real. Mi padre fue hasta el Rastrojero, tomó la escopeta (sí, viajábamos con un(as) arma(s), en plena dictadura de los años setenta), la cargó y se apostó sobre el puente. Mi hermano y yo —éramos jóvenes asesinos— gritábamos con entusiasmo, pero mi madre se puso furiosa: cómo vas a matar un pescado a tiros, estás loco, qué les vamos a enseñar a estos chicos, no seas bestia. Mi padre, refunfuñando, desamartilló la escopeta y no disparó. Hacía un calor horrible y seco, así que me quité las zapatillas, corrí hasta el río y me sumergí. Tengo ese recuerdo: la carne se me ajustó a los huesos y dejé de respirar. Salí dando alaridos, quemada por el agua de deshielo. Después, a lo largo del viaje, hicimos con mi padre y mi hermano competencias para ver quién aguantaba más dentro del agua gélida mientras mi madre gritaba: «¡Salgan que les va a dar un pasmo!». 

Eso nunca sucedía en el norte, donde casi todo era más interesante que los ríos; ni en la Mesopotamia, donde los ríos eran espacios tenebrosos en los que pasaban las peores cosas (y entonces yo no me metía): uno podía ser picado por una víbora o una raya, uno se podía ahogar enredado en un camalote, uno podía quedar a la deriva, insolarse y morir. Yo lo sabía porque la Mesopotamia era el escenario en el que transcurría buena parte de la literatura que leía por entonces. Si la Patagonia me parecía exótica, si el norte era un espacio potente y real, la Mesopotamia era el lugar donde transcurrían mis pesadillas. Por eso me gustaba tanto.

Mientras viajábamos, yo leía o miraba por la ventanilla e inventaba historias. Ensoñada, derramaba torrentes de imaginación sobre esos paisajes electrificados por el verde o la selva. Una noche atravesamos una ruta que pasaba junto al Parque Nacional El Palmar, en la provincia de Entre Ríos. La luz de la luna se hundía entre las hojas de las palmeras, que parecían garras. Esa tarde yo había visto a un hombre rubio a la vera de la ruta, cruzando un alambrado con un tambor de leche. Levanté la mano desde el auto y me saludó. En ese momento decidí que era el hombre más hermoso que yo había visto y que iba a ver jamás (todavía lo creo). Por la noche, bajo la luz engañosa de la luna, imaginé una historia para ese hombre. Tiempo después, la escribí. A mano, en un bloc de los que usaba mi abuelo en su almacén para llevar las cuentas. No fue la primera vez que lo hice. No sé cuándo empecé a escribir. En mi memoria, la escritura siempre estuvo ahí, clavada como un espolón. Escribía incluso cuando no escribía. Cuando, como en ese viaje, inventaba historias mirando por la ventanilla, juntando trozos de realidad: un hombre rubio aquí, unas palmeras allá, una cierta luz de luna. 

Ahora ya no escribo lo que imagino, sino lo que averiguo. No tengo ganas de hablar de cómo sucedió, pero el salto, que fue súbito, no me resultó brutal. Un día era una persona desorientada que escribía ficción y que no sabía cómo se hacía para vivir con eso, y al día siguiente era una periodista con un grabador, una credencial y una cantera de historias reales para contar. A veces me preguntan por qué escribo. Escribo porque fui una chica con ambiciones mundanas en un pueblo pequeño, porque tuve miedo a que mis padres me mataran, porque trabajé de amuleto, porque leí cosas que no leen los niños, porque viajé en camionetas imposibles en años imposibles, porque mi padre quiso matar una trucha a tiros, porque tuve cosas que muchos no tuvieron y no tuve muchas de las que todo el mundo tenía. Porque estaba incómoda. Porque sigo incómoda. 

En aquellos viajes de la infancia usaba camisetas abiertas y sin mangas, y me miraba orgullosamente la clavícula en el espejo retrovisor del Rastrojero. Sentía que con esa clavícula iba a hacer grandes cosas. Que mientras fuera verano y tuviera esa clavícula —fuerte como un arma— podría llegar donde quisiera. Ahora viajé más por otros países que por el mío, tengo un placard repleto de suéteres y chaquetas de pluma, me desembaracé de la candidez que nunca tuve. Pero la escritura sigue siendo un cuerpo joven, rabioso, sorprendido, inflamado por un terror confuso; un cuerpo que codicia sueños imposibles y que, aun sin posibilidad de alcanzarlos, confía en que sus clavículas, mágicamente, lo llevarán a todas partes. 

***

Cuando digo que en diciembre estuve en la casa de mi padre, a quien no veía desde el año anterior debido a la pandemia, que compartimos la Navidad y el Año Nuevo y que lo pasé bien, no digo del todo la verdad. 

Pasé la Navidad y el Año Nuevo en Junín, donde vive mi padre, pero no me alojé en su casa, sino en un hotel bastante nuevo que está en las afueras, sobre la ruta. Llamé semanas antes para hacer la reserva. Cuando di mi nombre, la persona que me atendió me dijo: «¡Leila! ¡Soy Tal!». Era una compañera del colegio secundario, propietaria del hotel. Después de la sorpresa, hablamos brevemente, me pareció que de manera cálida pero profesional. No nos preguntamos por nuestras vidas, no evocamos a ningún compañero de colegio, no trajimos a colación ninguna historia del pasado. Le pedí los datos de la cuenta para transferir el monto de la reserva y nos despedimos. 

El hombre con quien vivo se llama Diego. Llegamos a Junín el mismo día de la Nochebuena, en torno a las seis de una tarde espléndida. El hotel era cómodo, la cama enorme, el cuarto tenía vista a la piscina y al parque, donde había una morera enorme y una colección de cactus y suculentas. Después de quince años de saltar de hotel en hotel, había estado por última vez en uno en enero de 2020, en Santiago de Chile. Desde marzo, cuando se decretó el aislamiento en Buenos Aires, solo estuve en mi casa. Vi pasar los días desde la jaula doméstica. De modo que mi viaje a Junín fue, también, la primera salida a la ruta en casi doce meses. Esperé tener algún impacto: que el espacio abierto me produjera una emoción exaltada, una impresión particular. Pero no. Solo era la misma vieja y pampeana ruta de siempre. 

Mientras estuve en el hotel, me instalé todos los días en el parque desde la mañana y me quedé allí hasta las cinco o seis de la tarde. Diego y yo mirábamos los pinos sentados bajo la morera. Él, cada tanto, se metía en la piscina o decía: «Mirá, un aguilucho». Yo había llevado cinco o seis libros, aunque no tenía fe en poder leerlos. A lo largo del año, algunas cosas se habían desvanecido: la capacidad de leer, de concentrarme. En ese parque leí dos libros en una tarde. Al día siguiente, otro. Y otro más. Volvieron, sin dosis mínimas, masivamente, la gula, la voracidad, la concentración. Por las noches, partíamos a la casa de mi padre a preparar la cena con mis hermanos. Comíamos bajo la parra, bajo el olivo, junto a las higueras, y después, de regreso en el hotel, bajo el aire fresco de la noche que entraba por las ventanas abiertas, yo seguía leyendo. 

No hubo épica en el reencuentro con mi familia. Conversamos como si nada nos hubiera sucedido. Ahí estaban el césped de siempre, las rosas, la huerta, los perros, las voces familiares, los libros que cada vez ocupan más espacio, las conversaciones sobre química y sobre el proceso de destilación de la cerveza, los experimentos con el pan de masa madre de mi hermano menor. De modo que recordé cómo era el mundo antes de que dejara de serlo, quizá para siempre. 

Pero cuando digo que lo pasé bien, miento. Hacia el final hubo un desliz, una irradiación de esporas, de desgracias viejas. Sin más detalles. Regresé a Buenos Aires de noche, escuchando Daft Punk o Eminem. Iba dentro de mí, ensimismada en el asiento del acompañante, mirando las luces lacónicas de los pueblos de la pampa, ese paisaje ciego atrapado en algo que improbablemente podría llamarse noche. Y a pesar de las esporas y de las desgracias viejas me sentí bien. Porque ahí, ensoñada, estaba escribiendo. Aprovechando la amargura para traer algo al mundo. Con inmensa crueldad. Y como siempre. 

(Continúa aquí)

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2 Comentarios

  1. Leila
    gracias por tu artículo, de parte de un fruto extraño que te disfruta leyendo y se sintió interpelado por tu conferencia sobre el periodismo y cómo fue tu juventud, con otra edad ya, con otra profesión, con más de la mitad del lago nadado, pérdida la vista de la orilla que partí y vislumbrando ya en la lejanía la meta de destino.

  2. E.Roberto

    Escribe de manera maravillosa, señora. Siempre un placer enorme leerla. Con ligereza y liviandad los suéter, los sacos, la lana y hasta diría sus fantasías de niña toman una entrañable corporeidad, están ahí, al alcance de la mano. Una perla para la literatura rioplatense. Muchísimas gracias. También a JD. Lo que sigue no es un reproche, faltaría más, solo que me ha hecho recordar la otra Patagonia, la menos conocida donde nací, aquella que no es solo los lagos, rios con truchas y montañas que se visten de blanco casi todo el año, hay otra, hacia el Este para ser más preciso, que se opone a la avidez del Atlántico feroz y su viento, con pampa sin límite ondulante y vegetación de espinillos huraños, sin rastros de faros, acantilados trágicos, soledad tan fría que de prepo te das cuenta de que estás hecho de huesos, y sobretodo gaviotas desconfiadas que te miran con un solo ojo; de vez en cuando una liebre de prisa, un guanaco seráfico, un carancho quieto allá arriba, y no es que se vean siempre las focas, lobos marinos y cetáceos, exclusividad para turistas bien abrigados, solo los aristocráticos y pobres pingüinos en un alto de sus caminos; hay otra decía, de lomas que a veces son cerros, viento que cuando soplaba de rabia arrancaba guijarros golpeando las casas de chapa; arenilla y canto rodado de una tierra que al principio era fondo marino; lo único dulce pero difícil de hallar: el calafate redondo y morado, y todo bajo un cielo celeste que más puro era imposible, sin nubes, por lo tanto profundo gracias al viento que no les daba tregua, con mis viejos tomando mate allá abajo. A mi pueblo, bautizado no con nombre de “preclaros varones que hicieron la patria” pues en el fin del mundo no habia tantos, le tocó la urgencia y el pragmatismo del petróleo: según el pozo y a cuántos kilómetros distaba del puerto más cercano, Kilómetro Cinco, Kilómetro Siete, etc. etc. El mío era el Veintisiete, un nombre sin gracia, burocrático y árido, pero en el cual a la fuerza fui feliz soñando que un día me aventuraria con mi perro a cruzar el Atlántico.

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