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Sobre astronautas y la imposibilidad de contar los viajes espaciales

viajes espaciales astronauta
Un astronauta en la órbita terrestre. Fotografía: NASA (DP).

Me gustan los relatos de viajes. En ellos están las huellas de los pasos humanos sobre la tierra. Si repasamos los relatos a lo largo de la historia —desde las pinturas rupestres en las cuevas hasta los posteos en las redes de una visita a Disneyland, a París o a Punta Cana— podemos ver que en cada uno está presente la memoria colectiva que se fue acumulando durante siglos y milenios. Nos desplazamos de un lugar a otro para buscar comida, aventura o conocimiento y después aprendimos a contar la experiencia a los demás.

El mundo es vasto y los confines eran cada vez más distantes hasta que fuimos capaces de recorrer todo: islas y continentes, los polos helados, las profundidades del mar y los picos más altos. Anduvimos cada vez más lejos y más rápido en un planeta inmenso pero, aun así, sin abandonar nunca la escala humana. Por eso pudimos contarlo todo.

El viaje al espacio, sin embargo, es otra cosa. Tengo la sensación de que no acertamos con la forma de narrar la experiencia porque es indecible.

El libro Regreso a la tierra es una compilación de memorias y testimonios de astronautas de distintos países que entre 1969 y 2016 fueron al espacio y volvieron. El resultado es una suma de experiencias, no un relato de viaje. Los compiladores dicen que los viajeros espaciales sienten algo similar a lo que sintió Francesco Petrarca cuando escaló una montaña, se elevó sobre el mundo y habló del hombre frente al espacio ilimitado.

La Edad Moderna inició, simbólicamente, cuando Petrarca ascendió al Monte Ventoso en 1336 y vio, en la tierra que se extendía sin límites frente a él, su reflejo interior. Cuando los astronautas intentan encontrar su escala al contemplar la Tierra desde la Luna se produce una tensión entre una geografía exterior y una interior.

El universo es desmesurado. La experiencia extrema de salir del mundo, de sumar millones y millones de kilómetros, de contar años luz, de unos seres insignificantes con sus órganos alterados, las funciones vitales distorsionadas y el cuerpo ingrávido, está demasiado atravesada por el andamiaje científico tecnológico como para relajarse en la narrativa. Las palabras, como estamos acostumbrados a usarlas, resultan insuficientes, inadecuadas y pobres para comunicar lo vivido.

No hay, no ha habido ningún otro viaje a lo largo de la historia que esté precedido de tanta virtualidad como el viaje espacial. Cientos y miles de astronautas viajan en simuladores durante años sin desplazarse a ningún lado hasta que uno, dos, tres, logran por fin viajar de verdad. Y entonces son presa del espacio infinito que tiene otras reglas.

¿Cómo contar desde un cuerpo y una mente en permanente estado de alteración?

En 1960 los soviéticos construyeron Zvezdny, una base de entrenamiento de cosmonautas con forma de ciudad, con torres de viviendas, escuelas, conservatorio, casa de cultura, parques, lago y plaza. Como el espacio artificial de The Truman Show, la ciudad fue creada ad hoc para que los astronautas mantuvieran la ilusión de una vida normal y cotidiana mientras sus cuerpos eran preparados para salir del mundo.

Mientras miles de turistas recorren la ciudad, los aspirantes a viajeros son sometidos a todo tipo de pruebas, desafíos y actividades que en otro contexto serían consideradas una tortura. Solo unos elegidos consiguen una plaza en Zvezdny: salud impecable, cuerpo perfecto, reacción inmediata, nervios controlados. Después de pasear con la familia, ir al museo o practicar esquí acuático, los astronautas ingresan al centro de entrenamiento. En la centrifugadora giran hasta simular las diferentes aceleraciones de un vuelo —de cuatro a doce veces la gravedad— desde el despegue, atraviesan las distintas capas de la atmósfera y deberán aguantar varios segundos sin perder el conocimiento. En la cama basculante, atados como en un quirófano, pasarán cuatro días con la cabeza abajo mientras siguen desarrollando otras actividades como leer, dormir o comer. Después se pondrá a prueba la resistencia de cada uno de sus órganos internos y de su mente ante las presiones. la soledad y las adversidades. Si pasan estas pruebas siguen con la formación teórica: principios de navegación, medicina, biología, astronomía, circuitos eléctricos, mecánica de las naves. Los más aptos, los mejores, son los que podrán viajar, pero antes de hacerlo ensayarán cada movimiento en un simulador. Despegue y desconexión, una y otra vez son repetidas las operaciones mientras, rodeados de toneladas de equipamiento, ven por las ventanillas unas imágenes similares a las estrellas que encontrarán durante el vuelo. Sumergidos en el agua experimentan la ingravidez, sobre el agua deben mantenerse a flote todo el tiempo necesario hasta ser localizados por los equipos de búsqueda. Trabajan sobre su estado de ánimo y la moral del equipo. Son evaluados en su capacidad para solucionar desperfectos, afrontar imprevistos y recuperarse de los accidentes. El fantasma de Yuri Gagarin, estrellado en un entrenamiento, sobrevuela sobre ellos.

El viaje por el espacio, como ningún otro, desafía las leyes de la física.

Los cinco centímetros de estatura que habíamos ganado en el espacio se iban perdiendo gradualmente. Nuestros rostros se iban deshinchando y las piernas empezaban a engordar.

Sentía como si un elefante hubiera entrado en la cápsula y se hubiera sentado sobre mi pecho. Las fuerzas de gravedad en el simulador se sienten mucho menos que durante el descenso real.

 Me han preguntado con frecuencia qué he aprendido de mi año en el espacio. La misión para la que me preparé fue la misión que cumplí. Los datos aún están siendo analizados y los científicos están entusiasmados.

Los que viajan al espacio viven en aislamiento extremo, ven cómo se altera su comportamiento y su personalidad, deben estar permanentemente conectados con otros, como si no pudieran sacarlos de sus cabezas, el control está siempre en otro lado, en la base y en la tierra. Si pasan demasiado tiempo allá afuera, cuando vuelven sus músculos se atrofiaron, sus huesos se descalcificaron a un ritmo feroz, disminuyó su riego sanguíneo al cerebro y deben poner sus cuerpos al servicio de la ciencia. Son parte de un experimento.

El viaje por el espacio no es un viaje más y por eso no se puede contar como los otros. Narrar es contar historias, una de las prácticas más estables que hemos tenido como humanidad, pero para hacerlo necesitamos algo más que un contenido. Nadie podría decir que un viaje entre las estrellas no es material suficiente para contar una historia, sin embargo no alcanza porque quien narra le da forma a lo que cuenta: ordena, prioriza, encadena, alude y desplaza el sentido que nunca se muestra de manera directa en lo que dice sino en la forma.

El que sale de su lugar buscando algo, encuentra lo que buscaba y también algo nuevo (lo diferente, lo extraordinario), cuando regresa lo primero que hace es contarlo. Y es el propio viaje el que brinda al narrador la estructura narrativa: partida, peripecias y regreso son también comienzo, nudo y desenlace.

Viajar y volver para contarlo están en el origen de la literatura. César Aira dice que la realidad de los viajes es la ficción que los cuenta. Para que la realidad revele lo real, debe hacerse ficción y por eso no hay testimonios puros, porque las marcas de la tradición literaria están inscriptas en todos los relatos. Hasta hace muy poco tiempo los viajes tenían la medida de los hombres y las mujeres que se desplazaban y por eso pudieron convertirse en relatos en los que, desde el inicio, se entretejieron verdad y ficción, hechos y fantasías.

Los viajes por el espacio, en cambio, por la desmesura de su escala, por su falta de tradición colectiva, por su inseparable andamiaje técnico, porque ponen entre paréntesis la mente humana para dejarla al servicio de un cuerpo intervenido, no han podido todavía generar relatos significativos a partir de la experiencia de los viajeros. Cuando llegan, hablan de todo lo que los sobrepasa. El libro Regreso a la tierra está plagado de reflexiones.

Apagué las luces de la cabina. Las estrellas se extendían sin fin. Ahí afuera había mucho más de lo que nuestras filosofías terrenales pudieran hacernos creer.

Todavía no sé qué hay allá afuera. Lo que percibí con mucha fuerza es que como especie no hemos experimentado todavía lo suficiente del universo.

Estaba experimentando una sintonía con algo mucho más grande que yo, algo incomprensiblemente enorme.

Pero la literatura no se hace de reflexiones y testimonios. Cientos, miles y millones de personas se movieron por el mundo, se desplazaron y vivieron experiencias novedosas y de todos ellos surgieron algunas historias. La odisea de Ulises fue una entre tantos viajeros errantes por el mar, los viajes de Alejandro fueron algunos entre miles de conquistadores, la caravana de Marco Polo fue una entre múltiples mercaderes. No a todo aquel que emprende un viaje le reclamamos un relato memorable. Los viajeros por el espacio no han sido más que seiscientos en estos años y no debería asombrarnos que no haya aún una crónica a la altura de la experiencia. Lo que los astronautas tienen para contar parece no tenerlos a ellos como protagonistas, son piezas de un engranaje mayor. La que está viajando es la ciencia. Salir al universo es algo tan reciente para la historia de la humanidad que todavía estamos intentando fraguar una forma para sus relatos. Porque las historias, como los vinos y las perlas, necesitan del tiempo.

El cine, en cambio, con sus soundtrack, la contundencia de las imágenes y el desparpajo de un lenguaje contemporáneo, ha logrado historias inmersivas, ingrávidas y emblemáticas que tienen al espacio como escenografía y a los viajeros como protagonistas. Desde la pionera Le Voyage dans la Lune filmada en 1902 por Georges Méliès hasta Gravity, The Martian, Interestelar o Ad Astra los viajes en pantalla son capaces de envolvernos en el silencio sobrecogedor del universo desde una perspectiva humana que se escabulle en los relatos que parten de la palabra de los viajeros.

Toda la imaginación técnica de la humanidad se pone a prueba en la exploración espacial y la imaginación literaria no tiene más remedio que seguirla por detrás a menos, claro, que haya sido capaz de anticiparla. Julio Verne, leve, ingrávido y libre de semejantes ataduras y con la ciencia como ficción, escribió el relato definitivo de viaje al espacio. Era 1865, cien años antes de la carrera espacial e imaginó una historia en la que los americanos aventajan a los europeos, diseñan un proyectil para enviar a la luna y lo hacen despegar muy cerca de Cabo Cañaveral con tres tripulantes a bordo.

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