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Marina Perezagua: «Las mujeres llevamos dentro la necesidad, y la responsabilidad, de la queja»

Marina Perezagua

Casi no hay una respuesta en la que no ría: la risa parece en Marina Perezagua (Sevilla, 1978) casi una respiración. También un conjuro para estos tiempos extraños, y una forma de celebrar que estamos en una mañana apacible en Marbella, con sol y barcos meciéndose en las aguas del puerto deportivo, en medio de lo que se ha dado en llamar nueva normalidad. Perezagua, afincada en Nueva York desde hace varios años, regresa a uno de sus lugares favoritos con una redonda y prominente tripa que va a convertirla en mamá primeriza dentro de muy poco. Nadadora y buceadora experimentada, debutó como escritora de relatos con Criaturas abisales y Leche, que la colocaron de inmediato entre los nuevos valores a tener en cuenta en las letras hispanas. Confirmó las expectativas con su primera novela, Yoro, y ha seguido destacando como una voz personal y diferente en entregas como Don Quijote en Manhattan o Seis maneras de morir en Texas. Puesta a reírse de todo, lo hace también de algunos aspectos del mundo de la literatura. 

La primera curiosidad es sobre su nombre, ¿es real? Parece como de novela de Barry Gifford, con esos nombres que parecen prefigurar un destino: Perdita Durango, Romeo Dolorosa, Marina Perezagua…

Sí, sí, es real [risas]. Perezagua es mi segundo apellido, pero como no tengo contacto con mi padre, decidí cambiar el orden. En algún momento quise escribir una novela con el nombre de Agua, hay incluso una antología de Granta sobre el tema, pero me dije que no podía, porque Marina, Perezagua y Agua habría sido demasiado. En el cole me llamaban Pez-en-agua, porque no salía del mar. Toda mi familia es muy de mar, aquí mismo, en este puerto, teníamos un barquito. 

¿Le viene de casta, pues?

Bueno, mi madre se atravesó el Atlántico con dos amigos, luego tengo un tío que estudió Ciencias del Mar y además es marino mercante, mi tía ha trabajado también en los barcos… No tenía escapatoria [risas].

¿Usted recuerda la primera vez que pudo nadar sin hundirse?

Claro, pero curiosamente no fue en el mar, sino en el lago Martiánez, en Canarias. Mi madre recuerda que apenas sabía hablar y ya estaba dando guerra con que quería nadar, nadar y nadar. La debí de hartar tanto que me soltó allí en el lago y por poco me ahogo, pero ya salí nadando. Empecé en el agua dulce. 

Usted ha hablado mucho de las virtudes terapéuticas de la natación. ¿Serviría el eslogan de «más nadar y menos prozac»? ¿Ha sentido ese deporte como ayuda espiritual?

De hecho, he tenido que combinar alguna vez nadar y prozac, o mejor dicho ansiolíticos, pero esa es otra historia… Nadar ha sido mi terapia, sobre todo en mi mayor época de agorafobia, que fue en Francia hace muchos años, me la quité con la apnea. No podía salir de casa, pero me metía en el agua, entrenaba sesiones de buceo sin respirar y desaparecía cualquier tipo de ansiedad.     

En todo caso, se dio cuenta de que el mar tenía mejor efecto que la medicación, ¿no? 

Claro, como en Estados Unidos dan antidepresivos sin control, sin ningún rigor, me dieron de todo. No recuerdo los nombres, solo el Trankimazín que me sentó realmente mal, no obtuve ningún beneficio y sí todos los efectos secundarios, y desde luego una adicción de la que ningún médico me avisó y tuve que superar sola. Cuando empecé más en serio con la apnea pude dejar los fármacos, pero aún así no fue fácil.

Carl Sagan, el de Cosmos, decía que sudamos y lloramos agua del mar. ¿Usted ha llegado a sentirse parte de ese elemento?

¡Qué bonita esa idea! Sí, por muy mal que estuviera, siempre el mar ha sido curativo. Y cuando estoy feliz tampoco encuentro mejor lugar para estar. El mar está para las buenas y para las malas.

¿Ha llegado a tener algún susto serio mientras nadaba?

Nada realmente serio, tuve un susto buceando en apnea, me dio un pequeño mareo al salir, me abrieron la botella de oxígeno para reanimarme y al final no fue nada. Lo importante es estar rodeado de compañeros y profesionales para estos casos, el riesgo es realmente mínimo si tomas ciertas precauciones. De hecho, detesto el riesgo en el deporte. Y sí tuve un susto más importante antes de cruzar el estrecho de Gibraltar, me fui al mar a entrenar unos días antes y, cuando quise regresar, no me respondía ni un músculo del cuerpo. Comprendí que tenía hipotermia y estaba prácticamente paralizada. Por suerte, había un barquito a unos cincuenta metros, un barco de fibra blanca que estaba fondeado, y allí me subí y me tendí. Con el calor de la fibra se me pasó la parálisis y pude regresar nadando. 

¿Qué se le pasó por la cabeza en aquel momento?

Como tenía el barco cerca creo que no entré realmente en pánico. Y luego por la distancia calculé si era mejor esperar a que vinieran los dueños del barco a por mí o volverme nadando yo. Era verano, no estaba demasiado lejos, ya había entrado en calor y no debía de haber peligro. Pero aprendí que puedes sufrir una hipotermia en cualquier momento del año.

Imagino que la apnea es algo físico, pero también muy mental. ¿Cómo se trabaja?

Miguel Lozano, uno de los mejores apneístas a nivel mundial, decía que el secreto es no aferrarse a la vida [risas]. Obviamente lo decía en broma. Yo nunca he sobrepasado el límite, nunca he tenido problemas por ir demasiado lejos. No compito, lo hago simplemente para relajarme. Mi marca es cuarenta y un metros, pero realmente nunca me lo he tomado como la natación, deporte que sí me ha requerido una disciplina muy exigente. La clave en mi caso es sentirme bien, no forzar nada, y como no tengo ninguna dificultad para compensar hasta los cuarenta metros y no necesito más, me va bien. Conozco a gente que lleva años haciendo apnea y no pasa de veinte metros, pero lo disfruta muchísimo. Son aproximaciones distintas. En natación sí he sido competitiva, pero la apnea, al menos hasta ahora, ha sido un modo de relajación para lidiar mejor con ciertas cosas en tierra.

Marina Perezagua

Usted se propuso realizar una gesta con cada novela que sacara. ¿Ha podido mantenerlo?

En realidad más que gestas, esto era una excusa para sobrevivir, porque en Nueva York la vida es una locura, entre las clases y la escritura, y me tengo que poner incentivos a mí misma: «En cuanto termine esto, podré hacer esto otro». Si mentalmente no hago esos juegos, sé que no tendré ni ganas ni fuerzas de irme a nadar después de un día completo de trabajo. Necesito ofrecerme alicientes para ejercitarme cada día. Así fue como hice el estrecho de Gibraltar y la isla de Alcatraz. Y quería aprovechar la grasita del embarazo —que no me ha salido tanta como creía— para hacer el canal de la Mancha, pero al final olvídate: no he entrenado lo suficiente, y el Canal son como once horas nadando. Pero mientras lo tenía en la cabeza, lo disfruté y me permitió seguir en forma. Eso basta.

Muchos pensamos que somos incapaces de estar once horas haciendo una sola cosa… ¡ni dormir!

Eso piensa uno, después te pones y lo haces, siempre que te apasione lo suficiente como para sacrificar mucho, y claro, que tengas unas cualidades físicas aceptables.

Hablando de literatura, usted siempre recuerda entre sus primeras lecturas Los cuentos de la Media lunita, algo que sin duda hará feliz a nuestro querido Antonio Rodríguez Almodóvar. Pero, ¿en qué momento deja usted de ser solo esa niña lectora para decir: ahora soy yo la que cuenta?

Tardé muchísimo. Siempre había escrito, pero cuando era pequeñita lo que quería era componer, escribía música más que nada, en el conservatorio. Hube de esperar a los quince años para escribir ficción, pero sin intención de publicar. Eso me llegó tardísimo, casi cuando de hecho publiqué. 

¿Qué tipo de música componía?

En alguna parte tienen que estar los casetes que grababa con el piano, los he buscado muchas veces, pero no los encuentro. ¿Recuerdas el programa de la ruta Quetzal? 

El de Miguel de la Quadra-Salcedo.  

Pues no me eligieron, pero envié una composición para hacer méritos. Componía a un nivel muy básico, yo era muy pequeña, pero lo que más me gustaba era la creación.

El dato interesante es que desde el principio usted no quiso limitarse a ser una simple intérprete, la parte creativa estaba ya acentuada, ¿no?

Y fíjate que era una pena porque en el conservatorio no había una asignatura de composición, en aquel momento no se incentivaba tampoco la improvisación, algo que también me interesaba mucho. Además, el conservatorio no estaba nada enfocado para niños. Ahora hay otras escuelas de música para niños, y se estimula mucho más la creatividad desde edades muy tempranas.

¿Cuáles fueron los nombres que van haciéndola escritora en aquellos primeros años?

Mi padre tenía sus obsesiones, no salía de lo mismo: Kafka, me leía todo, las novelas, los relatos… Pero había una cosa que siempre me interesaba, desde muy chiquitita, que era el erotismo. Yo estaba en un colegio religioso, donde no se hablaba nada de eso, pero la primera cosa que leí fue no sé si Nieve de primavera o Historia de una máscara, lo seguro es que era de Mishima. Y ahí descubrí que había gente que escribe sobre erotismo. De todos modos, ya en los cuentos populares uno siente que hay algo ahí latente, yo leía mucho los de Andersen, que no tenían filtro, pero apenas intuía ese aspecto. Con Mishima descubrí el erotismo explícito.

¿En qué momento el piano se va aparcando y va tomando su sitio la libreta de escritora?

Con quince o dieciséis años escribí mi primer relato, con diecisiete o dieciocho se lo enseñé a alguien y me dijo que no valía mucho [risas]. 

¿Ese alguien se acuerda todavía hoy de aquello?

Sí, y además lo recordamos con cariño. Era Fernando Iwasaki. Y no me importó, la verdad, porque seguramente no valía. Pero no me lo tomé muy en serio, creo que tampoco me habría tomado en serio los halagos, para eso soy muy equilibrada. Seguí escribiendo y, además, yo estaba muy metida en la carrera, luego cuando vine a Estados Unidos tenía mucho trabajo con las clases y aquello no era más que un divertimento. 

Al cabo de los años, Iwasaki le presentó algún libro. Es un buen final del cuento, ¿no le parece?

Muy bueno. Y muy Iwasaki.

Marina Perezagua

A propósito de carrera, usted hizo Historia del Arte, esa carrera que sirve de tanto a quienes luego se dedican a otra cosa. ¿A usted para qué le sirvió? 

[Risas] Ahora fíjate que me parece tan lejano que me pregunto, ¿yo hice esa carrera? Me encanta, en aquella época lo devoraba todo, sobre todo de arte contemporáneo y oriental, y estaba super al día de exposiciones, de artistas… todos mis viajes estaban destinados a cazar exposiciones. Ahora noto que ya no estoy al día. Pero la carrera sí me ha sido muy útil, sobre todo porque cuando escribo tiene que ser todo muy visual. Una imagen me da una historia, para mí existe una relación directa entre una imagen y un mundo por contar. Es decir, totalmente de acuerdo contigo: Historia del Arte fue una carrera que me sirvió mucho para dedicarme a otra cosa.

En todo caso, tengo entendido que el paso a convertirse en escritora viene cuando usted está viviendo en Francia, ¿es así?

Yo ya había pasado bastantes años en Estados Unidos cuando llegué a Lyon. Fue una experiencia increíble, fui feliz allí. Ya estaba trabajando en el Instituto Cervantes cuando conocí al escritor argentino Martín Lombardo. Yo había escrito un relato, «Fredo y la máquina», que el director del Cervantes leyó, y hasta lo puso en una clase. Martín me animó a enviarlo a su editor, que era Enrique Murillo. Enrique se puso en contacto inmediatamente y fue todo muy sencillo y muy bonito. 

Alguna vez ha hablado de las aprensiones de sus comienzos, de su dificultad para enfrentarse al público. ¿Le apetece recordarlo, una vez superado?

Me ha pasado de ir a conferencias y ponerme a llorar, y decirme alguien violentamente «¿quién se te ha muerto?». Yo misma, cuando no entendía de esto, veía a alguien entrar en pánico y no llegaba a comprenderlo, pensaba que con los problemas reales que hay en la vida uno puede controlar situaciones que no implican ninguna gravedad… Pero hay que estar en la piel de alguien que sufre esas situaciones para entenderlo. He tenido la suerte de contar con gente muy generosa a mi alrededor y poco a poco he ido encontrando estrategias, una de ellas: no imponerme nada. Si no me siento bien en un lugar debo alejarme, nada es tan grave, relativizo mucho más.

¿Le parecía inhóspito el mundillo literario en sus comienzos?

Sí, mucho, pero estaba equivocada. Quiero decir, con el tiempo me he dado cuenta de que es tan inhóspito como otro ámbito cualquiera, lo que ocurre es que yo esperaba que fuera más humano, le atribuía a los escritores cierta responsabilidad con el entorno, pero esto no existe. No estamos ni más ni menos comprometidos que los trabajadores de cualquier otro gremio. 

¿Y ha terminado racionalizando el porqué de esas espantadas? ¿Es el público lo que la aterrorizaba, o el hecho de estar ahí en escena, siendo el centro de atención?

Creo que ambas cosas. Me resulta incómodo ser foco de atención, y sobre todo al principio me resultaba extraño que todo el mundo tuviera un discurso, que supieran lo que querían, qué habían hecho, qué iban a hacer… Yo en cambio me sentía muy insegura, porque carecía de esas certezas. Me sentía tonta, estúpida. Porque la teoría literaria la tenía muy clara para el doctorado, pero a la hora de aplicármelo no tenía ni idea de cómo hacerlo, mientras que otra gente lo encajaba super bien. Y me extrañaba mucho. Me ponía muy nerviosa. De hecho, para el premio de Sor Juana entré de milagro, me tuvieron que dar tres tequilas y logré hacer buen papel, simplemente porque no hace falta un discurso para poder escribir, es más, el discurso sólo propicia una puesta en escena que no tiene nada que ver con la escritura. El discurso es propaganda de uno mismo, normalmente engañosa.

Recapitulando, su primer Nueva York fue para hacer el doctorado y enamorarse; luego se muda a Lyon, y regresa a Nueva York, que a priori no parece la mejor ciudad para alguien con miedo a las multitudes… ¿Correcto?   

Cuando me llevé en Francia tres años, necesité volver a Nueva York. Ahora mi nivel de tolerancia está llegando a su límite y creo que quiero venirme a Europa, pero en aquel momento lo echaba de menos de un modo muy de tierra, una cuestión de pertenencia, más allá de los amigos que tengo. Nueva York es mi país como lo es España (no Estados Unidos, sino Nueva York) y uno siempre ama su lugar, aunque esté en guerra, aunque el clima sea gélido… Llevo más de veinte años en esa ciudad, es muchísimo tiempo. Me fui con veintún años y me hice en gran parte de allí. Todo está ya en mí, los olores, la naturaleza, porque se piensa que Nueva York es solo Manhattan y en cambio tiene de todo, playas increíbles, bosques con árboles inmensos y una fauna que yo no había tenido nunca tan cerca… Siento lo mismo allí que cuando regreso aquí, a Andalucía, y huelo mi infancia. 

¿Cómo es su vida cotidiana de newyorker?

Hasta hace poco la disfrutaba más o menos, quizá por la ansiedad tenía que tener el día ocupado con cosas, no perdí una clase en tantos años. Era una militar. Me iba bien porque el sistema es lo que pide, una gran agresividad laboral. Pero ya se me ha acabado esa necesidad de estar produciendo, rindiendo constantemente. Ya no, es agotador. Sigo siendo un poco así, porque es parte de mi carácter y mi trabajo me apasiona, pero en lo que respecta a calidad de vida ya no me merece la pena. Y en el mundo postcovid mucho peor, con tanta pobreza, el sistema sanitario tercermundista, la educación ni te digo… Pertenecer a un sitio así, bueno, tendré la nacionalidad, pero no quiero alargarlo mucho más. 

Y cuando saca tiempo para usted, ¿cuáles son sus pasatiempos preferidos?

Me voy de acampada libre, que me gusta mucho. En eso sí se nota una libertad peculiar, hay algo más salvaje en ciertas partes de Estados Unidos, coges tu tienda y la montas donde quieras. O me voy al mar, hago mucha pesca pero en barco; pesca submarina, solo he hecho en España. Los días de diario, voy al cine o a galerías de arte, o simplemente a pasear, Manhattan se renueva cada día, ir en el metro es una experiencia diaria, ni siquiera leo en el metro, me dedico a observar… Intento compaginar la naturaleza y la vida cultural en la ciudad. Es verdad que cuando estás en un sitio más chiquitito, echas de menos esa oferta brutal. En Nueva York solo tienes que sentarte a esperar al músico o escritor que quieras escuchar. 

Marina Perezagua

La primera vez que coincidimos allí, recuerdo que fue una charla entre Vila-Matas y Paul Auster, en el Instituto Cervantes. ¿Qué otras celebrities se ha topado en estos años?    

No sé, muchos… Auster es un encanto, muy sano, una persona de trato muy fácil, no lleva el disfraz de escritor. Fue muy lindo también conmigo Salman Rushdie, a quien conocí a través de un amigo común, aunque hace al menos un año que no sé nada de él. 

¿Otros escritores?

Cuando conocí a Fran Lebowitz yo no había visto la serie Pretend it’s a City, y como personaje me pareció brutal, de una ironía, una rapidez de pensamiento y de una inteligencia enormes. Fue en una reunión con amigos, no sé por dónde vino ella, pero lo cierto es que descubrí a alguien muy parecido al de la serie, personaje y persona coinciden.

¿Algún personaje más?

Michio Kaku, que no está tan reconocido en la comunidad física, porque es muy especulativo, tiene mucho de wishful thinking como dicen allí. Estábamos en una cena en casa de un profesor, eran todos físicos teóricos, y estaba él. Un profesor español hizo el gesto de estirarse los ojos como si fuera asiático, que en EEUU es lo más políticamente incorrecto que puedes imaginar, y fue muy raro, porque en toda la mesa se hizo el silencio, pero Michio Kaku no se lo tomó para nada mal, y eso es algo imposible en ese país. Respondió con bromas y me gustó, porque en gran parte del mundo académico norteamericano tenemos un bozal, ya no se puede hablar de nada, no se puede hablar con libertad. La última reunión virtual de trabajo comunicaba que no podemos hablar de otras personas que no estén presentes, porque se considera acoso. Que Kaku acogiera tan bien ese gesto, para mí fue un soplo de aire fresco en medio de ese ambiente claustrofóbico.       

Recuerdo también una foto suya con… ¿Jim Jarmusch?  

A Jarmusch lo conocí en un homenaje a Cate Blanchett, estaba yo en la cola del baño, llegó él. Le dije que ese homenaje debería ser para él. Con la categoría que tiene, cuando le dije eso noté que le venía bien, que se alegraba no desde el ego, sino desde una especie de vacío o de baja autoestima, o de sentirse quizá en esa época un poco más relegado. Esa parte humana me la agradeció muchísimo, como si fuera un olvidado, y no lo es desde luego. Pero su vulnerabilidad me atrajo en un mundo (el del cine) totalmente dominado por un afán casi agresivo de parecer fuerte y presentarse como el mejor.

Conocer a algunos ídolos es exponerse, siempre, a algunas decepciones, ¿no?

Cuando salía con Walton Ford coincidí varias veces con Leonardo DiCaprio, que es comprador de su obra, sin embargo al menos en aquel momento no tenía idea de pintura, no hacía comentarios interesantes y daba la impresión de que era comprador de la obra de Walton solo porque estaba muy cotizado. Con Mick Jagger también coincidí, pero no hablé mucho con él. Es un señor al que se le nota muchísimo la edad y en aquel momento acababa de conocer a su mujer, que tenía como cuarenta años menos, y esas cosas me aburren, siempre son los mismos patrones, no hay autenticidad.

Algunos de los encuentros que menciona los ha mostrado en sus redes, como otros aspectos de su vida de los que hemos hablado. ¿Cree que las redes pueden llevarnos a contar más de nuestra vida de lo que queremos, a confiarnos en la idea de que hablamos para la familia o los amigos, sin darnos cuenta de que nos ve mucha más gente?

Yo lo llevo con naturalidad, porque es verdad que hablo en ellas como si estuviera en el salón de mi casa, para mí las redes no tienen sentido si no hay espontaneidad. Pero luego cada dos o tres años me desaparezco un año entero, y no lo echo nada de menos.         

Marina Perezagua para JD 33

Usted empieza con Criaturas abisales y Leche, dos libros de cuentos —ninguna presión por demostrarse novelista— nada complacientes, que prefiguran un universo narrativo violento, conflictivo. ¿Eso viene de Kafka, o de otras influencias? 

Yo creo que todo se forja en mi infancia, que afectivamente fue dura, con un padre que sufría una enfermedad mental. Yo empecé a ser muy feliz en la adolescencia, cuando empecé a vivir sola o compartiendo piso con amigos. A la hora de vivir el día a día suelo ser muy positiva, pero en la escritura no. Aunque siempre hay esperanza, tiendo a ser muy dura, pero no es una cuestión de personalidad, es que literariamente me parece más interesante escribir sobre el conflicto. Por ello pensaba que debido a la pandemia iba a ser muy fértil, y sin embargo me quedé en blanco… Por primera vez, increíblemente, no era capaz de escribir. El dolor social me afectó, no tenía ganas de nada. Lo fértil para mí estaba en el terreno de lo difícil, y en cambio la pandemia, a pesar de ofrecerme más tiempo para escribir, me ha vaciado. Hay un límite en el que el entorno te asfixia. Mis primeros libros fueron un catalizador de una experiencia individual, en el momento en que la experiencia de dureza ha sido colectiva, ya no me ha servido.  

Siento curiosidad por el prólogo de Ray Loriga en Criaturas y por la ilustración de Walton Ford en Leche, ¿hay alguna historia detrás de ambas cosas?    

El prólogo de Ray Loriga fue una sugerencia del editor, Enrique Murillo, que también fue el primero que apostó por Loriga. Yo no había pensado en él, pero me lo propusieron y me pareció bien. Conocí la obra de Walton Ford en una exposición en Viena, en el Albertina, y me encantó por el erotismo y por tantas otras razones, pero cuando vi su exposición no sabía nada de su persona, ni siquiera si era un autor vivo. Luego me lo encontré por casualidad en Nueva York. Nos hicimos muy cercanos. Me regaló la obra y me dijo: «Por si alguna vez tienes problemas económicos…». Y he tenido todo tipo de problemas económicos, pero nunca he sido capaz de desprenderme de ella. Escribí una vez a Christie’s y en un día me respondieron entusiasmados: me ofrecieron treinta mil dólares, pero era mucho menos de lo que él me había dicho que valía, y es que ahora el mercado del arte, como todo, está muy mal para vender. En cualquier caso, me alegro de no haberlo hecho.

En Yoro sí se lanza a debutar como novelista, pero entra en un registro en el que se mezcla horror y belleza, dolor y esperanza, que se mantiene hasta hoy. ¿Había un programa en ello?

Sí, en los cuentos ya se entrevé eso. En Leche, por ejemplo, que está basado en una historia real que me contaron, juego ya con esas contradicciones. Hasta en Don Quijote en Manhattan, que tiene un tono más paródico, ya está también ese diálogo. Incluso ahora, que tengo en la cabeza una historia muy personal, voy por la misma línea.  

El Don Quijote guiña al clásico cervantino y habla de Nueva York, que al fin y al cabo es su ciudad. Pero con los otros hay un intento de deslocalizar a la escritora «española», irse a Japón, China, luego Texas… ¿Necesita ensanchar su mundo narrativo?

En realidad no es consciente, algo me llama la atención y escribo sobre ello. Lo que sí es consciente es que me gustaría escribir sobre Sevilla, sobre lo que he perdido. Porque se pierde mucho estando tanto tiempo fuera. También se gana, pero la última vez yo no sabía andar por las calles, y es una sensación desoladora, pues es mi ciudad. Quiero escribir local. Saldrá seguro, pero no sé por qué no he podido hacerlo hasta ahora. 

¿Ha relacionado alguna vez escenarios lejanos y ambición literaria? 

Lo digo de corazón: no conozco a una persona menos ambiciosa que yo. Sí lo soy en el sentido de que cuando hago algo quiero que salga bien, pero no siento nada de eso, ni he tenido jamás rivalidad, ni en el ámbito literario ni en la vida. Nunca he tenido ese sentido competitivo de la literatura.  

Me consta que para algunas de sus novelas ha tenido que documentarse a conciencia. ¿Ha sentido alguna vez que un informe de la ONU llegue adonde un escritor nunca alcanzaría?

Una vez me metí en esos informes para estudiar los trasplantes de órganos ilegales y otra para las violaciones en los campos de refugiados en África, y en efecto te encuentras con atrocidades… De hecho, cuando en alguno de mis libros he hablado de algo de eso, parece que es lo único del libro que no es verdad, lo único que es ficción, cuando sucede justo todo lo contrario. 

¿Consigue fácilmente despegarse de la documentación cuando se pone a escribir ficción?

Sí, lo que hago es separar mucho: dedico un tiempo a documentación, y luego no la toco, salvo para verificar algún dato concreto. De lo contrario, como dices, podría inmiscuirse demasiado en mi historia. La atmósfera, el sentimiento, es lo que capto, y ya no investigo nada más. Seis meses para leerlo todo de manera intensiva, y nada más. 

Marina Perezagua

En los últimos años ha aparecido un grupo de escritoras que, no sé si deliberadamente o por casualidad, escriben sobre temas desasosegantes. Mariana Enríquez, Mónica Ojeda, Sara Mesa, usted misma… ¿Cree es un rasgo generacional, hay alguna circunstancia compartida que les lleve por ese camino?

Puede ser, no sé… En realidad las mujeres llevamos dentro la necesidad (y la responsabilidad) de la queja. Y ahora que siente una que puede hablar de otra manera, a lo mejor sale por ahí. Con el embarazo lo veo ahora, estoy bien y a la vez pienso «qué duro». Es una de las experiencias más bonitas de mi vida, y además de las más difíciles. Eso lo lleva una mujer. Aunque no seas madre ni lo quieras ser, instintivamente lo llevas dentro. Y por supuesto el machismo y las injusticias que todavía hay.      

Aunque en sus libros hay denuncia, lo que nunca he sentido es que tenga confianza en el poder de la literatura para cambiar las cosas…

Es que no la tengo [risas]. Es triste, porque me encantaría sentirme más importante, pero no creo que la literatura pueda cambiar nada. Luego me voy, por ejemplo, a dar clases en prisiones, y peco de lo contrario: me parece que voy a volver a todo el mundo feliz. 

¿Quizá porque tiene fe en poder cambiar a algunas personas, pero no el sistema?  

Sí, pero ni siquiera creo que pueda cambiar a alguien más allá de un ratito. Incluso estoy pensando si hay libros que me hayan cambiado a mí la vida, y no sé… A lo sumo, la manera de entender la literatura o el mundo, pero sin repercusión en mi manera de actuar. Tengo fe en el ser humano, pero no en el escritor más que en otros gremios.  

Hemos hablado, sin nombrarla, de su novela Seis maneras de morir en Texas. No me habría atrevido a preguntarle por su padre si no fuera por la impactante dedicatoria que escribió: «A mi padre, que daría mi vida por la suya». ¿Le apetece hablar de ello?

Yo le había dedicado un libro a mi madre, otros a las personas más importantes de mi vida… El caso es que esa dedicatoria iba muy bien con el argumento de la novela. En Anagrama me recordaron que obviamente una dedicatoria es una dedicatoria, no tiene por qué ir vinculada a la historia que va detrás. Pero el personaje del padre de esta novela lo diseñé muy de acuerdo con el mío. Alguien que sería capaz de pedirme el corazón para salvar su vida. Lo que escribo sobre ese personaje viene de mi padre, las lecturas, su propia ironía… Y me salió así, una suerte de dedicatoria que está entre lo real y la trama de la novela. 

¿Llegó la dedicatoria a su destinatario?

Justo después de que saliera el libro, recibí un mensaje de un número desconocido, me disculpé y pregunté de quién se trataba. La respuesta fue: «Tu padre».

A lo Darth Vader…

Fue un shock. Hacía como quince años que no sabía nada de él. 

Me recuerda a algo que decía un amigo mío: los hijos nunca tienen el suficiente cuidado a la hora de escoger a los padres. Ahora usted está en la tesitura de ser madre, ¿se lo plantea?

Sí, pero los conflictos que tengo como embarazada me los tomo con mucha naturalidad. 

¿Se ha contado muchas historias a sí misma desde que le dijeron que estaba embarazada?

¿Si me han venido historias? Muchas. Pero fíjate, todo en el embarazo ha sido diferente a lo que pensaba. Desde corporalmente, a mentalmente. Soy muy de tener todo atado, muy obsesiva, no me gusta improvisar nada… Y precisamente ahora, cuando se supone que tendría que organizarme más que nunca, no me preocupa casi nada el modo en que me voy a plantear la vida como madre. Estoy en un foro con otras mujeres con la misma fecha de parto, y a diferencia de ellas no he comprado nada y ya estoy de siete meses de embarazo, no sé si voy a dar el pecho o no…. Me ha cambiado todo. Ni siquiera sé dónde voy a estar, quiero estar en Nueva York pero también venirme para acá… Estoy improvisando más que nunca, y curiosamente creo que este embarazo me ha dado mayor libertad.

Ha sacado la anarco escondida que llevaba dentro. 

Totalmente.  

¿Qué ha leído durante el embarazo? Catálogos de cunas ya me ha dicho que no… 

He releído el Sapiens, de Harari, y estaba metida en lecturas para hacer un examen de navegación, leyendo manuales de meteorología, de orientación… Superpoco literario. Estoy viviendo una época muy peculiar y me concentro en cosas muy prácticas, de datos.  

Me gustaría terminar con un aspecto de su obra todavía muy desconocido, pero que me parece muy interesante, que es su poesía. ¿Sigue con ella?

Fíjate, eso se quedó ahí, mi agente Maria Lynch lo quería enviar a algún concurso, porque las editoriales de poesía ofrecen muy poquito dinero. Yo no soy mucho de concursos, me presenté al Ribera del Duero hace mucho tiempo, al Sor Juana y poco más… Quizá Maria lo haya mandado a alguna parte, pero ya no pregunté más. Me lo pasé muy bien con ese proyecto, que tomó el cauce de una poesía erótica, pero no lo he continuado. Tal vez algún día lo retome.

Marina Perezagua

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Un comentario

  1. Me ha encantado esta entrevista. Marina Perezagua parece una mujer súper graciosa e interesante!! Gracias por compartir

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