Cine y TV

Cecilia

La rosa púrpura de El Cairo. Imagen Orion Pictures. Cecilia
La rosa púrpura de El Cairo. Imagen: Orion Pictures.

En La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985), Cecilia (Mia Farrow) se refugia a diario en el cine para escapar de un marido violento y una vida odiosa en los años de la gran depresión americana. Elige soñar y lo consigue gracias a las películas. El mundo real ha sido un vivero de Cecilias —no necesariamente tan desgraciadas como el personaje— cuya vida no se explica sin una sala de cine. Muchas siguen por aquí; nadie como ellas reconocen la tristeza de estos tiempos y el poder balsámico del cine. Así fue una gran parte de su vida. Y eso que las películas hoy no son lo que eran, el cine de antes era otra cosa, no hay artistas como aquellos… Muchos hemos crecido con la misma cantinela recitada por madres, tías, abuelas —manda el género femenino— y otras Cecilias en potencia cuyo mayor entretenimiento fue siempre devorar películas; de niñas en las atestadas sesiones dominicales, jovencitas en las proyecciones parroquiales, chavalas en los gallineros, oficinistas que volaban del trabajo al cine o curiosas en los primeros cine-clubes. 

Abrieron los ojos con las andanzas de Charlot, disfrutaron horrores con Tarzán, lloraron con la canción de Manuel en Capitanes intrépidos, tragaron saliva con los dramones de la Bette Davis —léanse todos los nombres propios literalmente, como toda la vida— y contaron cada día que faltaba para el estreno en el pueblo de Lo que el viento se llevó (1939). Por una peseta vieron disparar a Gary Cooper, apreciaron la agudeza de Katharine Hepburn, el encanto distraído de Cary Grant y el terror que inspiraba el ama de llaves de Rebecca (1940). Coleccionaron revistas y postales de sus estrellas favoritas, admiraron la belleza de Rita Hayworth y suspiraron con Gregory Peck o Audrey Hepburn y su paseo en vespa por las calles de Roma. Enloquecieron con Brando, Montgomery Clift les provocó sudores fríos vestido de cura, se encariñaron con Jack Lemmon, reconocieron la España que pintó Berlanga y amaron Italia gracias a Rossellini, Comencini o Fellini, cada uno en su registro. 

El mundo se llenó de Cecilias fascinadas por las películas, gente corriente curtida en mil wésterns, musicales, dramas y comedias, eruditos sin estudios capaces de cantar filmografías de actores de reparto, de evocar interminables escenas al detalle o detectar de un vistazo si había chispa o no entre los protagonistas. Eran leales al cine: veneraban al héroe y se adaptaban a la piel del antihéroe; acudían a las salas con la esperanza de pasar siempre un buen rato y hasta en las películas más flojas hallaban algo rescatable. El cine nunca defraudaba y sus fieles siempre le agradecieron esas dos horas de inmersión en otras vidas y otros mundos. Ahora, en cambio, las exigencias son otras y más vale que la película satisfaga al espectador: bien por el precio de la entrada, la variedad en las oportunidades de ocio y la herencia pesada del propio cine. 

Woody Allen ambientó La rosa púrpura del Cairo en los años 30, por lo que cabe pensar que Cecilia habría muerto hace unos años, como muchas otras Cecilias de carne y hueso. En un arte tan joven y de una evolución tan rápida y voraz, el valor de estas supervivientes es monumental. Solo ellas tejen de modo natural un hilo que parte de Meryl Streep y llega hasta Bette Davis pasando por Deborah Kerr y Katharine Hepburn o ilustran el parecido de George Clooney con Cary Grant, Burt Lancaster y Rock Hudson mientras cosen literalmente una chaquetita y recuerdan que en su día también hubo estrellas que cayeron en el olvido, como casi todas las que aparecen hoy en la cartelera. Las vidas de estas Cecilias han podido abarcar las evoluciones de Ford, Wilder, Kubrick, Coppola o los Coen, por citar un puñado de casos; ni siquiera han reparado en que a sus espaldas llevan tres cuartas partes de la historia del cine, como si un experto en pintura encontrara normal viajar en el tiempo para contemplar las obras de el Greco, Velázquez y Goya en sus épocas respectivas en lugar de buscarlos en el Prado. No sé si estas Cecilias merecen un monumento de las academias cinematográficas, pero sí tal vez un estudio o un documental que contribuya a preservar su mirada sobre el cine y aprender de su experiencia. 

Será difícil que un arte tan prolífico con cien años de vida se desmorone, pero ahora que cada vez más canales apuestan por el cine clásico, la garantía de ver una gran película es mayor. O de volver a verla: siempre es un gustazo reencontrarse con Arsénico por compasión, La costilla de Adán o Testigo de cargo, aunque no conozco mayor placer que descubrir un clásico nuevo para mí y constatar que una vez más, tu madre y tus tías tenían razón y aquella película cuyo nombre no recuerdan de la Bette Davis y la Joan Crawford (¿Qué fue de baby Jane?) era y es una maravilla. Ojalá nunca falten las películas y no suceda lo que más angustiaba al actor de reparto atrapado en La rosa púrpura de El Cairo que imploraba a la cámara: «¡No, no apaguen el proyector! ¡No! Si se va la luz desapareceremos todos. No pueden comprender lo que se siente al desaparecer y convertirse en nada». 

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2 Comentarios

  1. Costa Neira

    Supongo que fui también un poco Cecilia. Odio ponerme nostálgico, pero yo amaba ir al cine: notar aquella sensación fantástica cuando la luz se apaga y el mundo real desaparece. Y aquel mundo que me mostraban era mejor que el mío en muchas ocasiones: admito con algo de vergüenza que muchos de los sentimientos más intensos de mi vida los tuve en aquellos cines. Por eso fue tan triste el día en que cerró el último cine de mi pueblo.

  2. Una Cecilia

    Gracias. Me ha emocionado mucho este reconocimiento…

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