Arte y Letras Literatura

Fernando Iwasaki, un peruano andaluz

Fernando Iwasaki. Foto Manuel Gutiérrez.
Fernando Iwasaki. Foto: Manuel Gutiérrez.

Llevará más de media vida en España, y uno tiene la suerte de haberlo conocido todo ese tiempo. Puede que ya lo viera recorrer los pasillos de la sevillana Fábrica de Tabacos, sede después —ahora— de la Universidad de Sevilla, en la primera mitad de los años ochenta del siglo pasado, durante su primera estancia en la ciudad; definitivamente, empecé a tratarlo cuando poco después regresaba y echaba aquí raíces. Fernando Iwasaki Cauti (Lima, 1961) es un peruano con sangre japonesa e italiana, más un cuarto ecuatoriano, que ha hecho de Andalucía su hogar: pronto realizando una multitud de tareas entre las que destacó la dirección de la revista Renacimiento, aquí se ha casado, aquí ha tenido a sus tres hijos, aquí ha construido su casa-biblioteca, aquí están muchos de sus amigos. Estudió en Lima, donde ya daba clases antes de licenciarse, y llegó a Sevilla como investigador en el Archivo de Indias, donde tantos se han sumergido para encontrar pistas de naufragados galeones cargados de oro haciendo bueno, como Antonio Machado pero con dislexia, el dicho de que «todo necio confunde valor y pecio». Iwasaki, no. Él sí que es un valor inapreciable que navega el océano de la literatura y cuya bibliografía, de oro, se ha convertido ya en archivo de Indias de la mejor escritura hispanoamericana.

Su producción es tan extensa como lo son su generosidad y su humildad. No va por ahí pavoneándose de sus libros, pero ha publicado numerosos y ha recorrido todo el orbe como conferenciante, profesor invitado o gestor cultural. Fue durante veinte años director de la Fundación Cristina Heeren de Arte Flamenco, y no se sabe cuántas veces ha viajado a Japón acompañando a bailaoras o guitarristas, acopiando anécdotas que él repite cambiando la pronunciación, como un samurái del río Guadalquivir que no empleara la katana sino las castañuelas. 

Con el cambio de milenio, durante una temporada afortunadamente breve arrastró problemas de salud que le hicieron servirse de un bastón. Supimos entonces que dormía muy pocas horas al día (o a la noche), y que eso le pasaba factura. Esa disposición de un elevado número de horas de vigilia para leer y escribir sin duda explica su extraordinaria productividad, pero la mera acumulación de horas es bien poco sin el talento, que él tiene en gran cantidad (y calidad). Y la disciplina, el saber dar prioridad a lo importante, valorar la lectura como un tesoro que se dilapidaría si las horas, esos doblones en las campanas que tañen por nosotros a lo largo de toda la vida y no solo en el momento de la muerte, se malversaran en la calderilla torpe de lo pasajero y lo insustancial.

Hace unos años, y conseguido el doctorado necesario (el primero de ellos, porque luego se ha embarcado en otro), se convirtió en profesor de la Universidad Loyola Andalucía en sus campus de Sevilla y Córdoba. Lástima que lo que imparte sea la asignatura de Retórica para estudiantes de Comunicación, porque hace mucho que estaba llamado a ser catedrático de Literatura Hispanoamericana. ¿Quién mejor que él? Pero la senda académica es hoy un erial administrativo en el que la burocracia aplasta a los enseñantes. Quizá sea bueno en el fondo que Iwasaki haya eludido durante tanto tiempo ese canto de sirena. Así ha podido dedicarse más a sus escritos y a promover los de otros (es el presentador más codiciado, por generoso y cautivador, y no, no estoy haciendo aquí un juego de palabras con su segundo apellido, aunque él no desprecie calambures y retruécanos en la estela de su admirado Guillermo Cabrera Infante). Una selección de esas presentaciones las recogió en Arte de introducir (2011). Ojalá también alcance a terminar una novela que tiene pergeñada y que la tarea docente, más ese tiempo que dedica a los demás, le impiden rematar como quisiera.

Con todo, lo ya publicado es importante. Qué digo importante, importantísimo: desde los relatos eróticos enlazados como novela de Libro de mal amor (2001) a los truculentos de un gótico andino, si tal cosa es posible (Álvaro Mutis demostró que se puede escribir gótico tropical) de Ajuar funerario (2004) o la novela breve Neguijón (2005). Pero la lista se prolonga en un nutrido número de títulos que cubren también la crónica y el ensayo, con títulos como El descubrimiento de España (2008) o Nabokovia peruviana (2011). Iwasaki se ha ocupado en Sevilla, sin mapa (2010) de los muchos escritores que han pasado por la capital andaluza, incluidos numerosos hispanoamericanos. 

Su obra, empero, no se limita a las letras de molde. También brilla en lo oral. Si su acento melodioso se suele oír con prodigalidad en presentaciones de libros y actos culturales, donde más grato es disfrutar de él es en la tertulia, la reunión de amigos casi todos letraheridos que radica a cuarenta o cincuenta metros del palacio en el que —olvidemos hoy a duques y duquesas— nació Antonio Machado. Con sorna muy propia de la gracia meridional, esa tertulia recibe (para despistar, porque hay en ella excelentes escritores) el nombre de Academia Sevillana de Malas Letras y Peores Costumbres.

Cuando no está como Philleas Fogg aterrizando con la barquilla de su globo movido por el aliento de las palabras en Santiago de Chile, en Nueva York o en París, con su media melena que se corta solo una vez al año, sus jerséis de alpaca bajo la veterana chaqueta, con algún alfiler en la solapa, la barba rala, más grueso que fornido, cariñoso siempre, los ojos vivaces y acaso alegres de enfrentar un rostro, para variar, y no las sempiternas páginas que devora, Fernando suele retirarse a horas exactas coincidentes con el horario del tren de cercanías que lo lleva a su pueblo. Como forastero de origen, no está sometido a la dictadura de la cerveza y propende más al fino, sabedor de que las cosas únicas tienen más valor que las comunes. Si toma el coche en vez del ferrocarril, es moderado y no prolonga en exceso las sobremesas. 

El último año y pico ha sido de zozobra para su país de nación, lo cual motivó el traslado del IX Congreso Internacional de la Lengua Española de Arequipa, en su Perú, a Cádiz, en su Andalucía. Hemos visto las noticias en periódicos y pantallas. Cuando los móviles eran apenas barruntos de lo que luego han sido, él ya tenía un artilugio que actuaba como agenda galáctica y procesador de textos. Adelantado a su tiempo y sabio siempre, luego decidió no seguir la deriva del aparataje y sus ladrones de tiempo. A Fernando Iwasaki no lo busquéis en la redes sociales. Ni está ni se le espera. 

También recientemente puso en marcha con su íntimo amigo el mexicano Jorge Volpi el festival Verdial, que se celebra en Málaga, con vocación de rendir homenaje a los exiliados que de esa provincia marcharon a México y al conjunto de Hispanoamérica al caer la República española, en 1939. Así, los lugares en los que se han celebrado los actos reciben los nombres de María Zambrano, Esteban Salazar Chapela, Emilio Prados, Manuel Altolaguirre o Esteban Salazar Chapela, pero también los de miembros de la generación del 27 como José María Hinojosa. Y entre los participantes ha habido escritores de Argentina, Uruguay, México, Chile, Colombia, Nicaragua, Ecuador, Cuba, Venezuela y Perú, además de España. De igual manera ha sido decisiva su aportación a la Feria del Libro de Sevilla y a su festival Hispalit para muñir programaciones en las que ha dialogado con Héctor Abad Faciolince, Sergio Ramírez o Santiago Roncagliolo.

Fernando Iwasaki es un lujo para ambas orillas del Atlántico, sin olvidar la también americana del Pacífico, que baña al Perú y, en el otro extremo el Japón de sus antepasados paternos. Nos pone en contacto a unos con otros. Lo mismo traza un erudito perfil jamás reñido con el humor que redacta una sentida necrológica, siempre conspirando para difundir lo mejor de nuestras literaturas, a menudo en las páginas de los periódicos. Espléndido, divertido, muy atinado fue su espurio discurso en el centenario del natalicio de Vargas Llosa publicado por la revista Turia en 2011 pero aparentando ser de 2036; ahí, conocimiento y ligereza, como siempre, sabiduría siempre lego de la impostación de voz o la solemnidad. Su obra le ha granjeado premios como el Algaba 2008 por Republicanos. Cuando dejamos de ser realistas o el Málaga de Ensayo por Las palabras primas (2018), un canto de amor a las variantes del idioma. Muchos más premios merece quien tanto da y tan generosamente lo hace.

Su último libro por el momento es un glorioso popurrí de escritos varios, una miscelánea gozosa espigada de su bibliografía anterior, como la maleta de un viajante que reúne sus mejores muestras: Célula padre. Biopsia literaria (Renacimiento, 2023). Se barajan ahí relatos, artículos, textos de conferencias, presentaciones de libros y muchas cosas más. Muy apropiado para el picoteo, es también como esos largos menús de degustación de los restaurantes de campanillas. Se sale de su lectura no ahíto o borracho: sí achispado y con el paladar dichoso, después de haber probado tantos manjares distribuidos en pequeñas dosis. Fernando Iwasaki, con razón la cocina peruana tiene tanto predicamento, es uno de nuestros mejores chefs literarios si tenemos por cierto que la literatura no tiene por qué ser amiga de la aridez o el ceño fruncido y puede serlo (lo supieron Camba, Ibargüengoitia y el a menudo travieso niño viejo Borges) de la amenidad bienhumorada y del ingenio.

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Un comentario

  1. María-José Furió

    Siempre recomendable su «Neguijón» y no pierde actualidad «España, aparta de mí estos premios». Consigue la carcajada de los lectores sin renunciar a una apabullante erudición.

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