
Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 49 Especial Vanguardias
Estoy convencido de que en aquella remota era en que el ser humano aprendió a controlar el fuego, algún iluminado tuvo una brillante idea: si dormimos cómodos y calentitos alrededor de una hoguera, ¿cuánto más cómodos estaremos si la hoguera está alrededor nuestro? Imagino a este genio construyendo una choza de ramas y prendiéndole fuego a la cubierta exterior antes de acostarse, complacido y sonriente, para dormir calentito en aquella la última noche de su vida. Si el fuego era un gran invento, ¿qué podía fallar?
El progreso científico produce en cierta gente una psicosis de amores llamada «optimismo tecnológico». Podríamos resumirlo de este modo: si los nuevos descubrimientos han servido para resolver determinados problemas antes irresolubles, ¿qué nos impide pensar que servirán también para arreglar todos lo demás problemas? Recordemos por ejemplo que la novela Frankenstein o el moderno Prometeo se basaba en el vulcanismo, una creencia entonces considerada científica: que la electricidad serviría para devolver la vida a los muertos. Existe, por lo menos desde el siglo XIX, una tendencia a pensar que moderno=bueno y que, por lo tanto, cuanto más moderno es algo, mejor.
Un egregio ejemplo de este optimismo siempre rayano en la estupidez mórbida apareció inspirado por las maravillas del átomo. Que eran, es cierto, maravillas. Por lo menos al principio.
En 1896, el físico alemán Wilhelm Röntgen observó que un emisor de rayos catódicos era capaz de producir fosforescencia en un objeto situado a cierta distancia, pero estando el emisor cubierto por un cartón de color negro impermeable a la luz. Era como si una linterna pudiese alumbrar a través de una pared. Intrigado por esos haces de «luz» capaces de atravesar objetos opacos, decidió bautizarlos con el nombre más misterioso imaginable: rayos X. El descubrimiento entusiasmó a un colega francés, Henri Becquerel, quien repitió el experimento usando diversos objetos y sustancias. Descubrió que un metal, el uranio, podía emitir misteriosos rayos invisibles por sí mismo, sin necesidad de estimularlo con electricidad. Poco después, también en Francia, el matrimonio formado por Pierre y Marie Curie descubrió otros dos metales capaces de emitir rayos invisibles: el polonio y, sobre todo, el radio. Fue Marie Curie quien bautizó este alucinante fenómeno con el nombre por el que hoy lo conocemos: radioactividad. Estas cuatro luminarias —Röntgen, Becquerel y los dos Curie— ganaron sus respectivos y muy merecidos premios Nobel.
El descubrimiento de la radioactividad desató una previsible fiebre incluso entre los ciudadanos de a pie. La radioactividad era como la nueva electricidad. ¿Para qué servía? ¿Cómo la puedo usar en mi vida cotidiana? Algo tan increíble, científico y moderno tenía que servir para muchas cosas, ¡sin duda! Los más entusiastas quizá debieron tomar como aviso premonitorio el experimento involuntario que el mencionado descubridor de la radiación, Henri Bequerel, realizó una mañana. Pasó varias horas con un tubo de ensayo repleto de radio guardado en el bolsillo de su chaleco. Sorprendido por un repentino dolor, vio que la piel que estaba bajo el chaleco aparecía enrojecida e inflamada; la hoy llamada «quemadura Becquerel», producida mágicamente sin calor y sin fuego. Los investigadores médicos comenzaron a preguntarse si el radio y su inexplicable quemadura podrían ser usados para tratar dolencias. Se realizaron experimentos, algunos más afortunados que otros, pero construyendo una progresiva evidencia en favor de que la radioactividad podía, quizá, ser usada para tratar algunos tipos de cáncer, y tal vez otras enfermedades.
En los inocentes principios, desde 1896 a 1910, únicamente los científicos experimentaban con el radio. Por una sencilla razón: ese metal escaseaba. Cuando el uranio se extraía de un mineral llamado uraninita, quedaban algunos residuos de radio, pero difíciles de depurar. En 1910, la cosa cambió. Se desarrolló un método con el que era posible extraer más radio de la uraninita, así que el divertido metal empezó a estar al alcance de nuevos genios quizá no merecedores del Nobel, pero sí de nuestra pasmada atención.
Uno de estos genios fue, cómo no, una versión novecentista del actual cryptobro. Es decir, un agente de bolsa. Hablo del estadounidense Ralph W. Thomas. Animado por los aparentes avances médicos relacionados con la radiación, pero sin ser médico, ni científico, ni tener dos dedos de frente, patentó un surtidor de agua llamado «jarra radioactiva C. R. de Thomas», donde C. R. eran las iniciales de su propio nombre y el de su señora esposa. Después, entendiendo que el romántico homenaje a su indudablemente bendito matrimonio no sonaba muy comercial, optó por el más simple «Jarra de radio». Pero el nombre definitivo llegó en una repentina iluminación digna de Elon Musk en su más febril resaca tras una sesión de videojuegos y narcóticos. Ralph Thomas encontró por fin la denominación perfecta para su invento: el Revigator. Con ese pedazo de nombre, el éxito estaba asegurado. Y ese éxito se produjo. Eso sí, nadie en aquel país anglófono sabía cómo demonios se pronunciaba la palabra, así que Thomas se vio obligado a aclararlo en un folleto.
La jarra Revigator estaba fabricada, según su publicidad, con una porcelana que «contiene un pequeño porcentaje de material radioactivo. El agua depositada en esta jarra durante un breve periodo se volverá radioactiva por inducción, ofreciendo una saludable bebida». El usuario la debía llenar cada noche para que el agua se irradiase. Se le recomendaba, en un espectacular alarde del mencionado optimismo tecnológico, que bebiese un mínimo de «ocho vasos al día». Ralph Thomas falleció en 1932, no sabemos si gozando de excepcional salud. Tampoco es fácil decir, en retrospectiva, qué efectos tuvo su jarra en los consumidores, dado que la medicina de entonces estaba en pañales y las autopsias no eran la norma.
Si alguien se siente tentado de acusar a Mr. Thomas de ser un estafador, sepan que como mínimo vendía lo que decía vender. Es decir, que su jarra no estaba fabricada de porcelana inerte, como se demostró décadas después cuando una de sus antiguas jarras fue estudiada con sensores modernos. Se descubrió que el agua del Revigator, además de las prometidas dosis de radio, contenía arsénico (muy venenoso), vanadio (tóxico), radón (muy cancerígeno) y carnotita (rica en uranio, aumentando la dosis radioactiva). Por si fuera poco, el grifo del que manaba el agua estaba hecho de plomo, metal que, como ustedes ya sabrán, es bastante dañino para el sistema nervioso central y puede provocar vómitos, espasmos, dolores musculares, cefaleas, sordera, abortos espontáneos y, en última instancia, coma profundo y la muerte. Se fabricaron bastantes jarras en los Estados Unidos y todavía hoy existe gente que las vende como curiosidad por trescientos y cuatrocientos dólares, por si le apetece a usted suicidarse de la manera más lenta, agónica y repugnante imaginable. Revigator, ¡un manantial de salud!
Otro pionero estadounidense de la llamémosla medicina creativa fue el «doctor» (muchas comillas) William J. Bailey. Expulsado de Harvard por no pagar sus cuotas, afirmaba haber terminado la carrera de medicina nada menos que en la Universidad de Viena, la misma donde se había graduado Sigmund Freud. Dejemos esta información en suspenso por ahora.
Uno de los primeros negocios de Bailey antes de recordar súbitamente que era «médico» consistió en la venta de automóviles, o más bien en la preventa, táctica comercial con la que se anticipó casi un siglo al susodicho Elon Musk. En 1912, aprovechando la nueva fiebre de los vehículos a motor, Bailey anunció la comercialización de fabulosos y ultramodernos automóviles a precios asequibles, aunque fabricados por encargo y bajo pago de una fianza. Recibió casi dos mil encargos, embolsándose los correspondientes pagos. Sus compradores pronto se impacientaron ante la tardanza en las entregas. No tardaron en descubrir que la supuesta fábrica de Bailey era, y no exageramos, un cobertizo viejo donde había una única caja de herramientas. Debido a este pequeño fallo de planificación industrial, Bailey pasó un breve periodo en la cárcel. Al salir, entendiendo que los automóviles no eran lo suyo, decidió comercializar unas pastillas que otorgaban potencia sexual o, como él la anunciaba, «Magnífica Hombría». Sus pastillas no debieron de tener los efectos deseados, ya que fue denunciado por estafa una vez más.
Cansado de dar tumbos entre juzgados, Bailey decidió que era mejor fundamentar sus negocios en la Ciencia con Mayúsculas. No en vano se hizo miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, organización en la que cabe preguntarse si, al igual que en Mensa, no dejaban entrar a prácticamente cualquiera.
Respaldado ahora por lo que él consideraba «ciencia» y presentándose repentinamente como «Dr. Bailey», empezó a vender botellitas de un líquido que contenía pequeñas cantidades de radio. Y no mentía: había radio. De hecho, Bailey anunció que pagaría mil dólares a quien demostrase que su medicina milagrosa contenía menos material radioactivo que el anunciado. El radio estaba ahí, ¡él no engañaría a nadie! Su medicina podía aliviar, decía él, una amplia gama de dolencias (incluyendo, para más Inri, anemia y leucemia). No le costó encontrar un nombre incluso más sonoro que el de la jarra Revigator. Bailey llamó a su medicina Radithor.
El Radithor, comercializado al módico precio de un dólar el frasco, se convirtió en un rápido éxito, sobre todo entre unas clases altas siempre ansiosas de probar el nuevo posible escalón hacia la inmortalidad, divina cualidad que por fin los separaría de los cochambrosos pobres. El Radithor encontró consumidores fieles entre los ricos, sí, pero la moda terminó en 1932, cuando los compradores cometieron la impertinente inconveniencia de empezar a morirse. El más famoso usuario del milagroso líquido, el rico heredero, golfista y bon vivant Eben Byers, conoció un terrible fin causado por un cáncer que consumió por completo sus mandíbulas. Afección similar, por cierto, a la que padeció Sigmund Freud; esa fue la única relación entre Freud y un Bailey que, podemos sospechar, no pisó la Universidad de Viena ni, para el caso, Europa, en toda su vida. Por cierto, el cadáver de Eben Byers fue exhumado tres décadas después para un análisis póstumo destinado a comprobar si el Radithor había sido realmente el causante de su fallecimiento. Y, por si se lo está usted preguntando, la respuesta es sí: su cuerpo seguía siendo radioactivo después de treinta años bajo tierra.
Tras el escándalo, la revista Time publicó un colorido artículo sobre el Radithor, con frases que ilustran maravillosamente bien la mentalidad de aquella época: «El gran miedo de los expertos no es que la gente consuma bebidas radioactivas bajo órdenes del médico (aunque ya no quedan muchos de estos médicos), sino la gente que compra estas cosas bajo su propia responsabilidad».
En el mismo texto, el vigente alcalde de Nueva York, Jimmy Walker, afirmaba seguir creyendo en las terapias basadas en el radio. En su caso se trataba del Radiumator, una bola de caucho supuestamente radioactivo de la que Walker sorbía agua tres veces al día. Imaginen la escena: el alcalde de una de las mayores ciudades del mundo sorbiendo agua radioactiva de una bola de caucho. Aunque cabe decir que Walker vivió catorce años más y no murió de cáncer. Por otra parte, también cabe recordar que ese mismo Walker tuvo que dimitir tras uno de los más sonados casos de corrupción protagonizados por un político neoyorquino, y que llegó a huir a Europa para evitarse nuevas consecuencias legales. Lo que se dice un hombre de fiar.
El colmo de la jeta atómica se produjo, cómo no, en la meca de la radioactividad: Francia. En 1932, el farmacéutico Alexis Moussalli decidió bendecir a la mitad del género humano con un cosmético con el que mujeres de todas las edades podrían cuidar su delicado cutis. Eligió para su producto un nombre que parecía más propio de un villano de Star Trek: Tho-Radia. Se vendía en conveniente variedad de formatos, crema o polvos, y entre las milagrosas propiedades anunciadas estaban el activar la circulación, quitar pecas y verrugas, reafirmar y eliminar arrugas, o tratar las pieles grasas. El cosmético contenía el consabido radio, junto con el no menos cancerígeno torio, y una cantidad de titanio que no estaría fuera de lugar en un relato de Isaac Asimov.
Moussalli demostró ser un virtuoso de la publicidad. La imagen promocional de Tho-Radia se hizo clásica porque era digna de Hollywood: el bello rostro de una mujer rubia apodada «la chica Thor» (¡Toma ya, Scarlett Johansson!), iluminado desde abajo a imitación del estilo del cineasta Fritz Lang. Pero eso no era lo mejor. Moussalli contrató como principal asesor científico a un médico llamado Alfred Curie. Sí, como los famosos Pierre y Marie Curie. No era familia ni tenía nada que ver con ellos, pero su apellido permitió que el infame Moussalli publicitase su invención como «terapia Curie», engañando a unas cuantas incautas convencidas de que existía algún tipo de relación entre el cosmético milagroso y los mundialmente famosos Premios Nobel. Ni que decir tiene que los Curie se plantearon denunciar a la compañía, aunque desistieron porque el apellido de Alfred Curie era auténtico y no había base legal para una demanda por suplantación de nombre, aunque la mala intención de aquella publicidad engañosa resultase dolorosamente obvia.
No hubo mucho tiempo, por fortuna, para que aquel cosmético diseñado por Satán produjese monstruosidades en la piel de muchas usuarias, porque en 1937 el gobierno francés decidió imponer restricciones en la comercialización de productos radioactivos. Moussalli continuó vendiendo sus productos Tho-Radia, aunque ya sin el encanto añadido de los átomos en descomposición.
Continuemos con la «higiene». Durante la Segunda Guerra Mundial, científicos alemanes se dedicaron a llevarse cantidades de un elemento radiactivo, el torio, de los laboratorios de la Francia ocupada. Los aliados supieron de esta maniobra y, como es lógico, se mostraron preocupados ante la inquietante posibilidad de que la Alemania nazi se les estuviese adelantando en el desarrollo de la bomba atómica, dado que el torio podía ser empleado para refinar uranio. Un equipo de espías consiguió secuestrar a uno de los científicos alemanes. Al ser interrogado, proporcionó una información mucho más increíble. Estaban robando el torio para fabricar… ¡pasta de dientes!
Estos científicos pretendían imitar el éxito de Doramad Radioaktive Zahncreme, o «Dentífrico Radioactivo Doramad», famoso en Alemania por su supuesta acción antibacteriana. El slogan publicitario de la marca era sin duda espectacular: «Sus dientes brillarán con radioactivo fulgor». Al parecer no era demasiado radioactivo, o no lo bastante como para que el porcentaje de víctimas resultase escandaloso. Desconocemos qué papel jugó la radioactividad en los cerebros alemanes y el desarrollo del régimen nazi, pero teniendo en cuenta que Alemania perdió las dos guerras mundiales quizá convenga recordar que Doramad fue el dentífrico oficial de los soldados en ambas contiendas. Si los aliados lo hubiesen sabido a tiempo, podrían haber acortado ambas guerras fabricando una pasta que hiciese brillar los dientes todavía más.
Los japoneses también tuvieron sus productos radioactivos de andar por casa. La Tarjeta Limpiadora de Tabaco NICO era una tarjeta impregnada de uranio que podía ser introducida en un paquete de cigarrillos recién abierto. ¿Para qué?, se preguntará usted. Pues bien, según la publicidad, el uranio reducía la cantidad de tolueno de los cigarrillos. El tolueno es un líquido derivado del petróleo y, de entre el sinnúmero de porquerías que contenían los cigarrillos de entonces (todavía peores que los de hoy, que ya es decir), era una de las sustancias que producía peor olor. Así pues, un cigarrillo radioactivo sabía mejor. Este producto tenía sus partidarios, lo cual es llamativo teniendo en cuenta que hablamos ya de los años sesenta, cuando el peligro radioactivo era bien conocido. Por cierto, teniendo en cuenta que los japoneses llegaron a exportar este producto con bastante éxito y que sus principales compradores eran los estadounidenses, cabe preguntarse si no fue una venganza por lo de Hiroshima. Porque el progreso atómico está bien, sobre todo si se lo fuman tus antiguos enemigos.
Buen artículo. Mezcla equilibrada de historia de la ciencia sazonada con fino humor.