
El tiempo presente y el tiempo pasado
tal vez en el tiempo futuro estén ambos presentes,
y en el pasado esté contenido el futuro.
Si todo instante es un eterno presente,
el tiempo no se puede redimir.
(T. S. Eliot)
¿Cuándo el hombre habrá tomado conciencia real sobre el transcurrir de las cosas, que hay un antes y un después, que se puede tanto esperar como recordar, que el instante del hoy es frágil, que la vida, en definitiva, desde un plano personal, es un eterno devenir, desde un origen dado hasta un punto en que se nos abre la puerta del misterio final?
El tiempo… Desde la ciencia, la filosofía y la religión, esta problemática siempre fue un asunto de especial interés.
Isaac Asimov le dedicó a la cuestión una de sus novelas más aclamadas, que todo lo dice desde su propio título: Hijos del tiempo. También, el ensayo Vida y tiempo, en donde pasa revista a lo sucedido en los orígenes en que éramos solo una molécula nucleoproteínica hasta este escenario en el que el desafío consiste en convertirnos en un organismo multicelular que se permite la conquista del cosmos. Un punto que especialmente desarrolla el divulgador es el de la evolución de la tecnología y, en ese orden, la velocidad que adquiere la existencia en términos de su definitiva aceleración.
Yuval Harari, por su parte, se animó a establecer una línea temporal de la historia, desde el inicio de la física, cuando aparecen la materia y la energía, allá hace trece mil quinientos millones de años, hasta este presente en que el hombre no solo que trasciende las fronteras de su planeta, sino que tiene capacidad de autodestrucción. El pensador apuesta por la posibilidad de un diseño inteligente que pueda reemplazar la selección natural, avizorando un futuro en el que pueda darse que el homo sapiens sea reemplazado por superhumanos.
Para Platón, el tiempo era la imagen móvil de la inmortalidad inmóvil; para Aristóteles, es imposible escindirlo de un alma que perciba los cambios y, para Heidegger, quien escribió Ser y tiempo, es una sucesión continua de «ahoras» advirtiendo que el propio desarrollo de la historia cae dentro del tiempo.
Muchos ven en el tiempo solo una ilusión, resaltando su dimensión aporética. También, puede distinguirse el tiempo personal del sideral, siendo este el de la física y no el de la persona. Hay un tiempo externo (el de lo material) y otro interno (el de la psiquis). Y, desde luego, hay un tiempo absoluto y otro relativo, habida cuenta de que el tiempo se mueve a diferentes velocidades en diferentes espacios.
En cualquier caso, san Agustín fue quien dio en el clavo al formular la famosa pregunta ontológica: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé».
Dentro de ese estado profundo de incertidumbre al que alude el santo, y desde las honduras exploradas por quienes abordaron el complejo tema del tiempo, habremos de trazar aquí algunas líneas sobre su significado en el universo del ajedrez, juego milenario, si los hay. Y, al caracterizarlo de este modo, ya estamos introduciendo, casi sin darnos cuenta, su dimensión temporal.
En un primer abordaje, podemos ver que hay un tiempo en el ajedrez que está vinculado a su origen y evolución. En otro, más pedestre, formateado estrictamente a su práctica deportiva, y ya no a su esencia, hay un tiempo del juego, el de cada partida, el que es solo recientemente mensurable a partir de la introducción de dispositivos que permiten la medición de su duración.
Sobre el primer punto, al intentar reparar en el origen del ajedrez, solo se puede hacer un viaje inverso en el tiempo desde el presente y, si somos ambiciosos, pretender proyectar qué puede suceder a futuro con un ajedrez que está bien lejos de haber agotado su contribución a una humanidad que lo ha incorporado desde siempre como una práctica predilecta.
En mirada retrospectiva, y aún con todos los esfuerzos investigativos a partir de las hipótesis que se han formulado, al cabo, solo nos cabe sumergirnos en la niebla de los tiempos de cara a terminar por suponer, mas no poder asegurar, que algún prototipo del juego surgió en calendario indefinido en un punto de la ruta de la seda, seguramente en un entorno temporal que está ubicado algunos siglos después de Cristo. En esa geografía, y en ese incierto momento, surgió un pasatiempo nuevo, producto de otros aportados por diversas culturas (las de India, China y la Grecia de Alejandro Magno, probablemente) que antecedió al ajedrez que hoy nos ocupa y conmueve.
Caravanas de comerciantes montados sobre camellos, en aquellos primeros tiempos, llevando los productos a ofrendar e intercambiar hasta lugares muy distantes, debían acampar para descansar y recuperar fuerzas. En el marco de un sincretismo cultural que se nos ocurre prodigioso, integrantes de diversos pueblos se comunicaban a cómo fuera lugar y, para pasar el tiempo, jugaban a lo que podían, sin necesidad de palabras ni traductores y, en ese contexto, una actividad que remita a la estrategia podía ser especialmente agradable para matizar el ocio.
Es así que el ajedrez nació como práctica social, como pasatiempo, modelizando la guerra o la batalla, permitiendo el intercambio entre los pueblos, favoreciendo el diálogo amoroso y, con el curso de los siglos, adquiriendo un alto valor metafórico, de la sociedad, de la cultura, del arte, de la educación, de la vida.
Juego que desde la India ingresaría a la capital del Imperio persa en el siglo VI y, a partir de eso, ser luego adoptado por los musulmanes, ingresando a Europa apenas se pudo, siendo difundido algo más tarde por los vikingos, ingresando a todos los puntos del globo, entre ellos al continente americano, que lo descubriría de la mano de los conquistadores del Viejo Mundo.
Ajedrez que fue mutando desde esa primigenia actividad lúdica estricta, para transformarse en una práctica en la que pasó a ser protagonista la competencia y, de paso, en la Europa medieval, modelo de la sociedad reinante y fuente en la educación de los caballeros y de los pueblos.
Ajedrez que en todo tiempo y lugar se convirtió en ícono de la cultura a la que pertenece y a la que a su manera modela.

Ajedrez que siempre sabrá adaptarse a todas las situaciones cambiantes que se le presenten a la par de sociedades que habrían de mutar en sus valores y comportamientos.
El ajedrez nació y creció como un juego particularmente moroso. Imperaba la estrategia, a diferencia de otros pasatiempos que apelaban a la simplicidad, con reglas muy precisas, con la particularidad de que sus piezas tenían movimientos diferenciados que implicaban jerarquías diversas y la posibilidad de decantar por el lado de la complejidad.
La lentitud de las partidas tenía que ver con un ritmo cansino, ese que también imperaba en las sociedades. Se podía esperar, solo se trataba de transcurrir, sin urgencias, sin premuras, sin ansiedades, sin histerias.
De todos modos, para dar algo más de actividad a la letanía imperante se construyeron, en el caso del shatranj, el antecedente inmediato de nuestro ajedrez, unas posiciones preestablecidas a partir de las cuales se daban por comienzo las partidas. Se trata de las denominadas tabiyiat, conformada por jugadas preseleccionadas que marcaban una posición que podía implicar comenzar desde el equivalente a la octava o la decimoséptima movida.

En sintonía con la Edad Moderna, es decir un milenio más tarde de los probables orígenes del juego, dejará el pasatiempo de ser una práctica lenta para activarse gracias, en principio, al movimiento ampliado que se les dieron a las piezas de la reina y del alfil, una incorporación de fines del siglo XV y, también, con la introducción algo después del enroque.
La reina surgió en tanto trebejo en Europa (su primera mención literaria data del siglo X), siendo la primera y única de rostro femenino, ausente hasta entonces en el diseño del juego, reemplazando al exótico visir, dando paso a una figura que remite a mujeres que se convirtieron en monarcas, en algunos casos muy poderosas (como la emblemática Leonor de Aquitania), en las cortes.
El tiempo del ajedrez, en este contexto, fue el de su necesaria adaptación y, bajo cierta perspectiva, de transmutación y regeneración. Un tiempo que deja de ser moroso para decantar en más activo, a tono con los descubrimientos, los iventos y los desplazamientos tan típicos de la modernidad.
En este nuevo contexto, el ajedrez deja de ser solo un pasatiempo para comenzar a desarrollar su faceta competitiva. Un primer torneo internacional es del último cuarto del siglo XVI y, algunos ajedrecistas destacados, comienzan a desplazarse de un punto al otro del continente europeo, para evidenciar sus dotes y, cuando les era posible, incluso vivir del ajedrez.
Será, no obstante, en el marco de la Edad Contemporánea en que el ajedrez profundizará su faceta competitiva, con torneos internacionales (el de Londres 1851 empezará la serie), campeones mundiales (se considerará como el primero de ellos al nacido en Praga, Willhelm Steinitz, desde 1886), con jugadores profesionales y competencias en clubes y cafés.
Fuera de esos ámbitos más deportivos, se lo verá, asimismo, adscribirse a planos educacionales (ya en la Edad Media el juego era usado en la formación de los caballeros, pero ahora el desafío será incorporarlo en planes de estudio formales) y, como siempre, con fuerte involucramiento desde la perspectiva artística y literaria, incrementando su proverbial reputación intelectual y esgrimiendo su alto valor cultural en el mundo todo.
Ajedrez que, en tiempos en que la tecnología parece marcar los nuevos rumbos, a partir del siglo XX y más acuciantemente en el presente, no solo que se hizo amigo de, por caso, los desarrollos computacionales cada vez más precisos y veloces, sino que, incluso, fue modélico a la hora de que los investigadores hicieran los primeros escarceos en un universo de bits y dispositivos que cambiarían la realidad para siempre.
Ajedrez que, ahora mismo, y ese fenómeno prevemos que habrá de intensificarse con el curso de las horas, de los minutos, de los nanosegundos, está siendo interpelado por la inteligencia artificial, pudiéndose aguardar un nuevo estadio de evolución que llevará al juego a alturas insospechadas, en el marco de un probable salto cuántico (¿el definitivo?) de una actividad que viene de tan lejos y que siempre nos sorprende con su capacidad de asimilación y de adaptación.
El indicado, es uno de los tiempos del ajedrez. El de su origen. El de su evolución. El de su prospectiva, conforme un proyectado actual estado de cosas.
Mas hay otro, uno que debe considerarse más intrínseco y que en principio es el más evidente: el de la medición de la cronología de las partidas.
En los albores del juego las partidas se hacían sin control de tiempo alguno. A la lentitud característica de los orígenes, tema del que ya hablamos, se podía sumar la idea de coquetear con la eternidad. Un ajedrez que era infinito hacia dentro (con combinaciones de jugadas tan numerosas como las estrellas en el firmamento) podía también serlo hacia afuera (prolongando cada juego hasta alcanzar el extremo de la perfección sin importar el tiempo insumido en el camino). Solo el cansancio de los jugadores, su extenuación, podían marcar el fin de cada encuentro, en la medida en que uno de los adversarios no hubiera previamente evidenciado su definitoria superioridad en el juego obligando al rival a inclinar su rey.
En los primeros tiempos, en los del shatranj, el protoajedrez árabe, o incluso en los diseños anteriores a los que abreva el ajedrez (desde aquel chaturanga indio), y ocurriendo lo propio en los primeros años en que se dio su ingreso a Europa, las partidas podían tener una duración muy (demasiado) prolongada.
Es que el tiempo personal, en plena Edad Media, parecía no importar demasiado. O no se reparaba en él. Eso no sucedía, en cambio, con el tiempo religioso, que era el que debía marcar el curso de los acontecimientos (desde la cuna a la tumba), o el de los ciclos agrarios, vinculados a la producción (a la lucha por la subsistencia).
El ajedrez era parte del tiempo personal por lo que todo se podía aguardar. Por ende, las partidas podían prolongarse, lo que fuera necesario. Y es por eso que las piezas de ajedrez en los diseños primigenios se movían lentamente, como reflejo de lo que sucedía fuera de los tableros.
La del visir, que ocupaba el lugar de la futura reina, se movía solo un paso en diagonal. Esta heredará el movimiento del consejero, pero, sobre fines del siglo XV, se empoderará, habiendo de desenvolverse todo lo posible en los sentidos ortogonal y diagonal, dando paso a un juego de índole más agresivo en el que esa pieza femenina, por su alocado movimiento, pudo ser calificada de «rabiosa», concepto que se extrapoló al juego como un todo.

En igual línea el alfil, el viejo y pesado elefante oriental, ese que incluso en la variante china del juego (el xiang-qi) no podía incursionar en terrenos enemigos, ya que no podía atravesar el río que dividía en dos la superficie del tablero (consistente en una línea horizontal que se presentaba en su exacto punto medio), desde ahora podrá desplazarse en diagonal en toda la extensión posible, y ya no solo saltando una casilla en sentido diagonal.
En aquellos comienzos, como será siempre, tenían su proverbial movilidad el algo alocado caballo saltarín y la torre que se desplazaba a lo largo y lo ancho de la superficie en sentido ortogonal. En el caso del rey se movía, como ahora, un único paso, mientras que el peón no contaba con la posibilidad de acceder a dos casillas desde la inicial al comienzo del juego (que es un hallazgo posterior).
Con los cambios que progresivamente se fueron impulsando, lo que ayer podía verse como estático, se tornaba más dinámico. Había que estar a tono con una Edad Moderna que iba a reemplazar definitivamente los valores culturales de una Edad Media que inexorablemente quedaba atrás. De lo lento de antaño, a la necesidad de moverse ahora con enjundia, para explorar los desafíos que se presentaban. De la morosidad y la introspección a la búsqueda exterior y a una mayor aceleración. El ajedrez reflejará perfectamente ese tránsito entre lo que fue y lo que debía necesariamente ser.
Más tarde, a partir de la Edad Contemporánea, se consolidó la idea de que el ajedrez habrá de ser, ya no marginal o germinalmente competencia, sino que la lucha deportiva será la nueva marca de los tiempos.
En ese contexto, las partidas no podían extenderse más de la cuenta. Había que poner límites para que los juegos no se eternicen. No solo por la salud física y emocional de los jugadores sino, también, por los espectadores, que no podían ni debían quedar prisioneros de una pasiva observación por un tiempo excesivamente prolongado, cuando no extenuante.
También había que ponerle coto evitándose tácticas impropias, como la de demorar el juego, solo para provocar la fatiga de un oponente más frágil desde un punto de vista de la resistencia física (o psicológica).
Para dar solo algunas pistas sobre el estado de situación que debía corregirse, acerca de los excesos en los que se podía caer por ausencia de mediciones y controles temporales, recordemos el célebre match, ese que insumió ochenta y ocho partidas, que disputaron en 1834 a lo largo de cinco meses, en Londres, el francés Louis-Charles Mahé de La Bourdonnais y el irlandés Alexander McDonnell.
Además de la exuberancia en el número de esas confrontaciones, en ausencia de todo control de tiempo, las partidas podían suspenderse haciendo todo aún mucho más largo, habiendo insumido alguna de ellas más de siete horas. Al cabo de todo, al de la isla, seguramente atribuido al esfuerzo y al agotamiento, se le agudizó un cuadro de enfermedad renal y murió. ¿Una víctima de un extenuante ajedrez sin límites de duración de tiempo de los encuentros?
Otro caso emblemático de este estado de situación: en 1843, un encuentro específico entre el inglés Howard Staunton y el galo Pierre de Saint-Amant, en el contexto de otro match que ellos disputaron, requirió sesenta y seis jugadas y más de catorce horas de juego. Tiempos realmente ingobernables y agobiantes para jugadores y para quienes pretendían disfrutar de los lances del juego. Tiempos que debían necesariamente ser morigerados. Tiempos en que una partida de ajedrez promedio podía llegar a las nueve horas.
Un primer registro conocido de medición en el juego se produjo en Londres en 1852 cuando se acudió a sendos vasos de arena, que adjudicaba unas tres horas por jugador, con la idea de medir el transcurrir. Sobre esa base, se perfeccionó el sistema, concibiéndose un reloj de arena, desde luego experimental e impreciso, que se utilizó cuando en 1861, en igual locación, se dio el match entre el prusiano Adolf Anderssen y el eslovaco Ignatz Kolisch.
Hubo de esperarse a 1883 para que surgiera el primer reloj mecánico, un invento del británico Thomas Bright Wilson, habiendo sido aconsejado para ello por el gran ajedrecista de igual origen Joseph Blackburne. Consistía en dos relojes de péndulo idénticos, ubicados sobre un fiel de una balanza, que permanecía en equilibrio hasta que cada uno de los jugadores hacía su movida, deteniendo el péndulo propio y accionando el del rival.
Así, aparece la posibilidad de que una partida se defina por tiempo. En aquellos comienzos, eso sucedía si alguno de los contrincantes no cumplía con el mandato de hacer quince jugadas dentro del lapso de una hora. Un dispositivo de esa índole se empleó en el match por la corona mundial, que en 1894 disputaron en Nueva York el campeón Willhelm Steinitz y Emanuel Lasker, el retador que lo terminaría por destronar a aquel.

Un aporte significativo, siempre en la búsqueda de mayor precisión, se dio a comienzos del siglo XX, cuando se introdujeron las manecillas en cada esfera, cuya caída señalaba más exactamente, comparado con el modelo previo, el momento en que se agotaba el tiempo. Se estaba ingresando al periodo del modelo analógico de botón.
Bien avanzado el siglo XX, se irá pasando de los relojes analógicos a los digitales. Como transición, en 1964 en la URSS surge un primer reloj electrónico para, en 1973, en los EE. UU. hacer acto de presencia un primer reloj digital, el que habrá de mejorarse periódicamente.
En 1988 el inquieto Bobby Fischer patenta un nuevo dispositivo, siempre digital, que permitía darle a cada jugador un tiempo extra por jugada, además del general que se dispensaba al inicio de cada partida. Eso evitaba un problema muy serio del ajedrez, perder una partida completamente ganada por no contar con tiempo adicional alguno. Fischer lo supo corregir, a partir de la observación de la experiencia y su talento creativo, dando solución a esa espinosa cuestión.
Y será uno de los primeros en utilizarlo, cosa que hizo en el polémico match revancha que en 1992 sostuvo con Boris Spaski en el hermoso enclave de Sveti Stefan, en Montenegro (por entonces integrante de la sancionada República Federal de Yugoslavia), a veinte años del otro, aquel de Reikiavic, en donde el norteamericano, en plena Guerra Fría (siempre el ajedrez asociado a cuestiones bélicas), había podido vencer al aparato soviético.

Estos relojes, desde luego, se utilizan, cada uno en su momento, en partidas por torneos a ritmos que se consideran convencionales. Aunque estos puedan ser cambiantes. Un canon es el de dos horas para cuarenta jugadas, con una hora adicional por cada veinte movidas complementarias.
Hay, por cierto, otras variantes. A nivel magistral, el tiempo que se adjudica suele ser algo mayor, pero, lo importante, es que el tiempo queda acotado en el contexto de partidas que se consideran, por su duración relativamente prolongadas, más exactas en su calidad ajedrecística.
De hecho, cuando se habla de campeones mundiales, se prefiere aludir a aquellos que surgen de competencias en las que las partidas se miden de esta clase de formas.
Mas, el tiempo lo acelera todo. Y, no solamente existe ese ritmo convencional, sino que se fueron introduciendo modalidades cada vez más veloces. Primero, en forma experimental y casi lúdica. Con el curso de los años, se tomó crecientemente con mayor seriedad esta clase de pruebas e, incluso, se establecieron categorías de campeones mundiales para las modalidades rápida y blitz (relámpago).
En el primer caso, el ritmo es de quince minutos por partida, más el agregado de quince segundos por jugada, comenzando por ser asignado desde la primera. En el segundo, se confieren tres minutos por jugador por partida y dos segundos por jugada, siempre desde la inicial. Incluso, existe una forma muy popular llamada «bala» («bullet» en idioma inglés), en donde el encuentro se resuelve en apenas un minuto por jugador sin adicional de tiempo alguno. Esta forma es más un entretenimiento que aplicable para competencias formales.
En tiempos previos se consideraba al ajedrez a estos ritmos más frenéticos como inexactos. El patriarca soviético Mijaíl Botvínnik, el primer campeón mundial de la posguerra, por caso, los menospreciaba. Es que se supone que en encuentros a mayor velocidad lo que predomina es la táctica por sobre la estrategia. Aquella, es vista como más efectista; esta, como la verdad en el ajedrez. En el fondo del análisis, podría afirmarse que hay una tensión entre exactitud y velocidad. A mayor ritmo, menor calidad del juego, a juicio de los tradicionalistas. Ese paradigma, con el curso del tiempo, empero, ha sido cuestionado, relativizado e, incluso, contradicho.
El mejor jugador de los últimos tiempos, el noruego Magnus Carlsen, por caso, está prefiriendo las partidas rápidas. De hecho, abandonó el título a ritmo clásico que ostentaba, mas, alternativamente, sigue participando regularmente en las competencias bajo los ritmos rápido y blitz, de los que también es experto y múltiple vencedor de las pruebas (incluida una de ellas en la postrera realizada a fines de 2024).
En su caso, y no es el único, está claro que la brecha entre las distintas modalidades de juego no existe, se destaca en todas las variantes, jugando siempre a altísimo nivel, evidenciando que el talento y la precisión no están reñidos con la rapidez y, por momentos, del vértigo.
Por otro lado, hay una faceta que no debe dejar de mencionarse, la del ajedrez en tanto espectáculo.
Frenéticas partidas, seguidas por los medios y redes sociales, están al orden del día. Se da el caso de que se las relata como si de encuentros de fútbol se tratasen. Los espectadores entran y salen de las transmisiones con libertad e interés creciente. Surgen los streamers ajedrecísticos (el norteamericano de origen nipón Hikaru Nakamura es líder en la materia). Los anunciantes acuden presurosos. Los premios en metálico se aumentan. Y los torneos no siempre exigen presencialidad (lo que resultó muy ubicuo cuando la última pandemia). Muchas virtudes para estos relativamente nuevos formatos, generando un círculo virtuoso que hace que el ajedrez pareciera estar a tono con los tiempos que corren.
Todo muy rápido, ahora, frente a la letanía del pasado. Un ajedrez que ha pasado la prueba ácida del tiempo, adaptándose a sociedades cada vez más acuciantes y aceleradas. Y que anticipa un escenario de nuevos tiempos por venir, en los que la tecnología ayuda y, por momentos, condiciona.
***
Al cabo de este viaje, explorando la cuestión del tiempo en el ajedrez, nos queda una idea que puede ser expresada en término de imágenes contrastantes, que queremos para finalizar compartir.
Una primera, posada en el ayer, que nos hace imaginar el derrotero de caravanas de los primeros mercaderes que, sabiendo que había que esperar, podían pasar el tiempo, todo el tiempo del mundo, jugando al ajedrez, que se convirtió en un buen compañero de travesías, en la ruta de la seda, o donde fuera.
Otra imagen, que es del todo actual, y que se proyecta al mañana, nos presenta al juego, instalados en el vértigo del tercer milenio, era en la que la tecnología resuelve problemas, a la vez que nos interpela y abruma, donde el ajedrez sigue del todo vigente, más pudiendo ser practicado en forma cada vez más veloz, sin mengua de la calidad.
De todos modos, por momentos nos queda la sensación de que, en este apresuramiento, en este vértigo, en este frenesí, por hacerlo todo, rápido y ya, nos estamos perdiendo algo, tal vez un detalle, un matiz, una precisión y, en cualquier caso, abandonando el estado de cierta necesidad de calma y de debida reflexión.
Si fuera así se nos ocurre que, aquel ajedrez, mira a este otro, con algo de condescendencia. Y el actual, pese a cierta sensación de autosuficiencia, puede estar reparando en el primigenio con mucho de nostalgia.
Ya nombrando a la pieza «reina» en lugar de «dama» demuestras que eres poco fiable escribiendo sobre ajedrez.
Hombre, pues teniendo en cuenta que se trata de un Maestro FIDE, igual es un poco atrevido afirmar eso…
Interesante, atrapante y muy profundo. Un artículo para releer.
Conozco el significado de todos los movimientos de las figuras. Todo lo relativo al ajedrez. Por qué 32figuras. Por qué 64 escaques etc. El significado total de este juego
Se podría haber mencionada también las partidas por correspondència, tan populares hasta el siglo pasado, donde el tiempo de la partida estaba subordinada al servicio de correos.
Gracias por los comentarios. Joan, es un buen punto el que indicás. Lo pensé al hacer la nota pero luego el tema no lo incluí ya que consideré que esa cuestión del correo es externa al ajedrez. Pero se lo pudo haber mencionado, es cierto. En cuanto al lector que se permite dudar de la fiabilidad del autor, le sugiero que siga mis crónicas (aquí mismo o en el sitio Ajedrez Latitud Sur) porque tal vez cambie de criterio. Solo le pido que tenga la mente abierta en la lectura sin manejarse con prejuicios u oscuridades cognitivas. La pieza en cuestión originalmente se la llamaba reina y así sigue siendo denominada en muchas geografías (en particular en el mundo anglosajón). La mención como dama (que viene de «domina») es más típica en el mundo latino. Pero hay que ver las cosas como un todo y no solo desde le comarca. Puede, por caso, ver este trabajo: https://ajedrezlatitudsur.wordpress.com/2024/05/13/el-origen-de-la-reina-en-el-ajedrez-que-no-es-espanol-sino-de-todos/. Saludos a todos
Hombre, eso de “oscuridades cognitivas” suena a uso desmedido de la fuerza. El planteo del colega fue pendenciero, pero también hay que ver que en el mundo del ajedrez de todos los días nadie habla de un “sacrificio de reina” o “reina por peón, jaque”
En lugar de Leonor de Aquitania tendría que haberse referido a la reina Isabel I de Castilla, conocida junto con su marido con el sobrenombre de los Reyes Católicos. La Dama del ajedrez de finales del siglo XV se inspira en esta figura maxima de la política europea.
Consulte tratados de ajedrez de la época.
Mucho palabrerío. Prácticamente el artículo es pura paja. Debería de ir directo al punto.
Estimada Manuela, lamento para su conocimiento previo limitado que la pieza de la reina es reconocida en Europa desde el siglo X, un tiempo algo anterior entiendo respecto de la aparición de Isabel la Católica quien efectivamente tuvo un rol en el empoderamiento de ese trebejo, y en el surgimiento del ajedrez moderno, pero no en su aparición. Es notable como en España se tiende a desconocer los antecedentes ubicados en otras geografías, entre los que se hallan el fundacional Versus de Scacis del siglo X, las piezas de Lewis y el popular tratado de Cessole, entre otros elementos que evidencian que la pieza de la reina (luego dama en los países latinos) es de principios del segundo milenio. Es más, a España llegó en forma tardía, seguramente por la prolongada presencia en la península del pueblo moro en cuyo ajedrez la pieza con rostro femenino no existía ya que era representada por el visir. Este tema es materia de estudio personal y de muchos investigadores. Si realmente le interesa el tema, puede consultar la serie que escribí sobre el punto que se puede ubicar en el sitio Ajedrez Latitud Sur o consultar el libro de Yalom sobre la cuestión. Es cuestión de sacarse la venda de los ojos. Solo eso. En cuanto a algún otro comentario disvalioso y de tono desubicado, habla más del nivel educativo de quien lo afirma, máxime al escudarse en el anonimato.