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El ajedrez no era la vida: Bobby Fischer en el aniversario de su muerte

aniversario muerte Bobby Fischer
2J7YXKF Bobby Fischer, World Chess Champion

En su novela ajedrecística La torre herida por el rayo (1983), Fernando Arrabal remite una conocida afirmación del undécimo campeón mundial: «Cuando Fischer supo que su rival Spassky había declarado «el ajedrez es como la vida», corrigió: «el ajedrez es la vida»» (2012, p. 177). Verá usted que esta idea prolifera allá donde la busque, porque se ha vinculado el ajedrez con la existencia humana hasta el paroxismo. Así que a un servidor le gustaría empezar este artículo con un posicionamiento polémico: no, el ajedrez no es como la vida. Es más, tienen muy poco que ver.

¿Sabe cuál es, hasta donde conozco, el juego que más paralelismos guarda con este trasiego existencial al que nos han arrojado sin preguntar? El póker. En casi todas sus modalidades, pero específicamente el Texas Hold ‘em. En este juego de naipes, usted puede tomar las mejores decisiones una vez tras otra y aun así perder. Por un revés del azar, por una carta remota en la quinta calle, o porque la varianza solo aparece para escupirle a uno a la cara. Y viceversa: puede tomar las peores decisiones con empecinamiento y ganar de todos modos. Por supuesto, esto solo es cierto a corto plazo; a la larga, los buenos jugadores prosperan. Mírese cualquier high-roller y se convencerá de que todas esas caras conocidas no están ahí porque nos hayan robado la suerte a los demás.

En el ajedrez, por el contrario, siempre hay una jugada correcta que ofrece garantías. Casi siempre es imperceptible para el ojo inexperto, y a menudo para los más dotados. Pero está ahí. Los módulos de los que hoy en día dispone cualquiera con internet, y sobre todo aquellos que valen un riñón y medio y a los que solo accede la élite mundial, lo demuestran. Tal vez necesiten analizar la posición del tablero unos segundos o unas horas, pero siempre encontrarán la mejor combinación. Si usted también la encuentra de forma consistente, ganará cualquier partida. Tanto es así que, si le piden apostar su casa contra cinco euros en una partida frente al campeón mundial en la que usted, para nivelar, podrá consultar sus jugadas en un módulo, le compensa de sobra aceptar. No hay riesgo, porque siempre hay un camino correcto. Al revés ocurre lo análogo: si usted escoge la peor jugada una vez tras otra, habrá perdido en escasos movimientos a menos que a su rival le dé un aneurisma y caiga con el ojo sobre el alfil.

El ajedrez, por tanto, no es como la vida, porque la vida no está a la altura del ajedrez. Este no entiende de las pequeñeces del jugador. Quien se ha perdido en sus sesenta y cuatro casillas el tiempo suficiente sabe que es un mundo en el que reina la armonía incluso en las posiciones más caóticas. Si el ajedrez imita alguna vida, es la de los dioses. Que por ahí andarán, jugando al póker. Porque cualquier tablero blanquinegro debería venir con una advertencia como las de las cajetillas de tabaco. Jugar puede provocar desviaciones de comportamiento.

Pero míreme: engrosando el cliché de que los jugadores de ajedrez con problemas de salud mental adquirieron la segunda condición como consecuencia de la primera. Nada más falso. Es un mito hermoso, pero debemos dejarlo morir. Le cuento todo esto porque hoy es el aniversario de la muerte del legendario Robert James Fischer (1943-2008), el viejo Bobby, y quiero ir de cara con usted. No tengo intención alguna de enaltecer su figura ni la de la disciplina a la que dio casi la mitad de su vida. Lo que sí querría establecer desde un inicio es que el ajedrez, a diferencia del póker, y quizá por su distancia respecto a la vida, es un arte. Puede usted discutírmelo, claro. No pretendo sentar cátedra, aunque acabe de lanzar semejante soflama. Es solo para que sepamos dónde estamos. Y donde estamos es en que bien podríamos considerar a Bobby Fischer un artista. Guarda muchos rasgos en común con los máximos exponentes de otras disciplinas: la obsesión, la tenacidad, la dedicación, la absorción, la devoción. En el documental Anything to win: The Mad Genius of Bobby Fischer lo vemos en el pináculo de su carrera (y de su estética) sentado en un parque, alto como era, de planta atlética y facciones agudas, con un mentón que podría partir nueces al roce. Le preguntan qué hay de Bobby Fischer el hombre; esto es, el que no se ha convertido en un icono mundial de genio, el que no está en manos del gobierno de Estados Unidos como peón de la Guerra Fría para arrebatarles la corona a los soviéticos, que la retienen desde hace décadas. Que qué le gusta, le preguntan, y él balancea la cabeza antes de responder: «El ajedrez y yo somos difícil de separar. Es como mi alter ego, ¿sabes?» (Martin, 2006, traducción mía). Si está usted preguntándose qué leches puede haber en un juego de mesa como para succionar de esa manera la identidad de una persona, este artículo es para usted. Y si ya lo sabe, no me deje hacer esto solo.

En otro documental, predilecto del que aquí escribe (esto último es irrelevante, pero se lo cuento porque hay confianza), con el acertado título de Bobby Fischer against the world, el autor y divulgador científico David Shenk se refiere al ajedrez en los siguientes términos:

Te estás metiendo en un mundo que es infinito y abstracto. En esencia, estás remodelando tu mente. […] Intentas anticiparte a lo que hará tu oponente, pero, puesto que no sabes lo que hará, piensas en todas las posibilidades. Un buen jugador de ajedrez es paranoico frente al tablero, pero, si trasladas esa paranoia a la vida real, no funciona. Acabas viendo el mundo según los confines del ajedrez (Liz Garbus, 2011, traducción mía).

Ese es el peligro de todo arte, me temo: que supera a la vida. Su vastedad y sus posibilidades infinitas le prometen al artista que ahí, en algún sitio, hay un lugar para él. Y a los más afortunados, que todo ese mundo es su lugar. Ahí podrá vivir, lejos de los barrotes de la existencia pedestre, fuera de la trampa humana. En el caso del ajedrez, le doy el archiconocido dato de que, en teoría, el número de posiciones que pueden ocurrir en una partida es de 10 seguido de cuarenta y cinco ceros, más que átomos hay en el sistema solar. Yo no he contado ninguna de las dos cosas, pero número arriba, número abajo. Imagíneselo. Y ahora imagine que usted abre la puerta de ese mundo con seis años, en un hogar pobre de Brooklyn del que su madre pasa la mayor parte del tiempo fuera y su padre todo el tiempo fuera, pues les ha abandonado a usted y a su hermana mayor. Esa hermana que, para entretenerle, le trae juegos de mesa, y un buen día (fatídico inicio de la tragedia, hermosa en tanto que tragedia) le planta delante un ajedrez y le explica las reglas. Nos cuenta Paco Cerdà:

Las partidas empiezan. Joan se cansa. Bobby sigue. Bobby siempre sigue. Su mente no descansa, nunca, jamás. Superdotado, y es tan reduccionista una etiqueta. Asperger, y es tan simple encasillar lo no diagnosticado. En cuarto curso ya ha entrado y salido de seis colegios. A ninguno se adapta su mente. A la soledad sí. Se ha acostumbrado a ella (2021, p. 27).

Muy fino apunte, por cierto, el de lo fácil que es diagnosticar a posteriori. He escuchado que Lincoln tenía TDAH, que Einstein padecía autismo, que Picasso era al trastorno narcisista de la personalidad lo que Jose María Aznar al de la psicopatía. Y los dos primeros casos no tienen ninguna base para afirmarse. De ciertos personajes sobresalientes nos llegan sus rasgos más distintivos y, tomados aisladamente, se prestan a que usted y yo los deformemos como nos dé la gana para ajustarlos a marcos clínicos que, con frecuencia, son posteriores al propio sujeto. Yo mismo soy psicólogo y he leído sobre Fischer más que sobre ninguna otra figura histórica, pese a lo cual estoy muy lejos de poder (y de querer) apostar respecto a la página del DSM-V en la que se encuadra, si es que existe esa página. Ciertas saliencias pueden indicar una cosa u otra, pero es una pérdida de tiempo epistemológica explicar a un ser humano, especialmente a uno de la complejidad de Fischer, por aquello que le distingue. Con todo, decir que su obsesión con el ajedrez no solo no remitió, sino que se comió por completo cualquier otro interés que pudiera haber en su vida, no es nada arriesgado. En una de sus biografías leemos que «el problema de Bobby era social: desde una edad muy temprana llevaba su propio ritmo, que con frecuencia era opuesto al desarrollo de otros niños. Su característica distintiva parecía ser una fuerte testarudez» (Brady, 2015, p. 33), si bien esa testarudez no basta para condenarle al empecinamiento obsesivo connatural a este o aquel cuadro de personalidad. Sí que es útil, no obstante, para explicar cómo consiguió tales logros ajedrecísticos que se abrió paso siendo un mico hacia la membresía del Club Marshall de Nueva York. Un club que, por si no lo sospechaba usted, no estaba integrado por humildes jugadores deseosos de acoger entre sus brazos a nuevos talentos. 

La imagen de un niño pequeño enfrentándose en un combate mental contra un juez, doctor o profesor universitario, ocho o diez veces mayor, con frecuencia era recibida con risas y asombro. «Al principio perdía siempre y me sentía mal», dijo Bobby más adelante. Los jugadores vencedores se burlaban de él despiadadamente (Brady, 2015, p. 40).

Pero él no se rendía. Y no lo digo para ensalzar la cultura de la autoexplotación, tan difundida en nuestra época, que glorifica la consagración a los resultados por encima de cualquier otro parámetro. Solo reporto un hecho. Ahora bien: ese hecho, por más costoso que fuera para la salud mental del pequeño Bobby, le llevó a jugar en octubre de 1956 la que sería considerada como la partida del siglo. No me he inventado el nombre; puede usted buscarlo. Y si lo hace, busque también una foto de aquello, porque «Bobby va a adentrarse en la senda reservada a las leyendas justo en el instante que congela la fotografía, la única imagen de esta partida que enfrenta al maestro internacional Donald Byrne, con blancas, contra un casi desconocido Bobby Fischer» (Cerdà, 2021, p. 44). La importancia de esa partida no radica en que el chico la juegue como un kamikaze, sino en que lo parece, pero, cuando se examina pasada la sorpresa inicial, se descubre tras los movimientos una profundidad equiparable a la de las mejores piezas musicales. La palma del equilibrio entre sorpresa y creatividad se la lleva la decimoséptima jugada de Fischer, 17… Ae6!!, a la que se le apostillan dos signos de exclamación, no porque yo grite cada vez que la veo (solo lo hago algunas veces), sino porque de esa forma se subrayan en notación ajedrecística los movimientos de mayor trascendencia dificultad y calidad. Para no aburrirle, le diré que Bobby sacrifica su dama, la pieza más poderosa, a cambio de una compensación posicional de la que, calculó, se beneficiaría a largo plazo. Y lo hizo: Byrne recibió mate en la cuadragésimo primera jugada. Si uno ve la partida, solo puede pensar que el maestro prolongó su agonía como consecuencia de la incredulidad. Era imposible que un niño en pleno estirón, con ropa de proporciones extrañas y un corte de pelo por el que deberían pagarle a él, fuese capaz de conducir semejante armonía hasta su mejor desenlace. Pues así fue, y «se ha hablado, analizado y admirado «la partida del siglo» durante más de cincuenta años, y probablemente forme parte del canon del ajedrez muchos años más» (Brady, 2015, p. 85). Con razón.

De aquí, la cosa fue para arriba sin control. En el mejor y peor de los sentidos. Fischer batió récords mundiales al convertirse en la persona más joven de la historia en conseguir el título de Gran Maestro, contando solo quince años, seis meses y un día, así como en ganar el campeonato absoluto de Estados Unidos. Su fama se disparó, apareció en revistas, en programas de televisión y su proyección internacional rompió un medidor tras otro. Su objetivo era, lo habrá adivinado, el campeonato del mundo. Porque cuando un artista emprende un camino, se acaba antes el camino que el artista (salvo intervención de la parca). Pero el mundo, como le digo, no está a la altura del ajedrez. Es demasiado pequeño contener lo que ocurre en las sesenta y cuatro casillas. Tarde o temprano, se desborda. En el caso de Fischer, fue temprano. Muy temprano. El niño pobre de Brooklyn se convirtió en chaval habiendo dejado el instituto y pateándose medio mundo para medirse con las mentes más brillantes del planeta. Fue un salto abrupto cuyas consecuencias debieron preverse, pero a veces todo va demasiado deprisa. Sobre todo cuando uno quiere correr y llegar lo antes posible al otro lado, haya lo que haya allí.

Allen Kaufman, amigo de la infancia de Fischer, nos define así la situación de Bobby: «Ahí estaba, un muchacho que había dejado el instituto, lanzado de la noche a la mañana a círculos de gente sumamente culta, rica y sofisticada… Él siempre se sintió en desventaja, y eso tuvo un impacto tremendo en su comportamiento» (Martin, 2006, traducción mía), como resulta comprensible. Ya de por sí, el ajedrez es un laberinto en el que se entra desorientado y se sale perdido, si es que se sale. Su componente visual y lo infinito de los razonamientos que ofrece lo hacen idóneo para que nunca abandone la mente del que juega. Puede ser peligroso. El que aquí escribe recuerda más de una vez en que, tras una partida de competición, no logró conciliar el sueño, porque, al cerrar los ojos, volvía recurrentemente a tal o cual posición. Qué pudo haber hecho mejor, si había perdido. Qué había en manos del rival para evitarlo, en caso contrario. Y un servidor no se jugaba nada, más que la experiencia. En el caso de Fischer, no es exagerado decir que se lo jugaba todo. No solo porque no tuviera dinero ni educación formal ni ninguna vía alternativa de vida, sino porque apostaba su autoconcepto mismo cada vez que estrechaba una mano por encima de las piezas. En La defensa (1930), una novela sobre el derrumbe psicológico de un ajedrecista, Nabokov escribe:

Sus noches eran bastante agitadas. Le era imposible no pensar en el ajedrez, y aunque parecía somnoliento, el sueño no lograba penetrar en su cerebro […]. Pero lo peor era que después de cada sesión del torneo le resultaba más y más difícil salir del mundo conceptual del ajedrez, de manera que un desagradable desdoblamiento comenzó a aparecer incluso durante el día (Nabokov, 1999, p. 126).

Ese desdoblamiento era en Bobby, además de lo que cabe intuir como una predisposición psicológica, una exigencia del medio. No podía ser solo lo que era. Debía ser mucho más para sobrevivir entre todos esos maestros, soviéticos en su mayoría, para los que la retención del titulo mundial no era únicamente algo personal, sino una demanda de la Guerra Fría. Perded y veréis, tenían sobre sus cabezas. Todos se jugaban mucho, aunque a Fischer le importara un bledo la política. Al menos, por aquel entonces. La política, sin embargo, no le perdía de vista a él. Y es que a menudo, al hablar de la manía persecutoria que Fischer desarrollaría con los años ligada a la certeza de que el mundo conspiraba contra él, olvidamos cuán natural resulta si se cría uno en una casa en la que, en efecto, le vigilan y le siguen. El activismo en el que Regina Fischer, madre del ajedrecista, era una cara conocida le granjeó a la familia una persecución infame, cortesía de la paranoia anticomunista de un país que se convirtió en el peor enemigo de sus habitantes. Dele las gracias al senador McCarthy por su iniciativa y al señor Hoover por su entusiasmo. 

El teléfono en casa de los Fischer estaba intervenido. Los agentes secretos registraron el expediente de Joan Fischer en Brooklyn College. Regina era seguida y vigilada. Sus compañeras y vecinos fueron interrogados. Examinaron los expedientes de su instituto y universidad e interrogaron a sus antiguas profesoras y directores (Brady, 2015, p. 108).

Bobby fue instruido desde muy pequeño para que, en caso de que se le aproximaran extraños a preguntarle algo, respondiera con las palabras exactas: «No tengo nada que decirle». Cualquier otra formulación, le advirtió su madre, podía granjearles problemas legales a todos. Se armaba así a un niño con tendencia a la retracción y al aislamiento contra una amenaza invisible que podía venir de cualquier parte. Ese mismo niño fue encumbrado como genio por un país que no valoró el ajedrez hasta su aparición, e incluso entonces lo vio, no como un arte que estaba a punto de explotar, sino como la oportunidad de triunfar sobre la Unión Soviética. De esa forma, Bobby empezó a recibir presiones en la misma medida en que su fama aumentaba. El profesor y ajedrecista estadounidense Shelby Lyman cuenta:

[Bobby] Tenía a mucha gente encima, todos queriendo un trozo de él, queriendo estar en su círculo. Gente con todo tipo de intereses, que no siempre iban a su favor. Intentaban sacarle dinero, que se les asociara con él, hablaban a sus espaldas… Él no podía soportarlo (Liz Garbus, 2011, traducción mía).

Conviene enfatizar que, si uno crece a la defensiva contra un mundo que realmente le ataca, ir por la vida con la mano en el revólver se convierte en una cuestión de supervivencia. Ejemplo de ello es la relación ambigua, por no decir enfermiza, que Fischer tuvo siempre con el dinero. Esto es más habitual de lo que parece en hogares que han crecido en condiciones económicas desfavorable. Y es que, conforme se le presentaban oportunidades, Bobby exigía el control absoluto de las mismas, y con frecuencia, un aumento de las retribuciones. Ejemplo de esto fue el libro que publicó en 1969 titulado Mis 60 mejores partidas, que se vendió como churros porque, para entonces, Fischer era lo bastante famoso como para que el mundo del ajedrez estuviera loco por conocer cómo funcionaba su mente al analizar una jugada, sobre todo las propias. «Si Fischer no hubiera jugado ninguna otra partida de ajedrez, su reputación, sobre todo como analista, se habría mantenido gracias a su publicación» (Brady, 2015, p. 186), y no es para menos. De entre esas partidas, me permito recomendarle la trigésimo segunda (Fischer, 2009, pp. 151-155), jugada con blancas contra el octavo campeón mundial, Mikhail Tal, conocido como el mago de Riga, en 1961. Tras ser derrotado en esa obra maestra, el letón dijo aquello de que «es difícil jugar contra la teoría de Einstein» (2009, p. 152).

Esto lo aprendieron sus rivales por las malas. Y yo podría invertir tiempo y letras explicando que Fischer se clasificó para el campeonato mundial tras ganar tres encuentros contra sendos titanes del ajedrez, a dos de los cuales derrotó con seis victorias consecutivas. 6-0. No hay manera de describir esa hazaña sin calificarla de imposible. Entre maestros de semejante nivel, las tablas es el resultado más común. Un match especialmente aventajado puede presentar ciertos saltos entre múltiples empates, y aun así ya es raro. Lo que Fischer hizo no había ocurrido nunca antes ni ha vuelto a ocurrir hasta sol de hoy. 6-0. Contra dos postulantes al título mundial. En fin.

El único jugador al que Fischer nunca había derrotado era, precisamente, el campeón mundial, al que se enfrentó por el título en Reikiavik, Islandia, en 1972. Boris Spassky, se llama. Y lo digo en presente porque sigue vivo. Con los achaques e ictus propios de la ochentena, pero por ahí anda. Claro que en aquel entonces iba mejor de salud, y cuando se presentó a defender su título frente a Bobby, no le tembló la mano. Estaría nervioso, digo yo. Pero se presentó. Que es más de lo que se puede decir de Fischer. Voy a resumir, porque esta es la clase de historia en la que o bien profundiza uno, o bien es mejor no entrar. Es demasiado compleja. Demasiado hermosa. Demasiado triste.

Bobby Fischer era, para 1972, un icono mundial. Se decía que la única figura más conocida que él a nivel mundial era Jesucristo. Yo no he visto ninguna encuesta al respecto, pero al sumergirse en esta historia, hay buenas razones para creerlo. Paralelamente, la prensa lo acosaba. Por una parte, estaba la historia del ascenso meteórico de un niño pobre que, por su cuenta y riesgo, había puesto en jaque (perdón) la hegemonía ajedrecística de todo el aparato soviético. Un relato jugoso al que los periodistas de medio mundo se lanzaron como hienas al acecho. Hasta ahí, medio se entiende. Pero, por otra parte, había en la historia de Fischer un amarillismo irresistible para el país del capitalismo salvaje. Se sabía que había abandonado torneos de capital importancia porque los organizadores no habían accedido a sus demandas, a menudo de apariencia caprichosa y volátil. Se contaba que podía ser tan encantador como furibundo, y que, con los años, había cercenado una relación personal tras otra por considerarse insultado ante casi cualquier cosa. Él mismo había aparecido en público más de una vez con un discurso que hacía malabares con la megalomanía, la obsesión persecutoria y una arrogancia que no por correcta era menos molesta. Sostenía que los soviéticos pactaban entre sí los resultados de sus partidas para, de esta manera, favorecer al que más conviniera e impedir que los méritos legítimos del propio Fischer triunfaran justamente. Decía, también, que el premio que se ofrecía al ganador del campeonato del mundo era insultante. Si Mohammed Ali cobraba millones, ¿por qué no iba a hacerlo él cuando, inevitablemente, ganase el título? Todas estas condiciones ya eran lo bastante conflictivas, pero si les añadimos que «Bobby pensaba que a los periodistas no les interesaba de verdad cómo o por qué movía las piezas de ajedrez, sino el escándalo, la tragedia y la comedia de su vida» (Brady, 2015, p. 204), no le extrañará a usted que, para cuando llegó la hora de jugar contra Spassky por el campeonato mundial, no pusiera más que problemas, e incluso se negara a ir.

Muchas persuasiones, amenazas, gestiones, compensaciones y ofertas después, y con todo el mundo pendiente de qué haría el excéntrico Fischer, finalmente se decidió a jugar. Hizo falta que lo llamara Henry Kissinger para pedirle que defendiera el honor de Estados Unidos, pero la cosa es que fue a Reikiavik. Una vez allí, perdió la primera partida, que estaba claramente abocada a unas tablas, por pasarse de listo. A la segunda no se presentó y perdió por incomparecencia. A nada estuvo de que lo descalificaran. El pobre Spassky, más bueno que el pan, tragó y tragó, pese a la insistencia de su gobierno en que no le hiciera el juego a ese yanqui chalado y se volviera a la madre patria. Ya contaba con dos partidas a su favor y no tenía nada que demostrar. Pero Spassky no fue a ningún sitio. Se ha especulado largo y tendido sobre si todos estos devaneos de Fischer eran, en realidad, una estrategia para desestabilizar a su rival. Me arrogo la capacidad de responder: no, no lo eran. Se me caen de las manos las razones por las que, llegados al momento en el que Fischer llevaba una desventaja de dos puntos, esa teoría pierde todo fuelle, así que voy a darle la palabra a Larry Evans, cuatro veces campeón de EEUU: «No creo que nada de aquello fuera dirigido contra Spassky. [Fischer] se estaba enfrentando a sus propios demonios» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Entre esos demonios podemos contar una identidad fragmentada, que dependía en buena medida de convertirse en aquello que, durante toda la vida, dijo que sería, y una soledad punzante en la que, a su juicio, todo el que se le acercaba lo hacía esperando algo a cambio. Por fortuna, Bobby acudió a jugar la tercera partida después de que Spassky, y sobre todo la Federación, accedieran a unas condiciones difíciles de creer. Cuando le preguntaron a Fischer si todo aquello era una guerra psicológica contra su rival, declaró: «No. No creo en la psicología; creo en las buenas jugadas» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Hay que darle crédito, a la luz de lo que ocurrió después: ganó la tercera partida. Luego vino la cuarta, que acabó en empate. La quinta también la ganó. Buena remontada. Ya iban 2-2. Entonces, se jugó la sexta.

Si todavía no se ha convencido usted de que el ajedrez es un arte, no tiene más que buscar esta partida. Fischer venció con un despliegue de estética armónica, donde cada idea brillante parecía de lo más evidente una vez ejecutada, y a su vez, allanaba el terreno para la siguiente. Paso a paso, Spassky quedó privado de movimiento y terminó por rendirse. El doctor Anthony Saidy, ajedrecista y amigo de Bobby desde jóvenes, dijo que esta partida «fue como una sinfonía de belleza plácida […] tan hermosa que, cuando la gente aplaudió al final, el propio Spassky se levantó y aplaudió a Fischer» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Algo insólito, sin duda, a partir de lo cual, el encuentro nunca volvió a nivelarse, y el estadounidense se coronó campeón por 12½ a 8½. En la ceremonia sonrió lo que pudo y, «antes de salir, hizo una pausa breve y miró a la multitud, como si fuera a decir algo o a saludar quizás. Después, desapareció rápidamente entre bastidores y salió del edificio» (Brady, 2015, p. 224).

En este punto, conviene recordar algo que Shelby Lyman nos cuenta que la madre de Fischer le dijo cuando, siendo este un niño, se convenció de que sería imposible quitarle el tablero de las manos: «De acuerdo, juega al ajedrez. Cuando eso se acabe, podrás empezar tu vida» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Eso se había acabado. O, al menos, había llegado al punto donde poco más quedaba por hacer. Fischer tenía veintinueve años y había cruzado la meta a la que su vida estaba consagrada. ¿Y ahora qué? En noviembre de ese mismo año, declaró en un programa de entrevistas: «Cuando desperté al día siguiente [de que acabara el match], me sentí diferente. Como si me hubieran quitado una parte de mí» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Y así dio comienzo el periodo que los historiadores han llamado sus «años en la jungla».

Fischer se esfumó del mapa. Se sabía que «quería leer más —no solamente publicaciones de ajedrez—, ganar más dinero, continuar sus estudios religiosos, y quizás conocer a alguien de quien pudiera enamorarse. Era lógico que tuviera una necesidad profunda de retomar su vida afectiva y espiritual» (Brady, 2015, p. 229), pero, de estas cosas, hizo pocas, y la mayoría a medias. Su aislamiento se acrecentó. Su obsesión persecutoria terminó por fijarse sobre un colectivo: la población judía, y a ellos les achacó todos los males del planeta. Una vez anclado ahí, su odio no hizo más que aumentar y, como defensa, sus exigencias frente al mundo hicieron lo propio. Tanto que, cuando tres años después se le convocó para defender su título frente a un nuevo aspirante, Anatoly Karpov, plantó una lista de ciento y pico demandas, de las cuales se le concedieron casi todas. Las restantes bastaron para que no jugara. Renunció al título y las leyendas sobre él circularon por todas partes. Muy pocos le veían, y los que lo hacían, terminaban desahuciados de su relación con él por cualquier nimiedad. Si osaban cuestionarle a Fischer planteamientos tan delirantes como la negación del holocausto o que llevara consigo una maleta de antídotos por si intentaban envenenarle, el otrora campeón se enrocaba (perdone de nuevo) y salía disparado a refugiarse, soflama acusatoria mediante. 

Pasa muchas tardes caminando en soledad como solo él camina: balanceando enérgicamente los brazos y dando largas y veloces zancadas, como un soldado regular a paso de carga. El antisemitismo lo devora, la obsesión contra los rusos lo tortura, la religión y su cara más siniestra —Satanás, el apocalipsis, el mal— ahonda su espiral de neurosis. El miedo lo persigue: a ser asesinado, envenenado, traicionado ante la prensa por los pocos conocidos que saben algo de él y tienen prohibido dar pista alguna a nadie. Bobby ha empezado una nueva partida. Su rival es temible, quizá el más fuerte al que jamás se haya enfrentado: su propia mente (Cerdà, 2021, pp. 167-168).

Esa fue una partida que nunca tuvo la menor opción de ganar. Quizá si hubiera obtenido una educación más equilibrada. Quizá si no se hubiese sentido siempre solo. Quizá si no hubiera tenido un don tan extraño. «Por lo general, Bobby estaba deprimido, pero aun así conseguía levantarse y salir todos los días. […] Esta tristeza acumulada contribuía a que no quisiera estar con otras personas, a no ser que se sintiera muy seguro y cómodo con ellas» (Brady, 2015, p. 250), cosa infrecuente. Descuidó su aspecto. Perdió pelo, su planta atlética y varios dientes. Emergió veinte años después para jugar un match de revancha con Spassky (entre otras razones, porque estaba próximo a la bancarrota), lo cual violaba las sanciones que Estados Unidos tenía contra Yugoslavia, sede del encuentro, en aquella época. Escupió sobre el aviso (literalmente y ante la prensa), por lo que fue declarado fugitivo. Ganó el encuentro, tristemente irrelevante, y nunca pudo regresar a su país. Aunque tampoco hicieron demasiado por perseguirlo, al menos, hasta que años después, el 11 de septiembre de 2001, dio una entrevista en la radio cargada de ideaciones delirantes, con una voz quebrada de agudos, tan propia de las patologías mentales sin tratar, en la que se refería al ataque contra el World Trade Center como «noticias maravillosas, ya era hora de que alguien pusiera a los putos Estados Unidos en su sitio» (Martin, 2006, traducción mía). Aquella gota colmó el vaso.

El gobierno que dos décadas antes le llamó para pedirle ayuda contra los soviéticos fue directo a por él, y por poco lo coge. Islandia intervino a tiempo y le ofreció asilo como tributo por el legendario encuentro de 1972 en su capital. Allí se refugió durante sus tres últimos años, que pasó caminando de un lado a otro, leyendo lo que no tuvo oportunidad de leer cuando le habría convenido, y rehuyendo prácticamente todo contacto. «Casi nunca sonreía, tal vez debido a la vergüenza porque le faltaban dientes y otros los tenía rotos; nunca se miraba en el espejo porque veía con malos ojos en lo que se había convertido su aspecto» (Brady, 2015, p. 321). Un psicoanalista barato vincularía ese autodesprecio con que se negara a tratarse una hiperplasia prostática benigna, que fue lo que terminó llevándoselo por delante. El neurólogo islandés Kari Stefansson, con el que Fischer tuvo cierto trato en sus últimos años, pero que, exasperado, renunció a hablar con él debido a su obsesión antisemita y su reiteración discursiva, afirma que «murió de su enfermedad mental». En esa misma entrevista, añade: «Su genio y su enfermedad iban de la mano. No creo que Bobby hubiera sido un jugador tan creativo y extraordinario sin ser extraordinario también en otros aspectos. A esos aspectos es a lo que nos referimos como enfermedad» (Liz Garbus, 2011, traducción mía). Su agonía y su naufragio terminaron en un funeral del que poco ha trascendido. Spassky, su viejo rival, con quien se mantuvo en contacto durante esos casi cuarenta años, no pudo asistir, aunque Bobby «lo citaba como uno de los tres ajedrecistas autorizados a llevar el féretro, junto con Lilienthal y Portisch. Fischer, desvela, quería que sonara la canción «Green Green Grass of Home», de Tom Jones» (Marín Bellón, 2016), porque, según explicó poco tiempo antes de su muerte, «la letra tenía cierta similitud triste con su propia vida» (Iceland Review, 2008, traducción mía). Cuando uno escucha la canción, puede imaginarse por qué. 

A día de hoy, sus restos descansan en Islandia bajo una lápida austera cubierta de nieve. El pasado diciembre concluyó el campeonato mundial de ajedrez más reciente, pero lejos queda del fervor que levantaron otros encuentros. Ninguno, por supuesto, comparable en repercusión mundial al que hizo a Bobby Fischer tan conocido como a Jesucristo. O eso dicen. Estos días se prestan poco a esa clase de historias. Pero muchos aún recuerdan al hombre enajenado que un día dijo «el ajedrez es la vida», y que, en su último vuelo a Islandia, con el pelo largo y la barba propia de un sintecho especialmente pateado, afirmó: «Odio el ajedrez». Le dejo un enlace a esa entrevista en la bibliografía, pero véala bajo su propia responsabilidad. A mí me produce una gran tristeza. En ella, Fischer reclama que el ajedrez carece ya de interés, porque la mayor parte de ese arte se ha convertido en teoría y memorización. Dice que solo le interesa una variante de su invención a la que llama Fischer Random, consistente en sortear la posición de las piezas traseras de cada bando al inicio de cada partida, de modo que sea poco menos que imposible prepararse de antemano. Por si le consuela, sepa que a día de hoy se juegan campeonatos de Fischer Random con los mejores ajedrecistas del planeta, y que las bolsas de premios por los campeonatos mundiales son millonarias, gracias en parte al precedente que sentaron sus exigencias.

Así que valga este artículo para recordar a ese hombre cuyo cerebro creció a una velocidad que su corazón no pudo seguir. El mundo nunca fue suficiente para él, y el ajedrez, ese universo infinito, se le quedó pequeño. Trató de inventar otro, pero nadie estaba preparado, ni siquiera él. No encontró una paz en la que vivir y terminó por renunciar. Con todo, si mira usted tras el odio de sus ojos en esas últimas entrevistas, aún podrá ver al niño de seis años al que su hermana quiso entretener llevándole un tablero de sesenta y cuatro casillas. «»Al principio era solo un juego más«, recordaba Bobby, «simplemente un poco más complicado»» (Brady, 2015, p. 31). Le confieso que, de vez en cuando, me gusta imaginármelo con el aspecto adolescente que tenía cuando disputó la partida del siglo, estudiando las jugadas contemporáneas desde algún lugar lejano donde nuestras palabras ya no pueden dañarle, y riéndose entre dientes de su leyenda. 


Bibliografía

Arrabal, F. (2012). La torre herida por el rayo. Automática.

Brady, F. (2015). Endgame: el espectacular ascenso y descenso de Bobby Fischer. Teell.

Cerdà, P. (2021). El peón. Pepitas ed.  

Fischer, R. J. (2009). Mis 60 mejores partidas. Fundamentos.

Garbus, L. (Directora). (2011). Bobby Fischer against the world [Documental]. Moxie Firecracker Films, HBO Documentary Films, LM Media Production.

Iceland Review. (19 de enero de 2008). Remembering Bobby Fischer. Iceland Review.

Nabokov, V. (1999). La defensa. Compactos.

Marín Bellón, F. (06 de marzo de 2016). ¿Qué opina Spassky de la película de su duelo contra Fischer? ABC

Martin, J. V. (Director). (2006). Anything to win: The Mad Genius of Bobby Fischer. [Documental]. Frank Sinton, Anthony Storm.

Old RJF on chess. Why Fischer hated chess. Who’s the best ever (al Po, 12 de mayo de 2013). YouTube:

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23 Comentarios

  1. Ayer moría David Lynch y recordaba unas palabras de él en las que renegaba de la creencia de que el sufrimiento creaba o engrandecía a los genios. Creo que tenía razón, y que un Fisher feliz podría habernos compartido muchas más maravillas. Hoy brindamos por él.

  2. Qué gran homenaje.

  3. No sabía mucho de la vida de Bobby Fisher y me ha resultado super interesante y está maravillosamente escrita.

  4. Mª Dolores

    Termino el artículo y solo me genera una duda que difícilmente se responderá (no digamos «nunca» ahora que hay tantas IA creando imposibles): ¿Quién ganaría en un duelo final, el inalcanzable IQ de Bobby Fischer o el escrupuloso estudio de la teoría de Magnus Carlsen? Ojalá el destino nos hubiera regalado este premio.

    • Ganaría Carlsen, pero no por ser más talentoso, simplemente porque cincuenta años más de evolución en el ajedrez es mucho. Para ser justos se podría decir que Carlsen ganaría, entre otras cosas, porque tuvo la oportunidad de aprender de un maestro tan genial como Fischer

    • Pedro Narcob

      Especular sobre esto es siempre divertido, aunque poco fructífero. Si tuviera que mojarme, coincido con lo que comenta Rafa, pero es verdad que terminamos llegando a un argumento circular. En cualquier caso, y por poco simpático que me resulte Carlsen, yo diría que su talento parece equiparable al de Fischer. Pero vaya, no me hagas mucho caso, que qué sabré yo.
      Lo que sí pudo haberse dado, aunque con diferencias de edad poco salvables, fue un Fischer-Kasparov que un servidor habría pagado por ver. Más incluso que el Fischer-Karpov del 75.
      Es un mundo cruel.

  5. John Bohórquez

    Qué artículo tan brillante. Muchas gracias.

  6. Hola, agrego unas apostillas

    El inolvidable Miguel Najdorf (gran jugador y amigo de Bobby, y sin querer queriendo, un gran aforista) decía «saben cuál es la diferencia entre todos nosotros (los jugadores de la élite mundial) y Bobby?
    Para nosotros, el ajedrez es lo primero. Para Bobby, el ajedrez es lo primero, lo segundo, lo tercero, lo cuarto…»

    Lothar Schmidt, arbitro-mago del match con Spassky decía: «en el fondo de todos los reclamos de Fischer, siempre hay algo de razón»
    Botón de muestra: la FIDE (dominada por soviéticos) cambio el sistema de clasificaciones para el título mundial, de un torneo todos contra todos, a un emparejamiento por matches individuales. Que los soviéticos empataban entre ellos para luego emplearse a fondo contra los «extranjeros» no era algo que «el decía….»

    Gracias por la hermosa nota, y por la obviedad del tema central: ninguna cosa, tomada aisladamente, es la vida: hay que ser muy Bobby para creer eso

    • Pedro Narcob

      Correcto, Carlis: es una de las cosas que no he podido incluir como se debe por tema de extensión, pero, en efecto, la denuncia de Fischer hacia los pactos entre jugadores soviéticos estaba bastante fundada.
      Gracias por el comentario y el apunte 😁👍🏿.

  7. Excelente artículo. Que conocimiento de la psicología de la persona, el personaje, el ajedrez ¡¡
    El autor ha transmitido toda la amargura y el dolor de una persona con un talento excepcional que no encuentra un sitio entre tanta mediocridad. Enhorabuena

  8. Magistral. Se echan en falta artículos de este calado.

  9. Gracias Pedro, me ha encantado tu artículo. Lo guardaré para poderlo leer otra vez. Gracias también por la Bibliografía.

    Te comparto mi perfil para que podamos jugar una partida. Ten un excelente 2025.

  10. Buen articulo. Bastante mejor q muchos de los que últimamente leo en jot down q parecen sacados de la IA con finalizaciones de artículos muy cortantes.
    Este está excelentemente escrito y se nota.

  11. Abrí el artículo un momento para ojear por curiosidad y acabé enganchado leyéndolo ensimismado y casi se me queman las lentejas.
    Creo que representa bastante bien lo que pienso.

  12. Luis Mancilla

    Simplemente felicitaciones que al igual que las partidas de Fischer este contiene la maravilla y compleja profundidad de ser entretenido relatando la contradictoria vida de un genio

  13. Hace más de 10 años Jotdown publicó una excelente serie de artículos sobre la vida del genio. Si alguien no tuvo ocasión de leerlos en su momento, nunca es tarde… https://www.jotdown.es/2012/03/bobby-fischer-la-infancia-del-pequeno-diablo-i/
    Por artículos como este, sigue valiendo mucho la pena leer Jotdown. Gracias

  14. Umm.. buen y triste artículo. Fischer me recuerda, incluso físicamente al pianista canadiense Glenn Gould. De aspecto triste, larguirucho, desgarbado, ensimismado, como viviendo en un mundo cerrado, solo para ellos, de otro planeta, patéticos en fin.

  15. Muy bueno, como todo lo que he leído sobre ajedrez en jotdown.

  16. Apasionante y excelente artículo, un genio escribiendo sobre otro genio, lo he releído y volveré a hacerlo….

  17. Ryugarato

    Sólo comento cuando un artículo me parece extremadamente bueno. Este casi me arranca unas lágrimas al final, qué manera de escribir. Muchas gracias, Pedro.

    • Pedro Narcob

      Guau, muchas gracias, Ryugarato. Líneas como esas son el mayor honor que se puede recibir.

      Me alegro de que te haya gustado.

      Un abrazo.

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