
Corría septiembre de 2013 y mi amigo Falah, un kurdo de Kirkuk (Irak), no dejaba de hablar de una pequeña biblioteca a media hora de coche. «Puede que no haya otra igual otra en el mundo; diría que no la hay ¡Tenemos que ir!».
A mí me parecía increíble que supiera siquiera de la existencia de aquel lugar.
Estaba en la «zona gris» iraquí, el territorio en eterna disputa entre kurdos y árabes. Una de las zonas más volátiles de todo Oriente Medio. Un auténtico cementerio a cielo abierto. También son tabiques de adobe y tejados de uralita, montañas de cascotes, un burro escuálido atado a un poste, una cabra masticando un calcetín rescatado de entre la basura abrasada por el sol. Y polvo, mucho polvo. Podría ser una aldea del sur afgano, o el libio, pero era Alí Saray, «el palacio de Alí». Siempre me ha fascinado que lugares así lleguen a tener un nombre. Lo bueno es que no suelen ser muy grandes y es fácil acabar tocando la puerta que uno busca.
Abrió Rayab Asi Karim, un hombre moreno de unos cuarenta años —aunque seguramente tendría diez menos— y dueño de un generoso bigote. Era el fundador, propietario y administrador de la única biblioteca de entre las doce aldeas de la región: un antiguo cobertizo de adobe en el que parecía que eran las estanterías las que sostenían la pared, y no al revés. Muy probablemente, era la única biblioteca dedicada a la religión kakái en todo el mundo. Karim decía que llevaba toda la vida recopilando libros sobre los suyos, que ese sería su legado.
Pero vivían a medio camino entre Tikrit —ciudad natal de Sadam Huseín y bastión de sus seguidores— y Erbil, la capital kurdo-iraquí.
«La zona está llena de terroristas y nosotros somos uno de sus objetivos más fáciles», apostilló Karim, entre tazas de té turco y una bandeja de caramelos saudíes. Me pareció entrever algo parecido a una sonrisa bajo su bigote, de esas que se mascan para ahuyentar el mal fario. Para entonces, Irak llevaba diez años sumida en una pesadilla en la que el no musulmán, el no hetero, el no suní, el no chií… el diferente, lo pagaba a menudo con la muerte o el exilio. Sin ir más lejos, la mayoría de los cristianos del país optó por lo segundo (pasaron de un millón y medio en el país a menos de ciento cincuenta mil). Y todo esto antes de que el Estado Islámico entrara en escena.
Estábamos con los kakáis. Se calcula que quedan unos doscientos mil. Junto a los yezidíes, se dice que conservan la religión original de los kurdos, o al menos parte de ella. Por lo visto, «kakái» deriva del kurdo kaka, «hermano mayor», y, para esta confesión, recoge la idea de «hermandad». Los estudiosos del tema hablan, a grandes rasgos, de una religión monoteísta, una simbiosis entre el zoroastrianismo y el yezidismo tamizada con elementos sufíes, chiíes, e incluso cristianos. Lo cierto es que la confusión en torno a sus creencias es grande, ya que sus miembros tienen fama de no desvelarlas.
Karim delegó la responsabilidad en Yasim Rashim Shawzan, otro vecino del pueblo que se había dejado caer por ahí. Decía el bibliotecario que aquel hombre enjuto, sonriente y también bigotudo era «uno de los mayores expertos en el tema».
«Nos acusan de no revelar detalles sobre nuestra fe, pero no es más que una forma de protegernos en un entorno hostil. Aquí́ no hay democracia ni libertad de expresión ni derechos… Vivimos en Oriente Medio, ¿sabe usted?», se explicó́ Shawzan. También era el primer y único juez kakái de Irak.
En las montañas kurdas de Irán, ahí situó los orígenes de su pueblo. Parece que su centro espiritual se encuentra en Kermanshah, a cuatrocientos kilómetros al suroeste de Teherán y donde, entre otros tesoros, se conserva la única copia del Zanur. Es uno de los libros sagrados de los kakáis. La variante del kurdo que hablan también apunta a esa zona. Siglos de convivencia con los musulmanes les han hecho adoptar tabúes como el de no comer cerdo, y también guardan un periodo de ayuno, aunque, a diferencia del mes santo musulmán, dura tres días.
Es lo que pasa con las llamadas «religiones sincréticas»: durante siglos han ido incorporando desde rituales de oración hasta elementos cosmogónicos de las vecinas, sobre todo de las dominantes, pero nunca sabes hasta qué punto lo hacen por creencia o por pura supervivencia. Hay quien argumenta que todas las religiones son sincréticas. ¿Acaso no incorpora el cristianismo elementos del judaísmo y el paganismo? ¿Acaso no bebe el budismo de las tradiciones locales en Asia?
Sabemos que los kakáis conducen sus ceremonias religiosas en lugares ocultos. Dicen que se trata de un asunto privado entre el individuo y Dios, aunque, como mencionábamos antes, también podría tratarse de mantener un perfil bajo. También hay un problema administrativo. Los documentos de identidad iraquíes solo admiten cuatro opciones en el apartado de «religión»: se es musulmán, cristiano, yezidí o mandeo, pero no kakái. Como no se puede dejar la casilla en blanco (tampoco existe «ateo»), los miembros de esta confesión acaban, muy a su pesar, censados como musulmanes. No obstante, muchos cristianos iraquíes se quejan de lo mismo, lo cual se convierte un problema para cosas tan básicas como casarse por la iglesia. En cuanto a las conversiones, solo se contempla en el pasaporte cuando uno adopta el islam.
Los kakáis tampoco aceptan conversiones: uno nace kakái o no lo será́ nunca. Tampoco nos extraña cuando sabemos que su alma se reencarna mil veces, purificándose durante ese proceso, antes de pasar a ser «una con Dios», que decía el juez. No tuve los reflejos de preguntar si el fenómeno se circunscribía a esa parte de Mesopotamia, ni tampoco si se volvía a nacer siempre kakái. Me imagino que sí por lo de la purificación. En cualquier caso, el camino hasta fundirse con el supremo tampoco parecía sembrado de rosas. El bibliotecario me contó que durante los años de Sadam les habían quitado tierras para dárselas a colonos árabes llegados del sur del país, y que muchos de los suyos fueron asesinados por extremistas islámicos sunitas tras la invasión de 2003. Si estos últimos lucían barba «de puño» y bigote rasurado, los kakáis se desmarcaban con un apurado impecable sobre el que crecía sin control un bigote. No vi a mucha gente en Alí Saray, pero todos, desde los que guardaban el checkpoint a la entrada hasta los pastores, lucían uno.
Bastaba con afeitárselo para no llamar la atención, pero la del vello facial parecía una cuestión de principios innegociable. Decían que su situación mejoraría si sus aldeas se encontraran al amparo de la Región Autónoma Kurda de Irak, donde la seguridad era infinitamente mejor que en el resto del país. Para ello había que conducir un plebiscito que decidiría si las áreas en disputa entre Erbil y Bagdad habían de pertenecer al norte kurdo o al sur árabe (llevaba en la agenda desde 2007). Para eso, claro, era necesario un censo electoral que nunca llegó a conducirse. Era cierto que los kurdos de Irak acabaron controlando muchas de esas zonas, pero las perdieron tras el malogrado referéndum de independencia de 2017. Todo aquello está sobradamente documentado, así que evito la digresión y me ciño a los kakáis.
Dos meses antes de plantarme en Alí Saray había fallecido el kakái que mejor ilustraba la sintonía entre este colectivo y la administración kurda de Irak. Escritor e intelectual natural de aquella región, Falakadin Kakaye fue dos veces ministro de Cultura en el ejecutivo kurdo y era uno de los responsables de engrasar las relaciones entre su pueblo y sus vecinos árabes y turcos. Sin embargo, Kakaye había abandonado un país en el que volvía a repuntar la violencia. No había reportaje sobre Irak que no incluyera cifras actualizadas del Iraq Body Count, la base de datos que lleva el recuento de los muertos por violencia en el país desde la invasión de 2003. Los de aquel septiembre fueron más de mil trescientos.
«Quiero documentar la diversidad de Irak antes de que esta desaparezca». Así se presentó Saad Salloum, un profesor universitario experto en minorías iraquíes y editor de una revista especializada (Masarat). Aquel bagdadí que había vivido tres guerras antes de cumplir los cuarenta aseguraba que los diez años tras el derrocamiento de Saddam Hussein habían provocado una «brutal crisis de identidad» entre el pueblo iraquí. Habían redescubierto su propia pluralidad, pero, lejos de aceptarla como una seña identitaria y enriquecedora, temían al vecino más que a cualquier misil o arma de destrucción masiva. Eso dijo.
2013 fue el año en el que Edward Snowden destapó al ojo que todo lo ve, y también el del meteorito gigante que rompió el cielo sobre Chelyabinsk (Rusia), liberando la energía de treinta bombas de Hiroshima. Pero nada aportaba pistas sobre lo que estaba por venir. Pocos meses después, el Estado Islámico izaba la bandera negra sobre Mosul —la segunda ciudad de Irak— en junio de 2014, y el Iraq Body Count superó los cuatro mil solo en ese mes. Quedaba instaurado el califato, una entidad político-religiosa que pronto se extendería por una superficie equivalente a la del Reino Unido entre Irak y Siria. Cinco años de horror. Como era de esperar, los kakáis sufrieron el castigo reservado a caldeos y siriacos, a yezidíes, zoroastrianos, mandeos, chabaquíes… Todos iraquíes, sí, hijos de Mesopotamia, también. Pero infieles a fin de cuentas.
Antes de irme de Alí Saray, el juez se vistió con sus mejores galas kurdas: un turbante color burdeos, un sal-e-shapik de raya diplomática impecablemente planchado y unos zapatos de algodón hechos a mano en las montañas (se llaman klash). Era como si quisiera darle el contrapunto a una foto en la que no hubo manera de evitar el escombro y el desconchado.
No sé qué fue de él ni del bibliotecario, pero dicen que su pequeña biblioteca ardió antes de hacerlo el resto de la aldea. Mi amigo Falah lo leyó en Facebook.
Los que sobrevivieron sufren el acoso de los radicales salafistas, pero también el de la élite política chií dominante en el país, que insiste en que se conviertan. En cuanto a los muertos, no tengo motivos para dudar de que sus almas siguen reencarnándose en su travesía hacia el infinito.