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Monica Seles, la titánide balcánica

Monica Seles, la titánide balcánica
Monica Seles, 1989. Fotografía: Bob Martin / Getty

Más de quince años después de su retiro, la historia de Monica Seles sigue siendo una de las más trágicas del deporte. Fue una de las grandes revolucionarias del tenis femenino y es fundamental para entender la evolución de esta disciplina desde los noventa hasta la actualidad. 

Transmitía fuerza, mucha fuerza. 

Fue su padre quien le inculcó la pasión por el tenis. Karóly trabajaba de caricaturista en Novi Sad, su tierra natal, y en sus ratos libres disfrutaba del tenis. No era la antigua Yugoslavia un sitio fértil en tenistas en la década de los setenta: en la época de Tito, la gloria se la llevaban el fútbol, el baloncesto y la gimnasia rítmica. En los setenta, Yugoslavia todavía era un territorio estable: las tensiones nacionalistas que explotarían en los ochenta los aplacó el fuerte liderazgo de Tito. Karóly trasladó esa pasión a su hija, llevándola a jugar con él en las pistas públicas de la ciudad. Pronto advirtió que la pequeña Monica jugaba de manera peculiar, golpeando a dos manos; llevaba la raqueta como si fuera un amuleto que le quisieran arrancar. El padre intentó corregir ese defecto, pero no pudo. Tuvo que resignarse. De una manera totalmente casual, la pequeña Mónica estaba forjando no solo un estilo, sino una personalidad. Los amigos de su padre le decían a este que si no cogía la raqueta con una sola mano, no haría carrera tenística. 

Nadie sabía de lo que estaban hablando. 

Seles era fuerte y risueña de pequeña. Podía pasarse horas en la pista de tenis golpeando pelotas contra la pared durante horas y horas cuando no encontraba a alguien con quien jugar. Lo hacía de manera tranquila, como si fuera un ritual del que dependiera el éxito de su acción. Su padre la observaba, veía en ella, pese a su inusual técnica, algo distinto para este deporte. También sabía que Yugoslavia no era el país adecuado para que su hija desarrollase todo ese potencial; y después de reflexionar, tomó la decisión de mudarse con el resto de la familia a Bradenton, Florida, a la academia de Nick Bolletieri, uno de los mejores entrenadores de este deporte. Mucho se ha contado acerca de Nick y de la relación que mantenía con sus jugadores. Este antiguo sargento del ejército, reconvertido en Jat Gatsby del tenis, ejercía un poder absoluto dentro de su academia. Su escuela no era distinta de la de una secta: había un líder que hacía y deshacía a su antojo. Y ese hombre era él. Pudo moldear a su imagen y semejanza a Marcelo Ríos, a Jim Courier, Anna Kournikova y a las Williams; solo Agassi se le resistió. Monica tenía todo lo que le gustaba a Nick: sacrificio, carisma, orden y gran sentido del deber. Gabe Jaramillo, uno de los entrenadores de la yugoslava en la academia, declaró que nunca entrenó a un jugador que entrenara tan duro, tantas horas y con tanta dedicación como ella. Era una chica que, desde bien pequeña, había entendido que nada se opone tanto al valor como la ausencia de disciplina. Estaba iniciando su Bildungsroman particular. Para la teoría literaria, la novela de formación es la que nos cuenta la historia del héroe partiendo de su juventud hasta los años de madurez. Esa época se convierte para el protagonista en un tiempo marcado por la incertidumbre; el héroe lucha contra todos y contra todos, ve los obstáculos como algo necesario para progresar; es más, los busca, como si esas piedras en el camino legitimasen su conducta; en cambio, con Seles sucedía lo contrario: para ella, su conducta debía estar dirigida por la razón; y la libertad era dejarse guiar por ella. Por eso, cuando irrumpe en el circuito de adolescente, lo hizo con una fortaleza mental que a muchos llamó la atención. Jugaba como si llevase toda la vida en el circuito y, claro, eso despertó muchas suspicacias. 

¿Quién era esa chica y por qué golpeaba la derecha y el revés a dos manos?

Seles debuta en la época de dominio de Steffi Graf. Chris Evert y Martina Navratilova habían forjado una de las rivalidades más intensas y bonitas de la historia del deporte, hasta que la alemana cogió el cetro. Graf había conseguido en 1988 ganar los cuatro grandes, la medalla de oro en unos Juegos Olímpicos y el Torneo de Maestras de la WTA. Al mismo tiempo, Seles, derrotó, con apenas quince años, a Chris Evert en la final de Houston. En 1990, asombró a propios y extraños cuando ganó a Steffi en Roland Garros. Graf era casi imbatible en aquel tiempo. Su forma de jugar encandilaba por su naturalidad y su ausencia de paroxismos, economizando esfuerzos. Golpeaba la pelota como si fuera una acción natural: jugaba para construir una jugada, yendo de atrás hacia adelante y sin especular. Planteaba cada jugada como una superposición de decisiones que conducen siempre a algún sitio, a una argumentación inapelable: el tenis de Steffi, como la filosofía de Kant, nos dice que la belleza en sí misma es moralmente valiosa, y cultivar el sentido del gusto puede ayudarnos a reconocer el sentimiento moral asociado con la acción moral correcta. 

El tenis de Seles era, por otra parte, mecánico y espartano. Y no solo por la manera en que golpeaba la bola, sino por su agresividad dentro de pista, sus muecas y de sus gestos. Aquella chica era fuerte y dura y tenía una preparación física formidable. Tenía la ventaja, además, de que las raquetas compuestas de fibra de carbono le daban la oportunidad de imponer un ritmo de bola más fuerte y cambiar con mayor fluidez de golpes planos a liftados y viceversa. Jugar a dos manos de derecha y de revés también le daba la oportunidad de desconcertar al rival. Cuando uno golpea a una mano, el rival puede intuir, más o menos, lo que vas a hacer solo con la forma de armar el golpe, pero a dos manos es distinto, ya que quien juega así puede esconder mejor sus golpes. Si la escuela europea aún guardaba cierto gusto por un tenis clásico de saque y volea, la nueva escuela americana lo fiaba todo a la táctica y a la potencia desde el fondo de pista.

Otro de los grandes talentos de Monica es que cubría muy bien la pista en diagonal, y rara vez se echaba para adelante o para atrás. Cuando cogía la bola desde ese ángulo, conseguía anticiparse al resto de sus rivales, obligándolos a retroceder. Navratilova, Evert, Steffi y otras jugadoras de corte más clásico sufrían con ella, precisamente por eso. Tampoco era una maestra haciendo dejadas, pero leía muy bien los partidos y sabía escoger el momento adecuado para hacerlas. Cada bola que golpeaba era una declaración de amor hacia el deporte: era consciente de los sacrificios que habían hecho sus padres para poder llegar hasta donde ella estaba. Muchos conectamos con ella porque, como Nadal, jugaba cada pelota de partido como si fuera lo último que tuviera que hacer en esta vida. Ganó ocho de sus nueve Grand Slams entre los diecisiete y los veinte años y el Torneo de Maestras de la WTA tres veces seguidas. Solo la hierba de Wimbledon se le resistió. Seles nunca tuvo feeling con el público británico; y no solo por sus gritos, sino porque pensaban que no se esforzaba lo suficiente para jugar en hierba. También había mucho clasismo de por medio: criticaban su manera de hablar en inglés, de sonreír y de vestir; además, era la némesis de Steffi, que era la favorita del público. Seles no gritaba por gusto; lo hacía porque era su forma de controlar la respiración. Perdió la final de Wimbledon 1992 ante Steffi, precisamente, porque renunció a gritar en pista para que no le llamasen la atención. Ese cambio de esquema fue un fracaso.

Entre 1991 y 1992 lo ganó prácticamente todo, salvo Wimbledon. Había una nueva reina en el tenis femenino, una chica que había acabado con el dominio de Steffi cuando nadie creía que pudiera haber una tenista capaz de ello. Y llegaron los focos: las sesiones de fotografía, la fama y el dinero. Aquello le vino de repente: ya no era la hija de Karóly, el retratista de Novi Sad, ni la misma niña que jugaba sola peloteando contra las paredes de las pistas de tenis de su ciudad; se había convertido en la deportista femenina más seguida del mundo. De repente, tuvo que gestionar una fama que chocaba con la austeridad con la que había vivido su ascenso al estrellato. Hasta hace nada, solo le regalaban una chocolatina por Navidad, y en apenas dos años se convirtió en un icono global. Monica quería protagonismo e independencia, y comprobó lo hermosa que era la libertad: le daban entradas para los conciertos de Guns N’ Roses. Estaba haciendo realidad el sueño americano. Era la tenista más joven de la historia en acceder al número uno con diecisiete años. Tenía el mundo a sus pies.

Sin embargo, esa sonrisa se truncó el 30 de abril de 1993, cuando en el Torneo de Hamburgo, en el descanso de su partido contra Magdalena Maaleva, fue apuñalada por Günter Parche, un fanático de Steffi Graf. Estuvo más de un año y medio sin competir. Tenía miedo y ataques de pánico. Steffi fue a verla al hospital y lloraron juntas: «El resultado fue casi unánime en contra de la protección de mi ranking. Todas las jugadoras votaron en la misma línea, con la única excepción de Gabriela Sabatini. Me decepcionó que Steffi Graf haya votado en contra. Habíamos llorado juntas cuando estaba en el hospital en Hamburgo», escribe en su autobiografía. La inocencia, que había sido una de sus grandes virtudes, se tornó en amargura y desencanto. Los sueños de fantasía de la adolescencia quedaban atrás: de los peloteos con Pierce Brosnan y de las charlas de tenis con Axl Rose ya apenas quedaba nada. Parecía que todo había sido la broma de un dios caprichoso y cruel, pero no: era la vida con uno de esos muchos finales que, a menudo, nos esperan agazapados al final del camino. Llegaron la soledad y las dudas. El deporte de élite no espera a nadie. El período de formación de la yugoslava se había convertido en un máster acelerado acerca de la condición humana. Cuando regresó a las pistas en 1995, parecía un querubín avejentado. Sus gestos cambiaron y mostraba mucha más ansiedad. Estaba fuera de forma y sus rivales lo detectaron. Pudo ganar un Grand Slam más: el Abierto de Australia de 1996 ante la alemana Anke Huber, pero ese fue su techo. Francis Scott Fitzgerald escribió que «las marcas que deja el sufrimiento se deben comparar más bien a la pérdida de un dedo o la pérdida de visión de un ojo. Puede que en algún momento no notemos que nos faltan, pero el resto del tiempo, aunque los echemos de menos, nada podemos hacer», cita que se puede atribuir a lo que Monica vivió en aquellos años

Seles tenía miedo, y cuando este hace su aparición, a veces uno se queda mudo, a merced de los ruidos de su alrededor. La cabeza se resiente, y al final, uno acaba entrando en un proceso de bancarrota emocional. Monica no quería arrastrarse por la pista, pero tampoco quería dejarlo. Buscaba reconciliarse consigo misma, con el deporte que tanto había amado; quería recordarse a sí misma que había vestigios todavía de una gran campeona dentro de ella. Pero fue imposible. Se retiró oficialmente en 2008, después de muchas idas y venidas; pero no vivió el momento de su retirada con especial pena, sino como la consecuencia lógica de lo que había sido su carrera desde el apuñalamiento hasta ese día. Seles dejó mucha huella en las tenistas jóvenes, convirtiéndose en la referente de Venus y Serena Williams y en las tenistas de Europa del Este. Entre finales de los noventa y principios del nuevo siglo, el tenis femenino cambió como consecuencia de la irrupción de la jugadora balcánica. Las academias y los entrenadores tomaron su estilo de juego para construir a la tenista del futuro, enseñando a las nuevas generaciones a ser más agresivas desde el fondo de pista, y a enfatizar más en la preparación física. Los revolucionarios llevan a cabo empresas que exceden sus propias capaces cuando encuentran algo por lo que luchar, trascendiendo el tiempo en el que viven, y eso no implica el final de su influencia, sino su extensión infinita. La carrera de Monica Seles es una prueba de ello. Después de su apuñalamiento aprendió que lo que uno ama al principio no es lo mismo que lo que uno ama al final; y después de su retirada, que el amor por el tenis no se trataba solo de una ilusión, sino de un acto humano modificado por la voluntad y la inteligencia del alma. 

Este artículo está disponible en papel el nuestra revista trimestral nº 49 Especial Vanguardias

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3 Comentarios

  1. Magnífico artículo. De no haber sufrido el terrible apuñalamiento, estaríamos sin duda ante la tenista con más GS de la historia. Las secuelas psicológicas pesan demasiado en un deporte tan mental como el tenis.

  2. Este artículo ya se publicó en enero en JDsport. Si vosotros podeis repetir, yo también copio aquí mi comentario de entonces. «Seles, Graf, Evert, no digamos ya Navratilova ganarían a las tenistas actuales con un brazo atado a la espalda. Su fortaleza mental era increíble. ¿Sabrán las que ahora se echan a llorar a la primera pregunta que a Mónica la apuñalaron en la pista?»

  3. jilipollo

    excelente articulo, sigan asi

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