
La Real Academia Española define la obsesión como «perturbación anímica producida por una idea fija», y también como «idea fija o recurrente que condiciona una determinada actitud». En el primer caso parece que, más que a la obsesión, la definición se refiere a una de sus posibles consecuencias (la perturbación anímica). En el segundo, la supuesta causa (la idea fija) se vuelve sujeto, condicionante de un comportamiento o de una forma de reaccionar. Y aquí parece haber una incomprensión, porque se confunde el parásito (la obsesión) con el parasitado (el pensamiento). Si el parásito es la obsesión (el okupa), la idea fija y la perturbación anímica no la definen, porque más bien son víctimas, secuelas o síntomas de algo mucho más amplio que se esconde entre bambalinas.
Tal vez sea útil separar las obsesiones que son parte integrante de la naturaleza del primate humano de las que son más bien secuelas del recorrido individual de cada uno. Las primeras son las que tienen un claro trasfondo biológico, donde podemos encontrar todo un kit de ansiedades que tienen el poderoso respaldo de la selección natural, porque aumentan el éxito reproductivo: comida, sexo, control, dominación, y una serie de comportamientos poco nobles que, sin leyes severas o dioses invisibles, serían aún más comunes de lo que ya son (agredir, robar, matar, etc.). Son compulsiones que han sido profundamente arraigadas a lo largo de millones de años de evolución porque, aunque no siempre propician el bienestar del individuo o del grupo, garantizan su reproducción y, por ende, el éxito burdamente cuantitativo de una especie. Entre estas obsesiones «naturales» tenemos que incluir también la más sagrada, la más crucial para el éxito reproductivo: reproducirse. Aunque suene raro, la procreación es, al fin y al cabo, una obsesión, la más recóndita, la más intocable. Es una pulsión tan blindada por el proceso selectivo de la naturaleza que es infranqueable, impermeable a la razón o a la lógica. La compulsión por la procreación es un hechizo encriptado en programas tan profundos que es prácticamente imposible de reglamentar, incluso para un gran simio que, con su enorme cerebro, es capaz de reflexionar acerca de los riesgos y secuelas de una masiva y descontrolada sobrepoblación planetaria.
La segunda categoría de obsesiones no tiene nada que ver con la historia de nuestra especie, y se ceba de nuestro protagonismo individual, de ese batiburrillo de emociones y desequilibrios que se llama vida, de la película de nuestra existencia, y de las necesidades acaparadoras del ego, gran intérprete de su propia narración épica. En este caso entramos en el terreno de la psicología, de cables cognitivos que se organizan un poco por el azar caprichoso de la biología, un poco por los acontecimientos de la existencia, que propician o dificultan ciertas dinámicas mentales.
Ahora bien, claro está que esta división entre las obsesiones evolutivas y las obsesiones psicológicas es útil para distinguir los fenómenos generales y a largo plazo (la evolución de una especie) de las contingencias locales y puntuales (la historia personal de un individuo), pero al fin y al cabo sabemos que las dos tipologías trabajan juntas, con una sinergia a menudo diabólica: las obsesiones evolutivas son caldo de cultivo para las obsesiones psicológicas, que a su vez proporcionan excusas geniales para dar rienda suelta a las obsesiones evolutivas. Y el lío está hecho: apegos, rechazos, deseos, miedos, esperanzas y expectativas abonan generosamente el campo del sufrimiento, así como lo han descrito cientos de tradiciones filosóficas, delatando esta ansiedad ontológica que es la verdadera clave que nos hace «humanos».
La obsesión sustenta una sed que, por su misma naturaleza, nunca puede llegar a saciarse, y que destina al obseso a un eterno tormento, sea este sutil o catastrófico. Ya lo decía Jean Paul Sartre: el hombre es una pasión inútil. Pero, entre miedos y lágrimas, hemos aprendido a sacarle partido a esta condición: la desazón genera inquietud, y la inquietud genera a menudo arte y conocimiento. Cuando preguntaron a Luigi Tenco, un extraordinario cantautor italiano de los años 60, por qué escribía solo canciones tristes, él contestó que cuando estaba alegre, en lugar de ponerse a componer, se iba de juerga con sus amigos. Seamos sinceros: la tristeza, la rabia, la decepción desde siempre han constituido las grandes musas de poetas, escritores, pintores y músicos. Muchas grandes obras son el fruto de la frustración, de la reacción, de una desazón, de una obsesión. Y, al mismo tiempo, estas grandes obras retroalimentan las emociones negativas que las han generado, infiltrándose en los sentimientos de quien padece el mismo desasosiego glorificándolo, amplificándolo, arropándolo, incluso justificándolo.
La obsesión es evidentemente la gasolina de muchísimos logros humanos, desde la política hasta el deporte, y muchas veces sus éxitos disimulan un hecho llano: que una obsesión nunca es algo bueno para el bienestar del individuo. Si se canaliza bien, puede generar beneficios para la sociedad, pero una vida parasitada por una obsesión (o por unas cuantas de ellas) siempre será una vida incapacitada, mutilada, enjaulada, nunca libre. Y esto vale en los dos sentidos, es decir, desde fuera hacia dentro (la causa que ha producido la obsesión) y desde dentro hacia fuera (lo que la obsesión es capaz de producir). En el primer caso, si hay una obsesión, quiere decir que ha habido un desequilibrio que la ha desencadenado. Muchas veces aquel daño profundo, por liviano o grave que sea, se queda ahí latente, de forma en parte consciente y en parte no, y la mayoría de las personas se dedican como máximo a aliviar los síntomas, en lugar de desenredar los nudos. Otras veces, las condiciones del malestar ni siquiera han desaparecido, siguen ahí y se perpetúan en lo cotidiano, mimetizándose con la vida misma. Y, en este caso, a menudo se suele creer, ingenuamente, que es más fácil quejarse que resolver el problema. A su vez, si lo que ha provocado la obsesión no es nada bueno, lo que ella misma desencadena tampoco puede ser muy sano, porque tiene que estar manchado de aquellos apegos y aquellas aversiones que sostienen los deseos compulsivos y las necesidades ficticias necesarias para mantener el esfuerzo. Pero, como hemos dicho, si la obsesión ha generado un logro para una sociedad, entonces nos parece bien, la halagamos, la erigimos como monumento a la voluntad y al compromiso, modelo de distinguido tesón, olvidando que, sea como fuere, es el fruto de un desequilibrio y, probablemente, de un consolidado malestar.
Está claro que este mecanismo es también el fundamento mismo de la ciencia, que no es nada más y nada menos que una larga historia de obsesiones. Tenemos que reconocer que muchos grandes avances y descubrimientos científicos son el fruto de una obsesión, de una compulsión, de una inquietud descontrolada, que llevan alguien a entregar sus energías, su tiempo y sus esfuerzos a una causa. En el caso más romántico, tenemos a un científico obsesionado por el conocimiento, que sacrifica su vida en aras del saber común y, cómo no, de una supuesta verdad. Muchas veces, sarna con gusto no pica, aunque no olvidemos lo anterior: si hay una obsesión, quiere decir que hay un problema. Y es un problema que se está excusando, redirigiendo las tensiones hacia un objetivo aparentemente honrado, pero que al fin y al cabo representa una válvula de desahogo. Otras veces, sin embargo, la sarna llega a carcomer la vida, y hay infinitas biografías de científicos ilustres o desconocidos que, por una devoción insana al descubrimiento, han acabado malgastando su existencia, e incluso acortándola rudamente.
Pero luego, más allá de la obsesión por el saber, la ciencia también se ha cebado desde siempre de compulsiones menos nobles. Por ejemplo, muchas veces detrás de esta necesidad de conocimiento se esconde en realidad un afán de control, de poder, de dominio. Ya sea dominio de la naturaleza o de sus mecanismos, la ambición de someter y de subyugar raramente va acompañada de valores positivos, o de actitudes sanas. Y eso sin contar los casos más burdos, pero no por ello menos frecuentes, donde el ansia de conocimiento es un instrumento de prestigio social o incluso de beneficio económico. En este caso, a las contraindicaciones de la obsesión y de su dañino trasfondo psicológico se añaden los riesgos de la explotación, de la manipulación, y del abuso. Con este panorama, que cada uno haga sus inferencias acerca de en qué medida nuestra ciencia es el resultado de estas tres alternativas, o sea de una obsesión por el saber, por el control, o por el éxito personal. Incluso excluyendo las perspectivas más cínicas, las cosas podrían no parecer tan virtuosas como solemos pintarlas en los retratos más ilustres y ejemplares de nuestros héroes intelectuales.
Ahora bien, entre el afán y el sosiego, hay diferentes grados intermedios. Aunque sospecho que los científicos, por su misma implícita inquietud, se amontonan en el lado desazonado de la curva, tenemos que reconocer que habrá quien, de forma espontánea o razonada, haya optado por una alternativa probablemente más sana. Otra ciencia es posible. Es una ciencia que no se sustenta en la obsesión, sino en la contemplación, es decir en el placer de la observación y del descubrimiento sin deseo de posesión. Es una ciencia cuya mirada indaga con fascinación, pero sin ambición, sin obcecación, sin pretensión de control. Es la ciencia del asombro sin apego, del compromiso sin sacrificio, de la dedicación integral pero sin esfuerzo. Una ciencia que no sabemos si, ni cuándo, nos revelará algún secreto útil, y que a menudo puede ser menos vistosa, por estar asociada a logros que no tienen los mismos tonos chillones y sugerentes de los frutos de la ofuscación y de la insistencia. Pero, precisamente a raíz de su independencia de las modas y de las fragilidades humanas, es una ciencia que muy a menudo acaba cruzando fronteras desconocidas e inesperadas, revelando sorpresas y nuevos caminos. Sobre todo, es una ciencia más compatible con el bienestar personal, y con valores cruciales tanto a nivel individual como colectivo, porque no se respalda en las debilidades y en las carencias, ni las justifica: su razón y su poder están en la curiosidad, en la admiración, en la maravilla, en la belleza de la exploración sin rumbo y sin prisa, en el encanto infinito de los viajes sin metas. El placer inmenso de perderse, y la gozosa responsabilidad de compartir lo que encontramos en el camino. Su impulso no surge de la necesidad de ser más grande, sino de la plenitud de sentirse parte de algo más grande. No es una expansión del individuo, sino de su entorno. La ciencia sin obsesión puede ser, de hecho, solo el fruto de un bienestar personal y grupal, y de un equilibrio sano. Un equilibrio necesario para poder desarrollar un saber que sea consciente, despierto y, desde luego, libre.
Las personas que iban a rezar a la novena y luego más tarde a reiki, ahora tienen atracón y festín de ciencia.