Nunca me ha atraído eso que llaman vitalismo ni, sobra decirlo, me he tenido jamás por vitalista. Esto se debe a la misma razón por la que habito un mundo material, ¡yo mismo soy materia!, y no por ello me digo materialista. ¿No decía Paul Valéry que no piensa en serio quien utiliza palabras terminadas en ismo? Pues mal comprende la vida quien trata de reducirla a silogismo, a corriente o a doctrina.
La vida es solo un atributo del ser. Lo sabían los griegos, que no se dejaron encandilar por lo efímero y situaron en la ontología, llamada filosofía primera (πρώτη φιλοσοφία), el cimiento de toda construcción teorética. Ser y estar vivo no son lo mismo. Al fin y al cabo, ¿qué sucede con aquello que ni nace ni perece, que no respira ni tiene fecha de caducidad? La realidad no se reduce a esa «ontología regional» que, en expresión de Husserl, es la biología. ¿Acaso viven los números, la música, lo divino?
Cuando el Evangelio de Juan habla de la vida eterna (ζωὴ αἰώνιος) no alude a una mera prolongación del bíos, como si la eternidad fuese un reloj sin manecillas, sino a una plenitud que desborda la mera subsistencia. El ocioso, ya se sabe, trata de matar el tiempo y el iluso trata de inmortalizarlo. Pero no se trata de detener la clepsidra, ni de estirar los relojes a la manera de Dalí, sino de vivir una existencia que no se agote en el desgaste de los días. ¿Qué tiene que ver la eternidad del espíritu con el tictac de las constantes vitales? No puede ser ignorado el sendero que se abre entre la vocación de lo eterno —la de un ser que dotado de chispa divina, se niega a extinguirse como la brizna de hierba que se agosta al sol— y la desnudez de la nuda vida, en expresión de Agamben, abierta en canal y desprovista de todo salvo de su finitud. La clave no está en rehuir la finitud ni en abandonarse al vértigo del goce sin medida, sino en saber que la existencia es algo más que un paréntesis entre dos nadas. Si hay en la vida una sustancia más honda que la simple suma de los días, ¿no vale la pena preguntarnos cómo afrontarla?
El verdadero arte de vivir no es vegetar como un geranio en maceta ni saltar al vacío sin paracaídas. De nada sirve pasar de puntillas por la vida, como quien va pisando huevos. Ahora bien, ¿es más razonable abandonarse sin precaución ni tasa, buscando el éxtasis ultraterreno en el más acá? No hay atajos en la existencia y terminan por extraviarse quienes piensan que solo hay dos caminos: la renuncia o la embriaguez. La vida no se deja encerrar en dicotomías. Y si no es aquel vallis lacrimarum que entona la Salve, ¿por qué va a ser una charanga perpetua de palmas, pitos y francachelas? Será, en el mejor de los casos, una especie de rosal; y hasta el más exuberante despliegue de pétalos esconde una punzada. Nadie, por vitalista que se diga, puede evitar permanentemente las espinas…
¿Qué es el vitalismo? Permítaseme responder a la gallega. Una buena forma de hablar de vitalismo es tirar de vía negativa, como los teólogos medievales, y preguntarse qué no es vitalismo. Por lo pronto, difícilmente es la risotada boba del que se aferra al goce como el beodo a la taberna. Pero tampoco la cobardía de quien se parapeta detrás del burladero, a salvo de los embates y las cornadas que da la vida. ¿Cuándo ha premiado esta a los pusilánimes? Ahí andan, con el lomo encorvado, ramoneando evasivas como quien rumia broza seca. Quien quiera escabullirse, que se encierre en la ratonera de los tibios, atranque las puertas con siete cerrojos y tapie las ventanas… Pero sepa que el dolor, cuando llegue, lo hallará en bragas, calzones o refajo, según el caso, sin más espada que un manojo de excusas. Olvidan los más sañudos, acostumbrados a revolcarse en su impotencia como cochinos en zahúrda, que la tierra seguirá girando sin ellos. ¿A qué hincar la azada del cinismo en nuestra propia fosa? Entre perderse en la vida y perder la vida no hay más que un traspié.
No son más avispados quienes toman el vitalismo por barra libre sin factura ni resaca. La vida pide más que el colocón, el cachondeo y la risa floja. Los antiguos sabían bien que el goce es avivar el fuego sin chamuscarse —que la llama nos caliente e incluso nos enardezca sin devorarnos—, no desbarrar como un borrico sin brida. ¡Curioso vitalismo el de quien toma la vida por camino alfombrado sin un mal pedrusco! Camino es, sí, pero con repechos, veredas ásperas y su punto de tragedia.
¿Quién sino el papanatas devuelve la escudilla porque no todo le sabe a gloria? Quien tema sorber del mismo plato en que se cuecen la alegría y la pena que rumie el mendrugo seco, como el perrillo que apura los huesos, sin dar la paliza al resto de comensales. La vida es un puchero de mil sazones, con su amargor y su dulzor, con su guindilla picante, su tocino rancio y su garbanzo duro. Una mesa para estómagos valientes y almas bien forjadas, como el cremallo del que el caldero pende. ¡Ay del que no moja pan porque el mantel tiene una mancha!
Naveguemos la inmanencia con la quilla puesta en la trascendencia. Nada más, en efecto, y nada menos. ¿O queremos que el último compás nos pille con el cuerpo intacto y las manos en los bolsillos? Si la vida es un lance, citémosla en el albero, surcados de chirlos y costurones y solo la conciencia intacta. No somos bacterias, ni conejos de Indias ni gallinas de corral. ¿Por qué no saltar del bache biológico al camino biográfico? ¿Por qué no vivir como quisiéramos que escribieran nuestra vida?
Hay quienes se pasan la vida obsesionados con la huella que dejarán: años y años dándole al magín sobre la memoria que perdurará de ellos y los honores y parabombas que recibirán postmortem. Otros, en cambio, sostienen que nada importa después de estirar la pata: probablemente nadie hablará de nosotros entonces, por decirlo con Díaz Yanes, y, caso de que sí lo hagan, mala acústica tiene la huesa para reproducir loas o vituperios del exterior. No se trata, en puridad, de ser recordados (pues recordados son Freddy Krueger, el licántropo Romasanta y el asesino de la ballesta), sino de vivir de tal manera que no merezcamos el olvido.
Tanto la molicie desmandada como el medro pusilánime son dos maneras de esquivar la vida, como irse sin haber estado. ¿Quién quiere ser como el boxeador que, por no besar la lona, rehúye pisar el ring? No se forja el carácter en la pendencia ni en la fuga. Dos náufragos de distinta laya, pero náufragos al cabo, son el hedonista a troche y moche y el timorato que se encoge y se amilana. Uno se arroja al piélago a tontilocas, abandonado a las olas sin quilla ni timón, y el otro, apalancado en la orilla con el rabo entre las piernas, ni se atreve a meter los juanetes en la espuma. Ninguno singla, ninguno iza velas, ninguno marca el rumbo…
No basta con estar vivo. Ni el devaneo por días incoloros ni la disipación en luces estroboscópicas, variantes de la misma pisada lábil que nunca hiende el suelo. ¡Que la nuestra deje un surco hondo! Seamos, en pocas palabras, dignos de la biografía que nos escriba el tiempo. Dejemos en el almanaque algo más que bostezos, legajos y facturas no es poca cosa. Que la existencia no sea un resbalarse callando hasta el hoyo, sino un batirse con la vida como en el ruedo, sin arrugar el gesto, con la firmeza de quien sabe que, cuando llegue el tajo final, habrá dejado en la arena la marca de los escarpines.
Esto es como no decir nada. Bonitas palabras. El que es cobarde no puede dejar de serlo. No se puede corregir el ethos. Por tanto, decir a la gente cómo tiene que vivir (que tampoco es que se diga, solo se dice lo que no hay que hacer) es charlatanería. El sentido de la vida en mil caracteres. De los psicólogos de la autoayuda, a los filósofos de la autoayuda.
Resumen: los extremos son malos. Lo que decían nuestras abuelas con su sentido común, pero con vocablos griegos y mencionando a Husserl.
Desde Ortega la filosofía no había alcanzado cimas tan elevadas. Qué inteligencia superlativa, qué comentarios tan acertados y profundos. Prócer del pensamiento, orgullo del país, envidia del mundo entero.
No podrías escribir para todos?
Ya sabemos que dominas la jerga y que fluyes con tu texto como pedro por su causa; no tienes que exhibir tu fluidez, sólo ilustrarnos. Aprecio la desnudez de un argumento dicho para todos. Deja ser modosit@s a los poetas o los genios.
Tienes en capilla algún libro de poemas?
Bueno, la esquinada evocación a Almodóvar diría que es equivocada. Y se refiere en realidad a Agustín Díaz Yanes en «Nadie hablaré de nosotras…». Sin más.
Bueno pero entonces que coño hay que hacer? Haz caso al portero del Español que arriba te dice que si no puedes escribir para todos chaval.