
A lo largo de la historia, la humanidad ha proyectado su desconcierto existencial en un conjunto de entidades ajenas a nosotros, como criaturas míticas, dioses, demonios o seres del inframundo. Todas ellas constituyen manifestaciones simbólicas del misterio que envuelve nuestra propia existencia. El Otro, entendido como figura filosófica y psicológica, encarna aquello —ya sean seres, ideas o identidades— que resulta distinto o externo al yo o al nosotros. Este concepto se despliega en múltiples niveles, desde lo interpersonal hasta lo cultural, y desde lo social hasta lo metafísico, y abarca tanto a personas o culturas distintas como a lo desconocido y lo inexplorado. A partir del siglo XIX, a estas figuras se sumó el extraterrestre, el cual, como entidad radicalmente ajena a la experiencia humana, encarna de forma paradigmática al Otro absoluto para el individuo contemporáneo.
La narrativa, sea literaria o cinematográfica, es un medio esencial para comprender y estructurar la realidad, puesto que mediante ella simplificamos, categorizamos y, en definitiva, proporcionamos sentido a un mundo complejo. Los estereotipos narrativos refuerzan identidades y diferencias culturales, jerarquizan los roles sociales y mediatizan las percepciones colectivas. A través de relatos, se construye el armazón moral que permite a los individuos y sociedades interpretar su lugar en el mundo y cuestionar las creencias establecidas. Y dentro de estas narrativas cinematográficas que tanto nos han entretenido en los últimos cien años, el contacto con seres extraterrestres ha tenido una especial significación. La clave de las alegorías que nos presenta el cine radica en la incalculable capacidad de la imagen del extraterrestre para actuar como un mecanismo de distanciamiento que nos permite decir lo que, de otro modo, sería indecible por razones políticas, morales o de sensibilidad cultural. Cuando definimos al Otro extraterrestre por su condición inherente de no-humano, gracias al juego de contrarios, somos capaces de delinear y afirmar lo que entendemos como humano.
Gregory Benford, físico y escritor de ciencia ficción, afirmó que no hay tema más fundamental en el género de ciencia ficción que el extraterrestre. La fascinación por lo ajeno —comenta Benford— equilibra el deseo de certeza científica con la tensión de lo desconocido. El estudio del extraterrestre es un acto esencial porque estos seres han sido reflejos de los vicios más oscuros de la humanidad, figuras que evocan la crueldad, el miedo y, a veces, la sabiduría perdida de civilizaciones distantes. La conclusión de Benford se puede resumir en la interpretación de la novela Solaris, donde se evidencia que el contacto auténtico, el entendimiento pleno del alienígena, es un imposible. La dificultad inherente para tratar con lo verdaderamente ajeno reside en que la humanidad se ve obligada a traducir lo extraño al lenguaje conocido, a tender puentes entre lo irreconciliable; y en ese intento, al hablar de lo radicalmente extraño, no hacemos más que proyectar lo que somos —nos guste o no. Este riesgo de convertir al extraterrestre en metáfora es constante y, entonces, lo ajeno, inevitablemente, se desliza hacia lo familiar, hacia lo comprensible. Así, en la ciencia ficción, los extraterrestres no son meros seres de otros mundos, sino piezas en una economía antropológica limitada, instrumentos que sirven para articular lo humano. Se convierten en espejos que reflejan nuestras preocupaciones, miedos y aspiraciones y desempeñan un papel dentro de un juego narrativo cuyo fin último siempre es vernos a nosotros mismos. En esta economía de lo extraño, por más incomprensible que sea, el extraterrestre siempre se modula en función de su utilidad para comprender nuestra propia existencia.
Al mirar al extraterrestre, el humano confronta su propia identidad, reflejado como un extraño en su propia tierra, como un ser deshumanizado que ha perdido la conexión con su esencia. Nos convertimos en un acertijo para nosotros mismos. Ciertas corrientes de pensamiento postularon que la humanidad, en su afán por avanzar, se alejó de lo natural y se sumió en un mundo de artificios y convenciones. De este modo, la civilización se transforma en una forma de barbarie, una alienación que impide al ser humano abrazar la generosidad de la naturaleza y sus transformaciones. Este proceso de distanciamiento de la naturaleza ha conducido a la humanidad a volverse extraña para sí misma, incapaz de conectar con lo esencial de su ser.
En la narrativa de ciencia ficción, hay dos tipos principales de historia de contacto: la historia en la que ellos contactan con nosotros y la historia en la que nosotros contactamos con ellos. Ambas pueden ser netamente reflexivas. Los extraterrestres que vienen a nosotros suelen ser invasores implacables que pretenden eliminarnos del planeta para tomar su control. Son tecnológicamente superiores y nos avisan acerca de la pretensión orgullosa de creerse avanzado, de suponer que una civilización está por encima de la naturaleza. Los alienígenas a los que contactamos, por otro lado, suelen ser amistosos. Quizá sean superiores al hombre, pero humildes, y el hombre se siente al mismo tiempo halagado y escarmentado por este contacto. Lo esencial de las narrativas donde el extraterrestre somos nosotros radica en que aquella extraterrícola a la que visitamos es un modelo ejemplar, el cual ilustra que el progreso emana, una vez más, del equilibrio, y ofrece así una lección trascendental sobre la evolución y el desarrollo; porque estas criaturas hacen lo que siempre se le dice al hombre que haga, conocerse a sí mismas.
Resulta necesario preguntarse cuándo el ser humano comprendió que la existencia de lo no-humano era una llave para entenderse a sí mismo. El término alien no es antiguo; es una creación moderna, nacida de una raíz latina. Ni en el mundo clásico ni en el cristiano se pensaba en lo alienígena; se concebía que todos los seres tenían una unicidad, un destino en la gran cadena del ser, donde todo está interconectado y nada se superpone. En esa visión, la comunicación entre animales, ángeles y humanos era posible, porque todo se encontraba regido por el orden sagrado de esas interconexiones. Si existían vacíos entre las estructuras, simplemente se aceptaba que ahí residía el vacío. Pero la modernidad reinterpreta lo alienígena como una presencia que habita esos vacíos, una presencia distinta al hombre, pero vinculada a él por esa diferencia. Lo extraño ya no habita el universo interconectado de la antigüedad, sino los espacios vacíos, los cuales, al no pertenecernos, se transforman en un espejo de nuestra propia alteridad que refleja las fronteras de nuestra comprensión y existencia. Es en este proceso, donde la creación del Otro se entrecruza con la ruptura con el mundo natural, consecuencia de que los pensadores renacentistas extirparan al ser humano de las taxonomías naturales. Al perder los puntos cardinales que nos conectaban con el mundo, el humano se ve forzado a poblar esos vacíos con extraterrestres, criaturas incomprensibles y monstruosas.
Los intentos de asimilar lo ajeno, lo extraterrestre, se saldan con el resultado de un nuevo paso hacia la alienación, pero al mismo tiempo, también, nos ofrecen una oportunidad única para el autoconocimiento mediante el cuestionamiento de las propias creencias. El encuentro con lo extraño nos obliga a salir del círculo cerrado de nuestros sistemas humanos y a ver el mundo desde una perspectiva distinta, aquella que transforma nuestra visión de la vida y el futuro. El extraterrestre actúa como un catalizador, una figura que impulsa a la humanidad hacia el cambio, pues al salir de una perspectiva limitada, se puede concebir nuevas formas de existencia, nuevas formas de ver la naturaleza y, con ello, la posibilidad de un futuro diferente. El extraterrestre, entonces, se configura como una llave para desbloquear nuevas realidades, una puerta hacia una humanidad más consciente de su lugar en el cosmos. En una vuelta más de tuerca del argumento, podemos considerar que en la constante búsqueda del extraterrestre se oculta una tentativa de eludir el misterio que mora en nuestro interior. Los avistamientos y las fantasías sobre encuentros con seres de otros mundos, tal vez, no sean más que un velo, un intento de esquivar lo que realmente importa, confrontar nuestros propios miedos, nuestras contradicciones más profundas.
Dentro de este marco alegórico, es posible establecer cuatro grandes categorías de narrativas extraterrestres.
La invasión extraterrestre, el modelo canónico y más reconocible, el tropo que desgrana la llegada de seres de otros mundos a la Tierra con intenciones beligerantes y que ponen en jaque el futuro de la humanidad. Las tramas se caracterizan por la invasión violenta de la tierra y encierran una lectura simbólica, en muchos casos, obvia, directa y muy pegada al contexto político. Nos referimos a los miedos a lo desconocido, el choque cultural, el fin de la civilización y la pérdida de identidad. Visualmente, es un género prolífico en efectos especiales, con diseños de naves y criaturas extraterrestres impactantes. Este enfoque narrativo ha capturado la atención de la audiencia porque es el que de una más genuina simboliza los miedos, tensiones y aspiraciones de las sociedades humanas frente a lo desconocido y lo ajeno. El encuentro se articula bajo un prisma de conflicto, resistencia y supervivencia en forma de una narrativa que combina acción, suspense y reflexión sociopolítica. El arraigo de la invasión extraterrestre en la conciencia colectiva se debe en gran medida al pasajero esplendor que alcanzó la ciencia ficción cinematográfica estadounidense durante los cincuenta. Hollywood aprovechó estas producciones para atraer al público de vuelta a las salas de cine mediante narrativas recurrentes enfocadas en los efectos devastadores de la radiación, las invasiones alienígenas, la posesión de cuerpos humanos y la amenaza de destrucción global, tramas que ilustraban el posible colapso de la sociedad capitalista representada por Estados Unidos. Esta categoría presenta una destacada coherencia interna y continuidad desde el inicio del subgénero, con clásicos como Ultimátum a la Tierra (1951) o La guerra de los mundos (1953), éxitos noventeros como Independence Day (1997) y películas recientes como Un lugar tranquilo (2018).
El cine de primer contacto —2001: una odisea en el espacio (1968), Solaris (1972), Encuentros en la tercera fase (1977), E.T., el extraterrestre (1982) y La llegada (2016)— recrea el encuentro inicial entre la humanidad y seres de otros mundos desde una perspectiva no conflictiva. Los argumentos parten de la preocupación sobre la posible amenaza y la curiosidad científica para a medida que la trama avanza desplazar la atención hacia dilemas éticos y culturales que desde un enfoque introspectivo cuestionan nuestra interpretación de la comunicación, la inteligencia y la coexistencia. El cine de extraterrestres también exploró figuras mesiánicas en una serie de títulos como El hombre que vino de las estrellas (1976 ), Superman: la película (1978), E.T., el extraterrestre (1982) y Starman (1984); narrativas cuyo propósito era apaciguar las inquietudes sociales surgidas a comienzos de los años setenta, en un contexto marcado por la crisis de los valores tradicionales, el consecuente vacío existencial y el sentimiento de insignificancia del individuo ante un mundo moderno percibido como incoherente y carente de sentido.
El horror cósmico, género ligado a la obra de H. P. Lovecraft, que se caracteriza por el terror atávico y ancestral ante lo desconocido y lo inasible, donde antiguos dioses galácticos, criaturas infernales y realidades paralelas amenazan la cordura y la existencia misma. Alien: el octavo pasajero (1979) y La cosa (1982) representan paradigmas cinematográficos donde se exploran la insignificancia del ser humano frente al vasto universo, la abyección extrema y la fragilidad de la realidad. En ambas películas, el cuerpo humano se convierte en un escenario simbólico donde se negocian y cuestionan las diferencias y la alteridad, un campo de batalla de fuerzas en conflicto, especialmente aquellas que representan dicotomías fundamentales como el bien contra el mal, el orden contra el caos, o la luz contra la oscuridad.
Por último, el subgénero de la diplomacia galáctica se distingue por explorar las complejas interacciones políticas y sociales entre civilizaciones en un vasto universo compartido. A través de negociaciones, alianzas y conflictos interestelares, este subgénero aborda los desafíos de la coexistencia entre culturas alienígenas, al tiempo que invita a reflexionar sobre temas como la paz, la soberanía, la integración y el racismo. Grandes sagas del cine de ciencia ficción, como Star Trek y Star Wars, así como películas menos conocidas como Enemigo mío (1985) y Distrito 9 (2009), construyen estos escenarios en los que, una vez superada la sorpresa del primer contacto, la diferencia cultural se convierte en el eje central de la narrativa, con el fin de destacar tanto los riesgos del conflicto como las posibilidades de entendimiento y reconciliación entre especies.
En conclusión, en el mundo contemporánea, el alienígena se convierte en la respuesta a la necesidad de describir lo que está genuinamente fuera de lo humano. Al intentar comprender su condición y su relación con el Otro, nos enfrentamos a nosotros mismos, ya que los extraterrestres actúan como balizas para atraernos de regreso a nuestra propia identidad. Las historias de extraterrestres son el reflejo de nuestra humanidad frente a un espejo. Y la visión que se dibuja suele ser, o bien, la de aquello que hemos olvidado ser o, si escarbamos en los terrores del subconsciente, la terrorífica imagen de en lo que nos hemos convertido.
Francisco Oteiza Lacalle es autor del ensayo cinematográfico El extraterrestre eres tú: Representaciones y significados del extraterrestre en la cinematografía internacional.
Sin ir más lejos, no hace tanto y usando la Historia como espejo, diría que ya había extraterrestres; en mi suelo, por lo menos creo, y no pocos; seres feos, sin dioses tremebundos, al máximo Padre Sol y Madre Luna, que en vez de desembarcar en otros pagos vieron arribar con intenciones y est-éticas diversas otros seres que en los fueros profundos se sentían más altos, más claros, más metálicos y para colmo a caballo y con pólvora. La admiración por un lado y el desprecio por el otro, curiosidad y miedo. ¿Quiénes eran los alienos? Difícil decirlo. Por mi parte y de parte pienso que una podría ser mi abuela india, una aliena de bondad, sacrificio y sobre todo sabiduría en su proverbial silencio resignado, pariendo hijos a paladas pa la gloria de otros dioses y otros hombres. Disculpe si me ido por las ramas, estimado. De cualquier manera, provechosa reflexión la suya. Gracias por la lectura.
Hay dos cosas que se suelen dar por hechas que son de un optimismo totalmente infundado: una es que seremos capaces de entendernos con un extraterrestre, cuando no somos capaces de comunicarnos satisfactoriamente con una ballena o una abeja, o un cuervo. La otra es asumir que un ser más inteligente que nosotros será más evolucionado éticamente. No es esa mi impresión viendo como nos comportamos los humanos con el resto de los animales.
Precisamente, este problema está enfocado en el artículo y mencionado especialmente al hablar de Solaris, donde se percibe la imposibilidad de comunicación.
Muy interesante el artículo, gran pieza de pensamiento sobre la ciencia ficción.
Pienso, sin embargo, hasta qué punto lo simbólico es alegórico en esas narraciones. Creo que identificar simbólico con alegórico es limitar el poder de lo simbólico. Lo otro es un algo siempre misterioso, y lo simbólico permite una apertura que, por el contrario, no permite una lectura alegórica.
Este párrafo en concreto creo que es el más discutible:
«Los avistamientos y las fantasías sobre encuentros con seres de otros mundos, tal vez, no sean más que un velo, un intento de esquivar lo que realmente importa, confrontar nuestros propios miedos, nuestras contradicciones más profundas».
Ese «lo que realmente importa» parece dejar la narración en un lugar secundario y meramente utilitario. Como bien dice el autor al comienzo, la ficción moldea nuestra forma de comprender la realidad; vista así, entonces, no es un velo que esconda lo que realmente importa, sino es la manera en que lo que no tiene forma toma una forma.