
Me ha venido una delirante asociación de ideas a la cabeza. Qué le voy a hacer. Empiezo por el principio (o por el final según se mire), verás: De entre los muertos (D’ Entre les morts), la novela de 1954 de Pierre Boileau y Thomas Narcejac que inspiró la, para muchos, mejor película de la historia del cine, Vértigo (De entre los muertos), Alfred Hitchcock, 1958.
Nunca he conectado con la obra magna de sir Alfred, y eso que es mi director favorito y primer amor cinematográfico. Mi acercamiento a su filmografía empezó muy pronto, en los primeros brotes vitales al descubrir, como Truman Burbank, que había algo más allá del trampantojo de los usos y costumbres de una cierta burguesía de capital de provincia (hasta ahí llegaremos en este artículo-río, pero espera). En los años 80, como sabes, que mandaran en la escuela un trabajo de «temática libre» era algo tan exótico como ir de viaje de fin de curso a Abu Dabi. El caso es que este proyecto free style marcó mi vida para siempre. Es y será mi magdalena de Proust y lo hice, claro, sobre Hitchcock. Tenía doce años.
Hay auténticos cinéfilos —y filósofos— acérrimos de Vértigo (De entre los muertos). Sus hooligans son legión —«mi nombre es Legión»— y no admiten ninguna disidencia por la —supuesta— cumbre artística del genio inglés. Pero yo prefiero, con mucho, La ventana indiscreta (Rear Window, 1954), Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), La sombra de una duda (Shadow of a Doubt, 1943) y así hasta media docena, si no más, de su extensa carrera. Sin embargo, ellos siguen dándole borrico al trigo y me inquieren a verla más y entenderla mejor. Y yo les respondo: «¿Cuántas veces más? ¿Como con los gintonic?: uno es suficiente, dos es demasiado, tres no es suficiente. Pero es que yo la he visto como diez veces. Y ya me he emborrachado bastante de ella».
… Aunque creo que ya me he dado cuenta del porqué de mi desafección:
Vértigo cuenta la historia de un mozoviejo de Cisco, egoísta, hipocondríaco, solitario y caprichoso que para colmo se llama Scottie (si hubiera sido una peli española se llamaría Beltrán) que conoce en un bar de terciopelo rojo, muy al estilo de los ca(s)pitalinos Milford o Richelieu, a una Lolita Lola y se empeña en convertirla en una Corsini y, stalker total, la persigue por toda la ciudad, museos incluidos, hasta que, de un mal traspiés, va y se le cae desde el campanario y, claro, mue… perdón. Creo que hay unas personas más adelante que no la han visto.
El caso es que Alonso, perdón Scottie, está contratado por un nuevo rico de palo y él tiene todo el andamiaje (aunque no se cuenta directamente) de un pijo Old Money que, algo descarriado, en lugar de estudiar en ICADE se hizo madero.
De entre los muertos. De entre los pijos.
Yo tampoco puedo presumir mucho de un gran conocimiento antropólogo-cultureta, pero he que admitir que provengo directamente del mismo ecosistema de Telmo, perdón, Scottie: de entre los pijos. Por arriba, por abajo y por el centro. Y eso pesa un poco. Muchos de los que me conozcan, quieran y lean esto, fliparán. Otros, los más, se reirán. Alguno hasta se indignará, pero este es un verbo poco conjugado entre el pijerío estatal.
Que me perdonen los de la tribu por generalizar, pero de entre los perucos no es que destaque una finura cultural muy grande. Y con cultura no me estoy refiriendo a Coldplay, que os veo venir. Hay otros intereses. Y no pueden venirme a negar ese axioma. No cuela. Es como cuando me dicen que en el Euskadi profundo «no es para tanto», algún español habrá. Cuéntaselo a uno de Murcia.
Ojo, yo no digo que myself tenga una cultura vasta o basta, incluso podrían ser ambas, pero, cuando sales de su líquido amniótico, (algunos, muchos, se han quedado dentro, en un bucle macabro, jugando a la brisca con las Luchis, unas primas de mi abuela que eran tan posh que ni lo sabían), te das cuenta de que, entre cierto cayetanismo, la cultura no se suele conjugar a diario —«los del cine son unos ‘titiriteros’ subvencionados»—. Que te guste Christopher Nolan tampoco vale.
Obviamente, tenemos que distinguir, así a lo bruto, entre dos estratos en el universo pijil (hacerlo bien, detallado y fino requeriría el sitio de los siete tomos de En busca del tiempo perdido, ya que hablamos de magdalenas): está, por un lado, el ancien régime, que como tiene la tarea hecha desde hace varias generaciones, pone algo de su foco en la cultura. Este clan antiguo, con un know-how libado durante generaciones, muchas veces no es consciente de su propia identidad y eso les hace aún más graciosos; y, por el otro, el mármol rosáceo, nulamente interesado en ella. Se les distingue bastante fácil y ya sabes a qué me refiero. Se puede resumir en la genial frase de Manson Mingott, personaje troncal sobre el que pivota la nueva clase burguesa de la pudibunda Nueva York en la maravillosa novela —también peli— de Edith Warton, La edad de la inocencia, paradigma del patadelcidismo: «los que peores cocineros tienen son los que más se quejan cuando salen a cenar». Estos son los mármol rosáceo, compendio de todos los apechusques posibles asociados a ser-un-pijazo y todo lo hacen con muchos esparabanes, como si fueran José Luis Moreno cenando en Jorge Juan: solo les falta la pluma en el gorro cuando van a cazar, tal es su vocación pijotero exhibicionista. Pero, por encima de todo, estos Nueve Novísimos de la poesía pijorra comparten una cosa, oculta, enterrada en cal viva: conciencia de clase. Saben que sí, pero no. Que alguien, en algún momento, les puede pillar. Y no necesariamente por el dinero. Qué va. Es ese mirarse a los ojos, muy profundamente, y decir muy despacito y al oído: «You’re not a goodfellas».
Mi padre —y sus 10 + 1 hermanos— pertenecía a una familia de ese ancien régime provincial, bien barnizado por los hierros del duranguesado, las coladas siderúrgicas y la espiritualidad ceroferaria. Así que lo conozco bien.
Él nunca tuvo un gesto o ademán de pijo. Jamás en su vida. No lo necesitaba. ¿Para qué? En cambio, muchos de los que se arrimaron a su panal, sí. Él hacía como que no los veía, pero en sus últimos años, yo charlaba con él y en su dialecto vasco (es decir, decir sin decir) me contaba todo. Tampoco voy a hablar mucho más sobre él. Y menos en ese sentido. No le gustaría. Ni a él ni a mi familia. Pero los que le conocieron saben de lo que hablo.
(…)
Huy. Me llaman desde arriba, «¿Pero tú no escribes de cine? ¿Qué narices estás haciendo?».
Perdón.
Que yo sepa, excepto Pedro (pero este representa al pijunismo del otro lado del espejo, mucho más divertido, pero ya hablaremos de esto) no hay ningún director de cine pijo de verdad, aka cuna. Diría que Jaime Rosales, pero no ejerce como tal. Y probablemente no sepas ni quién es, aunque hace unos años ganó el Goya a la mejor película con La soledad (2007). Va disfrazado de señor de izquierdas, por dentro y por fuera, pero se le nota mogollón el «puedo, pero no quiero».
Los pijos y su iconografía han estado históricamente muy mal representados en el cine: vestuarios caricaturescos, modales exagerados, nadie les ha cogido el punto. Y sospecho la razón: no es muy habitual dentro de la normatividad del cine la imaginería pijunil. Digamos que quienes, dentro del staff de un rodaje, definen y recrean los mundos visuales (dirección artística, vestuario, maquillaje) son más de The North Face o de Desigual que de Fulham o de Fernando de Cárcer. Los pobres me recuerdan a los extraterrestres ultradesarrollados de 2001: Una odisea del espacio, documentándose sobre decoración y mobiliario terrícola y van y le plantan al pobre astronauta Bowman una habitación digna de los aposentos de Pitita Ridruejo.
¡Pijos del mudo uníos y haced de una vez una peli que os represente con vestuario de Breuer o de Polo para Ralph Lauren!
¡Quitad el velcro a vuestras carteras Mistral —ahora Loewe— y aportad algo a una película digna de vosotros! Así podréis apropiaros del mantra y gritar al unísono: «¡A mí me representas, hermano!».
P.D. Mientras doy las últimas paladas a este ¿artículo?, estoy sentado en la barra del restaurante Doña Gamba, en el precioso pueblo de El Rompido (Huelva), donde mi familia tenemos nuestra casa de verano. Acabo de llegar y espero a mi mujer y a mi hijo. A mi lado, en animada charla sin tema concreto, hay un grupo de cincuentones/as de los de lanza en astillero —pero no de adarga antigua— y náuticos Sebago. Uno de ellos, el Pel de Ric que viste un bonito chaleco de nylon deportivo azul marino, se acaba de poner de pie para mostrar a su amigo el estilo de su swing de golf, pero de una manera demasiado gráfica a mi modo de ver. Lleva ya cinco minutos retorciendo la pierna como Lina Morgan. Juego a adivinar si son vascos o madrileños. Diría que lo segundo, porque son más maximalistas en su outfit. Observo el logotipo de su chaleco —me gusta— por si lo encuentro en Madrid y me copio. Julius Baer. No es una marca de ropa, es un fondo de inversión. Chaleco corporativo. Uniformado. Todo está en orden. «Es un deporte cabrón», escucho. Ellas hablan y van estampadas. Me pregunto si han visto De entre los muertos.
Todo el mundo tiene derecho a estar equivocado. Vértigo me llena más que el resto de las pelis de Hitch ( que no digo que también sean peliculones) juntas.
No me he enterado de la mitad de lo que querías decir, pero lo que he pillado me ha hecho gracia. En cuanto a lo de Vértigo… haré como que no he leído ese resumen que has hecho, cosas peores han dicho de ella, como que es la historia de un encoñamiento.
Un artículo sobre Vértigo podría ser interesante. Una exhibición autocomplaciente del background del autor y cuatro gracietas al hilo de Vértigo resultan de escaso interés
alguien tenía que decirlo: es un puto tostón… al menos el metraje que he conseguido ver porque jamás he podido terminarla (bueno, ni llegar a la mitad).
mira que adoro a hitchcock desde que vi «recuerda» con diez años y que habré visto y revisto tantas y tantas películas suyas (mis favoritas: la soga, los pájaros, la ventana indiscreta), pero esta me resulta inaprensible.
creo que una de las cosas que más me molesta de la película (y que también sucede en otras de sus películas) es que soy incapaz de creerme un romance entre un señor mayorzote, por mucho james stewart que sea y una veinteañera (y menuda veinteañera)… en La Ventana Indiscreta y Con la Muerte en los Talones también me chirría (y más a cada revisión), pero supongo que como el tono es cómico, no tengo por qué creermelo para que la historia avance.
infumable.
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