
La vida sin pliegues
Este primer cuarto de siglo XXI nos ha traído la inmediatez. Pulgar arriba a la inmediatez, sí, pero no en su vertiente venenosa. De los refranes del abuelo hemos desempolvado todos aquellos que usaba al quite, que nos recuerdan que «lo bueno, si breve, dos veces bueno», que «menos es más» y que «lo poco agrada, y lo mucho enfada». Pero lo hemos convertido en dogma.
En el siglo XXI todo es inmediato, útil, claro. El tiempo apremia y la rapidez que antaño podía ser —o no— un premio, hoy no es sino un requisito. El mandato de la inmediatez es tan invisible como férreo y nos ha dejado consigo otro dogma: el de la claridad total. En la vida, y por supuesto, en la literatura.
Las letras ya no son tan libres: la sintaxis debe ser servicial, la metáfora sospechosa, y la belleza —si aparece—, breve. En un mundo donde nadie espera a nadie, donde nada es perenne y donde pareciera que somos más agua que se adapta que humano que aprecia, lo menester se decide en 280 caracteres. Sobran adverbios y adjetivos. Faltan buenos entendedores de esos que, según otro refrán, requieren de pocas palabras.
Hace años, en España, un monólogo de stand-up que versaba sobre la pareja —eso que hemos denominado la vida— saltó a la fama por una canción. El comediante en cuestión la había titulado «Amor actualizado», pero lo hilarante no era el tema sino la forma: «SMS», «TQM», «AMR MÍO».
La vida ya no es barroca, no puede serlo. Tampoco la literatura. Si el barroco fue el garante de un éxito transfronterizo para el español, hoy es una contemplación defenestrada, un exceso que, lejos de considerarse glorioso, es un delito de estilo. Sin embargo, muchos no podemos —ni queremos— escribir como si las palabras fueran cristales limpios. Las necesito con barro, con ecos, con fiebre.
El barroco invisible
La literatura contemporánea —benditas sean las excepciones— se ha olvidado de la época en que la dificultad era una virtud, y no una falla. En realidad no se ha olvidado, se ha obligado. El sentido se construía por capas, como un castillo, no como un pasillo recto que conecta A y B. «Escribir es construir», explicaba la autora mexicana Ave Barrera en su tesis sobre nuestra presencia en el mundo. Construir con pliegues, con desvíos, con ambición formal, se considera hoy vanidad o capricho. Pero ¿y si fuera necesidad? ¿Y si escribir barroco —hoy— fuera un acto de resistencia contra la simplificación programada del mundo?
El barroco no murió: se volvió invisible. Ya no se enseña, no se celebra, no se reclama. Como tantas otras formas de intensidad, todo lo que se etiqueta como intenso se desplaza. En su lugar, colocamos ladrillos funcionales, pulcros, decibles. Pero la estética barroca sigue latiendo en algunos textos, en ciertas voces, como un murmullo que se niega a ser callado.
Ni época ni estilo
Partamos de la primera premisa a refutar: el barroco es un período. Como una etiqueta más del museo literario: después del Renacimiento, antes del Neoclasicismo. Esa cronología lo achica. Porque el barroco no fue una moda; fue una forma de ver, de sentir, de sufrir el mundo. Y lo sigue siendo.
Podría decirse —como dijo Deleuze— que el barroco es un pliegue infinito: algo que nunca termina de cerrarse, que insiste en volver sobre sí. Es la Sagrada Familia ideada por Gaudí; es Pintura esbozada por Bacon; es La Campanella interpretada por Liszt. En la literatura, ese pliegue se convierte en frase que gira, en imagen que se desborda, en pensamiento que no acepta clausura. Es, en el fondo, una desobediencia de la forma contra el orden establecido.
Hay algo en la literatura de Leopoldo Marechal que lo explica con más belleza que cualquier otra teoría. En Adán Buenosayres, el lenguaje no narra: resuena, se expande y se indigna. Se ilumina, como si cada párrafo quisiera devorarse al anterior. Allí el barroco no es ornamento: es urgencia espiritual. La sintaxis no embellece: se rebela. Como si escribir fuera siempre una forma de pedir perdón por ser humano, pero también de exigir el derecho a imaginar otros mundos.
No importa si hablamos del Góngora visionario, del Lezama bíblico, del Saer obsesivo o del Sarduy delirante: el barroco no pertenece a un siglo, sino a una necesidad. Una forma de expresión, un exceso vital donde la forma y el fondo se funden en el mismo incendio.
El aplastamiento de la forma
Recuerdo una clase. Hace años. Taller de narrativa. Un profesor —de los que ahora son aclamados en el mundillo, aunque entonces no lo supe predecir— nos pidió reescribir un texto, «pero más limpio, más directo, sin tanta vuelta». La historia era buena, me dijo. Pero la prosa era «demasiado trabajada». «Te distraés de lo que querés contar».
Reescribí. Quité adjetivos; sobraban los adverbios; molestaban las metáforas; eran desvíos. El resultado fue… eficaz. Pero algo se quebró. La historia ya no era mía. Era un esqueleto. Un informe. Una serie de acciones sin alma. Entonces lo entendí. El barroco no es adorno, es alma.
Desde entonces, esa frase me persigue: «Te distraés de lo que querés contar». Y yo me pregunto: ¿y si lo que quisiéramos contar es eso mismo? ¿Y si el desvío es el corazón del relato? ¿Y si la forma importa, porque es lo que arde?
Narrar como si escribir no importara
Lo que hoy se llama estilo —en muchas mesas editoriales, en demasiados talleres de escritura creativa— es, en realidad, amputación. Se corrige, se pule, se aplana. El adjetivo debe ser mínimo, el ritmo neutro, el tono transparente. Se bendice «lo limpio» como sinónimo de verdadero, pero se olvida que lo verdadero, muchas veces, es sucio.
Basta echar un vistazo al escaparate literario para darse cuenta del patrón: las novelas actuales han evolucionado hasta convertirse en manuales de usuario. Las hay que simulan sensibilidad, eso sí, envasadas en frases breves, funcionales y fotogénicas, casi para redes sociales. ¿Evolución o involución? No se señala a la generación, pero se describe una estética dominante que sospecha del espesor, del pensamiento lento, de la frase que se enrosca avanzando de otra forma. Algo así como una escalera de caracol, frente a una escalera corriente.
Las reseñas valoran lo «contenida» que es la emoción. La crítica premia: en el «oficio narrativo», el arte se entiende como carpintería. Y el mercado apremia: se sugiere escribir «para el lector»; como si el lector fuera un cliente y no un cómplice.
En ese clima, lo barroco ha perdido su silla. No se fue a ningún lado. Más bien por enzarzarse en representar todo lo contrario: una estética narrativa que desconfía de la línea recta, que se regocija en el rodeo, en la imagen desbordada, en la idea disertada tres veces diferentes, porque una no resuelve.
Decía el doctor Pozuelo Yvancos, catedrático y canonista de la RAE, no recuerdo si con ánimo de provocación o de fidelidad, que una novela que no arriesga con la forma no puede aspirar al rango de arte, por más que su contenido sea edificante o emocionante. No basta con decir cosas importantes. Hay que encontrar la forma que las justifique. Esa es, también, una ética.
Autores que aún arden
Sepa el lector que todavía existe quien escribe desde el exceso. Sepa el lector que la esperanza no está perdida. En La parte inventada, Rodrigo Fresán bosqueja una prosa que no se contiene. Cada frase es una caja china de referencias, ironías, obsesiones, digresiones. Fresán no pretende guiarte por el camino, sino que en el camino te pierdas, con él. Cito:
Los escritores escriben lo que escriben porque no pueden escribir otra cosa, porque lo que quieren escribir no lo pueden escribir todavía o porque escribir lo que realmente quieren escribir los destruiría o los volvería mejores de lo que son.
Querido lector, ¿cuántas veces ha leído la frase antes de interiorizarla? Espero que no se haya apresurado. No puede —y ciertamente no debe— leerse rápido. Se fabricó para detenerse, enredarse, cuestionarse. ¿Qué escritor quiere ser «mejor de lo que es»? ¿Por qué escribir lo que uno desea puede destruirlo?
Esa es la potencia pujante del barroco: no da respuestas. Abre preguntas. No transmite, invoca. No guía, empuja.
Elogio del exceso
Defender el barroco hoy es más que una convicción estética: es una afirmación radical del poder de la forma como intensidad vital. No escribimos así —llenos de imágenes, pliegues y bifurcaciones— por capricho, sino por necesidad. Porque el mundo es ilegible y tedioso sin desmesura. Porque la sintaxis lineal no es real. No en la calle. La sintaxis lineal no alcanza para nombrar la fractura, como tampoco la frase sobria basta para tocar el abismo.
Escribir barroco es escribir con fiebre, con hambre, con eco. El barroco no ordena, pero reproduce un temblor, el de la realidad. Hay realidades que solo se entienden en una oración de media página, y hay verdades tan laberínticas que sólo aparecen cuando la imagen se repite, se tuerce, se carga, se empuja hasta que explota ante los ojos.
Los autores que me interesan —los que me salvan— no son los más claros, sino los más oscuros. No son los que «llegan», sino los que obligan a llegar, a otro lugar. No los que enseñan, sino los que incendian. Algunos escriben como si tallaran la frase con bisturí. Yo escribo como si la frase fuera una hoguera. Noise, que lo llaman algunos convencidos de lo sobrante del exceso, hágase valer la redundancia. Yo creo que es resistencia frente al silencio programado.
Del barroco al ruido: una historia de exilio
Hubo un momento —quizá en alguna universidad del sur norteamericano, entre pizarras y tazas de café— en que la prosa dejó de ser una aventura y se convirtió en un cálculo. Allí nació, con nombre elegante, el New Criticism. Ivor Arnold Richards y Cleanth Brooks nos enseñaron que el texto debía cerrarse sobre sí mismo, como una esfera perfecta: sin costuras visibles, sin zonas blandas, sin aristas que molestaran al tacto de la interpretación. Todo debía tener función. Solo entraba lo necesario. Lo demás —lo sobrante, lo inquietante, lo exuberante— pasó a señalarse. Noise.
Y así, poco a poco, lo barroco fue demonizado no por impuro, sino por ineficiente. Demasiado ambiguo para el aula. Demasiado desbordado para el análisis. Demasiado libre para encajar en un paper. La frase que se prolonga más de la cuenta empezó a verse como sospechosa. El adjetivo que no aporta «información» se volvió ruido. La digresión —¡ay, la digresión!—, enfermedad.
El barroco no fue derrotado por un ejército de escritores, sino por una epistemología del orden y, en el siglo XXI, por algoritmos que premian lo útil y castigan lo lento. En nombre de la claridad, se limpió el lenguaje. En nombre de la precisión, se amputó la retórica. En nombre del lector ideal, se abolió el exceso.
Y así, una tradición entera fue devuelta al margen, al abismo, al paréntesis.
En defensa de la sintaxis enferma
No escribo claro. Hay quienes no podemos. Mi frase tiembla, gira, se desborda. Se me va de las manos, como si tuviera fiebre. A veces la corrijo, pero casi siempre la dejo ir, porque intuyo que sabe hacia dónde se dirige.
A menudo escucho «¡simplifica!». Las ideas son buenas, el estilo distrayente. Franqueza, sobriedad, limpieza, la receta del éxito. Llegar a más lectores. Tal vez. Pero si me preguntan, les confesaré que no se escribe para llegar: se escribe para abrir. Para inspirar. O para caer. Incluso si es caer mal.
La comprensión, si llega, será mérito del lector. Es preferible que algo quede temblando, como una luz en el fondo del túnel, a un avión de letras machacadas hacia la boca de un asilvestrado. Escribir no es transmitir, es invocar. Y lo que se invoca no provoca sin barro ni exceso.
Me niego a escribir como si las palabras fueran cifras. Ni bisturí. Las palabras son cuerpo. Son sangre. Las palabras son si van sudadas de sentido, como en Marechal, como en Lezama, como en los místicos, como en los locos. Escribo como quien se defiende del mundo, pero también con la emoción de quien lo descubre y nombra por primera vez.
Epílogo con pliegue
Cuando cierro un libro y siento que me faltan partes del alma, sé que leí algo barroco. No por el adorno, sino por la herida. Lo barroco no es exceso: es intento. Es escribir como quien entra a un templo en ruinas y aún escucha voces. Escribir no como quien organiza, sino como quien pide perdón y reza en la misma frase. Como quien junta y conjunta «gracias» y «de nada» todo seguido.
Lo barroco no ha desaparecido. El New Criticism no me convencerá.
Pero lean ustedes a Brooks y Richards y díganme:
¿así o más corto?
Que nada había en aquellas letras tan a la marchanta elegidas y con buena fortuna de timbero, está o estaría por verse, cosa que no hacemos pues la escritura es sonido uni dimensional, el más jodido de descifrar ya que detrás de un punto puede o hay un línea infinita, o sea verborragia contenida que liberada parte como juguete pirotécnico sin saber adónde irá a parar, y siempre, al final hará ruido extinguiéndose, extinguida y distinguida en su herejía postrimera, siempre hoy y entonces brillando momentaneamente en la más plena oscuridad. ¿Esotérico? ¿Hermético? ¿Misticismo en retardo envuelto en barroco de barriada? Qué carajo es, preguntó. El autor decepcionado se desplomó sobre el sillón pues había otro como él que no entendía lo que quiso decir. Pero ya estaba escrito, y eso era lo peor. Cómo hacer para olvidar o destruir ese ensayo sobre la Nada ocurrida junto a los petardos y cañitas voladora despidiendo un año viejo, el del milnovecientosnoventa y nueve para ser más precisos, cuando temíamos que los cálculos algorrotos o forzados de años iniciados con ceros nada bueno prometían, pues a quién se le ocurrió meter la Nada en la fecha de festejos esperando un viejísimo nuevo año. Sólo al occiso ocaso de Occidente. Excelente escrito, estimado. Muchísimas gracias. Siempre estimulantes las lectura de JD. Ya renové la suscripción
Lo que el autor de este texto denuncia es una moda. La oscilación del péndulo entre lo claro y lo barroco siempre ha existido y seguirá existiendo. Alberto Lista (1775-1848) escribe en sus «Ensayos literarios y criticos» (1844) que el barroquismo de Góngora y Quevedo es el producto de la claridad y la facilidad con la que escribía Lope de Vega. «El artículo que hemos citado cree que la costumbre de escribir prosa en verso, introducida por Lope y aplaudida por sus contemporáneos, indignó el genio superior de Góngora, y le movió a dirigirse al extremo opuesto. Nosotros somos de la misma opinión.»
Y recordemos que en España, tras el barroco genial vino el neoclasicismo nulo, tras Góngora y Quevedo, Tomás de Iriarte y Manuel José Quintana. Y tras el neoclasicismo nulo, el mucho más intereante barroquismo del romanticismo, etc, etc.
Por otro lado el autor de este interesante texto escribe que «la vida ya no es barroca, no puede serlo». Yo creo, por el contrario, que la vida, que siempre ha sido compleja e incomprensible, lo es cada día más, de lo cual se deduce que será cada día menos descriptible con un estilo minimalista o periodístico. Y que el estilo barroco será cada día más necesario.
Muy buen texto. Una ya estaba perdida entre tanta pulcritud de escritura y esto es una apertura a volver a perdernos entre los pliegues del sentido y entre los claroscuros de las palabras.
La escalera de caracol de la foto está en el convento de San Domingos de Bonaval, en Santiago de Compostela. https://www.elcorreogallego.es/santiago/2024/03/25/escaleira-do-museo-do-pobo-unica-helicoidal-mundo-88424678.html
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