Ciencias

Seres humanos: los chimpancés que decidieron cocinar

los chimpancés que decidieron cocinar
Rae Dawn Chong y Everett McGill en La guerre du feu, 1981. Fotografía: International Cinema Corporation.

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 51 especial Fuego, ya disponible aquí.

Hace años, algunas cuestionables figuras empezaron a extender la estrambótica idea de que una dieta compuesta de alimentos crudos obtenidos exclusivamente del entorno silvestre era lo «natural» y preferible para los modernos seres humanos. La ocurrencia se apoyaba en otra idea: cocinar los alimentos —esto es, calentarlos con ayuda del fuego para cambiar sus propiedades— es una innecesaria imposición de la vida civilizada. Si nuestros antepasados no cocinaban, nosotros no tendríamos por qué. 

Existen numerosas evidencias de que, salvo excepciones, la comida cocinada es mejor para nuestro organismo que la comida cruda. Aunque es verdad que algunas cosas casi siempre las comemos crudas, como las frutas, los humanos solemos preferir la comida cocinada en una mayoría de situaciones. Todas las sociedades humanas conocidas cocinan una parte de los alimentos que consumen. De acuerdo a las evidencias arqueológicas, esto ya sucedía hace trescientos mil años, momento en que apareció nuestra especie, el homo sapiens, sobre la faz de la Tierra. Incluso se debate la posibilidad de que la práctica fuese todavía anterior, y algunos autores especulan con que el homo erectus cocinase hace ya dos millones de años. En cualquier caso, podría decirse que cocinar ha formado parte de nuestras vidas desde que existe nuestra especie. 

¿Es esta una preferencia «antinatural» derivada de nuestra vida civilizada? La respuesta, aunque a primera vista suene sorprendente, es que no. Los biólogos han observado que muchos otros animales también parecen preferir los alimentos cocidos frente a los equivalentes crudos que, por lo general, forman parte de su dieta. Esta observación no se limita a los animales domésticos, ni siquiera a aquellos animales que viven cerca de comunidades humanas donde pueden robar comida de manera oportunista (lo cual les permitiría acostumbrarse a los alimentos cocinados). También se ha observado esta preferencia en animales salvajes que rara vez entablan contacto con seres humanos y que, aun así, se sienten más atraídos por las versiones cocinadas de un amplio rango de alimentos. Es muy difícil realizar experimentos con criaturas silvestres que habitan zonas remotas, están poco familiarizadas con los seres humanos y son difíciles de manejar. Pero hay un experimento que la naturaleza realiza por nosotros: los incendios fortuitos en regiones donde los únicos humanos presentes son, como mucho, componentes de un pequeño grupo de biólogos que pasaban por allí para estudiar la fauna local. 

Cuando se produce un incendio en una región remota, imaginamos a los animales salvajes huyendo para salvar su vida. Y esto es lo que sucede, sin duda. No obstante, los biólogos también han observado que hay animales, tanto terrestres como voladores, que merodean los límites de las zonas recién incendiadas, esperando a que el calor descienda lo suficiente como para adentrarse en ellas. ¿Por qué lo hacen? La respuesta parece ser la atracción que sienten por el olor de la materia orgánica que ha sido calentada por el fuego. La encuentran un bocado irresistible, hasta el punto de esperar a que amaine el incendio para poder comerla incluso cuando disponen de esos mismos alimentos, pero crudos, en zonas cercanas.

Esta actitud sería fácil de explicar en el caso de carnívoros que huelen la presencia de cadáveres en la zona incendiada: esos animales muertos son comida fácil, inmóvil, que no necesita ser cazada, y que debido al intenso calor todavía no ha empezado a descomponerse. También sería fácil de explicar en el caso de los carroñeros. Ahora bien, no es tan fácil de explicar cuando muestran esta costumbre animales que consumen alimento vegetal. Los babuinos, por ejemplo, son omnívoros. Sin embargo, cuando acechan territorios incendiados no lo hacen buscando carne. Lo que quieren, por lo general, es desenterrar y consumir los tubérculos que el fuego ha cocido de manera natural. No lo necesitan, pues aún disponen de abundantes tubérculos crudos allá donde la vegetación continúa intacta. Pero estos babuinos, aunque no están familiarizados con la dieta humana y jamás han probado alimentos cocinados aparte de esos que encuentran tras un incendio, los prefieren a los crudos. 

¿De dónde viene la predilección de los babuinos y otros animales salvajes por la comida cocinada? Los humanos poseemos raciocinio científico y sabemos que ciertos alimentos cocinados ofrecen importantes ventajas sobre sus versiones crudas: sabemos, para empezar, que el fuego mata muchos parásitos y desinfecta la materia orgánica. Pero, ¿cómo podría un babuino entender esto? La respuesta es que los animales que prefieren la comida cocinada no la prefieren porque «sepan» o «entiendan» que es mejor. La prefieren y punto.

La explicación es otra. La materia orgánica, al ser calentada por el fuego, experimenta una descomposición termoquímica llamada pirolisis, que modifica la estructura molecular de esa materia orgánica, cambiando muchas de sus propiedades. Entre esos cambios hay varios que son perceptibles para nuestros sentidos y que en conjunto conocemos como «reacción de Maillard». Que es la responsable de que los humanos hayamos cocinado los alimentos desde tiempos inmemoriales. Y también es la responsable de que los babuinos aguarden con paciencia la posibilidad de consumir tubérculos cocidos, desdeñando aquellos otros que están crudos. Entre los cambios que engloba la reacción de Maillard está la aparición de un aroma mucho más intenso, o el ablandamiento de alimentos que son muy duros en su versión cruda. El nombre se debe al químico francés Louis Camille-Maillard, quien en 1912 se preguntó por qué la carne cocinada se volvía marrón, y por qué desprendía un aroma tan apetitoso. Tras un cuidadoso análisis de diversos alimentos cocinados, consiguió ofrecer una completa explicación química de los cambios que el fuego producía en ellos, ayudándonos a entender por qué nuestro organismo suele preferirlos a sus versiones crudas.

Antes del desarrollo de la ciencia moderna, los humanos teníamos que decidir cuándo cocinar un alimento y cuándo no. Y casi siempre nos guiábamos por la reacción de Maillard. Notábamos que la carne asada olía mejor que la carne cruda y que, además de saber mejor, era más fácil de masticar y digerir. También la experiencia y la intuición nos ayudaban. Había raras excepciones donde la carne cruda era preferible. Los inuit del Ártico siempre han cocinado los animales que cazan, como hacemos el resto de los humanos, pero comían crudo el hígado (y otras vísceras como el cerebro). Los humanos preferimos cocinar el hígado porque eso mejora su olor y su sabor, y porque nuestra experiencia nos dice que el calor elimina muchos parásitos nocivos. Entonces, ¿por qué los inuit no cocinaban el hígado? A ellos, de manera sorprendente, la experiencia les dictaba que el hígado crudo era más saludable, incluso teniendo en cuenta los problemas añadidos que acarrea el consumo de carne cruda. Y no porque el hígado crudo les gustase más.

Esta actitud de los inuit era difícil de explicar hasta que la ciencia moderna demostró que, dadas sus circunstancias, estaban tomando la decisión correcta. En el ártico, donde ellos viven, apenas hay vegetación que aporte vitamina C, muy necesaria para el organismo. Y resulta que el hígado animal es una buena fuente de esta sustancia, pero es destruida durante el proceso de cocción. Los inuit no necesitaron asistir a clases de química para entender que cuando cocinaban el hígado terminaban enfermando de escorbuto. El elevado consumo de hígado crudo prevenía la deficiencia vitamínica pero, como contrapartida, producía una muy alta incidencia de parasitismos y, sobre todo, enfermedades asociadas al envejecimiento del sistema circulatorio, en especial derrames cerebrales. Los inuit estaban obligados a elegir entre evitar el escorbuto en la juventud o evitar otras enfermedades en la madurez. Optaron por lo primero. No obstante, es raro que los humanos nos veamos enfrentados a esta disyuntiva. Hay alimentos que preferimos crudos, y que además hacemos bien en comer crudos, como las frutas. También algunas hortalizas y verduras, pero tengamos en cuenta que estas verduras cultivadas han sido genéticamente modificadas durante decenas de miles de años para resultar mucho más digestibles y nutritivas que aquella comida vegetal disponible en el entorno «natural».

Los alimentos crudos silvestres presentan un problema casi universal: son muy difíciles de digerir. Al cuerpo le cuesta mucho trabajo absorber sus nutrientes. Por ello, los animales cazadores necesitan consumir grandes cantidades de carne en relación a su peso, debiendo dedicar largos periodos de inactividad al simple acto de hacer la digestión. Por el mismo motivo, hay herbívoros como las vacas que se alimentan de vegetales poco nutritivos y necesitan rumiar de continuo, además de poseer un complejo sistema digestivo cuyo estómago se compone de cuatro partes. Muchos animales salvajes dedican casi todo su tiempo a buscar, masticar y digerir los alimentos. La conveniencia de una comida rápida, una digestión ligera y un amplio remanente de tiempo libre es algo que los humanos modernos podemos permitirnos, o algunos de nuestros animales domésticos, pero constituye un rarísimo lujo para otros muchos animales. La dieta humana es, en ese sentido, excepcional. 

Nuestros parientes más cercanos constituyen el mejor ejemplo. Chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes son omnívoros, como nosotros, aunque en distinto grado. Todos ellos comen grandes cantidades de plantas, pero varían en otras costumbres alimentarias. Los gorilas son vegetarianos casi estrictos y únicamente obtienen proteína animal, ya sea por accidente o de manera oportunista, de pequeñas criaturas como insectos. Los chimpancés también comen muchas plantas, pero de manera ocasional cazan a otros vertebrados de cierto tamaño y se comen la carne. Lo que ambas especies tienen en común es la exhaustiva dedicación a la masticación y digestión de los alimentos. Su hábitat selvático ofrece un suministro interminable de comida, pero esta es pobre en nutrientes y muy rica en fibra indigesta, así que sus organismos dedican mucho esfuerzo a la extracción de esos nutrientes. Para chimpancés y gorilas los días consisten, sobre todo, en comer. Son muy inteligentes, viven en estructuras sociales muy complejas y poseen la capacidad para realizar muchas actividades, pero se ven obligados a dedicar buena parte de su jornada a masticar y digerir. No gozan de nuestro tiempo libre.

Esta realidad está tan imbuida en su mentalidad que, sobre todo en el caso de los gorilas, pueden llegar a desesperarse si no dedican casi todo el día a comer, incluso cuando no lo necesitan. El mejor ejemplo es lo sucedido en un zoológico de Canadá. Los cuidadores de los gorilas querían mantenerlos bien nutridos, así que prepararon una dieta vegetariana similar a la humana: frutas y verduras cultivadas, por lo tanto muy nutritivas y fáciles de digerir. Un par de veces al día les dejaban la comida preparada. Los gorilas la comían. Y, como estaba previsto disponiendo de una dieta de mayor calidad a la habitual, permanecían bien alimentados. Obtenían todos los nutrientes que necesitaban. Desde un punto de vista bioquímico, estaban perfectamente sanos. Sin embargo, las cosas empezaron a ir a peor.

Los cuidadores se alarmaron cuando vieron dispararse los casos de ansiedad severa acompañada de conductas patológicas. Aun estando bien alimentados, los gorilas se mostraban visiblemente desesperados por comer más. Llegaban a regurgitar lo que habían tragado para volverlo a masticar; incluso se dieron casos de coprofagia. Los análisis de sangre seguían mostrando que los gorilas no padecían ninguna carencia nutricional, pero su estado mental empeoraba día tras día. Por fin, los cuidadores dedujeron cuál era la raíz del problema. Los gorilas han evolucionado para alimentarse de comida abundante pero muy poco nutritiva, y hemos visto que esto incluye la necesidad de pasar el día entero comiendo. Resultó que esa necesidad también puede ser psicológica. Aunque desde el punto de vista nutricional tenían en su cuerpo todo lo que requerían para estar sanos, con la nueva dieta sentían que estaban muriendo de hambre. Era como el equivalente de alimentar a un ser humano con una pequeña píldora; aunque contuviese todo lo necesario para vivir y nos mantuviese sanos, nuestro organismo nos enviaría la señal de que estamos sufriendo inanición.

Como es obvio, resulta imposible convencer a un gorila de que está sano enseñándole un análisis de sangre. La solución fue otra: los gorilas continuaron recibiendo una dieta «humana» rica en nutrientes, pero añadiendo una buena cantidad de ramas y hojas verdes que, pese a su exceso de fibra y su escaso valor alimentario, les permitía mantener su costumbre de pasarse horas forrajeando, masticando y digiriendo. Los síntomas de ansiedad y depresión desaparecieron. Ahora, los gorilas estaban sanos, pero también felices. Esto nos da buena muestra de la escasa calidad de la comida cruda a la que están acostumbrados los animales en el entorno natural. No disponen de plantas genéticamente modificadas durante miles de años de cultivo. Si bien sus cuerpos pueden beneficiarse de los alimentos ricos que comemos los humanos, sus mentes no siempre están preparadas para hacer una comida rápida y continuar con su día. 

Gorilas, chimpancés y otros grandes simios de la selva dedican, pues, buena parte de su tiempo a obtener las calorías que necesitan. Sus cerebros son grandes y complejos, y el cerebro es el órgano que más calorías consume en relación a su tamaño. Así pues, sus dietas silvestres no solamente limitan el tipo del que disponen para otras actividades, sino que limitan su evolución, porque limitan el crecimiento máximo de sus cerebros. Para que sus cerebros pudiesen evolucionar hacia una mayor complejidad, necesitarían disponer de unas dietas más eficientes, y necesitarían consumirlas durante un buen número de generaciones. Esas dietas eficientes requerirían, sí o sí, del uso del fuego. Sin la cocina, no se llega a poseer un cerebro como el cerebro humano.

Ahora bien, ¿cómo llegaron nuestros antepasados lejanos a manejar el fuego? Usar el fuego de manera deliberada requiere de una gran inteligencia, similar en potencia a la actual inteligencia humana. Pero la aparición de una gran inteligencia requiere a su vez del uso deliberado del fuego para tener una dieta eficiente. Suena como la paradoja del huevo y la gallina: ¿cómo es posible que una especie no lo bastante inteligente para encender un fuego se mostrase capaz de aprovechar el fuego para evolucionar hasta el requerido nivel de inteligencia? 

La respuesta concreta quizá no se conozca nunca mediante rastros arqueológicos, pero existe una buena manera de explicarlo: nuestros antepasados probablemente empezaron a usar el fuego cuando todavía no sabían cómo encenderlo. Simplemente lo tenían a mano. Esto requeriría una fuente natural y constante de fuego, una fuente que durase milenios para que muchas generaciones gozasen de una dieta de alimentos cocidos que hiciese factible el crecimiento del cerebro (como resultado del mayor aprovechamiento de las calorías). 

La única fuente que cumple estos criterios es la actividad volcánica. Nuestros antepasados quizá vivieron cerca de uno o varios volcanes activos. No sabían encender un fuego pero sí sabían, como lo saben otros animales salvajes que observamos en la actualidad, que los alimentos calentados al fuego les resultaban más apetecibles. Descubrieron que podían acercarse a la fuente natural de fuego para calentar allí sus alimentos, aprendizaje que no requiere una inteligencia mayor a la que poseen hoy chimpancés, bonobos, gorilas u orangutanes (todos ellos han demostrado ser capaces de emplear herramientas complejas con soltura). Mientras durase esa fuente volcánica, generaciones de nuestros antepasados podrían garantizarse un suministro constante de alimentos cocinados, durante bastante tiempo como para desarrollar cerebros algo más complejos. Esos nuevos cerebros les permitieron entender que el fuego podía ser conservado alimentando una hoguera perpetua para disponer de un suministro constante de alimentos cocinados incluso en ausencia de una fuente volcánica. Más adelante, al volverse todavía más inteligentes, descubrieron sistemas para encender el fuego desde cero. 

Nuestros antepasados desarrollaron, pues, cerebros que consumían más calorías que antes, pero el fuego les permitía obtener más calorías y nutrientes de menores cantidades de alimentos. El tiempo dedicado a buscar alimentos y digerirlos se acortó: así, el crecimiento de su inteligencia fue acompañado de una inusitada cantidad de horas libres. Ni siquiera importaba si oscurecía durante las horas libres, pudiendo encender un fuego para iluminarse. A todo esto cabe añadir otros beneficios del fuego: mantiene alejados a los depredadores y elimina muchos parásitos y microorganismos de los alimentos. Así que nuestros antepasados estaban no solo mejor alimentados, sino más seguros y sanos que nunca antes. Muchas ventajas evolutivas que les permitieron prosperar y continuar desarrollando sus cerebros generación tras generación. Ahora estaban en condiciones de inventar y desarrollar otras muchas herramientas, incluyendo una crucial: el lenguaje hablado. Y también, cómo no, herramientas para cortar, triturar y procesar alimentos, ahorrando todavía más tiempo de digestión al evitar la necesidad de masticar durante horas.

Además de sus cerebros, sus sistemas digestivos evolucionaron, en paralelo con el uso del fuego. Por ello, los humanos modernos tenemos sistemas digestivos adaptados a menores cantidades de alimento más eficiente, que contienen un porcentaje menor de fibra entera (difícil de digerir y pobre en calorías), además de poder aprovechar mejor los alimentos muy calóricos como la carne y el pescado. Incluso en ausencia de agricultura, los humanos comemos mejor que cualquiera de nuestros parientes. Para hacernos una idea, la dieta de un chimpancé consiste en casi un cincuenta por ciento de fibra, mientras que la dieta de un humano cazador-recolector contiene no más del veinte por ciento. 

Así pues, la dieta «ideal» para un ser humano no consiste en alimentos crudos, sino que es omnívora y abunda en alimentos cocinados. Aunque existe un matiz importante: pese a lo que mucha gente puede creer, el humano moderno no es el resultado «final» de una transformación evolutiva. En muchos aspectos, somos una especie todavía a medio camino entre el simio selvático y un hipotético humano «refinado» cuyo organismo estuviere, por fin, completamente adaptado a los cambios producidos por avances tecnológicos como el uso del fuego. En otras palabras: desde un punto de vista biológico, los humanos modernos estamos a medio modernizar, y todavía sufrimos algunas consecuencias negativas de, por ejemplo, la carne cocinada: el calor hace la carne más apta para el consumo, pero produce ciertas sustancias nocivas que nuestro organismo todavía no ha conseguido evolucionar lo suficiente para procesar del todo. Todavía nos parecemos a los chimpancés más de lo que nuestro orgullo nos querría hacer pensar. La diferencia es que somos chimpancés que cocinan; sin la comida cocinada, aún estaríamos en la selva, no podríamos comunicarnos mediante palabras, y jamás entenderíamos por qué la carne asada huele tan bien. 

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11 Comentarios

  1. jamás entenderíamos por qué la carne asada huele tan bien Cuando lea esto el Frabetti le da un síncope (jeje)

    • E.Roberto

      Juaaa. Genial.

    • No creo que aquel-que-no-mencionaré, lea algo que no sea un comentario a sus , (ponga aqui el calificativo que le parezca oportuno) escritos.

      • Utente pentito

        Señora Eva L.
        No sé si eres un chaval de 20 años, un camionero de 40 o una profesora de 50.
        Pero me haría gracia conocerte.
        Yo tampoco concuerdo con aquel-que-no-mencionaré. No hay cosa que diga en la que no discrepe de él (me refiero a política). Y mira que yo también soy muy de izquierda. Se ve que de escuelas diferentes.
        U.p.

  2. E.Roberto

    Si nos quedaba más tiempo para inventar o innovar el arte gracias al fuego, ahora entiendo porqué escribo tanto, y no sólo yo: para no aburrirme. Y pensar que creía que fuese un dono transcedental o algo por el estilo. ¡Qué amargura!; una amargura que tendría que ser debidamente cocinada para una mejor digestión. Una intuición impecable que comparto después de la lectura. Excelente y ameno artículo. Gracias.

  3. Pues yo creo que si a esos gorilas del experimento les hubieran dado trankimazin en lugar de ramitas para superar la ansiedad bulímica, la siguiente generación ya estaría viendo masterchef y tendríamos una precuela del planeta de los simios.

  4. Cocinar hizo al hombre, un clásico de Faustino Cordón.

    • ¿Citando a un bolchevique?, a ver si me va a resultar usted un patrimonialista de izquierdas.

      • Bolchevique tuerto y medio manco por andar con explosivos en la GCE. Loado sea.
        No soy un patrimonialista jotdouniano de izquierdas.
        Soy de izquierdas, a secas. No espero que lo demás lo sean en un espacio neutral.

  5. A los vegetarianos les va dar igual. Es lo que tienen las religiones. Da igual que les pongas la ciencia enfrente. Con tener fe es suficiente.

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