
En su último artículo en El País, Manuel Vicent escribe que cuando muera, volverá a encontrar su bicicleta. En el paraíso lo estará esperando aquella Orbea de color gris antracita que de niño lo llevaba al mar en verano y, todos los viernes1, a la estación de tren para recoger el paquete lleno de tebeos que un ferroviario le arrojaba por la ventanilla del vagón correo. Unas líneas más abajo, se refiere a lo que aprendió en la catequesis y hace mención de sus primeras pulsiones sexuales.
Con la excusa de la bicicleta, en poco más de trescientas cincuenta palabras, Vicent resume los principales temas de su obra (muerte, sexo, mar, religión, literatura y placer) y, en un acto de consideración con el lector, termina ofreciendo un mensaje positivo para que nos quedemos con buen sabor de boca; ya está él para calentarse la cabeza y torturarse sobre la parte fea de la vida. En su texto —una vez más— con claridad, sencillez y las palabras justas el autor nos permite asomarnos a un mundo personal complicado y rico. El artículo es perfecto, no dejen de leerlo. Solo una objeción: Manuel Vicent no se va a morir. Independientemente del «hecho biológico» (como se nombraba en los años setenta la muerte de Franco sin nombrarla), Manuel Vicent seguirá presente. A lo largo de más de setenta años, en libros y artículos, nos ha contado nuestra vida a través de la suya y nos ha enseñado a disfrutarla, aunque él no lo hiciera tanto como le hubiera gustado. A Vicent se le seguirá leyendo durante las próximas generaciones y se convertirá en un clásico llegando a alcanzar la gloria literaria que hace años renunció a conseguir.
Isaac Bashevis Singer, en su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de literatura de 1978, dijo que: “Debe haber una manera para que el hombre alcance todos los placeres y conocimientos que la naturaleza puede otorgarle, y aun así servir a Dios, un Dios que habla con hechos, no con palabras.” El escritor judío contaba entonces con setenta y seis años. Vicent, a pesar de declararse ateo, continua a sus ochenta y nueve buscando esa forma de hacer compatible a Dios con el placer.
Nudos
Manuel Vicent utiliza muy a menudo en sus escritos la idea de desatar un nudo. En la primera parte de sus memorias escribió: “la vida de los hombres no es sino un nudo de aromas que se va deshaciendo ante la muerte”. En 2022, en entrevista con Jot Down, lo explicó con más claridad y amplitud:
Todo lo que nos ha pasado a lo largo de la vida no es más que un desarrollo de los primeros cinco o seis nudos que se hacen en la infancia, antes de que la información llegue al córtex del cerebro, antes de que alcance la inteligencia. En el cerebro límbico es donde anidan y se anudan las emociones, los símbolos, las creencias, los mitos, los terrores, los dogmas, el catecismo, todos estos sentimientos. Es como una mucosa muy sensible que se impregna de sensaciones y eso ya no se olvida. La experiencia no es más que ir desarrollando, o más bien desatando, lentamente esos nudos. Los nudos de los primeros sabores, sonidos, canciones, tactos, caricias…
Como decíamos, en su reciente artículo de El País cita sus principales nudos. Solo falta la relación con su padre, uno de los más importantes, pero veremos más adelante que está incluido en el asunto de los tebeos arrojados desde el tren.
En sus primeros libros de memorias (Contra paraíso, Tranvía a la Malvarrosa y Jardín de Villa Valeria) Manuel Vicent relata cómo se ataron aquellos nudos en su infancia y juventud. Estos libros, escritos en su madurez, cerca de cumplir los sesenta años, intentan ser una forma de terapia para que dichas obsesiones se vayan disolviendo poco a poco, para que esos nudos se desaten. El hecho de que en sus dos siguientes volúmenes de memorias, en Verás el cielo abierto y en Leon de ojos verdes —escritos diez años después—, vuelva sobre los mismos asuntos demuestra que no había conseguido desembarazarse aún de aquellas obsesiones. En Una historia particular (Alfaguara, 2024), su último libro autobiográfico, vuelve a hacer un intento, pero solo lo consigue con dos de ellos: el asunto de la ambición literaria y el de su relación con el padre.
A continuación, con base en sus seis libros de memorias, veremos cómo aquellos nudos tan determinante en su obra y en su vida se fueron formando en los años de su niñez.
La muerte
A los cinco años, Manuel Vicent ya es consciente de la muerte. Sabe que sus padres han perdido dos hijos, uno a los pocos meses del nacimiento y el otro, una hermana, a los dos años de vida. A esa misma edad, fallece de meningitis Maria Luisa, hija del médico don Roberto que vive puerta con puerta a la casa familiar. Además, por su labor como monaguillo, el joven Manuel ayuda al párroco a llevar el viático a los moribundos y en los entierros. La muerte es algo presente en la vida de aquel niño. En su mente, como cuenta en Contra Paraiso, quedó el “perfil de la muerte unido al perfume de los geranios del cementerio”. La memoria de Vicent siempre fijada en los olores.
De su primera experiencia en el colegio guarda buen recuerdo:
En el umbral de un caserón destartalado me recibió sonriente la maestra doña Teresita y me serené un poco al ver su rostro tan dulce. De su mano crucé el alto zaguán y en seguida ella me soltó dentro de una corraliza donde me puse a dar saltos como un eral contagiado por aquella nube de niños que gritaban, se pegaban, se mataban a pedradas y a bastonazos. Esto es lo mío, pensé, aquí voy a triunfar.
A base de amenazas y patadas se hizo respetar entre sus nuevos compañeros. Un día, jugando sólo en la glorieta, intentó subir a un pilar de una alberca, cayó de espaldas dentro, se golpeó la cabeza y quedó en coma durante tres días. El haber estado en el “otro mundo” le hizo ganar prestigio entre el resto de los colegiales. Cuando había pelea, utilizaba el hecho de haber estado cerca de la muerte como medida disuasoria:
—Si me tocas, llamaré al demonio —decía yo antes de comenzar una pelea.
—¿Qué demonio?
—Uno que es amigo mío. Tiene cabeza de serpiente peluda y las patas de cabra.
Sexo y Mediterráneo
La sexualidad y el mar mediterráneo están íntimamente relacionados en la vida y la obra del escritor. El día 29 de junio de 1941, festividad de San Pedro, cobró especial relevancia en lo que tiene que ver con la formación y entrelazamiento de estos dos nudos. Aquel día, Quico la Paula, un labrador que vivía en frente de los Vicent, montó en su carro a su familia. Una de las hijas era amiga de Rosita, hermana de Vicent. Por ese motivo tanto Rosita como Manuel fueron invitados a la excursión. Se encaminaban a la playa de Moncofa, a solo siete kilómetros del pueblo.
Manuel ya había visto el mar, pero siempre desde una montaña, en sus correrías buscando bombas de la guerra civil. Aquel día, “La mar se me manifestó con toda su conciencia”.
“El aire cargado de sal venía anunciando la mar”, escribe/recuerda. Se estaban acercando con el carro, ya se escuchaba el ruido de las olas, pero debido a las dunas aún no veían el mar. Cuando por fin Manuel tiene ante sí el mediterráneo, lo que experimenta no es admiración ante la inmensidad del espectáculo sino “una sensación de salvaje alegría dentro del clamor que su luz liberaba”.
El carro de Quico de Paula no es el único en la playa de Moncofa aquel día. Algunos hombres limpian sus caballos dentro del mar y hay muchachas bañándose; lo hacen vestidas. Manuel tiene cinco años, pero no le pasa desapercibida la imagen de “la tela mojada y pegada a la curva del vientre que marca el triángulo de pubis” de aquellas chicas. Y tampoco se le escapan las miradas “calientes y furtivas” de hombres y adolescentes que desde la orilla están atentos a la escena.
A estas sensaciones se une el hecho de que Manuel ya haya visto en numerosas ocasiones aparearse a animales de diferentes especies. En otra ocasión, en la glorieta, buscando una canica de acero que utilizaba para jugar al guá, sorprende a dos novios haciendo el amor: “La pareja cada vez se anudaba más entre sí” y le sorprenden los “gruñidos” que emitían tanto él como ella. “Se mordían, se besaban, se reían, se quejaban y los dos parecían buscar frenéticamente con las manos un lugar secreto del otro”. Manuel termina perdiendo su canica y sin “entender nada”.
Las experiencias continúan produciéndose. Una tarde, Camilo Sarasa, el mismo amigo que había perdido un ojo en la montaña a causa de la explosión de una bomba perdida, utilizando un trozo de espejo que hábilmente colocaba debajo de la falda de Pepita, una chica del pueblo, le enseña “lo más importante”.
La inagotable curiosidad y la confusión llevan unas semanas después al pequeño Manuel a buscar en las partes íntimas de María, una niña de seis años, lo que ya ha visto en unas láminas de anatomía que el hijo del médico del pueblo le ha mostrado. En algo que tiene más de juego inocente que de otra cosa, Manuel y la niña se desnudan y exploran sus genitales. Después de aquella experiencia, el niño se considera todo un experto en el asunto del sexo. El mismo hijo del médico le dice que eso que ha hecho con María es «pecado”.
El padre
Manuel Vicent nació en La Vilavella (Castellón) en 1936, pocos meses antes del comienzo de la guerra civil. “La Vilavella es un pueblo recostado en las estribaciones de la sierra Espadá. Entonces era pequeño y blanco. Muy limpio. Olía a naranjo y a labor de esparto”, escribe al final de Contra Paraíso. Manuel fue el tercero de los cinco hijos del matrimonio formado por Jose María Vicent Vicente y Rosario Recatalá.
El principal medio de subsistencia de los vecinos es la agricultura, especialmente el cultivo de cítricos (naranjas, limones y mandarinas). El padre de Manuel era propietario de numerosas hanegadas de regadío dedicadas a la explotación de la naranja (una hectárea = doce hanegadas). La venta de las cosechas le reportó suficientes ganancias como para permitir a su familia una vida sin apuros incluso durante la Guerra Civil.
Cuando estalló la guerra, las provincias de Levante quedaron en la zona republicana. Su padre había votado a la derecha, iba a misa todos los días y era dueño de tierras. Por esos motivos estaba claramente en el bando de los sublevados y fue detenido por los miembros de la FAI (anarquistas). Lo subieron en un camión estacionado en la plaza de la iglesia y, junto con otros vecinos de derechas, se lo llevaron. Manuel, aún un bebé, estaba en brazos de su padre cuando vinieron a prenderlo. En lugar de matarlo en cualquier barranco, como ocurrió a muchos, lo condujeron a Castellón y lo juzgaron. Por su libertad se pidió una fianza de doscientos duros que la madre tuvo que llevar en mano. El padre, una vez de vuelta en su domicilio, se acondicionó un escondite en el piso de arriba. Tuvo la mala fortuna de que la casa, situada en el centro del pueblo, fue ocupada por los militares leales a la República que instalaron sus oficinas en la planta baja.
La relación entre la familia y los militares republicanos no debió ser muy tensa porque a los pocos meses Rosario, la madre, quedó embarazada y nadie le recriminó nada ni buscó al causante de la gravidez.
En su refugio del piso de arriba, Jose María Vicent se entretenía con un violín. Manuel recuerda que al oír la música subía gateando las escaleras y llegando arriba, al ver la sombra de su padre, este dejaba de tocar el instrumento y se escondía. Vicent lo recuerda así en Contra Paraiso:
A la caída del sol todos los días comenzaba a sonar con dulzura La Leyenda del Beso en aquel espacio prohibido, cosa que me atraía sobremanera y cuando mi madre o la criada se olvidaban de mí iba yo subiendo hacia el piso de arriba llevado por un reflejo condicionado y no me podía detener. Pronto empezó este juego cerebral entre aquella sombra que huía, la música que cesaba y la angustia de no alcanzarlas nunca.
Vicent dice no recordar que su madre lo acariciase o lo besara: “En casa estaba prohibido manifestar sentimientos de ternura”. Retrata a su madre como una mujer enamorada y entregada en exclusiva a seguir las instrucciones de su marido. La figura paterna va a tener mucho peso en la vida y obra del escritor. Ya en sus primeros años de vida lo recuerda como hermético, trabajador y entregado a su catolicismo, un sentimiento religioso conservador que inspiraba las estrictas normas que regían la vida de la familia: “rezábamos el rosario todas las noches”. Y añade: “Yo entonces tenía cinco años y ya sabía que el mundo se dividía en dos: mi padre y los demás”. En entrevista con Jot Down (2022) el autor respondió que “Yo tengo un gran sentido de la culpa que se lo debo de mi padre. La herencia que recibí de mi padre es que soy culpable. Es decir, yo, ahora mismo, casi estoy a punto de ir al cuartelillo y entregarme. Cualquier día lo hago.”. Entonces, Manuel Vicent tenía ochenta y seis años.
La rigidez que se vivía en el hogar de los Vicent llevó al niño a identificar la puerta de la casa como una frontera: “Dentro estaba el orden, fuera la imaginación”.
Manuel acudía en su bicicleta todos los miércoles a la estación de Nules. A las diez de la mañana, llegaba el tren que procedía de Valencia. Por una ventanilla echaban un paquete de revistas y tebeos. El quiosquero lo recogía del suelo y allí mismo, sin desatar del todo la cuerda, le vendía al niño, a cambio de dos reales, el nuevo ejemplar de las hazañas de Roberto Alcazar y Pedrín.
A los doce años, Manuel tenía toda la colección “desde el número uno, Piratas del Aire, hasta las últimas maldades de Svimtus, el hombre diabólico”. Una mañana de verano, Manuel leía la última aventura de sus héroes cuando hecho una furia su padre entró en su cuarto, le quitó el tebeo de las manos y lo hizo trizas. El niño pensó que después de romper ese ejemplar se calmaría, pero su progenitor vio la caja de madera donde guardaba todos los ejemplares, “más de cien tebeos”. Uno a uno los rompió todos.
—¿Por qué? ¿Por qué? —gritaba yo tratando de salvar a alguno de aquellos héroes.
—Porque sí —respondía mi padre desde el fondo de su ira.
—No, por favor.
—Esto que lees no son más que tonterías.
Manuel Vicent recuerda su humillación cuando encontró trozos rotos de los tebeos atravesados por el gancho que había en el retrete del patio de su casa; hacían la función de papel higiénico.
Todo el mundo de mis sueños quedaba destruido y yo no lograba entender aquella embestida irracional. Así fue como conocí el absurdo” (…) “la primera gran desgracia de mi vida que me deparó la irracionalidad del poder.
Su afición a los tebeos de Roberto Alcazar y Pedrín y sus esperas en la estación, junto al quiosquero, se relatan en Contra Paraíso. Pero en este primer volumen de sus memorias no se hace mención de la acción expeditiva y violenta de su padre. Es muy significativo que en Verás el cielo abierto que, como ha manifestado Vicent, es una especie de informe a su psicólogo, se amplíe la información incluyendo la destrucción de los comics.
Pero la rabiosa eliminación de los tebeos de Roberto Alcazar no fue la única censura destructora aplicada por el padre sobre obras de ficción compradas por Manuel. A los quince años el joven ya se ha aficionado a la lectura y por iniciativa propia hace un pedido a la editorial Espasa Calpe: Fausto de Goethe, las Noches florentinas de Heine, varias obras de Azorín, poemas de Machado y unas novelas de Pío Baroja. El adolescente no se encuentra en casa y el padre confisca el paquete. Pasados unos días en que los libros están ocultos, el padre llama al párroco y al farmacéutico para decidir qué hacer. El farmacéutico, que es «leído y tolerante» y queda admirado de que a los quince años el chico esté interesado por el libro de Goethe, defiende al joven Manuel. El cura puntualiza que en dicho volumen el protagonista vende su alma al diablo. “Al fuego”, sentencia el padre. De la quema solo se salvaron Azorín y Machado. En el paquete había cinco novelas de Pio Baroja, solo se salvó Camino de Perfección, la novela menos favorable a la religión de su autor que además contiene escenas claramente irreverentes. Como explica Vicent, el título debió sonarle bien al párroco, que evidentemente no la había leído. (pág 92 y 93 de Verás en cielo abierto).
En Una historia particular (Alfaguara, 2024) Vicent relata cómo en septiembre de 1982 recibió la noticia de que su padre estaba agonizando. Cuando llega a la casa familiar sus hermanos, que habían pasado la noche en vela junto al moribundo, aprovechan para salir a tomar algo en el bar de la esquina y lo dejan solo con el padre:
Durante media hora solos, los dos, en la habitación en penumbra, me sorprendió comprobar que el viejo resquemor que me había infundido se había convertido en una compasión insondable. No podía culparle de nada, ni siquiera de su autoritarismo, ni de su incapacidad para manifestarme su sentimiento de ternura cuando yo era niño. Pese a que no podía olvidar aquel dedo que me mandaba callar o me indicaba el camino obligado contra todos los placeres de la libertad o la mirada severa con que me juzgaba, ante su figura agonizante sentí una extraña piedad que me impulsaba a quererle.
(…)
Con la muerte del padre, yo, que siempre fui tomado como el hijo pródigo, sentí que en mi nuca se desataba el nudo de la culpa. Por primera vez me sentí libre. Había muerto el juez.
La religión
Manuel cumple siete años y su madre, para celebrarlo, le ha hecho una tarta. Cuando el niño llena su cucharilla y, antes de que la lleve a su boca por primera vez, su padre le dice: “Manuel, hijo mío, has cumplido siete años. Ya tienes uso de razón. A partir de hoy ya puedes ir al infierno. Recuérdalo siempre. Felicidades”. “Desde entonces —dice el escritor— llevo asociada la repostería al fuego eterno”.
Cuando años después tiene que hacer la primera comunión, le remuerde la conciencia el “pecado” cometido con la niña María. “Hasta ese momento había experimentado el sentido de culpa sólo una vez: aquella tarde en que destruí un nido de verderones”.
En la formación del nudo religioso hay un episodio determinante: el día en que Mosen Javier, el cura del pueblo, lo llama a su casa para hacerle saber que ha sido elegido por Dios para “ser un héroe”, para evangelizar, para “ser apóstol”, para ser sacerdote y “salvar negritos”. Manuel tiene diez años y, con pocas opciones para negarse, acaba aceptando la invitación. Pasa tres años en el seminario de Tortosa. Este momento se relata en tres de sus libros de memorias, En Contra Paraíso (pág 185 y 223), en Tranvía a la Malvarrosa (pág. 47) y en Verás el cielo abierto (pags 68 y 69). La única diferencia es que en los primeros dos volúmenes el sacerdote está a solas con él y en el relato que se hace en el último libro el padre de Manuel también se encuentra en la casa del párroco. Vicent cuenta en las tres ocasiones que estaba siendo utilizado para cumplir los planes de su padre: “el hijo primogénito para cuidar las tierras, el segundo hijo varón para la iglesia y el tercero para la abogacía o la ingeniería.” Pero todo va a terminar mal; Manuel termina dejando sus estudios en el seminario.
Cuando decide no volver al seminario, su padre le dice: “Vas a matar a tu madre si abandonas los estudios”. Manuel, que ya tiene quince años, pregunta si su opinión no cuenta. El padre insiste: “Tus padres se lo habíamos pedido a Dios en nuestras oraciones; estabas destinado a ser nuestra alegría. ¡Vas a matar a tu madre!” La madre del escritor murió pocos años después. (pag 129 de Verás el cielo abierto)
A pesar de haber perdido la fe a los trece años, como él cuenta, el asunto religioso ha estado siempre muy presente en la obra del escritor. Como si tuviera la necesidad de rellenar un hueco, los diferentes elementos de la naturaleza y sobre todo los olores, son de forma habitual identificados con la divinidad. En la página 172 de Contra Paraíso tenemos un ejemplo: “el olor del cuero de la zapatería, el de la grasa del taller de bicicletas, el del trigo caliente del granero… el olor de los cromos y de los tebeos donde habitaban los héroes, el sofrito de conejo, y el olor del humo grasiento de la longaniza y el tocino… Todos esos perfumes eran Dios, el mismo que aún me sustenta”.
Fuera ya del seminario, el joven Manuel mantiene contacto con un cura de Acción Católica. Esta organización fundada en 1923 de la mano de los cardenales Herrera Oria y Reig y Casanova está formada por cristianos laicos y tiene como principal objetivo la evangelización y el apostolado. La Acción Católica Española (ACE) fue muy activa durante la dictadura. Identificada en sus orígenes con el régimen franquista, a partir de la mitad de los años cincuenta, sobre todo tras el concilio Vaticano segundo, dieron un giro y pasaron a volcarse en la atención hacia los más desfavorecidos. El padre Llanos fue un ejemplo: acabó militando en el PCE. La Acción Católica con que Vicent se relacionó fue la anterior a ese giro hacia lo social.
Un consiliario era un sacerdote que debía guiar a un grupo de fieles integrados en Acción Católica. Uno de estos consiliarios, preocupado por cómo aquel joven se empezaba a apartar del buen camino, aconsejó a Manuel leer un libro. Manuel debía tener no más de dieciséis años. El libro se titulaba Energía y pureza. Su autor era Tihamer Toth, un sacerdote católico nacido en Hungría en 1889 y especializado en la educación religiosa de jóvenes de ambos sexos. Además de este libro, dedicado a los chicos de sexo masculino, Toth escribió otro dedicado a las muchachas: Pureza y hermosura.
Manuel Vicent se acuerda del libro de monseñor Toth cuando está en un prostíbulo a sus 17 años. Lo ha llevado para que se “desvirgue” su amigo Vicentico el Bola, personaje importante en la adolescencia de Vicent.
El libro para jóvenes varones de Toth dice:
Si hubiera un muchacho que se cortara cada semana un trocito de sus pulmones, ¿adónde llegaría a parar dentro de uno o dos años? Considera, pues, amado joven, qué influencia ha de ejercer la excitación sexual sobre el organismo en pleno desarrollo, que pide en esta edad la mayor tranquilidad y un descanso virginal; y qué ruinas ha de producir el malbaratar a los catorce, dieciséis, dieciocho años, esas fuerzas jóvenes que la naturaleza ha de atesorar para los veinticuatro, veintiséis, veintiocho años de edad, es decir, para el tiempo del matrimonio. Medítalo bien: los elementos que desperdicia una vida sexual desordenada son necesarios para alimentar la médula espinal y los nervios. Medítalo bien: la excitación vehemente producida por el pecado en el organismo del muchacho y el estado espasmódico en que se encuentra el sistema nervioso en el momento de pecar son argumentos de perniciosas influencias”. (…) jóvenes pálidos como la cera, con la punta de la nariz brillante y entre sudada; jóvenes que siempre están cansados, por mucho que duerman; que sufren de continuas jaquecas e insomnio; amenazados con la perturbación total de su sistema nervioso, con la locura.
Para prevenir a las mujeres jóvenes, el padre Toth escribe en Pureza y hermosura:
El desarrollo de esta semilla que ahora está madurando en ti puede tener buena o mala dirección, según tu comportamiento de ahora, según tu recato y tu pureza, y de ello depende que al llegar a la edad núbil seas la bendición o la maldición de la familia que fundes. ¡No olvides que un sinnúmero de hijos neurasténicos, ciegos de nacimiento, idiotas, paralíticos, criminales, locos, maldicen los pecados y excesos juveniles de sus padres!
(…)
Un pensamiento sigue a otro. Pensamiento cuyo solo nombre la hacía estremecer hace algunos años. Su corazón empieza a golpear locamente; su sangre hierve, se rebela. Le gustaría probar, aunque sea a medias, ese placer que tanto ponderan sus amigas. Ya que no está a su alcance el placer completo ¿por qué no probar a solas algo de ese deleite? El deseo la quema a llamaradas. “Venga, nadie me ve”. A probarlo, pues; a cometer el acto prohibido en su propio cuerpo. Aquel acto que sabe es pecado contra Dios y contra la dignidad humana…; pero, ¿Quién tiene en cuenta esas cosas cuando se impone el placer, la pasión sensual, cuyo aullido imperioso ha adquirido incremento por la bebida, la conversación, la lectura, el cine, el baile de la tarde…?2
En sus memorias Manuel Vicent cuenta que había leído en lo de Toth que “la lujuria me acarrearía enfermedades terribles, la tuberculosis, la anemia perniciosa o la esquizofrenia hasta que finalmente mi médula espinal quedaría destrozada».
Paraíso perdido
Todos estos nudos y el relato de lo que han significado en la vida del autor han dado profundidad a la obra de Manuel Vicent. Quienes hacen una lectura superficial de sus libros dicen que Vicent es el autor del Mediterráneo, de la luz, del placer y de la alegría de vivir. No es verdad. Lo que hace el escritor castellonense es agarrarse a estos asuntos para buscar en ellos -a veces infructuosamente- una solución al sinsentido de la existencia, a la imposibilidad del amor y a la inevitabilidad de la muerte. Vicent sabe que la respuesta está en su infancia. Por eso, a punto de cumplir noventa años, continúa intentando desatar esos nudos.
No es casualidad que su último artículo, el de la bicicleta, se titule «Así es el paraíso». Su mejor libro, el que relata su infancia y nos abre la puerta a conocer cómo sus nudos se fueron atando, se llamó: Contra Paraíso (Alfaguara, 1993).
1En los libros de memorias de Vicent era el miércoles, y no el viernes, cuando llegaba el tren con los tebeos.
2Los extractos de los libros del padre Tihamer Toth no figuran en los volúmenes de memorias de Manuel Vicent. Estos dos libros de Toth se siguen publicando. Los extractos pertenecen a una edición de 2016.
Qué barbaridad de educación para esa generación, qué penoso y qué poca, si no ninguna, enmienda. Dan ganas de llorar o salir a matar como diría Caetano Veloso. Qué triste; y como la suya, montones de vidas mutiladas. Alucino con que aún se publiquen esos libros referidos; por otra parte, no me alcanza la imaginación para pensar qué tipo de personas los compra y o lee hoy en día.
Gracias por el artículo. Yo sólo le he leído el último, Una historia particular, y desde luego ni de lejos me reveló el drama de este hombre.