Cine y TV

Woody Allen (II): Años 80

Delitos y faltas

En la primera parte de esta revisión de la carrera de Woody Allen decíamos que Interiores (Interiors, 1978) puede, con razón, ser vista como el salto atrás de un director que, justo cuando conseguía configurar su estilo, empezaba a copiar el de otro (Bergman). Con Recuerdos (Stardust Memories, 1980), Allen repitió ese salto atrás, pero esta vez con tirabuzón: tras realizar la más perfecta síntesis de su discurso cinematográfico hasta ese momento (Manhattan, 1979) decide rodar lo que, a primera vista, no es sino una revisión, en todos los aspectos, de Fellini 8 1/2. De todas las películas de Woody Allen Recuerdos es, además, la que le costó la reacción más airada de público y crítica por algo que Allen sigue considerando, a día de hoy, un malentendido provocado por su presunta falta de pericia.

En Recuerdos Woody interpreta a Sandy Bates, un director de cine en plena crisis personal que es obligado a asistir a un festival donde se proyecta una retrospectiva de su obra. Allí se enfrentará a sus temores, a sus crisis de pareja, al recuerdo de su infancia, a productores sin escrúpulos y, además, a auténticas hordas de «fans», «groupies», obsesivos admiradores de su carrera y críticos de cine, todos ellos representados como un auténtico circo de «freaks» enfermizos, desagradables y espeluznantes. En el juego de espejos que parece mostrar Recuerdos, público y crítica se vieron reflejados en esa masa de lunáticos, por cuanto Sandy Bates parecía ser la representación cinematográfica perfecta de Woody Allen en ese momento de su carrera. Es este un tema recurrente que sigue, a día de hoy, surgiendo en varias de sus entrevistas: Allen siempre afirma que nada había más lejos de su intención que caricaturizar a su público, y que Sandy Bates no pretendía ser su propia imagen.

Pero el hecho es que, por más que nos acerquemos a Recuerdos con la sana intención de desligar al autor del personaje, Woody no nos lo pone nada fácil: como Allen entonces, Sandy Bates acaba de experimentar un cambio en su cine, una transición de la comedia al drama («Me gustan mucho sus películas, sobre todo las primeras, las divertidas» le dicen hasta por dos veces en el film); como acababa de ocurrir con el Allen de Interiores, la crítica, el público y sus productores no han aceptado esa transición; como Allen, Sandy Bates es tremendamente ocurrente en las ruedas de prensa, plagadas de respuestas ingeniosas por su parte; como Allen, Sandy Bates vive en Manhattan, totalmente alejado de Hollywood. Tony Roberts (Annie Hall, Sueños de un Seductor) llega incluso a interpretarse a sí mismo como el actor de varios films de Sandy Bates.

Si se ve la película desde esta perspectiva, Recuerdos parece un film tan pretencioso como petulante y prepotente. Los personajes inseguros, ocurrentes, temerosos, paranoicos de Allen están ahí, con Sandy Bates a la cabeza. Pero, por una vez, Woody nos impide disfrutar de la seguridad que da la distancia, que condiciona su comicidad, y nos inmiscuye en la trama. No nos habla solo de su relación con las mujeres, sino también de la que tiene con nosotros, el público. Y entra, así, en terreno vedado. Para colmo (siempre si observamos el film desde esa perspectiva) Allen parece representarse como una persona tan insegura en su vida personal como convencida de ser intelectualmente superior a la masa cinéfila que recibe su obra de manera absolutamente superficial. Y eso nos incomoda.

Sin embargo, parece muy razonable conceder a Allen el beneficio de la duda, y aceptar que no era esa, ni mucho menos, su intención con Recuerdos. Sabemos, de hecho, de su incorregible modestia, y a lo largo de los años nos hemos hartado de oírle despotricar de sus películas y repetir hasta la saciedad que es un director sobrevalorado. Pero incluso si conseguimos abstraernos del aparente equívoco de Recuerdos, la película, por más que sea un muy apreciable (y visualmente fascinante) ejercicio de neurosis alleniana, sigue siendo una enorme deudora de 8 1/2, a la que prácticamente plagia desde la primera escena.

De todas formas, las cualidades de Recuerdos se agigantan por comparación con su siguiente película: La comedia sexual de una noche de verano (A Midsummer Night’s Sex Comedy, 1982) es una de las obras más insulsas de toda su filmografía. Una comedia sin chistes ambientada en una casa de campo a principios del siglo XX, en la que su ya tradicional historia de personas condenadas a sentirse atraídas por la pareja del otro en detrimento de la propia se queda en mero esbozo. También es una de las primeras muestras del clásico apresuramiento de Allen: esas aparentes ganas de quitarse de encima una película para abordar la siguiente, lo que a día de hoy constituye el mejor argumento de sus detractores. El film supuso, eso sí, el inicio de una felicísima colaboración: la de Allen con la segunda de sus musas, Mia Farrow, que participaría en todas sus películas durante los siguientes diez años hasta que su relación, sentimental y profesional, terminara de tan abrupta y conocida manera.

En el caso particular de La comedia sexual de una noche de verano, sin embargo, podemos perdonar a Allen sus teóricas prisas. Y es que, casi en paralelo, rueda la fascinante Zelig (1983). En esta película retoma el tono de falso documental de Toma el dinero y corre con pretensiones mucho más elevadas: cuenta la historia de Leonard Zelig, un judío camaleónico que, en su obsesión por agradar a la gente, adopta en cada momento la personalidad y la imagen física de la persona que tiene a su lado. El documental es una maravillosa evocación en blanco y negro de los «locos años veinte» y los primeros años treinta: desde que Francis Scott Fitzgerald, durante una fiesta de la alta sociedad de Long Island (¿en West Egg?) se sorprenda por el increíble don de gentes convenientemente adaptado a sus interlocutores de un tal Zelig, hasta que ese mismo Zelig, judío, participe en un mitin de Hitler en Berlín a la llegada de los nazis al poder. Es este último, de hecho, el mensaje que Allen extrae siempre del film: «la renuncia a la propia personalidad conduce al fascismo». Pero la película admite muchas más interpretaciones. Zelig puede efectivamente verse como una reformulación de El Gran Gatsby, con ese hombre que construye un personaje a la medida de la sociedad a la que desesperadamente pretende aferrarse. También es un interesante análisis de los vaivenes de la fama, de cómo esta depende de la adaptación del famoso de turno a los esquemas morales de cada momento. En sus sucesivas mutaciones, Zelig es amado, odiado e ignorado a partes iguales. Solo cuando alguien (la doctora Eudora Fletcher, interpretada por Mia Farrow) trata de anular sus sucesivas capas protectoras y quererlo tal y como es, halla Zelig su propia personalidad, y ello a través del psicoanálisis, del que Allen sigue mofándose igualmente (el famoso gag a cuenta de Freud y la «envidia de pene»). Es tal la complejidad de Zelig que puede incluso entenderse como una muy ingeniosa fabulación a cuenta de la carrera de Allen hasta entonces: y es que ya hemos dicho que éste, quién sabe si movido por un afán de ser respetado por cierta crítica «seria», había renunciado a su propio estilo para adoptar la forma de sus directores preferidos: Bergman y Fellini, por ese orden.

Tras la pretenciosidad de apuestas mejor y peor resueltas como Zelig y Recuerdos, respectivamente, y las prisas de La comedia sexual de una noche de verano, film tan sencillo como plano, Woody regala, en 1984, una película que hace de esa sencillez, virtud, y de las posibles prisas, frenesí cómico. En la maravillosa Broadway Danny Rose, sistemáticamente olvidada en las listas de mejores películas de Allen, este interpreta (tal vez cubriéndose las espaldas tras el equívoco de Sandy Bates) a un personaje totalmente alejado de sus arquetipos anteriores: Danny Rose es un voluntarioso agente teatral convencido de la valía de su grupo de representados: un tesoro de talento por descubrir que incluye, entre otros, a un malabarista manco y a un bailarín de claqué con una sola pierna. Un grupo de cómicos veteranos de Broadway, reunidos en el Carnegie Deli (7ª avenida con la calle 55), recuerdan la mejor anécdota de su accidentada carrera: aquella que envolvió a Danny con un «crooner» en horas bajas y la novia de este, una chica del entorno de la Mafia interpretada, en un alarde de versatilidad, por una excelente Mia Farrow.

Danny Rose comienza siendo una caricatura, pero conforme avanza el film Allen lo convierte en un ser humano, en un perdedor maravilloso, y nos termina regalando uno de los finales más simples, sencillos y emocionantes de su carrera:

Broadway Danny Rose y su final han convertido al Carnegie Deli (junto con el puente de la calle 59, el Lincoln Center, Gramercy Park y otros) en lugar de peregrinación por la Gran Manzana de todo aficionado a Woody que se precie. En el Carnegie Deli, contrariamente a lo que se dice en la película, nunca dedicaron un plato a Danny Rose (es tal la sensación de verismo que transmite el personaje de Allen que uno casi esperaría encontrárselo en la mesa de al lado), pero sí se lo dedicaron a Woody Allen: y el «Woody Allen» en cuestión consiste en una gigantesca e inasumible montaña de pastrami de veinte centímetros. Para valientes.

En plena racha, Woody afronta 1985 con un nuevo giro de tuerca en forma de película memorable. La sentimental, mágica, ensoñadora y tremendamente trágica La Rosa Púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo) cuenta la historia de Cecilia, una camarera de vida desdichada que, en plena Gran Depresión, cuenta con el cine de su barrio como única válvula de escape de una realidad dominada por un jefe déspota y un brutal y estúpido marido. Un suceso inesperado colmará temporalmente sus fantasías de evasión, pero finalmente, obligada a elegir entre la ficción y la realidad, Cecilia optará por la única elección posible. Y esa será su condena. El final de La Rosa Púrpura de El Cairo, con ese fundido en negro en el que Cecilia y el Cine se entrelazan en un beso imaginario, es tan terriblemente dramático como hermoso. Allen domina ambos extremos con una sencillez absolutamente pasmosa:

Woody vuelve a ponerse delante de la cámara en Hannah y sus hermanas (Hannah and her sisters, 1986), pero esta vez construye una historia coral de múltiples personajes (en el reparto, estelar, sobresale un soberbio Michael Caine), si bien Allen se reserva el más hilarante de todos ellos: Mickey Sachs, un hipocondríaco de manual a quien su miedo a la muerte lleva a la búsqueda de la religión verdadera, analizando lo que ofrece cada una como quien escoge una aspiradora nueva. Sin embargo, será de nuevo el cine (Sopa de Ganso, concretamente) el que salve a Mickey de un destino aún peor que el de Cecilia.

Hannah y sus hermanas es un auténtico «tour de force», una clase maestra para nuevos guionistas: utilizando varias cenas de Acción de Gracias como nexo de unión, Allen entrelaza con impresionante habilidad los destinos de al menos ocho personajes principales, describiéndolos perfectamente a través de dudas y dilemas morales que interpelan continuamente al espectador. Y ello en apenas cien minutos. La película parece recuperar a las tres hermanas de Interiores (la talentosa, la extremadamente sensible pero desposeída de cualquier tipo de talento artístico y la sensual), si bien esta vez Allen las envuelve en una historia que intenta lograr un equilibrio entre comedia y drama en el que, según su opinión, lo primero acaba desnivelando la balanza. De hecho, quizá por ello, Hannah… ha sido, hasta Medianoche en París, su mayor éxito de taquilla en Estados Unidos, lo cual le llevó a afirmar en el momento de su estreno: ”Si haces una película de éxito, empiezas a preguntarte: ¿dónde me he equivocado?”. Woody buscó y encontró el error en ese final feliz que nunca se ha perdonado, y que le impide incluir Hannah y sus hermanas entre sus películas favoritas.

Cualquier director capaz de encadenar en cuatro años películas como Zelig, Broadway Danny Rose, La Rosa Púrpura de El Cairo y Hannah y sus hermanas merece, como mínimo, darse un homenaje a sí mismo. Allen lo hizo con Días de Radio (Radio Days, 1987), obra evocadora de su propia infancia en Rockaway y homenaje a las estrellas de la radio de los primeros años cuarenta. La película presenta dos universos paralelos: el del lujoso Midtown de Manhattan (o la imagen que el niño Allen tenía de él) y sus estrellas de la radio, y la de los humildes barrios judíos de las afueras, donde reina una rutina costumbrista de fantasías hechas a la medida de esos sueños radiofónicos. Si algo se puede reprochar a Días de Radio es su carencia de continuidad; la película termina convirtiéndose en una sucesión de anécdotas más o menos ocurrentes sin una trama o espina dorsal muy definida. Sin embargo, ¿quién de nosotros posee un relato lineal de su propia infancia? ¿Acaso no está ella compuesta de retazos inconexos de vivencias embellecidas por el poder evocador de la memoria? Días de Radio es exactamente eso: una bella postal de la infancia de otro, hermosamente rodada, muy bien ambientada y magníficamente fotografiada por Carlo di Palma, que ya había colaborado en Hannah y sus hermanas.

En sus dos siguientes películas, Allen vuelve a la senda de Interiores. Hay siempre algo impostado y forzado en sus dramas serios, y de todos ellos es September (1987) el que más nítidamente pone en evidencia esos defectos. La historia, aparentemente basada en el asesinato, en los años cincuenta, del amante de Lana Turner a manos de la hija de la actriz, es sobria hasta la extenuación, de una carga emocional que, en su presunta gravedad, resulta inusualmente ligera y vacua. Allen propone un cuadro de personajes a los que el destino no parece reservar más que una eterna pesadumbre, pero la impresión final es que esos personajes hacen poco más que lamerse las heridas durante ochenta minutos, sin tomar vías de escape que la propia trama del film pone al descubierto. Además, la forzada solemnidad del relato patina hacia el ridículo cuando Allen pone en boca de los actores, sin ningún tipo de pudor, cosas como ésta: “Mi marido es un hombre maravilloso. Le extrañó mucho que no quisiera pasar el verano con él. Es radiólogo, hace radiografías, pero nunca le dejo que me las haga a mí, porque si mirase en mi interior vería cosas que no entendería y que le dolerían mucho”.

No se puede acusar a Allen de prisas en este caso. De hecho September es uno de los ejercicios más calculados de su filmografía. Rodó la película dos veces; tras ver el montaje inicial decidió volver a rodar varias escenas, pero problemas de agenda de los intérpretes le obligaron a trabajar prácticamente con un reparto nuevo en la segunda fase del rodaje. De todos modos, tras haber dirigido unas quince películas, Allen domina ya a la perfección los entresijos de su oficio, y resulta revelador en este sentido que, a pesar de todo lo anterior, September no sea un naufragio absoluto ni el más espantoso de los ridículos. En estados carenciales puede incluso parecer un gran ejercicio de desgarro emocional.

Sin cambiar de tono, mucho mejor es, sin embargo, Otra Mujer (Another Woman, 1988): Marion (excelente Gena Rowlands), una profesora calculadora, razonable, sensible pero fría e incapaz de expresar sus emociones, oye por accidente, a través de una rendija de su apartamento, las confesiones al psicoanalista de otra mujer (Mia Farrow) que, siendo su perfecta antítesis, alberga sus mismos sentimientos, pero los grita al exterior. Marion no podrá ya esconder cómodamente esas voces de su conciencia que le indican que algo no marcha bien en su vida (magnífico, en este sentido, el detalle de los cojines empotrados contra la rendija para ahogar el sonido de las confesiones del personaje de Mia Farrow) e iniciará un viaje catártico de análisis de su propia existencia. Se trata de una pequeña, correcta y equilibrada película otoñal (Allen inicia aquí colaboración con Sven Nykvist, director de fotografía de varios films de Bergman) que mantiene el tono frío, falto de humor y rígido de September, pero lo eleva y perfecciona.

En 1989, Allen participa, junto con Francis Ford Coppola y Martin Scorsese, en el desigual film coral Historias de Nueva York (New York Stories) con un simpático cortometraje de cuarenta minutos: Edipo Reprimido (Oedipus wrecks). Liberado de las ataduras de deber entregar un verdadero film, una obra de noventa minutos, y volviendo por cauces humorísticos recientemente abandonados, el episodio parte de una brillante premisa que recuerda mucho a esos relatos tan originales suyos (publicados en New Yorker, Playboy y otras revistas y reunidos en antologías como Cuentos sin plumas o Pura anarquía) que hacen de la idea inicial el núcleo de la historia. El único problema de Edipo Reprimido es que la monumental sorpresa, nuestro momento de asombro e incredulidad, ocurre a veinticinco minutos del final.

Decíamos a cuenta de Hannah y sus hermanas que Woody creía no haber logrado el equilibrio perfecto entre comedia y drama. Sobre su siguiente película dijo en una ocasión: “Quería ilustrar, de una manera entretenida, que Dios no existe”. En la asombrosa Delitos y faltas (Crimes and misdemeanors, 1989) nos habla de un universo sin Dios, aterrador y carente de castigo para los criminales, en el que la suerte se reparte de manera arbitraria entre culpables, vanidosos, inocentes y bondadosos, pero en el que el optimismo sigue existiendo y los refugios emocionales de las cosas sencillas, de la familia y el trabajo pueden servirnos de trinchera. Y en ese universo ocurren, además, cosas divertidas. Allen navega entre la tragedia y la comedia con una naturalidad, oficio y maestría absolutamente deslumbrantes. No sería una barbaridad afirmar que Delitos y faltas bien podría ser su mejor película.

El proceso creativo de esta absoluta obra maestra fue sin embargo bastante accidentado, y recuerda bastante al que tuvo en su día Annie Hall: numerosos cambios de guión, escenas y líneas argumentales del primer montaje suprimidas, reescritas y vueltas a rodar, actores y personajes que terminaron por desaparecer de la historia, etcétera. Incluso esa escena final, en la que las partes cómica y trágica de la película (protagonizadas por Allen y Martin Landau, respectivamente) se abrazan simbólicamente en un diálogo entre ambos, fue un golpe de suerte: Woody quería que fuese el personaje del rabino, y no el suyo, el que participara en la escena, pero para cuando hubo reescrito el material Sam Waterston, que interpretaba al rabino, ya no estaba disponible. Finalmente, Allen consiguió encajar a la perfección las piezas del intrincado puzzle moral, religioso y cómico de Delitos y faltas, y puso la guinda al film con la escena citada y el monólogo final del inolvidable profesor Levy:

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10 Comentarios

  1. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Woody Allen (I): años 60 y 70

  2. Professor Rose

    Ágil y eficiente biofilmografía de Woody. Espero ansioso la tercera parte.

  3. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Francis Ford Coppola: El rey en el exilio (y III)

  4. Cristo Mal

    ¿Para cuándo la tercera parte? ¡Ánimo!

  5. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Woody Allen (III): Años 90

  6. Respecto a Recuerdos, no pasa nada si Allen se ríe de su público, o mejor, de cierto público. Allen se ríe de todo, él incluido, y no veo porque no podría reírse de su público más «pesadito». Creo que quien se indigne por eso tiene un sentido de la vanidad mucho mayor que del humor.
    Muy buen artículo, me ha encantado.

  7. Bravo. Sólo una pequeña anécdota.

    Cuando entregaron a Allen el Príncipe de Asturias conseguí cazarle milagrosamente para que me firmara la portada de una de sus películas. Elegí Delitos y Faltas por ser quizás la que más veces he visto y por que creo que es la más representativa de su carrera.

    Mientras firmaba y yo bien de nervios (¿17 años tendría?) atiné a balbucear al señor Allen

    «It’s my favourite movie»

    Levantó la cabeza, sonrió y dijo

    «An excellent choice»

    :-)

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