Música

De qué se canta, que me opongo

Steve Earle y Allison Moorer. Foto: S. D. Dirk (CC)
Steve Earle y Allison Moorer. Foto: S. D. Dirk (CC)

Para acompañar la lectura del artículo, nuestra lista en Spotify:

Se publica ahora en España por la editorial Malpaso el monumental ensayo 33 revoluciones por minuto (2011) firmado por el periodista musical Dorian Lynskey, un trabajo sin duda ambicioso pues hace un recorrido por la canción protesta desde sus inicios, a principios del siglo XX, hasta nuestros días. Acertadamente, Lynskey subtituló su obra como «una» historia de la canción protesta, matiz que se pierde en la traducción al castellano dando así una idea equívoca de sus pretensiones. Lo cierto es que, más allá de lo generoso de su contenido (cerca de mil páginas, anexos incluidos), las treinta y tres revoluciones que dan cuerpo a este trabajo se centran, básicamente, en la canción protesta occidental y anglosajona, que es, para qué nos vamos a engañar, la que más nos interesa.

El propio concepto de «canción protesta» es ya en sí un quebradero de cabeza. El mismo Lynskey es consciente de ello, de ahí que también deba advertirse al lector que lo que verdaderamente tienen en común las canciones analizadas en este ensayo es que beben del trasfondo sociopolítico del momento. Son composiciones que, en todo caso, tratan de reflejar una realidad (digamos que) colectiva. De este modo, la música popular, tantas veces vilipendiada por ligera o hedonista, parece ganar entereza vistiéndose con unos ropajes supuestamente legitimadores, al tratar cuestiones de peso como la hambruna o las guerras, en lugar de cosas «vulgares» como el amor. También cabe, claro está, la interpretación contraria: nada resulta más frívolo que un músico de masas criticando, desde su atalaya, los males de la vida contemporánea. Tomes la postura que tomes, lo que Lynskey deja claro desde el principio es que ninguna canción ha cambiado o va a cambiar jamás el mundo, siendo ese, quizás, el gran mensaje que se esconde tras este concienzudo trabajo. De hecho, sabiendo lo anterior, lee uno mucho más tranquilo, y sin cargo de conciencia, estas espléndidas 33 revoluciones por minuto.

El análisis de Lynskey se desarrolla a partir de (cómo no) treinta y tres canciones «protesta» que han sido relevantes a lo largo de la historia, desde el «Strange Fruit» (1939) de Billie Holiday (con su estremecedor relato sobre el racismo más violento) hasta el «American Idiot» (2004) de Green Day (que arremetía con fiereza contra la Administración Bush). El que cada capítulo se corresponda con una canción en particular es solo una excusa de la que se vale su autor para hablar de una determinada época o conflicto social. Así, comentando por ejemplo el himno hippie «I-Feel-Like-I’m Fixin’-to-Die Rag» (1965) de Country Joe & The Fish, Lynskey aprovecha para hacer un repaso de los manifiestos musicales antibelicistas más relevantes surgidos en Estados Unidos en la segunda mitad de la década de 1960, la gran mayoría como reacción a la guerra de Vietnam.

Si bien cada capítulo puede leerse de forma independiente, pues al fin y al cabo funcionan como miniensayos sobre materias específicas, resulta de lo más meritorio el esfuerzo de Lynskey por establecer una cronología ajustada de los conflictos sociales y políticos que han ido marcando la creación musical más contestataria, de tal forma que 33 revoluciones por minuto puede leerse como un todo, ofreciendo una narrativa en paralelo de la evolución de la música popular del último siglo. Este hecho justifica, en parte, la incursión (o excursión, según se mire) en lo sucedido en Chile (a través de los ojos del cantautor Víctor Jara), Nigeria (al son del afrobeat de Fela Kuti) y Jamaica (con Bob Marley al frente de toda la escena reggae) entre 1973 y 1977, siendo estos tres capítulos los únicos que rompen con la visión anglosajona predominante. No obstante, mientras que los casos de Kuti y Marley cobran todo su sentido si atendemos a la influencia que el afrobeat y el reggae tendrían a finales de la década de 1970 tanto en los Estados Unidos como en el Reino Unido (sobre todo en el hip-hop y en el punk), el dedicarle todo un capítulo a Jara, por muy trágica que fuera su historia, termina resultando un tanto desproporcionado, por no decir injustificado, si se compara con el espacio que Lynskey le dedica a un grupo tan influyente como los Kinks, de las pocas formaciones británicas que en la década de 1960 incluyeron en su repertorio cierta crítica social, a los que despacha en una simple nota a pie de página.

No obstante, puestos a criticar de verdad, el único aspecto que me resulta inconcebible de 33 revoluciones por minuto es el odio tan descarado que se le profesa en sus páginas a John Lennon. Inconcebible, digo, no porque no esté de acuerdo con Lynskey cuando afirma que para cantar con cierta autoridad eso de «imagine no possessions» es mejor no hacerlo sentado ante un piano de cola blanco en una de tus mansiones, sino porque me parece que la víscera es un elemento que debería quedar fuera de todo texto con vocación ensayística. No solo es que el capítulo dedicado a Lennon resulte demoledor en su crítica al pacifismo de chichinabo que en ocasiones practicó el de Liverpool (su famosa «encamada», por ejemplo), es que Lynskey aprovecha cualquier ocasión para soltarle un capón al autor de «Give Peace A Chance». Curiosamente, cuando toca abordar el «compromiso» de Bono con los más desfavorecidos, la crítica de Lynskey se desplaza hacia un tibio reconocimiento de ciertas incoherencias por parte del líder de U2. Sin embargo, con Lennon se presenta implacable, calificándolo en alguna que otra ocasión como el peor compositor de canciones protesta de la historia.

Afortunadamente, el análisis de Lynskey es, en términos generales, mucho más profundo, y su concepción de lo que en sentido amplio debe considerarse una «canción protesta» lo lleva a reflexionar sobre cuestiones de auténtica enjundia como la lucha por los derechos civiles protagonizada por los afroamericanos en los Estados Unidos, las constantes discriminaciones sufridas por minorías como la comunidad gay, el conflicto en las Malvinas o la guerra de Irak. Con independencia de que se trate de un ensayo eminentemente musical (en el que se destacan, por ejemplo, los procesos de composición y grabación de algunas canciones, así como sus vicisitudes comerciales), el lector omnívoro agradecerá sin duda la detallada inmersión que Lynskey hace en la vida política y social de cada momento, con especial atención a los cambios legislativos, el surgimiento de controvertidos líderes políticos y revolucionarios mediáticos, o incluso el padecimiento de catástrofes naturales, hechos todos que de una forma u otra han motivado la aparición de composiciones musicales influyentes.

A pesar de lo exhaustivo del trabajo de Lynskey, siempre se pueden echar en falta cosas. Personalmente, hubiera agradecido un análisis más sistemático de las aportaciones sociales que desde el soul sureño se hicieron en la década de 1960, aunque quizás para eso está el Sweet Soul Music (1986) de Peter Guralnick. También creo que la lucha feminista no termina de aparecer bien reflejada en el ensayo, siendo el movimiento Riot Grrrl el único que se comenta con detalle.

Con todo, 33 revoluciones por minuto termina resultando una obra que ofrece más de lo que uno puede necesitar (o incluso imaginar) sobre el particular, siendo a su vez uno de esos textos musicales que se devoran con placer culpable. Woody Guthrie, Bob Dylan, Sam Cooke, Miriam Makeba, Nina Simone, James Brown, Phil Ochs, Stevie Wonder, Curtis Mayfield, The Clash, Crass, Public Enemy, Bruce Springsteen, Steve Earle, las Dixie Chics… y tantos otros músicos que a lo largo de la historia han querido mojarse y decir lo que piensan, sin miedo a las represalias, aparecen por las cerca de mil páginas de este compendio, en cuyos anexos encontraréis no solo un listado con todas las canciones que se mencionan en él sino una suerte de bonus track con cien canciones adicionales no citadas expresamente, y que me he tomado la molestia de recopilar para vosotros en esta estupenda lista de Spotify que encabeza este texto, para que así podáis despotricar de la vida en general, desde casita, tumbados en el sofá.

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6 Comentarios

  1. Puede que al autor del ensayo original le interese sobre todo la canción anglosajona, que es la que entiende. Pero entre quienes leen esto hay otros muchos intereses
    A mi me interesó lo que dice Mercedes Sosa de la «canción protesta» en este documental, a partir del minuto 8:45
    https://www.youtube.com/watch?v=FSzN7ihVjJE
    … y, por supuesto, a parte del interés, me dejé emocionar por su canto

  2. Puede que al autor original, al de este post (al que felicito por él) y que a cualquier lector les interese lo que he escrito sobre concepto y tipologías de las canciones políticas, así como lo tratado en lo los tres encuentros celebrados sobre este asunto. Además, en breve aparecerá un libro colectivo en el que participo con el título «canciones políticas, análisis de la música pop-rock comprometida» en el que abordo todos estos temas.

    Más información: https://ipspblog.wordpress.com/?s=canciones+pol%C3%ADticas+
    y https://elquintobeatle.com/author/israelpastor/

  3. Gracias por la recomendación, Sr. Matute. Personalmente, la música popular con reivindicaciones sociales y políticas más fascinante que me he encontrado es el calypso clásico ya que pese a decir verdades como puños, lo hace con una música festiva y pegadiza que evita esa seriedad y voluntad de trascendencia que arruina tanta música «con mensaje». Dos buenos ejemplos sería el «Sedition Law» de King Radio y el «No crime, No Law» de Lord Commander. (https://tinyurl.com/jdhgy2h)

    • Fran G. Matute

      Qué buena selección, Iago! Pero lo cierto es que del calypso no dice nada Lynskey en su libro. Personalmente, adoro las producciones que hizo Frank Guida a finales de los 50 y principios de los 60. Y tienes razón: con ritmos festivos entra mejor la cosa… ;)

      Gracias como siempre por comentar.

      Un abrazo.

  4. Pingback: De qué se canta que me opongo | Estado Crítico

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