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Atlantes, momias y alienígenas: la Voynich Mystery Corporation

Manuscrito Voynich. Imagen: Beinecke Rare Book & Manuscript Library, Yale University.

Estará de acuerdo conmigo el muy sufrido lector que el objetivo de cualquier manifestación de lenguaje escrito es transmitir una idea. Es decir, dialogar, en mayor o menor medida, con el eventual interesado, que en ocasiones será alguien concreto en una fecha más o menos cierta (una carta) y en otras… bueno, la cosa se desmadra bastante (imaginen lo que debe estar disfrutando Homero).

Pero hay veces que la regla se rompe, y entonces la comunicación quiebra. No hablamos de casos como el Finnegan´s Wake o el último truño de ese novelista que sale tanto en los periódicos, ambos libros absolutamente incomprensibles por diferentes razones. No, queríamos echar un rato garlando sobre tomos, manuscritos, obras desarrolladas en un lenguaje incomprensible (o aparentemente incomprensible), muchas de las cuales albergan en su interior aun misterios insondables. O recetas de magdalenas, ojo, que a lo desconocido siempre le colgamos la etiqueta de trascendente y tampoco tiene que ser así…

Aclaremos que no vamos a referir obras escritas en idiomas inventados (bueno, todos los idiomas son inventados salvo que usted sea un creyente absoluto en los postulados más extremos de la filosofía natural levemente racista, no sé si me explico) sino a otras que aparecen encriptadas (o vomitadas) en un batiburrillo que nadie aun conoce. O, en otras palabras, no van a aparecer frikis hablando como los klingon, frikis hablando como los dothraki, frikis hablando como los elfos, frikis hablando como las serpientes de Harry Potter, frikis hablando como los ewok o frikis hablando en un gimnasio y repitiendo expresiones en inglés, claves sobre ciclos o músculos del cuerpo humano seguramente inexistentes. Otra cosa sería el aklo, que resulta mucho más serio, y además tiene base auténtica, porque no está muerto lo que yace eternamente y con eones extraños incluso la muerte puede morir.

Así que eso, Iä, Iä, Shub-Niggurath.  

Vamos con Voynich

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Manuscrito Voynich. Imagen: Beinecke Rare Book & Manuscript Library, Yale University.

Vale, empecemos por lo evidente, que es lo que hacen los malos escritores. Y en este asunto de los libros ilegibles eso es, sin duda, el Manuscrito Voynich.

Primero las certezas. El Manuscrito Voynich es un texto recogido en unas doscientas cuarenta páginas de pergamino, con un montón de dibujos de lo más divertidos (desde náyades hasta constelaciones del zodiaco, mapas de lugares desconocidos, mujeres desnudas o lo que parece la planimetría de unas alcantarillas) y más de ciento setenta mil letras. O lo que sean, vaya, porque ahí está la gracia del asunto: esos símbolos (que aparentemente forman palabras, que se alinean en frases, que acaban reuniéndose en párrafos) son desconocidos, no semejan a los usados en ningún idioma. Un completo misterio, un texto enorme que nadie puede descifrar. Al libro le da su apellido Wilfrid Voynich, coleccionista lituano que lo compró en 1912. Desde entonces es uno de los enigmas más fascinantes entre los aficionados a este tipo de temas.

Porque de aquí en adelante todo es un sonsonete de teorías, medias verdades e historias a cual más extraña con sus alquimistas, sus científicos locos y sus Jiménez del Oso de cada época solazándose con la locura. Vamos, que te lo pilla la HBO y te saca un historión dirigido por J. J. Abrams. Con más incertidumbres que certezas y un final decepcionante, añado.

Bien, la tradición cuenta que su primer propietario, y muchos dicen que el autor, fue Roger Bacon, un tío muy interesante que lo mismo daba algunos de los primeros pasos en pos del empirismo filosófico que se tiraba unos meses jugando a transmutar el plomo en oro. Sí, amigos, este tal Bacon era alquimista irredento, como lo será más tarde, por ejemplo, Isaac Newton. Ya les escucho salivar. El Voynich es un tratado de magia, claman las masas portando antorchas, celebrando su descubrimiento. Todo perfecto… si no fuera porque un análisis químico nos ha revelado que fue escrito a principios del siglo XV, unos cien años más tarde de muerto nuestro héroe. Así que, por ahí, agua.

A partir de ahí casi cualquier excéntrico con aura de misterio que haya habido en Europa ha aparecido en esta o aquella teoría como poseedor del misterioso libro. Seguramente el más conocido sea John Dee, otro de los sospechosos habituales en tal tipo de tinglados. Dee era un caballero de importancia en la corte isabelina, mago privado de la «Reina Virgen» (cuentan que predijo las tormentas que afectarían a la Armada Invencible) y espía en varios países europeos, desde donde firmaba sus informes como 007. Lo juro. Alguien que no tuvo problema en realizar un barroco intercambio de parejas con Edward Kelly cuando este le dijo, totalmente en serio, que esa era la exigencia del ángel Uriel para seguir compartiendo con ellos sus secretos. Ya ven, para cada golfo hay siempre un cornudo, por muy chula que sea su firma. Pues este Dee rumorean que si poseyó el Manuscrito Voynich, e incluso que lo modificó un poco, igual para hacerlo más legible. Otros de los propietarios (supuestos) fueron Rodolfo de Bohemia, Athanasius Kircher o Sinapius. Gente de lo más normal, de la que te encuentras en una reunión de escalera.

Sea como fuera, el libro llegó hasta Voynich y de ahí, tras algunos avatares, a su actual emplazamiento en la Universidad de Yale, donde intentan estudiarlo y descifrarlo, supongo, con escaso éxito. Recientemente parece que se hallaron las claves para diez palabras, todas nombres propios, pero coincidirán conmigo que es poca cosa, y que a Poe le quedó mejor el asunto con lo del escarabajo. Tenía más ritmo.

Sucede que el Manuscrito aparentemente tiene una estructura interna lógica, coherente para con el esquema que debiera seguir un texto elaborado en idioma ya preestablecido. Y ahí surge el misterio. Porque, ¿de dónde viene ese voynichés tan misterioso y mistérico? Es, cuando menos, inquietante. O no. Alienígenas, civilizaciones intraterrestres, atlantes, seres del más allá, lenguaje de iniciados…las explicaciones son variopintas y todas ellas parecen muy, muy creíbles. Jacques Bergier, que es alguien de lo más serio (no) apunta a que el manuscrito esconde nada menos que instrucciones para dominar la energía nuclear, y debido a la peligrosidad potencial de la misma se tuvo que escribir en clave. Oh, sí.

Curiosamente entre las pizpiretas hipótesis casi nunca se tiene en cuenta la posibilidad de una inmensa broma. Que vale, que ya sé que sería mucho curro para tan poco beneficio, pero tampoco se crean que había demasiadas cosas que hacer en los monasterios medievales si no te iba la herboristería o la sodomía. Sea como sea a mí me gusta imaginar al monje, feo y desdentado como los de El nombre de la rosa, descojonándose mientras escribía todas aquellas chorradas, y pensando que, quizá, siglos más tarde sesudos analistas aún se dieran cabezazos al intentar descifrarlo.

Eso sí, echen un ojo en internet al susodicho libro. No creo que lo entiendan, pero es realmente bonito.

Desenrolla mi corazón…

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Liber linteus. Fotografía: SpeedyGonsales (CC).

Esta es una historia de deseo. Irrefrenable, insoslayable. De esos que no te dejan vivir, que te mantienen en vela por las noches. Un deseo al que, sí, acabas cediendo. Como aquí. Y además aparece una momia. No me digan que no suena bien.

Se llama Nesi-Hensu, chica de nombre exótico sin duda, y tiene un no-sé-qué para volverte loco. Al menos es lo que le ocurre al funcionario del Museo Arqueológico de Zagreb que, en 1867, no deja de mirarla. No es belleza, no… es esa venda que cuelga, tentadora. Mmmmm, imaginen la escena. Como una pequeña piel en el borde de la uña que intentas ignorar pero sabes que acabarás arrancando, un poco de sangre, escozor durante horas. No importa. Ocurre. Días y días pensando en el oscuro placer de desenrollar a la momia. Noches y noches. Es inevitable. Imposible aguantarse. Un defecto tan humano. Y ocurre. Pero viene la parte más extraña de la historia. Cuando el susodicho tentado empieza a arrancar vendas se encuentra con una sorpresa. Están pintadas, escritas, por el reverso, la parte que permanecía oculta. Empieza el enigma del Liber Linteus.

No vamos a crear demasiado hype, que con lo de la momia andamos sobrados. El resto es un enigma gordo pero tampoco de esos de vender novelas a miles. Bueno, vale, el idioma en el que estaban escritas esas palabras de las vendas era etrusco primitivo, que ya me dirán ustedes qué coño hacía un etrusco enrollando en lino el cadáver de un ptolemaico en Egipto. Pero el contenido es así como anticlimático, porque parece (esa lengua todavía no se ha traducido por completo) que es un calendario basado en divinidades propias, una especie de santoral, algo como con poco glamur, ¿no?. Pero oigan, en las vendas de una momia, nada menos.

Más chicha tiene el llamado Código de Copiale, un manuscrito de finales del siglo XVIII con unas cien hojas escritas con mezcla de letras griegas, latinas y otras inventadas alegremente por su autor. Un auténtico galimatías que, además, no tiene ni dibujitos, por lo que no es comparable en belleza y misterio al Voynich. Como el mundo es un lugar injusto este Copiale fue descodificado en 2011 gracias a un ordenador bastante potente y, sospecho, alguna que otra operación matemática. No me pregunten, yo soy de letras, pero al parecer los caracteres latinos solamente estaban ahí para despistar, los muy taimados. Pero aquí es donde llega la sorpresa, y es que de esa forma se descubrió que este Copiale contenía el último elemento que necesitamos para convertir nuestra historia en un best seller de los malos, malos.

Masones.

Premio. Ya tenemos masones. Y nada menos que una especie de manual de instrucciones sobre los usos y costumbres de una logia, con sus rituales de iniciación, sus grados, su forma adecuada de preparar el té y sus planes para la completa dominación mundial. Bueno, vale, esto último me lo he inventado (lo del té también) pero es que para trenzar la novela hay que poner algo de nuestra parte.

¿Quieren otro ejemplo más? Pues tenemos el Codex Rohonczi, que suena a enfermedad de la piel bastante seria, pero en realidad es de estos libros incomprensibles que pululan por el mundo. Una serie de textos escritos en un idioma desconocido y con dibujos que parecen estar hechos por un niño de tres años. La primera noticia del texto data de 1837, cuando aparece en esa Rohoncz que le da nombre, dentro de la Academia de Ciencias de Hungría después de una donación particular. El estilo, con todo, parece muy anterior, quizá bajomedieval. Salvo que sea una falsificación, algo que, adelantamos, es opinión bastante extendida (aunque no unánime).

Bien, son cuatrocientas cuarenta y ocho páginas, e incluyen, como dijimos, un montón de monigotes sobre asuntos religiosos y militares. Aparecen por allí muchas cruces y algunas medias lunas, pero también bastante simbología solar de esa que hoy todos identifican con las esvásticas. Para pasmarse, se lo juro.

Sobre su posible significado tenemos demasiadas interpretaciones. También en relación a cómo llegar a leer este texto, pues algunos aducen que la forma adecuada es dándole la vuelta al libro (como si fuera usted George W. Bush) porque así ciertos caracteres tienen aspectos lejanamente semejantes a los ya conocidos. Otros dicen que está escrito de derecha a izquierda, o de abajo hacia arriba. Los de más allá apuntan a símbolos que significan a la vez letras y números, y que esa suma de números más tarde se convierte en letras, y que después hay que aplicar un código y que si no les sale ya humo de la cabeza son ustedes lectores admirables. ¿El idioma en que está escrito? Un húngaro apuntó a que tenía raíces magyares, un rumano veía allí la antigua lengua dacia y un hindú lograba leer ciertas letras en hindí. La teoría más aceptada, vaya usted a saber la razón, es la de que nos encontramos ante unos evangelios y un libro sacramental. La segunda teoría más seguida es la de que todo es un engaño de alguien que tenía el muy molón nombre de Samuel Literáti Nemes, un falsificador transilvano a caballo entre el siglo XVIII y el XIX que constituye, por sí solo, materia para otro artículo…

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Codex Rohonczi (copia). Fotografía: Klaus.Schmeh (CC).

No me pienso creer lo que dice su autor

Casi al principio citamos, de pasada, a Lovecraft. El de Providence tiene un extraño privilegio: ser creador de una religión en la que ni él mismo creyó. O, dicho de otra forma, mientras Lovecraft escribía relatos de ficción muchos de sus seguidores se los han acabado tomando como palabras reveladas. Lo que encierra una irónica justicia para con el hombre que, cuentan, leía con igual fruición Las Mil y Una Noches y la Biblia, sin entender la razón por la cual uno era sagrado y el otro solo una colección de cuentecillos.

Algo parecido le ha ocurrido a Luigi Serafini, artista italiano que a finales de los años setenta creó un libro atractivo, subyugante, que lleva por título Codex Seraphinianus. A modo de breve descripción podemos decir que son unas trescientas cincuenta páginas escritas en un idioma inventado e incomprensible y con múltiples ilustraciones que se mueven entre lo surrealista, lo grotesco y lo decididamente inquietante.

Bien, aquí las cosas quedan claras desde el principio. Sabemos quién es el autor. Sentimos el regusto irónico el título, que ya bien nos puede informar sobre el tratamiento más o menos creativo de la propuesta. Conocemos, en palabras del propio Serafini, que la escritura no podrá ser nunca descifrada porque no tiene significado, y que su idea era reproducir la impresión de los niños que aun no saben leer cuando se enfrentan a un libro. Su fascinación, ese impulso de conocimiento imposible de satisfacer que nos lleva a avanzar. Ya ven, un planteamiento interesante, más profundo de lo que su aspecto travieso pudiera indicarnos, pero totalmente desprovisto de misterio. Solo que…

Solo que eso no es suficiente. Algo tiene que haber, gritan los creyentes (creyentes siempre hay, lo de menos es en qué). El autor miente, para eso es el autor. Y surgen las teorías. Que Serafini echa balones fuera por lo de no desvelar fuentes y mantener su vida a salvo. Que las ilustraciones son una puerta abierta a otra dimensión que solo él pudo visitar. Que reproducen planetas desconocidos. Que el lenguaje es extraterrestre. Que encierra simbología masónica. Que, en realidad, es un espejo del Voynich, una especie de clave que nos ayuda, una vez descifrada, a decodificar la otra. Que si cábala, que si alquimia. Lo de siempre. Solo que esta vez, como decimos, el mismo creador ha explicado claramente sus intenciones. Es como si alguien creyese que Escher viajaba a través de portales abiertos a otras realidades, o que Giger tiene contacto directo con los superiores elementales que, más pronto que tarde, vendrán a devorarnos. Una locura. Una inmensa, lúdica y deliciosa locura.

La propia, quizá, de quien tiene esta manía tan rara de leer libros.

Lean y escruten. Es maravilloso.

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Codex Seraphinianus. Foto: Wikicommons (CC)

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5 Comentarios

  1. Que digo yo que...

    … nosotros, el pueblo, exigimos el nombre de «ese novelista que sale tanto en los periódicos»

  2. Lareon Falken

    Cuando tenía unos 18 años reservé en la biblioteca un facsímil de un códice medieval sobre alquimia que se encuentra en El Escorial. Estaba escrito en árabe y decorado con miniaturas, y a pesar de que estaba traducido, mis ojos solo reparaban en las páginas originales y en la belleza que transmitían. La primera vez que leí sobre el Voynich y busque sus páginas en Internet tuve esa misma sensación que aquella ya lejana vez. No me importa de qué hable, si es que habla de algo, es un deleite para la vista.

  3. Mariano R.

    Lo tercendo!

  4. Es extraño que en este artículo no se hable del Codex Parrec, librazo de trescientos catorce páginas (atención con el número de éstas, que a partir de esa cantidad comienzan a ser de formato más pequeño, hasta llegar a la última, casi milimétrica con la debida modificación de la contratapa) todas transparentes e impresas de manera tal que las palabras en latín y griego y sus innumerables ilustraciones sobre botánica y zoología más o menos coincidieran de un lado y del otro. El autor fue un tal Damós Parrec, aristocrático sardo del siglo XVII y en pocas palabras trataba de hacernos creer que cualquier planta era la transformación de un animal o viceversa. Recuerdo la excelente ilustración de una boa que se transformaba en un árbol, o insectos en plantas. Cuando lo leí de pibe no pude dormir porque veía insectos que me acechaban desde las macetas. Una pesadilla terrible. Lo extraño es que en esos tiempos la técnica para hacer hojas transparentes aún no existía. Todo un misterio. Muy buen artículo. Gracias por la ensoñación

Responder a Mariano R. Cancel

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