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«¿Te cuento un secreto? No he leído a Alexiévich»

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Svetlana Alexiévich, 2015. Fotografía: Axel Schmidt / Getty.

Recuerdo haber sacado de la biblioteca Archipiélago Gulag cuando estudiaba en el colegio, pero no conseguí terminarlo. Me pareció un libro grueso y tedioso. Leí unas cincuenta páginas y lo dejé… Aquello me parecía algo tan distante como la guerra de Troya. El tema de Stalin está muy sobado. Ni mis amigos ni yo nos interesamos demasiado por él…

(El fin del «Homo Sovieticus», Svetlana Alexiévich).

«Venga, prueba un poco, es coñac armenio», me dice uno de ellos mientras me llena el vaso de plástico. Las brasas chisporrotean y el humo sube hacia las altísimas copas de los árboles, entre las que apenas pasa el sol del atardecer. Las salchichas se queman y un perro las intenta robar con sigilo. Evgenia, mi anfitriona, le pega un grito en ruso y viene hasta ella con ojos lastimosos.

—Ven, te voy a presentar a mi amiga, hoy celebramos su cumpleaños, trabaja como directora de teatro… Bueno, en realidad ahora trabaja de otra cosa, pero su familia siempre se ha dedicado a la cultura. ¡Aquí está!

Nos damos la mano.

—¿Y cómo es que has venido a Bielorrusia? Ah, ¡te gusta Alexiévich, qué bien! ¡Es magnífica, es muy buena! Aquí la gente solo viene por Lukashenko, o para decir que ha estado en un país raro…

El grupo, unas diez personas, sacan cervezas rusas de sus mochilas. Hay informáticos, profesores de idiomas, directores de documentales. Saben hablar algo de inglés. Algunos, al tercer vaso de coñac, critican al gobierno y a Rusia. Me cuentan sus viajes por Europa. Todo se alegran de que haya leído a Alexiévich.

Poco a poco el sol va cayendo y el bosque, la frontera que rodea Minsk, va volviéndose negro. Hoy mismo he llegado a la ciudad. El trayecto desde el aeropuerto ha sido hermoso: grandes campos amarillos y verdes, árboles estirados y frondosos. Apenas había carteles publicitarios o fábricas suburbiales. La carretera era un surco mínimo en una naturaleza ancha.

—¿Te cuento un secreto? —me susurra Evgenia, mientras se le escapa la risa—. ¡En realidad nunca he leído a Alexiévich!

*

Paseo por el centro de Minsk, soleado, calmado y de aromas soviéticos. Uno puede encontrarse fácilmente con los temas que Alexiévich ha relatado en sus libros. Por ejemplo, cuando camino junto al borde del río Svíslach con Olga, otra bielorrusa de Minsk, nos topamos con una pequeña isla artificial en la que se erige un monumento en forma de iglesia alargada, blanca y negra, casi como un obelisco. Cruzamos un pequeño puente y nos acercamos. Se llama «la isla de las lágrimas». Veo que de las paredes del monolito salen estatuas de mujeres cubiertas con velos, de color ébano. Algunas se tapan la cara con ambas manos, otras tienen rostros neutros o doloridos. Parecen fantasmas.

—Son las madres de los soldados que murieron en Afganistán —me dice Olga—.

En 1989, Alexiévich escribía en su diario:

Estoy en Kabul. No quiero escribir más sobre la guerra. (…)

Vi cómo cargaban un «tulipán negro» (el avión que lleva a las bajas de vuelta a casa en ataúdes de zinc). Los muertos son a menudo vestidos con viejos uniformes militares de los años cuarenta, con pantalones de montar; a veces incluso no hay suficientes para todos. Unos soldados estaban charlando: «Acaban de entregar algunos nuevos cuerpos a los frigoríficos. Huelen como a jabalí en descomposición». Voy a escribir sobre esto. Temo que nadie en casa me creerá. Nuestros periódicos simplemente escriben sobre lazos de amistad instaurados por los soldados soviéticos.

Hablo con los chicos. Muchos han venido voluntariamente. Pidieron venir aquí. Noto que la mayoría de ellos son de familias educadas, intelectuales: maestros, médicos, bibliotecarios… gente de libros. Ellos sinceramente soñaban con ayudar al pueblo afgano a construir el socialismo. Ahora se ríen de sí mismos. Vi un lugar en el aeropuerto donde cientos de ataúdes de zinc brillan misteriosamente al sol.

Le digo a Olga que Alexiévich escribió un libro sobre Afganistán, sobre estos soldados y madres de la isla.

—Sí, supongo, no la he leído. La gente la conoce, pero piensan que escribe de manera difícil, y que sus temas son demasiado tristes.

Miramos a un lado y a otro de la isla. En la orilla más cercana del río hay una hilera de casas pequeñas, de un par de pisos de altura y tejados afables, al estilo centroeuropeo. Fueron de las pocas que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial. Casi toda la ciudad se tuvo que reconstruir desde cero. Uno de cada cuatro bielorrusos murieron durante el conflicto. En la orilla opuesta, un rascacielos, un centro comercial y edificios de oficinas de cristal brillante —el sector de la innovación tecnológica está creciendo con mucha fuerza en el país—. Junto al río, la hierba crece fuerte y espléndida.

A lo lejos veo un edificio grande y monstruoso. Parece como si hubieran amontonado de forma escalonada un complejo turístico, para formar una especie de castillo blancuzco frente al lago. Es uno de los edificios más caros de todo Minsk. Aquí vive Alexiévich.  

Minsk. Fotografía: Mariusz Kluzniak (CC).

¿Cómo lo sé? Evgenia, mi anfitriona de la barbacoa, me lo contó el otro día. Un amigo suyo que vivía al lado se encontró a la escritora comprando en una tienda cercana, y charló con ella un rato. Al ganar el Premio Nobel dejó su piso de dos habitaciones y se compró este nuevo, que hasta hace poco pertenecía al propietario de un equipo de fútbol del país. Al edificio lo llaman popularmente «la casa de Chyzh», por el oligarca Yury Chyzh, cuya empresa construyó esta mole inmensa. Chyzh es conocido por haber sido uno de los hombres más ricos de Bielorrusia, por haber tenido una relación muy próxima con el presidente Lukashenko y por haber sido detenido hace dos años por el KGB —sí, el servicio secreto bielorruso sigue llamándose igual que en tiempos soviéticos—.

Un par de conocidos bielorrusos me han dicho que se sintieron un poco decepcionados al enterarse que Alexiévich se había trasladado allí. No es la única crítica que se le ha hecho a la escritora. En realidad, su persona —y en especial su literatura— ha sido atacada por parte de la oposición política bielorrusa bastante antes de que ganara el Nobel.

Es algo que sorprende: de cara a Europa nos ha llegado que los únicos que critican a Alexiévich son el Lukashenko y sus seguidores. Hasta hace poco, los libros de la escritora no se publicaban en Bielorrusia, y se tenían que conseguir en Rusia o Lituania —desde que ganó el Premio Nobel, la situación ha cambiado: el gobierno le hace el vacío, pero sus libros pueden comprarse en las librerías propiedad del Estado—. Alexiévich tuvo que exiliarse durante doce años en diversas ciudades de Europa, y sigue siendo una de las mayores críticas del gobierno.

Entonces, ¿por qué parte de la oposición se la tiene jurada? Porque escribe en ruso.

«Esta sorprendente falta de patriotismo hacia el trabajo de Alexiévich es resultado de dos décadas de autoritarismo y supresión de la cultura bielorrusa, desde la independencia del país. Las críticas a Alexiévich están guiadas por motivos políticos, más que por la calidad de su escritura. En un país sin libertad, cada decisión es política. La politización de la literatura en Bielorrusia acarrea el riesgo de debilitar la calidad de nuestra herencia literaria durante las próximas décadas», escribía la editora de Belarus Digest, Volha Charnysh, sobre estas críticas a Alexiévich por parte de nacionalistas y miembros de la oposición. Otra de las quejas contra la periodista es que escribe sobre temas de la URSS, y no sobre la historia nacional de Bielorrusia.

El tema del idioma no es menor: hasta hace unos años, realizar actos públicos hablando en bielorruso era una manera de alinearse en contra del gobierno. Ahora, según me han dicho bielorrusos que lo intentan hablar diariamente —una minoría ínfima—, se trata más de una resistencia cultural que de una reivindicación política. Alexiévich, por su parte, sigue escribiendo en ruso, y sobre temas que van más allá de la frontera nacional de su país. Son temas de una época superada, critican algunos. Vive en el pasado, dicen otros.

¿Pero qué es eso que veo cada día cuando paseo por las calles de Minsk? ¿Qué dicen estos carteles verdes y rojos que llenan toda la ciudad? ¿Por qué las grandes plazas y las grandes avenidas se están cubriendo de banderas?

Porque en pocos días será 9 de mayo, Día de la Victoria. Más de setenta años después de la Segunda Guerra Mundial, el Estado sigue engalanando la ciudad para la fiesta más importante de la nación. Habrá un desfile con centenares de tanques recorriendo las calles. Recuerdo que los jóvenes bielorrusos con los que compartí coñac y barbacoa en el bosque no paraban de criticar y quejarse del 9 de mayo y su propaganda.

Una conocida bielorrusa, en cambio, me dice que tiene buenos recuerdos de la celebración. Que cuando era pequeña los niños cogían flores bonitas y se las daban a los abuelos veteranos, que cantaban canciones de la guerra con sus acordeones. Ahora casi todo son masas y tanques. Un grupo de militares ensayan pasos marciales frente al fuego al soldado desconocido, situado bajo la sombra de un gran obelisco negro, lleno de siluetas bélicas y una gran hoz y martillo, en la Plaza de la Victoria de Minsk.

Nota en el diario de Alexiévich, entre 1980 y 1985:

Estoy escribiendo un libro sobre la guerra. ¿Por qué sobre la guerra? Porque somos gente de guerra; siempre hemos estado en guerra o preparándonos para ella. Si nos fijamos, siempre hemos hablado en términos bélicos… en la casa, en la calle. Es por eso que la vida humana es tan barata en este país. Siempre es tiempo de guerra.

Empecé con dudas. Otro libro sobre la Segunda Guerra Mundial, ¿para qué?

Hay otros fantasmas que tampoco se han marchado. Se pueden ver, simplemente, si uno camina unas pocas horas por Minsk. ¿Es acaso extraño hablar todavía del «Homo Sovieticus» cuando la ciudad sigue teniendo, decorada con flores, la estatua del siniestro Félix Dzerzhinski, fundador de la Cheka, plantada delante del edificio de la KGB? Incluso en Moscú la derribaron: aquí veo a varias parejas hacerse fotos frente a ella. En la de Lenin o en la de Kalinin también han depositado flores de rojo intenso.

Otra nota de Alexiévich:

Mi padre murió recientemente. Él creyó en el comunismo hasta el final. Mantuvo su tarjeta de afiliación al partido. Yo no me atrevo a usar la palabra sovok, un epíteto despectivo para la mentalidad soviética, porque entonces tendría que aplicarlo a mi padre y a otras personas cercanas a mí, mis amigos. Todos ellos vienen del mismo lugar: el socialismo. Hay muchos idealistas entre ellos. Románticos. Hoy en día, a veces son llamados esclavos románticos. Esclavos de la utopía.

Creo que todos ellos podrían haber vivido diferentes vidas, pero vivieron vidas soviéticas.

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Minsk. Fotografía: Mariusz Kluzniak (CC).

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Citas extraídas de El fin del «Homo Sovieticus», del discurso de Alexiévich durante su recepción del Premio Nobel y del artículo «Prisoners of Authoritarianism: Alexievich and her Critics», de Volha Charnysh.

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Un comentario

  1. A ver, setenta años de miserias formidables y grandezas maravillosas no se zanjan de la noche a la mañana.

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