Arte y Letras

Fuego del infierno: una visita a West Wycombe (I)

Hogarth_Dashwood West Wycombe
Retrato de sir Francis Dashwood parodiando una imagen de san Francisco de Asís, por
William Hogarth.

La «romantización» del mal ha producido algunas de las mejores páginas que se han escrito en nuestra cultura.

De Thomas de Quincey a Anton LaVey, de Horace Walpole al black metal, de Baudelaire a Dennis Cooper. Es la que conocemos como tradición satánica: esa tradición que idealiza la inmoralidad y exacerba el culto al yo nacido hace tres siglos. Una tradición libertaria que siempre ha atacado a la moral imperante y a la religión establecida. A menudo ha asumido ella misma hábitos de religión oscura. Y ha enarbolado la bandera del mal metafísico, con mayor o menor sentido del humor.

Y por supuesto, también ha producido algunas de las peores páginas de nuestra cultura.

Estando avisado de todo esto, este articulista emprendió en verano de 2013 una peregrinación en busca de uno de los lugares de nacimiento de la cultura satánica de nuestro tiempo. Un viaje que necesariamente habría de estar marcado por la fabulación, el disparate y la fascinación por la maldad.

A cincuenta kilómetros al este de Londres, en el valle del Támesis, se encuentra el pueblecito de West Wycombe, uno de los centros turísticos del soñoliento Buckinghamshire. En realidad el centro histórico de West Wycombe es una sola calle, poblada de pubs y tiendecitas sospechosamente «tradicionales», una sospecha que se corrobora cuando uno se entera de que la mayor parte del pueblo es propiedad del National Trust. Sin embargo, sus atracciones turísticas, las que llevan allí a miles de turistas al año, están a unos minutos de esa calle. Se trata de West Wycombe Park, un suntuoso palacio georgiano de estilo palladiano; el Mausoleo Dashwood y la iglesia de Saint Lawrence, situadas en la cima de West Wycombe Hill; y las cuevas de West Wycombe. Los tres lugares fueron construidos en el siglo XVIII por el legendario diletante y libertino sir Francis Dashwood.

Y hablar de Dashwood es hablar de su Club del Fuego Infernal. Que es donde radica, por supuesto, el atractivo turístico de West Wycombe.

La visita a las cuevas de West Wycombe, rebautizadas en toda la señalización local como «Cuevas del Fuego Infernal», es una experiencia deliciosamente kitsch. La empresa gestora del lugar ha decidido darle un enfoque amablemente festivo a toda la experiencia, una visita familiar a medio camino entre el túnel del terror y el museo de Madame Tussaud.

La visita arranca en el patio de entrada de las cuevas. Para darle un aire gótico, Dashwood construyó allí el archicélebre pórtico exterior, una excéntrica fachada de pedernal repleta de arcos ojivales y hornacinas para estatuas, que se eleva por encima del arco gótico de la entrada para ser devorada a medio camino por las hiedras. El simbolismo de la construcción es obvio: Dashwood quería que la entrada de las cuevas pareciera la entrada de una iglesia gótica, lo cual encajaba en su plan de convertir la colina de West Wycombe en un microcosmos: en la cima construyó una iglesia que representaría el cielo. Al pie de la colina estarían las cuevas, que representarían el infierno.

El pórtico de las cuevas se extiende a ambos lados en forma de sendas murallas oscuras que conducen a la verja de lanzas. El efecto sería parecido al que produce el epatante mausoleo de la cima de la colina, si no fuera porque el patio ha sido aprovechado para montar un café con terracita repleto de sombrillas y el ubicuo logotipo de las cuevas con letras de película de miedo.

Las cuevas en sí son un túnel de medio kilómetro que desciende a las profundidades de la colina, pasando por una secuencia de diminutas habitaciones y cámaras subterráneas antes de llegar al Templo Interior. Un par de atmosféricas antorchas iluminan los plafones informativos de la galería de entrada. A continuación el túnel se estrecha, desaparece la luz y nos adentramos a oscuras hacia la primera cueva, la del Secretario del Club.

Aquí se nos presenta un conflicto clásico de intereses turísticos. Las cuevas debieron de ser preciosas en su momento, mientras Dashwood las usaba e incluso durante los años de desuso en que permanecieron desnudas. Su descenso al vientre de la colina le da a uno la sensación de estar en un túmulo gigante, y la luz del fuego y de los fanales tiñe de dorado las suaves paredes de creta. Aun así, es normal que las cuevas Dashwood no consigan captar la imaginación de unos turistas acostumbrados a los paisajes digitales del entretenimiento de hoy en día. De manera que el National Trust decidió coger la directa y poblar las cuevas de maniquíes con pelucas y ropa de época. Añádase a eso la iluminación roja (por el tema del infierno, se supone) y los plafones parlantes que cuando pulsas un botón te cuentan con voz de Vincent Price las leyendas escabrosas de las cuevas. (También hay una visita nocturna de índole parapsicológica y, por supuesto, eventos especiales en Halloween). Los visitantes van recorriendo el túnel oscuro entre risitas y cada vez que llegan a una cueva se asoman al interior para mirar al maniquí de turno. Los maniquíes, de aspecto más bien barato, aluden con sus trajes y sus posturas a la leyenda que el folclore asigna a cada cueva. ¿Se van haciendo una idea?

El maniquí de la Cueva del Secretario, por ejemplo, es un señor encorbatado y sentado a una mesa con sus monedas. La segunda cueva es la del poeta Paul Whitehead, que aparece con sus famosas botellas de vino, la urna que supuestamente alberga su corazón y un esqueleto de mentira. El plafón informativo nos cuenta que el fantasma de Whitehead todavía ronda las cuevas, junto con el de una tal Sukie, una tabernera del pueblo.

En la tercera cueva nos encontramos al mismísimo sir Francis Dashwood dando la bienvenida, farolillo en mano, al ilustre Benjamin Franklin, que tiene cueva propia porque es con diferencia el personaje más célebre que al parecer visitó las cuevas.

En la cuarta, o Cueva de los Niños, retozan un niñito y una niñita de la familia Dashwood, para explicarnos que a principios del siglo XIX las cuevas eran un lugar de visita popular entre los niños.

A continuación el túnel llega al Salón de Banquetes, una cámara circular y de techo abovedado, con nichos para estatuas en las paredes, situada a mitad de trayecto. La penúltima cueva es la de los Mineros, dedicada a los constructores del recinto, antes de que el túnel atraviese la llamada Cueva Estigia, un pasaje de suntuosas estalactitas desde donde se divisa, por debajo del túnel, una pequeña laguna subterránea.

Y por fin, claro está, el Templo Interior, verdadero festival de maniquíes y pelucas, donde la escena de grupo representa a Dashwood y a sus doce apóstoles, incluyendo a unas cuantas guapas señoritas, botellas de alcohol y lúgubres candelabros. Aunque su actividad no queda muy clara, en parte porque tienen que estar todos mirando hacia la reja de entrada de la cueva para que se los vea bien, da la impresión de que se están corriendo una juerga. Que es básicamente lo que sucedía aquí, aunque la intensidad de esa juerga es lo que lleva tres siglos siendo objeto de debate.

Los más sensatos afirman que las juergas del Club del Fuego Infernal, que ni siquiera se llamaba así cuando existió, se limitaban a beber vino y a fornicar con señoritas de dudosa virtud sobre las ruinas de una abadía o en las cuevas. Otros mencionan vestiduras ceremoniales, gente desnuda o disfraces de demonios. La tradición habla de orgías, de misas negras y de sacrificios.

Lo que me fascinó de la visita, sin embargo, es lo mismo que me fascina de todo lo que rodea a la sociedad secreta de sir Francis Dashwood, y a las demás que surgieron a su imagen y semejanza durante las décadas siguientes. Me refiero al poder con que el Club del Fuego Infernal vive en nuestra imaginación.

No me parece particularmente interesante la cuestión de cómo las actividades del club se magnificaron de forma grotesca. A lo largo de la historia posterior, simpatizantes y detractores participarían por igual en la idealización de las «maldades» que allí se cometían. El proceso está bastante claro. Tampoco entraré en la cuestión bastante obvia de por qué nos fascina la depravación. Lo que me interesa es que, tres siglos más tarde, la sociedad de Dashwood sigue grabada a fuego en el imaginario occidental.

Porque los maniquíes de las cuevas de West Wycombe no remiten a la gente que se reunía verdaderamente allí, sino a nuestras ideas de lo que es un club del fuego infernal. En West Wycombe nacieron en muchos sentidos la tradición satánica, el inmoralismo libertario y el byronismo. Formas de pensar y de actuar que han perdurado hasta nuestros días. El módulo original se expandió en todas direcciones.

Llegó, por supuesto, al arte y la literatura. La filmografía entera de Hammer Films es un enorme eco de West Wycombe, igual que la obra de Dennis Wheatley. La adaptación cinematográfica de To the Devil a Daughter de Wheatley, de hecho, se filmó en West Wycombe, igual que la escena de La naranja mecánica en que Alex sueña despierto que es un legionario romano que azota a Jesucristo. En 1961 se estrenó una versión cinematográfica de la historia de la Orden de Dashwood, titulada precisamente Hellfire Club. Ni la presencia de Peter Cushing ni su desenfadado sensacionalismo consiguieron que tuviera demasiada resonancia. Lo contrario sucedió con Eyes Wide Shut de Kubrick, cuyo sensacionalismo sí que funcionó en la taquilla y la convirtió en la película más famosa sobre un club del fuego infernal.

El arte y la literatura no fueron los únicos ámbitos marcados por la sombra del Club del Fuego Infernal. La abadía de Thelema no dejó de ser un eco de la abadía de Medmenham, igual que otros muchos retiros de órdenes ocultas. La pornografía, desde sus inicios victorianos hasta la actualidad, ha estado siempre impregnada del espíritu del Club del Fuego Infernal, y a menudo de su letra. Cientos de clubes de fetichismo y S&M del mundo entero llevan el nombre del club de Dashwood, y a día de hoy el Old Hellfire Club es el club de intercambio de parejas más grande y exclusivo de Gran Bretaña.

Pero desandemos nuestros pasos. Escarbemos en la literatura sobre el tema. Intentemos rastrear ese cambio fundamental que Dashwood operó en nuestra imaginación.

El ascenso de Francis Dashwood a la preeminencia política y social coincidió con un momento del periodo georgiano marcado por la prosperidad de la colosal potencia mercantil británica, en la cúspide de su poder mundial. El periodo de las revoluciones todavía quedaba lejos. En Londres, la élite política se divertía en los clubes de moda, los casinos y los locales de St. James y Covent Garden donde se podía satisfacer prácticamente cualquier vicio. A mediados del siglo XVIII, la industria del sexo londinense estaba desarrollada a una escala sin precedente en la historia.

Hijo de un rico mercante convertido en baronet, Dashwood coincidió en Eton con figuras como el futuro primer ministro William Pitt, el futuro secretario de guerra Henry Fox y el novelista Henry Fielding. Su padre murió en 1624, dejándole una fortuna enorme que incluía las propiedades de West Wycombe. Dashwood tenía dieciséis años. A los dieciocho se embarcó en una gran gira por Europa de la que nos han llegado toda clase de deliciosas leyendas. Durante su gran gira, y otra que la seguiría, Dashwood probó los placeres del libertinaje y dio muestras sobradas del excentricismo que le caracterizaría en décadas posteriores. Se dice que «se fornicó a media Europa», llevando consigo el escándalo desde Constantinopla a San Petersburgo. En Venecia se encontró con meretrices engalanadas con perlas «del tamaño de huevos». En Roma, cuenta la leyenda que entró en la Capilla Sixtina y otros templos vestido con capa larga y armado con un látigo para fustigar a los penitentes por su idolatría. Sus víctimas huían aterradas, gritando: Il diàvolo! Il diàvolo! Al parecer su aversión por el catolicismo se gestó en este y en otros viajes a Italia.

Una de las leyendas más persistentes relativas a este periodo de la vida de Dashwood cuenta que sedujo a la mujer del zar, Catalina, haciéndose pasar por el rey Carlos de Suecia, el principal enemigo por entonces de la nación rusa. La anécdota es tan poco creíble como sospechosamente persistente.

En la década de 1730, Dashwood ya era un hombre vigoroso y brillante, con una imaginación desbordante, extraordinariamente sociable y lleno de contradicciones: por un lado era un intelectual, dueño de una copiosa biblioteca. Es conocida su generosidad como terrateniente, con episodios como su financiación de la construcción de la aldea de West Wycombe durante una época de carestías en el lugar. Por otro lado, y pese a su interés general por la religión, era un notorio degenerado a quien por todo Londres se atribuían pecados de sodomía y violación.

El mayor talento de Dashwood, sin embargo, siempre fue el espectáculo. Sus clubes, tanto el de los Caballeros de San Francisco como sus precedentes, debieron de ser espectáculos impresionantes para la época, de una teatralidad opulenta y entreverada de misterio y carnalidad. Su transformación de la abadía de Medmenham en un templo de la indecencia fascinó y escandalizó ligeramente incluso a sus compañeros de correrías, como el periodista y parlamentario radical John Wilkes, que escribió que: «Me quedé asombrado de que un hombre pudiera invertir tanto esfuerzo y dinero solamente para mostrar en público su desprecio de todas las virtudes».

Sus dos primeros clubes fueron efímeros y su recuerdo probablemente no habría perdurado de no haber sido en cierta forma escalones que llevaron a Medmenham. En 1732, a los veinticuatro años, fundó la Dilettanti Society, que se reunía para cenar los primeros domingos de mes a las tres de la tarde en la Bedford Head Tavern de Covent Garden. Para entrar en la sociedad era requisito indispensable haber visitado Italia, cosa que la mayoría de miembros había hecho como parte de sus grandes giras respectivas, y el objetivo oficial de las reuniones era hablar de arte y cultura clásicas mientras se bebía vino. También era requisito del club disfrazarse, y Dashwood empezó a asistir a las reuniones del club bajo la apariencia de monje franciscano, instaurando el juego de palabras con su nombre de pila que tanto explotaría en el futuro. Nos han llegado bastantes retratos de Dashwood disfrazado de versión obscena de monje franciscano o de san Francisco de Asís, los más famosos obra de su amigo el satirista William Hogarth.

Obviamente, el hecho de que las reuniones se celebraran en una notoria taberna de una de las zonas más fastuosas del centro de la ciudad implica que sus actividades no podían ir mucho más allá de beber y disfrazarse.

 En 1741, a los treinta y tres años, Dashwood entró en la Cámara de los Comunes y se unió a la corte del príncipe Federico. Ya estaba situado en el centro de la vida política cuando en 1744, y en compañía del que sería uno de sus lugartenientes de toda la vida, lord Montagu, conde de Sandwich, fundó el segundo de sus clubes, el Divan Club, una sociedad orientalista y arqueológica para caballeros que hubieran visitado y amaran el Imperio otomano. La asistencia requería túnicas, turbantes y dagas, y parece ser que durante sus dos años de existencia sus actividades degeneraron en algo más que las conversaciones sobre ruinas y odaliscas.

(Continúa aquí)

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