Entrevistas

Carlos Areces: «La ironía ha desaparecido. Cualquier cosa que digas te retrata en serio»

Carlos Areces

Esta entrevista se encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº37 especial Círculos polares.

Probablemente no es consciente, pero Carlos Areces (Madrid, 1976) describe insistentemente a los demás con la palabra que más lo define a él: fascinante. En tres horas, la pronuncia no menos de cien veces, no más de mil. Le fascinan mucho muchas cosas: los cómics —justo antes de que lleguemos ha recibido un original de Bruguera y saliva al confesar que es feliz—, un trío de actrices de ojos descomunales, el subnopop —es el cincuenta por ciento del grupo musical Ojete Calor, uno de sus más perfectos próceres—, perseguir intérpretes de talla internacional, el cine… y las fotos de muertos. Es la excusa que hemos encontrado para plantarnos en su casa, la publicación del libro Post Mortem (Titilante), donde comparte con el mundo su colección privada de daguerrotipos, ferrotipos y postales de los siglos XIX y XX, escrito por la académica Virginia de La Cruz Lichet.

El ambiente es todo menos fúnebre, disculpen el cliché. Areces, a medio camino entre un maestro de ceremonias y un niño sobreexcitado aparece y desaparece por la cortina de terciopelo rojo que preside su salón, trayendo en ristre toda clase de artefactos y curiosidades. Su debut en el cine en una película de Bond, su foto con Tarantino, viñetas inencontrables, un documental sobre entierros de pandilleros en Puerto Rico… Si existe la entrevista multimedia, es esta. El actor, cantante y dibujante repasa su carrera de adelante hacia atrás (al revés también), saltando de mito en mito sin percatarse —los verdaderos nunca lo hacen— de que él ya es un poco todo eso. El habitante de una tienda de curiosidades donde se apretujan Ridley Scott y Cañita Brava, Angela Lansbury, Francisco Ibáñez y Encarna Sánchez. Le dicen «de culto», le dicen «polifacético», pero insistimos: Carlos Areces fascinante. Mocatriz de risa ratonil, quizá, pero fascinante. 

En la introducción del libro desvelas que a la fotografía post mortem no has llegado por ningún laberinto secreto, sino a través de Los otros, de Amenábar. 

Sí, precisamente por eso le pedí que escribiera el prólogo, tenía perfecto sentido. Yo ya era coleccionista de fotografía antigua, porque me gusta mucho todo lo que tiene que ver con los aspectos más familiares, las bodas, las comuniones, la intimidad familiar… Me fascina. Me interesan bastante menos la fotografía militar, el paisajismo… Prefiero lo que estaba pensado para ser consumido básicamente entre los miembros de la familia. La fotografía post mortem cumple sobradamente todos esos patrones. 

El libro se basa en tu colección personal de este tipo de fotografía. ¿Cuál fue tu primera post mortem

¿Te puedes creer que no recuerdo cuál fue la primera? Voy a decir algo que podría ser cierto, pero no estoy seguro. En la época de Los otros no existían las webs a las que puedes recurrir ahora para cualquier tipo de coleccionismo, como hago yo, que soy coleccionista de millones de cosas y tengo páginas de referencia. Lo que sí recuerdo es que en Chueca hay una tienda que se llama Casa Postal, especializada en coleccionismo de papel antiguo. Recuerdo llegar allí y decir: «Oye, ¿tenéis algún tipo de fotografía… post mortem?», y ahí fue la primera vez que pronuncié la palabra en alto. Noté una mirada de complicidad con el vendedor [risas]. Fue como cuando en la Resistencia francesa decías la palabra clave y te dejaban pasar a la trastienda. Me sacaron un pequeño sobre en el que había tres fotografías. Hoy ya es muy fácil meterte en eBay y encontrar fotos de muchos países para enriquecer tu colección, porque puedes notar las diferencias por lugares y por épocas. Aun así, cada vez que voy por temas de trabajo a Soria, a Bilbao o a cualquier sitio, lo primero que hago es averiguar dónde hay tiendas de antigüedades o librerías de segunda mano, que es donde más disfruto. En Bilbao, en concreto, he conseguido algunas fotografías post mortem, y en el Rastro o ferias de papel antiguo. 

Esta no es tu colección completa, ¿no? 

En el libro hay publicadas unas ciento cincuenta, hemos dejado fuera muchas. Gracias a la chica que vino a catalogar mis fotos, Cecilia Casas, descubrí que muchas de ellas no eran de muertos, sino de niños dormidos, por ejemplo. Ingenuamente, yo pensaba que en el siglo XIX la fotografía era tan poco habitual que, cuando te hacían una foto, en la medida de lo posible estabas despierto, serio; pero ella me sacó del error. Al tardar tanto tiempo en tomarse, muchas veces se esperaba a que el niño se durmiera. Por eso hay algunas fotografías sin información de las que no podemos estar seguros si son post mortem o no, porque no llevan en el reverso la fecha de nacimiento y defunción. Luego hay otro tipo de foto que, siendo estrictamente post mortem, porque son de gente fallecida, no estaba relacionado con el ámbito de privacidad familiar y de cariño y recuerdo empático que queríamos transmitir. Todo lo que se recoge en el libro son fotografías encargadas por la familia como recuerdo de la persona a la que quisieron. 

¿Qué ha quedado fuera?

Fotografías médicas, de muertos en la guerra, algunas tomadas por los leales a la República durante la guerra civil, cuando hacían las exhumaciones de los curas… Han quedado fuera porque nos parecía que no era exactamente el tema, no tenía que ver con la manera de lidiar con la muerte y la desaparición de un ser querido, que es de lo habla el libro. Es lo que me parece más interesante; lo demás queda para otros tratados históricos, que además están más publicitados, como la fotografía de guerra. 

Hay algo en la intimidad de la muerte que impacta más que unas fotografías de guerra, ¿no?

Sí. El otro día me preguntaron en una entrevista si dejaría que me hicieran una fotografía post mortem. Es una pregunta que, por ejemplo, no le harías a un reportero de guerra, porque pone en cuestión lo lícito que es acceder a la intimidad de gente que lleva ciento cincuenta años muerta. Y, sin embargo, nadie se plantea qué pasa hoy en día en los telediarios, donde no aplicamos esa misma disciplina. Mostramos la imagen de la muerte en momentos mucho más dantescos, como puede ser en un atentado, y ahí no hay ningún tipo de control, ni nadie se pregunta por el dolor de la familia en ese caso, cuando vemos de repente soldados americanos que han sido capturados en no sé dónde y se enseña una decapitación. Eso ha salido. Es verdad que esas imágenes tienen una función, no lo voy a negar, pero la fotografía post mortem también tiene la suya. Lo que comparo es lo chocante que le resulta a la gente mostrar este tipo de fotografías en un libro con una tirada limitadísima que al final solo va a ir a coleccionistas y especializados; pero está mucho más habituada a ver la foto del niño que llegó muerto a las costas cuando se cayó de una patera, atentados en no sé dónde… Me parece que eso es algo mucho más crudo para las familias, porque están vivas. La respuesta que di a esa pregunta fue que, si me quisieras hacer una fotografía post mortem cuando me muera, a los que tendrías que pedir permiso es a mis familiares, a quien me sobreviva. Ahora, si alguien quiere incluir mi fotografía post mortem dentro de cien años en un libro, tiene todo mi permiso. Me parece una pregunta hueca porque, en el fondo, nosotros ya tenemos retratos post mortem de infinidad de gente, de famosos fallecidos. Hay fotos de Lola Flores, y más antiguas, de Blasco Ibáñez, por ejemplo.

La diferencia, supongo, es la fama, que difumina los límites de la intimidad. 

Sí, claro. Está el componente de la fama, de que el retratado es un prócer. También hay que tener en cuenta que con estas fotografías no estamos accediendo a momentos de una cierta intimidad de familias, no de todo tipo de condición social, sino principalmente de una elevada. Los daguerrotipos podían costar cinco veces el sueldo de un obrero, con lo cual ya te puedes imaginar a qué tipo de familias correspondían la mayoría de las fotos del siglo XIX que te llegan, como la mayoría de las grandes colecciones de fotografía de principios de siglo. Mi otra gran colección son fotografías de comuniones anteriores a la guerra, que tampoco era una cosa que pudiera permitirse todo el mundo. Por ejemplo, mi madre, que es del año 1932, no tuvo. Eran cinco hermanos y solo se hizo foto de comunión a la última, con la que se lleva quince años. A partir del siglo XX, la cosa cambia porque se abarata, y en los años cuarenta la cámara ya pasa a manos del usuario. 

Dices que perteneces a la «generación de Barrio Sésamo», a la que le cuesta encajar la muerte como algo normal. 

Sí, vivimos una época así. Socialmente, la muerte sigue mucho más oculta que hace cien años, y eso se nota en el trato de la gente. En el siglo XIX, a la mayoría de los muertos se los velaba en casa encima de su cama, la misma cama en la que luego iba a dormir su cónyuge por la noche. Las vecinas ayudaban a vestirlo, todo el pueblo pasaba para darle un último adiós, un beso y tener contacto físico con él. Me viene a la cabeza una de las fotos del libro en la que hay una niña en un féretro, transportada por otras cuatro amigas más. Eran todo niñas y nadie se planteaba que pudiera ser grotesco, un shock… Hoy en día, la muerte es algo que ocurre por una carretera secundaria, no va por la autopista, y hacemos todo lo posible por ocultarla. Antiguamente, la mortalidad infantil era mucho mayor; era muy habitual, sobre todo en las familias más pobres, que se muriera algún hijo. Se contaba con ello, incluso. Hoy en día el shock, el impacto por la muerte de un hijo, es más devastador. No sé tú, pero yo en toda mi vida solo he visto un fallecido. Un amigo que se suicidó. Y la experiencia es otra: vas a un tanatorio, que es una sala aséptica, especialmente diseñada para tener ahí el duelo, lo ves a través de un cristal metido en un ataúd en el que solo asoma la cabeza a través de un raso blanco… Todo era perfectamente aséptico, limpio. Y, aun así, me impactó. Eso que te dicen, «parece que está dormido», no es verdad. Cuando es una persona que has conocido en vida, yo no he conseguido verla dormida, esa es la verdad. 

De hecho, ahora se plantea como opción no ver físicamente al muerto. «¿Quieres verlo?» es una pregunta corriente. 

Exacto. Hemos perdido contacto con algo que no por ocultarlo va a dejar de ser real. Cuando murió mi padre, esa persona que sí vi ya no tenía que ver con él. Me supuso un quiebro mental, porque la imagen que yo recordaba de él y la que estaba viendo no tenían nada que ver entre sí. He dicho que solo he visto un muerto, y no, vi a dos. No el velatorio, sino en la cama del hospital. 

Lo que me molesta es que utilizamos muy alegremente la palabra morbo en torno a todo a esto. Hay un componente de eso, por supuesto, pero es completamente natural y lícito, porque, al final, morbo significa interés por lo que está prohibido, por lo que no es correcto dentro de tu tiempo y de tu época. Al final, todo lo que está oculto nos despierta eso: ¿por qué está oculto? ¿Qué ganamos ocultándolo? En este caso concreto, en el que hablamos de nuestra propia finitud, eso es mucho más interesante. No podemos negar que hay un componente de curiosidad, pero no es malsano que los muertos nos despierten interés. Pienso en el arranque de Tesis, con el accidente en el metro donde la gente se asoma al borde del andén. Esta actitud tiene muy mala prensa, pero creo que nace de la misma esencia que hace que nos podamos llamar humanos: la curiosidad. Curiosidad por lo que no suele estar bien visto, aunque no haya una prohibición explícita. 

Por eso esas fotos me parecen tan fascinantes, porque son un legado. Precisamente por el cambio de sensibilidad y de percepción que tenemos respecto a nuestros allegados fallecidos, se han destruido muchísimas fotos post mortem, por dos factores. No solo la fotografía post mortem da miedo: la fotografía antigua ya lo da. Tiene un halo, está revestida de una estética y un embrujo del que se han servido en muchas películas de terror, o en la literatura victoriana. Es algo cultural, pasa lo mismo con las muñecas de porcelana. Hoy en día son muy utilizadas en el terror, pero eran un juguete para niños, la percepción es radicalmente opuesta. 

Con la fotografía antigua, en general, pasa un poco lo mismo. Si además es post mortem… Al cabo de dos generaciones ya no conoces a tus antepasados, y de repente llega a tus manos una colección de papeles en la que hay representada gente que no conoces, y que abultan un montón. Nosotros tenemos casas cada vez más pequeñas, así que eso va a la basura, en general. Pero si, además, entre esas fotos hay alguna post mortem, te horripila. Te parece tener algo sucio en casa, te sientes mal, culpable de algo por conservar esas fotos, te da mal rollo. Por eso se ha perdido mucha, incluso dentro de los archivos de fotógrafos famosos, cuyos herederos se han deshecho de ellas porque no era algo bonito que tener dentro de la colección de paisajes, de retratos… 

Carlos Areces

Tú dices eso de que la belleza está sobrevalorada. Supongo que es aplicable a esto, ¿no?

[Risas] Sí, pero eso lo decía de manera capciosa, porque cuando no tienes belleza quieres que no sea tan importante. Lo cierto es que todos somos sensibles la belleza, pero mentiría si te digo que yo no encuentro belleza en la fotografía post mortem. Mira, por ejemplo, esta foto del libro es la única falsa. 

Hombre, como que ese es Mateo Gil.

[Risas] Sí, esta me la cedió Amenábar, fue una de las que hicieron para la película, para un álbum que hojeaba Nicole Kidman. Pero sí, yo veo belleza. Hay que tener en cuenta que esas fotografías no fueron tomadas por ese «morbo» del que ahora te pueden acusar. Esas fotos se hacían a gente que, en la mayoría de los casos, no había tenido una fotografía en vida; a veces era el recuerdo de un velatorio, otras era por un tema de herencia, o porque a lo mejor uno de los hijos no había podido asistir. De hecho, una de las que aparece en el libro es ese caso concreto: un hermano que le manda una foto de su madre muerta al otro hermano que no pudo ir al entierro. Es una manera de vivir el duelo, de asumirlo. Hace diez años murió un amigo mío que en su día fue muy importante para mí, pero cuando murió habíamos perdido el trato. Yo me enteré cuando ya estaba enterrado, y la experiencia de saber mentalmente que ha muerto, pero no comprobarlo, no haberle hecho un duelo por no asistir ni al funeral, lo convirtió en irreal. Al ser una persona que ya no formaba parte de mi rutina, su muerte se convirtió en una especie de ficción. Sabes que ha muerto, pero es muy raro, mi cerebro no termina de procesarlo, ni de aceptarlo. Cuando hablo de él con otros amigos, tengo la sensación de que todavía me lo puedo encontrar en los bares que recorríamos. La fotografía post mortem hoy es habitual solo en algunos casos. 

No te refieres a autopsias, entiendo. 

No. Hay un caso en el que sigue teniendo sentido, y los psicólogos lo recomiendan porque es terapéutico: cuando los bebés han nacido muertos o han fallecido en las primeras horas. No tienes ninguna foto de ellos vivos, y hacerles una foto es dejar constancia de que han pasado por la vida, de que han existido. Eso, para la gente que los quiere, es muy importante. En ese sentido, la fotografía cumple exactamente la misma función que en el siglo XIX. Te voy a enseñar algo, aunque igual tiro piedras contra mi propio tejado… [Saca un volumen negro] Este libro es un ejemplo de que, aunque ya no es tan habitual, la fotografía post mortem sigue teniendo sentido: un libro de fotografía de los velatorios en iglesias negras. 

De muertos en 2003, en Harlem, por lo que veo. 

Sí, son actuales. Por ejemplo, he descubierto hace poco por una serie de reportajes que hay una práctica que entronca con esto y me sorprende mucho más. Me parece demasiado florida para cómo yo estoy acostumbrado a vivir la muerte. Pero, de nuevo, también te habla de cómo las diferentes latitudes tienen diferente sensibilidad al respecto. En Puerto Rico, se está empezando a hacer una serie de funerales donde se cambia lo aséptico de la caja por una exposición del fallecido posando en actitudes que tenía en vida. No con su mejor traje con corbata, sino con el chándal que más le gustaba, sentado en una mesa con una cerveza en la mano. Mira [enseña un vídeo en su ordenador], velorios insólitos: el muerto vestido de pandillero, subido en su moto… 

(…)

A nosotros nos parece sobrecogedor, o demasiado exótico, pero fíjate: bajo su prisma, nuestra manera de vivir la muerte tampoco es natural, no queriendo verlos. Yo el primero: no quiero ver muerta a la gente que he conocido viva. 

El objetivo de esta entrevista era hacer la antítesis de la que os hicieron a Aníbal y a ti como Ojete Calor que nunca se publicó porque no gustaron vuestras respuestas. Veo que vamos en esa línea. 

[Risas] ¿La has leído? Es que nosotros somos un grupo de humor, es una cosa que salta a la vista. Por eso me llama la atención cuando alguien pretende estar como de vuelta, como por encima de nosotros. Cuando ya notas esa pose…

¿Esnob? 

Sí. Todas las preguntas que nos hicieron en esa entrevista eran tan agresivas, tan dispuestas a reírse de nosotros… Me sentía un poco como las personas que iban a Crónicas Marcianas a que las entrevistara Cárdenas, era una pose que me parecía muy irritante, creerte por encima de la persona que estás entrevistando. Evidentemente somos un grupo de humor, pero eso no quiere decir que no seamos conscientes de la guasa que hay dentro de nuestras canciones. En esa entrevista había un cierto tono de guerra, y por eso nos decidimos a contestarla igual. Si aceptábamos el tono de sus preguntas, que aceptaran el mismo tono en respuesta. Si nos atacan, tenemos derecho a atacar de vuelta. Si te burlas de nosotros, acepta la burla también. 

El caso es que no las aceptó, y por eso no se publicó nunca. 

Exacto. Cuando remitimos las preguntas al que las hizo le sentó fatal, se puso a despotricar de mala manera tirando de su prestigio, sintiéndose insultado. En todo caso, quien quiera leerla puede hacerlo en la web de Ojete Calor. 

Algo pasa con la prensa musical, ¿no? Porque en otras facetas de tu carrera —en el cine, en la televisión, en los cómics— también haces cosas satíricas y nunca se te afea como en la música. 

Efectivamente, hay mucho bofetón que no se ha dado a tiempo. Y eso deriva en determinadas actitudes esnobs. ¿Hay algo peor que un purista, en esta vida? No lo creo. 

Un coñazo, como decía Michi Panero. 

No, porque un purista reúne todo lo peor de un pesado, de un cretino, de un tipo con ínfulas, de un amargado porque no ha podido llegar a ser lo que quería… A mí me recuerda a la gente que critica una película que a mí me parece clave, del cine de los noventa: Showgirls

Hay un documental reciente, You Don’t Nomi, que aspira a reivindicarla, ¿no?

Sí, pero no lo he visto, porque creo que está hecho desde un tono condescendiente que a mí me irrita, con ese discurso de «es tan mala que es buena». Y no, chaval: la película está muy por encima de ti, muy por delante, y te da mil vueltas, lo que pasa es que tú eres un necio y no te has dado cuenta. Cuando detectas esa actitud en estos aspectos de la vida, es exactamente igual. Lo que me parece más llamativo es que tú estas dispuesto a plantear unas reglas del juego que luego no aceptas para ti, como en la entrevista aquella. 

Pero la prensa musical no os ha tratado así en general, ¿no?

No, eso fue una excepción. 

En esa, decíais: «Estáis los típicos que pensáis que Camela son malos y que el indie lánguido de turno es bueno».

Sí, efectivamente. Hay veces que cuando te quieres construir un personaje tienes que comprar un paquete que ya te viene hecho: eso de que Camela son malos porque son populares, ya sabes. Es esa corriente de opinión —cada vez menos extendida, gracias a Dios— que sostiene que lo popular y lo comercial es malo y, sin embargo, la cultura en mayúsculas es lo bueno. El humor, por norma general, está considerado baja cultura. Todo lo que tiene que ver con lo elevado, pese a que tenga un trasfondo nulo o chichinabesco, se ve desde otra perspectiva. Tú te metes en IMDB y las películas más aburridas, por norma general, tienen unas notas altísimas. 

Odio utilizar esa formulación, porque puedes haber cambiado de parecer, pero una vez dijiste que… 

[Risas] Sí, entiendo esa reticencia, pero no pasa nada, porque lo asumo. John Waters, aparte de todo el cine que nos ha legado, tiene una serie de libros como Role Models y el aún más imprescindible Shock Value, donde recopila los escritos que hizo a finales de los setenta, cuando era absolutamente trash. En esos artículos alaba la violencia, ataca cualquier tipo de orden social, y es muy divertido. En el prólogo dice: «Si tuvieran que darme un dólar por cada vez que he tenido que justificar algunas de las frases que digo en este libro, sería millonario. Es difícil que no venga un periodista y no me haga referencia a un libro, a un artículo que escribí cuando tenía una edad y usaba un determinado tono». Las redes habrán traído alguna cosa buena, no sé cual, pero si algo han conseguido es acabar con una figura literaria que veníamos trabajando desde muchos siglos atrás: la ironía. La ironía ha desaparecido. Cualquier cosa que digas te retrata, y te retrata en serio, y para siempre. Si tú has dicho la mayor burrada simplemente como un exabrupto cómico, da igual. La gente lo va a leer en serio. Y también te digo: Ojete Calor son…

Personajes.

Sí, eso. Al final siempre tengo que aclararlo, aunque tú en concreto no me hayas llamado Carlos Ojete. 

Al hilo de lo que decías antes de que la comedia sigue estando denostada, ¿no te parece curioso que a algo denostado se le exija tanto, que haya tanta gente dispuesta a cantarle las cuarenta a un chiste?

La comedia es cultura en minúsculas, de toda la vida. Porque todo lo que tiene que ver con lo mundano, con lo material, con la risa, con lo inmediato, con Baco, con la expresión de los sentimientos más arraigados en el espíritu del ser humano, eso es considerado menor, ordinario, vulgar. Porque todos estamos atados a unas pasiones que son vulgares, que son mundanas porque tienen que ver con lo material. Todo a lo que se le da valor en mayúsculas tiene que ver con lo elevado, lo etéreo, lo intangible, lo que eleva el espíritu. Yo he hecho muchas presentaciones para Francisco Ibáñez y estoy muy relacionado con el mundo de los tebeos, porque también soy un gran coleccionista, y he visto que el mundo del arte también ha sido muy esnob. 

Es. 

Es muy esnob, sí. Y, sin embargo, la cultura que verdaderamente da la medida de los tiempos es la cultura popular, son los tebeos. En el Reina Sofía, hace unos años, hubo una exposición de George Herriman, el dibujante de Krazy Kat, un cómic de principios del siglo XX que, aunque se publicaba en periódicos, no dejaba de ser minoritario. La gente no lo entendía y se mantuvo por el empeño del editor, al público no le gustaba. Y dije: joder, qué bien que el mundo del cómic ha entrado en un museo. Aun así, ha habido que esperar más de cien años para colgar unas páginas de Krazy Kat, y ¿qué pasa con el cómic que se hace actualmente y que es el que la gente consume? Al final, eso es un legado mucho más real de la sociedad que los cuadros encargados por la Iglesia o por los reyes. La mayor parte de las obras que yacen expuestas en los museos son obras consumidas por una parte ínfima que no refleja el compendio total de la sociedad. 

Carlos Areces

Me da la impresión de que toda tu trayectoria es una carrera en dirección contraria al academicismo: te fuiste a Cuenca a estudiar Bellas Artes porque tenían una aproximación más abierta a lo artístico.

Sí, justo. No fue porque en Madrid no me aceptaran y ya está, es que allí tenían una perspectiva diferente [risas]. Tampoco voy a caer en la cerosesentada de decir que todo lo académico es malo y todo lo popular es bueno, porque no me lo parece. Pero sí me resulta mucho más interesante y puro el arte que se hace no pensando en trascender. Como eran los cómics, o como es la música popular. Esas piezas de arte, porque a mí me parece que el cómic lo es, están hechas con una intención de entretener. Sobre todo, en la posguerra, que es cuando más tebeos se consumían, cuando alcanzan su apogeo, con Bruguera. Igual pasa con el cine. El otro día vi un documental sobre el cine exploitation español y me parece fascinante que todas esas películas se hicieran sin reivindicar la figura del autor, lo que luego ha hecho que sean mucho más reivindicados. Cuando lo único que pretendes es entretener, en ocasiones buscar caminos que no han sido tratados, me parece más estimulante. En los años ochenta, cuando seguías leyendo tebeos a partir de una edad, y no era tebeo de adulto underground, eras una anomalía del sistema. Hoy en día no es así. 

Bueno, hemos inventado el término novela gráfica por si alguien sigue teniendo repelús o vergüencita por usar el término. 

Sí, pero ahora es la revancha de los nerds, los nerds hemos tomado el mundo. Cosa que a mí me encanta, porque prefiero que lo tomemos los nerds a que lo tomen los fascistas, la extrema derecha. 

Es curioso cómo ahora muchos de los creadores o personas de éxito en ciertas disciplinas os habéis abierto a contar que antes de triunfar fuisteis el rarito de la clase… 

¿Triunfar? [risas]

Bueno, vivir de lo que os gusta. 

Vale, eso sí. Es verdad que ha habido un cambio. Yo creo que ahora el rarito ya no es tan rarito, o por lo menos que conviven más tipologías en las clases de los colegios. 

Tú dices que rarito no, pero que un poco asocial sí eras. 

Bueno, creo que soy más asocial ahora. Con los años vas acumulando manías, y las manías te alejan de la gente. Te mentiría si dijera que de pequeño me he sentido el marginado, porque no es verdad, pero pasaba bastante desapercibido. Por lo único que podía llamar la atención es porque yo dibujé desde pequeño, leía tebeos por un tubo y dibujaba con mucha facilidad, y por eso se me conocía en el colegio. Al margen de eso, nada. No era problemático para los profesores, tampoco era de los primeros de clase… Estaba ahí trabajando en mi pupitre, fui un outsider sin una historia trágica detrás. No me insultaban ni se reían de mí, yo estaba a mi rollo. Lo que pasa es que, por lo menos en mis tiempos, los exitosos eran los deportistas, lo que molaba era el fútbol, y creo que ahora hay un abanico un poco más amplio. Ahora habrá muchos más niños a los que les encante leer, o estén metidos en TikTok, o como se diga. 

Querías ser pintor, dibujante de cómics y actor. Veo ahí un gran porcentaje de éxito. 

Sí, dos de tres. Lo de pintor, ¿sabes qué pasa? Que empecé a pintar en la facultad y dije: «Qué coñazo, y cómo mancha esto» [risas]. Nunca he tenido la disciplina. Y ahora ya casi no dibujo porque la rentabilidad es nula y requiere mucho tiempo de dedicación, aquí solo encerrado en casa. Me gusta la soledad relativamente. Me gusta para estar de ocio, no para estar trabajando. Hubo una época en la que dibujar era un escape para todo lo que no me apetecía hacer: los deberes, atender en clase, recoger la mesa… Que, por cierto, las madres de mi generación, ¿qué les pasaba con el sol? 

¿Perdón? 

Bueno, con el aire. «Sal a que te dé el aire», te decían. «Pero mamá, si hay aire en mi habitación». Cuando llegué al colegio ya fue otra cosa. Sobre todo, a partir de los doce años, cuando tu vida social se amplía, sí me gustaba tener amigos y estar todo el día fuera de casa y no poner un pie dentro. Pero hasta esa edad yo era un niño muy casero, de estar encerrado dibujando, y mi madre decía: «Vete al parque, vete a jugar con los niños del barrio». Y los niños del barrio para mí eran delincuentes, eran terroríficos, yo no quería ir. Tenía miedo de que me robaran, de que me asaltaran. Como habéis comprobado, soy de Carabanchel, y aquí sigo. Lo que quería era quedarme en casa leyendo tebeos y dibujando. «Sal a que te dé el aire», todo el rato. «Pero mamá, si aire hay en cualquier sitio, el día que me falte el aire, no te preocupes, porque me verás en el suelo boqueando como un pez» [risas]. Luego ya socialicé. 

El dueño de Elektra me ha contado que cuando eras un pipiolo te pasabas allí la vida. 

Sí, allí entré en el 91 y no salí hasta el año siguiente, a lo mejor. 

De hecho, dibujaste unas tiras cómicas con la tipografía de El País, ¿no? ¿Cómo se llamaban? 

Sí, El Planet. No me puedo creer que alguien se acuerde de eso. Ese boletín llegó a los seis números, y era una página doblada y fotocopiada donde hacía una tira, basada en los personajes de la tienda. 

En IMDB no, pero en tu Wikipedia he encontrado, a ver si es verdad…

No sé lo que vas a decir, pero fíate, porque he corregido yo los datos. Menos mi estatura, porque pone que medía 1’66 m. 

¿Y cuánto mides? 

Mido 1,70, perdóname, ¿eh? Un respeto [risas].

Bueno, pues en Wikipedia pones que tu debut en el cine fue en El Mundo nunca es suficiente

Eso es real. 

¿Sí? 

¿Quieres verlo? 

Por favor.

En IMDB no está, porque solo fui un figurante no acreditado, pero sí, es mi primera película real, aunque no tuviera ni texto ni diálogo. Y se me ve de espaldas, pero yo puedo decirte quién soy. 

O sea, que te iniciaste en la actuación con una película de James Bond.

¿No es maravilloso? Mira, aquí tengo todas las de James Bond [busca entre mil DVD]. Aquí está. Y es una historia muy jugosa, te la cuento tal y como me llegó a mí, aunque puede que haya alguna parte distorsionada. Yo tenía veintitrés años. 

[Pausa de minutos cómicos en los que introduce la película en el DVD, el mando no tiene pilas y buscamos su reemplazo en todo pequeño electrodoméstico del lugar.]

Bueno, pues la historia que me llegó es que estaban rodando esta película, y para la típica escena precréditos se fueron a rodarla a Bilbao, al Guggenheim. Es una escena que siempre es muy importante en las películas de James Bond y, por norma general, no tiene por qué estar relacionada con el resto. El caso es que, en el desarrollo de la trama, Bond se va a Turquía porque tiene unas movidas que hacer allí. Hablando de esnobismo, yo entiendo que, para la mayoría de la gente, o de los críticos, el mejor Bond es Sean Connery, pero para mí es Roger Moore. Le dio una socarronería al personaje increíble, aunque esté mucho peor considerado, porque era peor actor. A mí me parece que le daba un punto mágico. Pierce Brosnan, el prota de esta, tampoco es que me encante, pero el que menos me gusta es George Lazenby, que solo hizo una. 

Bueno, que me lío. El caso es que en esta hay un momento que se van a Turquía a rodar, pero por lo visto tuvieron problemas allí porque se les colaban extras bomba para protestar por no sé qué. Había un ambiente social muy complicado. Total, que tenían que buscar otra zona. Y ya que rodaban en España, alguien de producción debió de decir: «Hay un sitio muy parecido a Turquía y podemos rodar allí», y encontraron Cuenca, justo cuando yo estaba estudiando Bellas Artes en la facultad de allí, y la ciudad se llenó de carteles en los que se pedía gente para una figuración. 

¿Decían que era para una peli de Bond? 

No, no decían para qué. Pero alguien sabía ya para lo que era, así que, por supuesto, nos apuntamos todos. ¿Y qué pasó? Que cuando fui a ver la película después al cine, cuando James Bond dice: «Me voy a de aventuras a ver el oleoducto de Turquía» o lo que fuera, yo lo que veo en pantalla es al vendedor de helados de la calle Carretería de Cuenca, compañeros míos de la facultad… Es un delirio absoluto. No te puedo explicar lo muy absurdo que fue. [Va avanzando la película en televisión hasta que llega a esa parte.]

Mira, aquí: ¡Anda, no es Turquía, es Azerbaiyán! Bueno, lo mismo da [risas]. Cuenca fue Azerbaiyán, mira qué set: este es un amigo mío, ese que va cargando un bulto iba a mi clase… ¡Y este soy yo! [señala pantalla como Joey Tribbiani] También te digo que luego se me va a ver mejor, ¿eh? [risas] Salgo bastante, porque decían: «Ya hemos rodado este plano, vamos a rodar el contraplano, que vengan los que no han salido en el anterior», y a mí me daba igual, yo iba otra vez. Salgo en todos los planos, porque no podía ser que rodaran una película de James Bond y no estuviera en todos los fotogramas posibles. Recordad que yo tenía veintitrés años, ¿eh? Os juro que ese soy yo, el de la barba. Ahora voy a pasar de espaldas, detrás de Pierce Brosnan. ¡Mírame! A Brosnan le pedí una foto y me dijo que no. Fue un delirio, todos los azerbaiyanos eran de Cuenca, y mira, Sophie Marceau. Qué recuerdos. Mi amiga Isabel también tiene que salir por ahí…. ¡Este también soy yo! [risas] Con mis gafas de entonces, mis andares desgarbados, mi chepa incipiente: esta es mi película con James Bond. Tres días de rodaje y no me llevé una foto con él. Yo ya veía por dónde se metía cuando no tenía que rodar, y me iba persiguiéndolo…

Carlos Areces

Eres un poco creepy con esto de conseguir fotos y autógrafos, ¿no? 

[Risas] Sí, por entonces ya era muy mitómano. Incluso más que ahora, que ya no me despierta la misma emoción. 

¿Cómo fue esa anécdota con Angela Lansbury? La que contaste en el pódcast de ¿Puedo hablar!

El fanatismo con Angela Lansbury me viene de lejos, porque era imposible no ser fan suyo cuando tienes unos precedentes como los míos. Cuando era pequeño e iba al colegio y llovía, para que no nos mojáramos nos metían en el aula magna y nos ponían una película. En mi colegio, por difícil que parezca hoy en día, solo había dos cintas: La bruja novata y Acorralado. Una vez nos intentaron poner también La guerra de los mundos. Eran las típicas películas para que los niños estuvieran ahí embobados el tiempo que duraba el recreo, antes de devolvernos a clase. Yo debí ver La bruja novata no sé cuantas veces, ¿veinte?, ¿mil? Y creo que tiene algunas de las canciones más memorables de las películas de Disney. «The Beautiful Briny Sea» me parece una de las mejores canciones del mundo, y en español también es muy bonita. Hace poco conseguí un vinilo con la canción doblada al español: «En el fondo misterioso del mar» [canta]. Con eso soy muy feliz. Todos esos efectos que ahora han envejecido tan mal a mí alucinaban, cuando las armaduras se ponían en movimiento y atacaban a los alemanes me flipaba. En su día me gustaba más La bruja novata que Mary Poppins, pero por mi fascinación con Angela Lansbury, mucho más que por Julie Andrews. 

Y hasta hoy. 

Sí. Después de ese primer impacto llegó Se ha escrito un crimen, de la que era imposible no ser fan. Ese esquema tan básico, tan tonto y tramposo de «descubre al asesino» me chiflaba. 

Sobre todo, porque, siendo ella escritora, no tenía excusa para presenciar tanto crimen. 

[Risas] ¡Exacto! No tenía ninguna lógica. Tenías que meterte en ese mundo de ficción para aceptar que una escritora, allá dónde va a lo largo de los veinticuatro capítulos por doce temporadas, siempre encuentra un crimen. Siempre, siempre, sin que nada lo justifique. La única explicación lógica, como todo el mundo sabe, es que la asesina sea ella y no la han pillado. Pero tener que meterte en esa ficción tan carente de coherencia argumental me parece fascinante. Y, de hecho, ya me ha dejado como rémora ese esquema tan tonto. 

¿A qué te refieres? 

Que a mí me metes en una película donde lo único que ocurre es que tienes que descubrir quién es el asesino y ya me entretiene, por tonta que sea. Al final da lo mismo, porque las pruebas no coinciden, nada de la lógica te lleva a pensar que el culpable es él. Y, además, aunque encuentres al asesino, lo normal es que, cuando lo pillan, lo niegue. Pero en Se ha escrito un crimen, Angela Lansbury decía: «Usted es el asesino, porque sintió mucha envidia y no sé qué…». Y tú solo pensabas: madre mía, qué cantidad de flecos sueltos en ese razonamiento, pero el asesino decía: «Tiene usted razón», y confesaba. A mí me fascinaba esa entrega, porque tú a Angela Lansbury no le puedes negar nada. Si ella te dice que tú eres el asesino, aunque no lo hayas hecho, confiesas. 

Mi amigo Pedro, que sabe de mi devoción por Lansbury —probablemente compartida con él, pero no igualada—, me sorprendió un día con unas entradas para ir a verla al teatro en Londres. Aún hoy sigue haciendo teatro, y cuando yo la vi tenía noventa y uno o noventa y dos años. Angela Lansbury, además de ser una gran dama de la escena y una actriz con una voz prodigiosa, forma parte de mi trío de ancianas de aspecto británico y ojos enormes: Lansbury, Bette Davis y Maggie Smith. Pero ella, además, tiene una vida bastante curiosa. Estuvo casada con un hombre que salió del armario, o no salió, pero era homosexual, y uno de sus hijos o una de sus hijas formó parte de la secta de Charles Manson. En aquel momento ella abandonó momentáneamente las tablas para coger a su familia y llevársela de vuelta a Inglaterra para mantenerla alejada del influjo de la secta. Debutó en Luz de gas con dieciocho años, pero la ves entonces, y a los dieciocho ya tenía sesenta años. Por eso es el paradigma de lo viejoven

Total, que te plantas en Londres para ver a Angela Lansbury. 

Bueno, antes de plantarme en primera fila yo ya tenía un plan: ir a la entrada de artistas del teatro a hacerme una foto con ella. En mi ingenuidad, pensaba que no habría nadie más. Llegué allí y estuve esperando una hora, pero ella no entró. Tuvimos que meternos al teatro porque ya empezaba la obra, y yo saqué conclusiones: Angela llega antes. Al día siguiente volví a presentarme allí, pero dos horas antes. Y al principio no había nadie más, yo tenía todo aquello planteado como si fuera una misión de los marines en Kuwait: «Tú te pones aquí, yo allí…». Un amigo con la Polaroid, otro con el móvil y otro con la cámara digital. Al principio estaba feliz, disimulando, tomándome algo en una terraza que había justo en la acera de enfrente. El camarero, por una extraña coincidencia, era español, y me reconoció. Me pidió una foto y nos preguntó qué hacíamos allí y tal. Le contamos nuestro plan maestro para abordar a Angela Lansbury, y él me confirmó: «Sí, sí, entra por aquí» [risas]. Ahí estaba yo, en esa terraza, disimulando lo expectante que estaba, a cinco metros de la puerta de entrada. Y, según pasaba el tiempo, iba acercándose más gente, que iban deambulando en torno a esa puerta de entrada de artistas. Y esto me ofendía. Porque eso era mío por derecho, esas personas no podían estar allí captando una brizna de atención de Angela Lansbury, porque Angela Lansbury me correspondía. Yo había venido desde Madrid para hacerme una foto con ella. De hecho, yo llevaba un libro de Angela Lansbury, Una vida feliz, donde te cuenta sus secretos para mantenerse joven por aquel entonces, a los sesenta años. 

¿Y no llevabas unas flores también? 

¡Ah, es verdad! Ahora mismo no recuerdo si fui solo dos veces a intentarlo, o si fui hasta tres. El caso es que yo pensé que esta mujer estaría ya muy versada en driblar a los fanes, así que tenía que conseguir pararla, detener su paso de alguna manera para dar tiempo a mis amigos a que me hicieran una foto con ella. Tenía que conseguirlo como fuera, y resolví llevarle un presente, algo que la obligara a pararse y cogerlo. Así que compré un ramo de flores. Ahí estaba yo: con mi ramo, mi libro, mis amigos coordinados. La segunda vez, como ya empezó a llegar más gente, de repente pusieron unas vallas alrededor. Se empezaron a amontonar en torno a ellas, porque alguien les estaba informando de cuándo llegaba Angela Lansbury. El camarero me había dicho que ella venía en un coche con los cristales tintados, así que cuando vi aparecer uno, me ataqué. Ella bajó del coche y había tanta gente allí para pedirle fotos y firmas, con sus noventa y dos años, que solo hizo un gesto que nos dedicó a todos, y pasó de largo. Eso me provocó una gran frustración, y una insatisfacción mortal. Así que pergeñé el plan definitivo: comprar algo que tuviera que pararse a recoger. Volví una tercera vez con mi ramo de flores, y cuando Angela Lansbury se bajó de su coche de cristales tintados, grité: «¡Miss Lansbury, miss Lansbury!» y extendí el brazo con el ramo. Ella, más rápida que el águila cuando se lanzaba contra el conejo en El hombre y la Tierra, que te lo tenían que poner a cámara lenta, agarró a la carrera mi ramo de flores, y a una velocidad impropia para una mujer nonagenaria, ya metida prácticamente en el camerino, oí como decía: «Thank you». No la pillé en un renuncio. Me giré y dije: «¿Habéis hecho la foto?». No conseguí lo que yo quería, estar en una foto con ella: tengo una de ella como a la carrera, a la huida. No con ella. Le dejé la cámara Polaroid al tío de la puerta, pidiéndole que se hiciera ella misma una foto con la cámara… Me dijo que lo intentaría, pero no fue posible. 

Es un Mocito Feliz fail

Completamente fail. Mocito Feliz es un maestro, es un dios. Sus logros, comparados con los míos… Aunque tengo que decirte que yo en los noventa, cuando ya lucía mi fanatismo por la docena de cines que había en Gran Vía… ¡Qué triste es decir esto! Melancólico mal. En esa época, mi amigo Luis y yo íbamos por ahí todos los jueves, los días que se hacían los estrenos, y nos recorríamos toda la calle para ver en qué cine había algo. Lo más normal es que hubiera dos o tres y nos permitiéramos elegir. Sabíamos que en los preestrenos las entradas no eran compradas, eran de regalo, y que iban en pareja. Sabíamos que a veces se juntaban tres amigos y les sobraba una entrada, y ahí llegábamos nosotros, preparados para que alguien fallara o para que les sobrara una entrada. Preguntábamos de una manera bastante agresiva, y siempre conseguíamos entrar. Una vez dentro, íbamos con nuestra cámara analógica de negativo, y nos hacíamos fotos con los que para nosotros eran las grandes estrellas del momento. Tengo una colección de fotografías de la época con la gente a la que yo admiraba y con la que luego, en algunos casos, he trabajado: Santiago Segura, Álex de la Iglesia, Carmen Maura, Penélope Cruz, Javier Bardem, Bibiana Fernández, con Beatriz Carvajal en el estreno de Brujas, con Ana Álvarez… De vez en cuando, también había estrenos internacionales, con el actor protagonista. 

¿Por ejemplo? 

Uno de las primeras películas en las que nos colamos fue Misión imposible, y vino Tom Cruise al estreno, pero no íbamos bien equipados y no tengo foto con él. Antonio Banderas vino también al estreno de Asesino. Y tengo guardadas todas esas fotos con ellos. De hecho, la de Carmen Maura se la llevé cuando estábamos rodando Las brujas de Zugarramundi, y ella decía: «Pero ¿y esto?», y le expliqué que yo en los noventa era un fan que iba por la Gran Vía buscando los preestrenos y ahora soy amigo de algunos, de Santiago Segura, por ejemplo. 

Creo recordar que en la promoción de Torrente 5, con Alec Baldwin, explotaron esta faceta tuya de fan, ¿no?

Sí, creo que la utilizó Santiago Segura, es verdad. El primer día que iba a venir Alec Baldwin a rodar, imagínate aquello, mirándonos a todos, un grupo de inadaptados absolutos. Cañita Brava, el Señor Barragán, Bigotes y Dientes, Flo, Jesulín… Todos ataviados de la manera más desastrosa y chunga posible. Y, de repente, Alec Baldwin. Hay un momento de la película en que él hace un recorrido por el grupo que ha conseguido juntar Torrente, y creo que su cara de estupor era real, no estaba actuando. Era sobrecogedor [risas]. Y luego, Santiago, en una promo, dijo: «Carlos ha dicho que él es actor y no tiene nada que ver con esta panda», pero yo te puedo asegurar que jamás en la vida dije eso, y que toda mi preocupación, eso sí, era tener una foto con Alec Baldwin. Y la tengo. 

Carlos Areces

Cuéntame algún otro de esa galería fan. 

Uno de mis grandes logros es Leslie Nielsen, que fue una historia espectacular. Era mi primera película con texto, Spanish Movie, después de El mundo nunca es suficiente. [risas]. Cuando me junté con el productor y el director y me contaron la película, a mí, te confieso, me sonaba fatal eso de copiar una americanada. Pero ellos me cayeron bien, estuvimos cenando, y me contaron también que querían que Leslie Nielsen hiciera un cameo. Me sonó como la típica presunción que luego no llega a nada, pero, por si acaso, me quise asegurar. Les dije que hacía la película, pero fíjate yo qué pretensión, qué humor de decir: «La hago con esta condición», cuando no había hecho yo ninguna película en mi vida [risas].

¡Y por entonces eras el Bonico del To en Muchachada Nui

Era el Bonico y estaba haciendo por entonces una serie con Álex de la Iglesia, Plutón BRB Nero. Pero yo, con mis pretensiones, lo dije, me dio igual: «Hago la película con la condición de que, si viene Leslie Nielsen, yo estoy con él en una secuencia». Y me dijeron: «Bueno, vale». Pero luego, por guion, era imposible que coincidiéramos. Yo hacía de Ramón Sampedro en Mar adentro, y tenía que estar en una cama acostado, inmóvil, pero me daba igual. Solo quería un fotograma de la película en la que yo estuviese al lado de Leslie Nielsen. Llegó el momento y tuvieron que adaptar el guion para que yo pudiera estar a su lado, y cumplieron su palabra. Y, desde entonces, claro, amor eterno. He vuelto a trabajar con el productor, que es Eneko Lizarraga, y con el director, Javier Ruiz Caldera, que ha dirigido alguno de los títulos más importantes de mi carrera. A Leslie Nielsen, además de venir a rodar un día, lo querían también para hacer la promoción de la película. Hubo un día que los actores principales teníamos una sesión de fotos con él, por separado. Una con Alexandra Jiménez, una con Silvia Abril… El director sabía de mi mitomanía, yo era fan absoluto por Agárralo como puedas, por Aterriza como puedas… ¡Incluso por Planeta prohibido! La primera sesión de fotos fue la mía y casi se mata, el hombre. Tenía ochenta y tres años, y yo en las fotos estoy en la cama, pero, para que se me viera, la levantaron en vertical. Tenía unas rueditas, para poder desplazarla. Leslie Nielsen, que hacía de médico y me miraba el ojo o no sé qué, puso el pie en la cama y se movió. El pobre hombre casi se muere, porque con ochenta y tres años estaba bastante cascado. Hicimos mi sesión de fotos, que yo guardo íntegra, y ya sabes que las productoras no suelen pasarlas todas, pero yo la tengo, y en el archivo con más calidad que existe. Luego fue Alexandra Jiménez, y cuando iba Silvia para hacer la suya, Leslie Nielsen dijo que estaba cansado y que no quería hacer más. Ella lo encajó perfectamente, y yo pensé en lo diferentes que somos las personas. ¡Si llego a ser yo el que se queda sin la sesión de fotos con Leslie Nielsen, me muero! ¡Pero me muero! 

También hicimos una promo que fue muy recordada, porque no solo estaba él, estaba también Chiquito. Aparecía Leslie Nielsen en un piano, y decía: «Por fin me han llamado para hacer cine europeo, Godard, Fellini, Truffaut…». Y mientras él fantaseaba, aparecía una figura reconocible que decía: «Siete caballos vienen de Bonanza…» [imita la voz de Chiquito]. Tenían un diálogo delirante los dos, que estará por YouTube. Chiquito no salía en la película, en realidad, y, además, le habían dicho que iba a hacer una promo con «el actor ese tan gracioso americano de pelo blanco» y él pensó que era Steve Martin [risas]. Tengo que decir que solo dos personas en el mundo tienen una foto con Leslie Nielsen y Chiquito de la Calzada a la vez: Javier Ruiz Caldera y yo. Y me falta otro actor en el trío de actores con el que he rodado: Gérard Depardieu, tengo una secuencia con él en una película que pasó sin pena ni gloria. 

Cuando te dieron el premio de Cinema Joven…

Sí, y ya tenía como quince años de experiencia. 

El caso es que, en ese premio, Rafael Maluenda dijo que Tarantino se había deshecho en elogios hacia ti.

¡Sí! De esto también hay fotos, y podemos recurrir a Google. También tengo que decir que, si he trabajado con estos actores de talla internacional, es de justicia reconocer que el director vivo más grande es Tarantino, para mí, sin duda. ¡CHAN, CHAN, CHAN! [enseña una foto de Google en la que está apretando la mano a Tarantino] Perdóname, por si no lo has oído: CHAN, CHAN, CHAN, CHAN, CHAN. 

Tarantino está mano en pecho rendido ante ti, eh. 

Así fue. Te lo cuento. Nosotros íbamos a Venecia con Balada triste de trompeta y yo estaba rodando Museo Coconut. Pido permiso para ir y me dicen que no, que esa semana tengo rodaje y no se podía cancelar. «¡Pero, chico, por favor, que soy el protagonista de una película que va a al Festival de Venecia, no me podéis decir que no! ¡Que el presidente del jurado es Tarantino, pero qué me estás diciendo!» Y nada, que no, que no me dejaban ir. Tuvo que llamar Álex de la Iglesia en persona a Flipy, que era el productor, para que me dieran esos días libres. Conseguimos tres días, me fui de lunes a miércoles, pero el jueves y el viernes tenía que volver a rodar. Pero, claro, el fin de semana eran los premios y, por lo general, cuando eres ganador te avisan antes para que te quedes. Balada triste de trompeta fue una de las primeras películas que interpreté y, de repente, mi nombre aparecía como posible ganador en las quinielas de algunos críticos junto a nombres como Stephen Dorff y nombres que, yo qué se, me alucinaba verme escrito con ellos. A mí me daba igual si no ganábamos, pero quería ir a participar en la ceremonia, en la fiesta y tal. El miércoles volví a Madrid, rodé jueves y viernes, y ese viernes con mi propio dinero me volví a Venecia solo por la posibilidad de coincidir con Tarantino. 

Dos días antes, en la Academia de Cine se había proyectado la película y habíamos ido, pero el recibimiento había sido muy frío. Yo salí un poco tocado, porque es verdad que acaba de forma muy amarga, muy dramática, que tampoco hace que salgas del cine pegando saltos. Pero aun así noté el recibimiento frío. Dos días después fue la proyección de Venecia, y fue todo lo contrario, todo. Notas en el ambiente que la película está captando la atención de todos los allí presentes, y cuando terminó, antes de que se encendieran las luces, hubo una ovación brutal, todo el mundo de pie y… Esto también te lo voy a buscar, porque me hace una ilusión especial [teclea en Google, tapando la pantalla para que no lo vea. Pone un vídeo]. Mira, termina la película, esto son los créditos y ya hay aplausos. Se enciende la luz, y ¿quién es esa persona que está ahí de pie? 

¡Tarantino!

Zoom a Tarantino levantado, aplaudiendo a rabiar y, de repente, el cine entero rompe a aplaudir. Un barrido, y ¿quién está ahí? ¡Ahí estoy yo! ¡En el mismo plano que Tarantino! Aquí hay tres minutos de aplausos, pero duraron mucho más. 

Tenemos titular: «Carlos Areces, alabado por Tarantino». 

No yo, la película. Ahora entiendes porqué yo quería, como fuera, volver ese fin de semana. Después de ver que a Tarantino le había gustado la película… El sábado fue la entrega de premios, ni Antonio de la Torre ni yo ganamos el de mejor actor, pero nos dieron dos premios: mejor guion y mejor dirección, ambos para Álex. Salió dos veces al escenario a recoger los premios, y la vez que se lo dio Tarantino se puso de rodillas. Después de la ceremonia estaba el típico cóctel de nominados y premiados y tal, en la azotea del edificio. Yo estaba nerviosísimo, porque decía: «Tarantino va a estar por aquí, en algún momento va a aparecer», y, además, estaba tan nervioso porque él fuera a pasarse por allí, que, de repente, minimizaba que yo estuviera al lado de Helen Mirren. 

Carlos Areces

Con la que también te hiciste una foto. 

Por supuesto. O de Danny Elfman, que también estaba por ahí paseándose. De repente aparece una masa de gente y, en medio de esa masa, Tarantino. Claro, es un tío que llama mucho la atención, y todo el mundo quiere hablar con él, quiere su minuto de gloria. Es muy frustrante coincidir con él un festival en el que hay tantas distracciones. Pero cuando me vio, me dijo: «Oh, you are the sad clown» [Ah, tú eres el payaso triste], y fue él quien se acercó a mí. Yo fui feliz en ese momento. 

¿Tartamudeaste? 

Pues fue un momento que, entre la ilusión, la borrachera y los nervios, empecé a hablar un inglés raro… No sabes de dónde te sale, pero te sale, y conseguí hacerme entender por él y estuvimos hablando un rato. 

De Cañita Brava a Tarantino, menudo viaje. 

Ojo, que a mí también me fascinan esos personajes, ¿eh? Los de la farándula que a lo mejor no han llegado a ser primerísimas figuras tienen todos una historia fascinante. En Torrente 5, que pasamos más tiempo juntos, conocí a la persona detrás del personaje de Barragán, a José María. Y Santiago tiene verdadero cariño y verdadera veneración por todos los secundarios con los que cuenta. 

Antes mencionabas a Cárdenas. La aproximación de Santiago Segura a esos personajes no tiene nada que ver, ¿no? 

No tiene nada que ver, es evidente, aunque hay gente que no lo nota, pero la diferencia es abismal, porque Santiago tiene verdadera veneración por ellos. Lo que no los exime de que, en un momento dado, formen parte de un chiste hiriente. Pero él tiene verdadera amistad con ellos. Ahora, para el programa que está haciendo para Amazon, a los que ha llamado como sus secuaces son Cañita y Xavier Deltell. Forman parte de la gente de la que le gusta rodearse. 

Has hablado ya de Álex y de Santiago, así que hay que hablar de otro director con el que también has rodado: Almodóvar. Cuéntame qué es eso de la «mirada bovina» que te dijo que tenías. 

Mira, en la primera versión del guion de Los amantes pasajeros que me llegó, mi personaje era como una especie de mamá oso, un gordito entrañable; un ser cariñoso que solo tenía palabras de amor para sus compañeros, que eran como dos cabras locas, pero él los atendía desde la ternura. Poco a poco, cada vez que me pasaban una nueva versión del guion, a mi personaje le iban creciendo réplicas ácidas y cínicas, que hablaban de una amargura interior muy evidente. Un día le dije a Pedro: «Oye, qué curioso mi personaje, ¿no? Cada vez ha ido ganando más amargura, cinismo, y cada vez es más víbora». Y dice: «Eso es lo que tú le has aportado al personaje» [risas]. Porque, todo hay que decirlo, las directrices de Pedro eran desternillantes, divertidísimas. 

¿Como cuáles? 

Tenías que saber encajarlas. Se acercaba a Raúl Arévalo y le decía: «En esta secuencia quiero que abras los párpados al 30 por ciento», se daba media vuelta y se iba al convoy, y te dejaba ahí con esa indicación. En un momento dado, a Pedro le hacía mucha gracia un registro interpretativo con el que yo estaba muy familiarizado, porque ya lo había explotado mucho: el actor que no es actor. El tío que está ahí en medio y que… Algo parecido a Chus Lampreave. Una persona que está allí, pero que no te da la sensación de que sea un actor, que está como por equivocación. De hecho, Pedro me dijo: «Lo que tienes que transmitir es: “¿Qué hago aquí, si yo no soy actor, con toda esta gente rodeándome? Me da igual, me voy a quedar porque me lo estoy pasando muy bien”». Esa fue la clave del personaje. No era una directriz que me resultara ajena, y desde ese punto lo jugamos. Y me lo pasé muy bien interpretándolo. Dentro de ese rol, un día se me acercó, y me dijo: «Lo importante es que tienes que entender que tu personaje tiene la mirada bovina, la mirada bovina de Angela Lansbury». Y dije: «Ajá, OK». Él ya se iba, y cuando estaba a punto de salir del set, se giró y añadió: «Puedes intentar la mirada bovina suprema, la de Sylvester Stallone». Y desapareció del set [risas]. Pedro grababa primeros planos nuestros, que luego podían servir de recurso para insertar a lo largo de la película, para cambiar de una secuencia a otra. Te ponía una cámara enfrente, y Pedro iba simulando tu voz en off mientras tú interpretabas lo que él te decía. Se ponía detrás de la cámara y, mientras te grababa, decía: «Buf, qué aburrimiento», y tú ibas posando, a lo que decía: «Qué coñazo, a ver esta revista que tengo a lado», y tú no sabías lo que ibas a hacer, solo podías reaccionar e imitar lo que él estaba diciendo, como una voz en tu cabeza. Cogías la revista con interés, y él decía: «Uy, qué coñazo, ya la he leído», así que la tirabas y reaccionabas a lo que narraba. 

Es como de muppet, ¿no?

[Risas] Absolutamente de muppet. Recuerdo una con Cecilia Roth, que le hizo esto mismo sentada en el asiento del avión. Él detrás de la cámara, y la cámara situada enfrente de ella, mientras Pedro iba grabándola y diciendo: «Miras por la ventana, esa nube ya la has visto antes», y Cecilia ponía cara de reconocer la nube. Era imposible no reírse. «Ufff, qué olor. No me lo puedo creer, alguien se ha tirado un pedo», decía él; y Cecilia ponía cara de indignación. Y, de repente, decía Pedro: «Mejor te callas, porque lo más probable es que hayas sido tú», y ella se relajaba. Pero era todo una tensión increíble, porque no sabías cuál era el giro final. Tus propios pensamientos te pillaban a ti por sorpresa, eran como un giro de Shyamalan [risas] En Los amantes pasajeros esas tomas no están incluidas en el material extra del DVD, pero en Los abrazos rotos sí hay algo muy parecido con Penélope Cruz: una secuencia en la que ella tiene la cámara delante, Pedro le va contando su voz en off, y Penélope va reaccionando en el mismo momento a lo que se supone que va pasando por su cabeza. Es como un máster de acting

¿No te dio rabia que justo la peli con Almodóvar no sea la más valorada, como si tu sino fuera ser de culto?

No es la más de culto, ¿eh? 

Bueno, pero de las recientes es la que menos ha gustado…

[Risas] Sí, te entiendo, estás intentando ser elegante. Quieres decir la que menos gustó a la crítica, y así fue. Sin embargo, es una de las más taquilleras. Por supuesto, cuando haces una película, tu deseo es gustarle a todo el mundo, pero eres consciente de que eso es una utopía. Al final, el público reivindicó la película donde tenía que reivindicarla: en la taquilla. Fue una de las películas españolas más taquilleras del año. 

Pero tú sabes que a Almodóvar le importa algo más que eso. 

Sí, supongo que a todos nos importa algo más. Balada, que recibió por norma general muy buenas críticas, tuvo una taquilla muy por debajo de lo esperado. Así que en esas situaciones tampoco estás contento. Tú lo que quieres es una película que guste a todo el mundo, que sea muy original, que sea indie y al mismo tiempo muy comercial. Quieres una quimera, un oxímoron. Los amantes pasajeros, dentro de la filmografía de Pedro Almodóvar, no va a ser la que la crítica coloque en los primeros puestos, y sin embargo no es ni la peor película ni la que menos ha recaudado de las que he hecho. A nivel personal, el escaparate en el que te pone una película de Almodóvar no te lo da ninguna otra. Yo con ninguna otra he hecho promoción internacional: hicimos en Italia, en Inglaterra, en Estados Unidos… Entiendo que hay un sector del público, y sobre todo de la crítica, que no entró en ese divertimento, pero yo me lo pasé muy bien haciendo mi personaje, con mis compañeros, sobre todo con Raúl y con Javier. Y fue uno de los rodajes más cómodos que tuve. Y conocí mejor a Pedro Almodóvar. 

Carlos Areces

¿Te llamó él directamente, o cómo fue? 

Sí, fue una llamada directa, pero yo entré de segundas. Sé que había otro actor pensando para ese papel. A Pedro lo conocí, creo recordar, en una cena en casa de Álex, y lo vi en el pase de la Academia de Balada triste de trompeta. Pero no era amigo, vamos. Gracias a él, en la promoción internacional conocí a otro de mis mitos de los ochenta, Kathleen Turner, que vino al estreno de Nueva York, y me hice una foto con ella. Y con Zachary Quinto, con Dolph Lundgren… 

Y ahora eres tú el que firma autógrafos. 

Sí, pero lo llevo bien… 

Mientras no te confundan con Javier Cámara…

[Risas] Ay, sí, eso fue mi primer autógrafo. La única amargura que tengo de Los amantes pasajeros es que justo en el rodaje me llamaron para hacer una película con Ridley Scott. 

¿The Counselor

Sí, esa. Estaban Bardem, Penélope Cruz, Salma Hayek, Cameron Díaz, Brad Pitt… Y mi secuencia era con Michael Fassbender. Sí, hija, sí. Pero yo estaba rodando con Almodóvar, y lo peor es que ese día al final no rodé. El día que habrían rodado conmigo… 

¿Cuál era el papel? 

Me ofrecieron dos. El primero, alucina. Cuando me llegó el papel era un texto oscurísimo que me tuve que preparar con un profesor de inglés, un texto que yo no entendía para nada, porque tenía unas parrafadas de quince líneas. Incluso mi profesor de inglés, que era un nativo, tuvo que buscar la pronunciación de algunas palabras porque no las había oído en su vida. Pero lo más llamativo fue otra cosa. En aquel momento yo debía tener treinta y pico años, y mi personaje hacía referencia a un hijo que tenía, que se había muerto a los veinte años. Y yo decía: «Perdonad, no entiendo muy bien esto. Sabéis la edad que tengo, ¿no?». Pues resulta que era un papel para un personaje que en guion tenía sesenta años. Yo me conservo mal, pero no sé si tanto. Y me dijeron que no me preocupara, que lo podían solucionar con maquillaje. Tuve que llamar a un amigo maquillador para que me hiciera una prueba para echarme treinta años encima. Me hice esta prueba [enseña una fotografía de él superavejentado], y al mandarles la foto me dijeron que sí daba el papel. El caso es que estaba haciendo la de Almodóvar, y no pude hacer ese otro papel, y se lo dieron a Rubén Blades, que tiene como setenta años. Y a mí me ofrecieron otro, más pequeño, a ver si podría cuadrarlo con Los amantes. Tampoco pude hacerlo y se lo dieron a Fernando Cayo, una secuencia muy cortita. ¡Pero era con Fassbender, joder! ¡Me cago en la hostia! [risas] ¡Y con Ridley Scott! A veces me lo señala algún amigo desde fuera, que al final tuve que decir que no…

a Ridley Scott porque estabas rodando con Almodóvar. 

Eso. Ahí ya te tienes que callar. ¿Cuántas veces en mi vida me voy a ver en una encrucijada semejante? Creo que ninguna. 

Antes has torcido el gesto cuando he mencionado tu «triunfo». Has dicho alguna vez que tú pensabas que, cuando llegabas al cine como secundario, ya te quedabas. Pero luego descubriste que no. 

Sí, yo pensé que cuando llegabas al cine, ya te quedabas, pero luego he comprobado que no es tan sencillo. De repente, empiezas a pensar en compañeros que a lo mejor tuvieron mucha proyección en los noventa y dices: ¿dónde estarán ahora?, porque no has vuelto a saber de ellos. Efectivamente, yo, ahora mismo, no me puedo quejar. Pero, claro, yo llevo veinte años de profesión, no cuarenta. O incluso hay casos de gente que va y vuelve. José Sacristán hace unos años tuvo un comeback espectacular, porque, además, con ochenta y dos años está espectacular, físicamente y de cabeza. Me he dado cuenta de que las cosas no funcionan como yo creía: tú llegas a la profesión, lo más probable es que tengas unos años de esplendor, de repente a lo mejor llega otra generación… Veo que hay gente que desaparece y no depende de razones de profesionalidad o de calidad. De repente, un día deja de sonar el teléfono. 

Si le pasó a Candela Peña, que lo reivindicó cuando le dieron el Goya…

Sí, y eso que es Candela Peña, ¿eh? Sin duda ninguna, una de las mejores actrices que tenemos en el panorama nacional. Si a Candela Peña le falta el trabajo, ¿qué no podemos esperarnos los demás? De todas formas, ahora el panorama ha cambiado un poco, porque antes mezclar ficción y entretenimiento era complicado. Si eras una cara conocida de programas de la tele, lo más probable es que no tuvieras ningún tipo de carrera en el cine. Era impensable un fenómeno como el de los Javis, por mucho que sean más directores que actores. Hasta ahora era bastante inusual que a unas personas que participaban como jurado en Drag Race o Mask Singer, o de coaches en OT rozando el reality, se las tomara en serio como creadoras, y con un producto tan sólido como es Veneno

¿Crees que nos hemos librado del encasillamiento, de ver solo una faceta de las personas, la de actor, entertainer o cantante? 

No sé si eso ha cambiado, no lo tengo tan claro. Tengo amigos que son presentadores y que les encantaría trabajar en ficción más de lo que trabajan, y solo lo hacen cuando ellos levantan un proyecto y se reservan un papel. También te tengo que decir que yo como espectador no soy ajeno a ese prejuicio, ¿eh? Muchas veces se ha utilizado la popularidad de determinados personajes de televisión para vender proyectos que no tenían ningún tipo de calidad, apoyados exclusivamente en la fama de una cara conocida. Por eso no soy ajeno a ese prejuicio. Desconfío de una película que me venga con el protagonismo de un presentador de televisión de primeras, lo reconozco. 

¿Y de un libro? 

Reconozco que también. Por supuesto, puedo estar equivocado. Para lo único que no desconfío para nada es para las memorias, ahí voy de cabeza. Unas de las más fascinantes que pasaron desapercibidas fueron las de Millán Salcedo. Me encantan. Sé que pasaron desapercibidas porque él mismo me lo contó, que las escribió y que tampoco lo llamaron de otros programas para interesarse o para preguntar por aspectos del libro. Y a mí me parece que se moja bastante y tienen cosas muy interesantes. 

Hombre, toda la historia que cuenta de su periplo en la mili…

Sí, eso es muy trágico. Y todo el episodio que sigue a la parodia de Encarna Sánchez e Isabel Pantoja, eso es un thriller, es novela negra. 

Es puro Baby Jane

Tal cual. Mensaje para los Javis: biopic de Encarna Sánchez [risas]. Creo que tiene una vida muy reivindicable como personaje, no sé si tanto como persona. Igual que reivindicas a Angela Channing, vamos. 

Dándole la vuelta a lo que dices, que tú publiques ahora este libro, viniendo del mundo del cómic, tampoco es exactamente un cambio, ¿no? 

A ver, yo vengo del coleccionismo vintage. Tengo publicaciones de ilustración desde 1860, aunque el cómic empieza más tarde. Tengo fotocromos de películas, que ya no se hacen y, como puedes ver, coleccionismo de CD, de vinilos… 

¿El programa La curiosidad mató al gato lo nutrías con esto?

Sí. Y tengo que decir que ahí estoy muy agradecido a Radio 3, porque todavía tenían tocadiscos. También tuve alguna sección musical en la SER, y cuando aparecí allí con mis vinilos me miraron como si de repente vieran a un viajero del tiempo, como si por un agujero de gusano hubiera venido directamente de la Edad Media. No tenían tocadiscos, aunque imagino que ahora sí, porque, como este mundo da muchas vueltas, ahora de repente el vinilo vuelve a formar parte de nuestra vida. ¿Quién decide esas cosas? 

No tengo ni idea. 

Yo entiendo que para los coleccionistas la portada era más grande, era una gozada la carátula. Sin embargo, si nos quitamos la venda del esnobismo, lo cierto es que un vinilo es un coñazo, porque te tienes que levantar a darle la vuelta. 

Carlos Areces

Creo que tú eres de los que coleccionas por gusto, pero también por desconfianza ante lo que puede venir. ¿Guardas las cosas porque temes que con el revisionismo actual pueda llegar el día en que sencillamente sea imposible ver ciertas cosas? 

Por supuesto. Estamos sufriendo un revisionismo terrible y atroz. Tenemos que asumir que las películas envejecen y que los valores de hace cien años no son los de ahora. Pero, asumiéndolo, no tenemos que censurar los productos de su época. De toda la vida de Dios se ha sabido que El nacimiento de una nación es una película claramente xenófoba, pero nadie nos impedía verla. O ya no esa: toda la vida hemos visto Lo que el viento se llevó, la historia de una familia sureña que reivindicaba su derecho a tener esclavos. Es más: los esclavos estaban a favor de ser esclavos. Mammy luchaba contra los norteños, que eran los malos que venían a revolucionar el mundo. Vale, siempre hemos sabido eso, pero no tenemos que dejar de verlos como lo que son: productos de una época. 

Ahora mismo hay un revisionismo continuo, desde cosas puramente estéticas, como son las nuevas ediciones de la trilogía original de La guerra de las galaxias, a E.T., que provocan que sea imposible encontrar en formato digital una copia de E.T. en la que los policías sigan teniendo pistolas en las manos, o una copia de La guerra de las galaxias no retocada digitalmente para incluir la escena de Jabba el Hutt donde él no aparecía. Para mí es francamente frustrante, porque esos retoques no me gustan. Y luego están los contenidos políticos. Es evidente que la sensibilidad que tenemos hoy en día no es la que teníamos hace cien años, pero no nos engañemos: la de dentro de veinte años no será la que tenemos hoy en día. No podemos estar ocultando el pasado solo por el hecho de que no coincida con nuestro patrón social actual. Cuando voy al canal Disney y de repente no encuentro una película como Canción del sur porque ya no se puede ver, porque no es compatible con los valores actuales, se me llevan los demonios. Me parece un error, porque, sinceramente, cuando un niño vea Lo que el viento se llevó se dará cuenta de lo que han cambiado los valores. Vivirá el choque que yo creo que es necesario e importante que vivan para darse cuenta de lo que se pensaba no hace tanto tiempo. Es importante también para no dar pasos atrás. Sin embargo, hoy nadie te prohíbe ir a una librería y comprar Mein Kampf, ni van a pensar que eres nazi o un negacionista. Entonces, ¿por qué alguien da por hecho que no tengo capacidad crítica para ver Canción del sur, o Dumbo, con los valores xenófobos que pueden tener? Y, sobre todo, ¿por qué no puedo disfrutar de los valores que no son caducos de esa película? Lo que el viento se llevó no deja de ser un melodrama maravilloso y muy disfrutable. Esto nos lleva a un tema muy interesante también: la hipersensibilización de todo el material de ficción que consumimos. 

Y la infantilización. 

Por supuesto. No creo que haya mayor enemigo de un artista que la corrección política. Por supuesto, sé de sobra que esto nos mete en el debate de: entonces, ¿todo es permisible en la ficción? Claro, reconozco que para mí no. Hay cosas que, si viera en la ficción, me irritarían. Sobre todo, si noto que son un panfleto y que tratan de convencerme de que el Holocausto fue un montaje, o de que la homosexualidad es una enfermedad que hay que curar, o de que la inmigración es el principal problema de los países desarrollados. Efectivamente, me irritaría, pero no sé hasta qué punto tengo autoridad moral para prohibir una ficción. Sobre todo, porque puede haber películas que claramente tengan un mensaje de extrema derecha, pero la gran mayoría no. Y casi siempre que ponemos el grito en el cielo es por una película cuyo mensaje se ha entendido mal. Ahora mismo damos mucha más importancia a las palabras que al sentido de las palabras. Va a ser censurado antes el discurso de una persona que incluya la palabra maricón que un discurso de extrema derecha que diga que los homosexuales deberían ser tratados para corregir sus tendencias. Te quedas con lo anecdótico, que es la palabra. Recuerda cuando asistimos a la polémica por la palabra mariconez en una canción de Mecano. No creo que sea un problema decirlo en una canción. Es como la palabra nigger: ¿se puede decir nigger cuando se lo dice un negro a otro? ¿Solo se puede usar la palabra maricón cuando se la dice una persona homosexual a otra persona homosexual? Yo no soy de esa opinión. Hay un monólogo de Ricky Gervais en Netflix…

¿El de Humanity

Sí, es maravilloso, desternillante. Parte de los chistes que hace son sobre un supuesto niño negro que dice que adopta. Si alguien piensa que en esas palabras hay algo de racismo, está claro que no ha entendido el mensaje. Parte de las cosas que nos hacen gracia está en la sorpresa. Hoy en día, la corrección política está en lo público, porque en lo privado seguimos haciendo los mismos chistes, e igual de burros, y nos seguimos riendo de las mismas cosas con nuestros amigos: la violencia de género, las violaciones, el hambre del tercer mundo, el terrorismo… Todo es motivo de humor en el sector privado. Pero como en el ámbito público no, hay humoristas como Ricky Gervais que son plenamente conscientes de que parte de lo que va a hacer gracia es la osadía de decir una burrada que es evidente que no piensa. En este caso siempre pongo un ejemplo: Ricky Gervais puede decir las mayores burradas que quiera, que está claro que, si tienes dos dedos de frente y sabes leer el mensaje, no piensa lo que está diciendo, se está metiendo en el papel de un personaje en el que lo divertido es las burradas que dice, hasta dónde puede llegar. La misma gracia que explota en la presentación de los Globos de Oro, donde se metía con todos los presentes de una manera salvaje que hasta entonces nunca se había hecho. El primer año fue una hecatombe, un shock, pero después le han hecho presentador otras tres o cuatro veces. Y en la última, lo que estabas esperando era eso. 

De hecho, fue decepcionante porque no fue tan burro. 

Claro, yo también entiendo que no haya querido repetirse. Había chistes sobre el papa, sobre la pederastia, y eran desternillantes. Y eso es gracioso porque no te lo esperas, porque es una burrada muy gorda, y en el caso de Humanity, porque se pone en el papel de una persona que claramente no es. Hay otro espectáculo, que yo no he ido a ver, pero conozco gente que sí y me fío de lo que dicen —lo aviso porque, si estoy cometiendo un error, estaré encantado de corregirlo— que parece mucho más inofensivo en la superficie: el de Arévalo y Bertín Osborne. En él, continuamente se hacían chistes de que Bertín Osborne cuando iba a Telecinco se ponía un tapón en el culo. Si esto es verdad, estos chistes no están poniendo a prueba la capacidad de choque del espectador, lo que estás buscando en el espectador es el compinche desde tu heterosexualidad para reírte de lo que no consideras normal. Por supuesto, el chiste de un tapón en el culo no se puede comparar con el de adoptar un hijo negro para ponerlo a trabajar de esclavo. Es mucho más burro este último. Sin embargo, si analizas los dos mensajes, el que es verdaderamente dañino es el que no está utilizando la provocación como arma, sino el que está diciendo: «Este chiste va dedicado a ti, que eres tan machista como yo y que consideras, aunque solo sea para hacer un chiste, que la homosexualidad no es algo normal. Y que un homosexual es un tío que a la que pueda te va a follar». Bueno, esto no es así exactamente. No creo que el chiste sea: «A la que te descuides, te viola»; el chiste es simplemente establecer una diferencia: yo soy normal, ellos no lo son. No sé si siguen haciendo el espectáculo o no, pero hasta hace poco sí, y no han tenido ningún problema. Arévalo sí, se le han echado muy en cara los chistes de gangosos, pero, perdóname: esos chistes los hacía en los setenta y ochenta, son producto de su época. Sin embargo, este espectáculo es de hace cinco años, como mucho. Hay una doble moral rara, y no creo que sea malintencionada, es simplemente que no estamos acostumbrados a extraer el contenido de los discursos y nos quedamos en la anécdota. Si tú sales en la televisión, y en tu discurso, perfectamente integrado, no siendo homosexual o no siendo Mario Vaquerizo, dices la palabra maricón, llama la atención más que cualquier otra cosa que digas. Pues vamos a ir más allá, ¿no? Vamos a ir al discurso. Hay gente diciendo barbaridades mucho mayores con palabras muy dulces, y ese es un peligro mucho más evidente. 

Carlos Areces

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4 Comentarios

    • Buenas,

      Te me has adelantado. Intentaré ser breve:

      1) El mánager o el responsable de prensa de Ojete, un tío muy majo, nos ofreció esa entrevista. Ojete Calor tenían entonces dos o tres días de vida y lo lógico es que las revistas no se mataran por sacarlos, así que empezaron por medios pequeños como el nuestro. Nosotros no buscamos esa entrevista. Es el típico toma y daca con las agencias: yo te hago esto y después tú me das aquello que es lo que en realidad me interesa.

      2) Nunca hubo una entrevista como tal, se trató de un triste cuestionario. Nunca tuvimos contacto de ningún tipo, aunque Carlos lo cuente como si nos hubiéramos batido florete en mano. Los cuestionarios son la lacra de Internet y, en mi opinión, el fin del periodismo; pero la gente es vaga y prefiere eso a una entrevista de verdad. En fin, como digo, nadie conocía a Ojete, mucho menos yo, y cuando los vi automáticamente pensé que iba a entrevistar a unos personajes de Muchachada Nui, no a un grupo «de verdad». Error mío, y lo asumo. Pero eso es lo que tenía en la cabeza cuando redacté las preguntas: una broma. Ahora que vuelvo a leerla, diez años después, diría que una broma de dudoso gusto. No era precisamente mi estilo atacar de esa manera. Lo dicho, me lo estaba tomando como una broma.

      3) Recibimos sus respuestas y en ese momento me doy cuenta de que ni yo he entendido a Ojete Calor ni ellos han entendido que todo era una coña. Es más, debían de creer que estaban «hablando» con Diego A. Manrique o con Carlos Boyero. Si quieren atacar al «sistema», que empiecen por ahí, no por cuatro desgraciados que tienen una revista en Internet en parte por placer, en parte por pasión.

      4) JAMÁS nos negamos a publicar aquello. Pero la cuestión era que una entrevista así no les iba a servir de nada a efectos promocionales —no éramos la Rolling Stone, ni siquiera éramos una revista de música— y que a nosotros maldita la gracia que nos hacía publicar ese intercambio de hostias a mala baba. ¿Solución? Se acordó con el mánager que enviaríamos otro triste cuestionario, esta vez más ajustado a lo que ellos querían, con referentes «serios», preguntas «serias», bla, bla, bla, que es esa entrevista que tú has enlazado desde mi blog personal pero cuyo original está enlazado desde la web de Ojete:

      http://www.factorymag.es/factoryvips/carlos-areces-y-anibal-gomez-la-bajona-tiene-su-punto-y-los-artistas-deprimentes-lo-molan-todo/44100/

      5) El duelo a muerte contra la prensa musical (sin ser yo nada de eso) del que habla Areces se solventó con paz y armonía. Creo que es evidente. ¿Por qué, si no, me iban a dar otra entrevista en las mismas fechas? Es más, como comprenderás, después de 10 años ni me acordaba de aquel primer cuestionario. Quiero creer que Areces nunca supo nada de esto y que fue Aníbal quien respondió a aquellos cuestionarios o, como mínimo, al segundo de ellos, al «bueno». Quiero creerlo porque, de no ser así, Carlos estaría mintiendo con conocimiento de causa y utilizando el nombre de alguien para montarse una película de vengadores y villanos (en la que él gana, claro, y en la que no deja que el villano diga ni mu con la u. Todo un demócrata).

      6) Cuando leí esta entrevista en la versión en papel de JotDown no pensé que estuviera hablando de mí… hasta que me dio por ir a su web a ver la «entrevista». Así que les envié un correo contándoles todo esto, por si no lo recordaban, y pidiéndoles que, al menos, retiraran mi nombre del documento que tienen ahí colgado, ya que entre ellos y yo, entre su mánager y nosotros, hubo un pacto al que accedieron y del que se beneficiaron con una entrevista de bastante calidad para lo que se estila hoy en día (mejorando lo presente, claro). No se trata de mi gran prestigio —nunca me he ganado las habichuelas con esto, ni siquiera en JotDown—, de mi ego ni del tremendo amargor que arrastro por ver triunfar a Ojete Calor (que me parecen cojonudos para cualquier after, y bien que los he disfrutado), se trata de ser justos y de no hacer exactamente lo que no quieren que hagan con ellos: linchar, calumniar, distorsionar, etc., etc.

      y 7) Espero que Carlos o Aníbal, o alguien cercano a ellos, lean esto y rectifiquen. No quiero disculpas ni historias; solo que retiren mi nombre de su película de indios contra vaqueros. Porque al final da mucho juego (tres preguntas en esta entrevista), así que no quiero privarles de eso. Quiero privarles de que utilicen mi nombre estampado en un documento que, por otra parte, era y es de NUESTRA PROPIEDAD. Esto a la Rolling Stone no se lo hacen, ya te lo digo yo. Les meten un puro por protección de datos y confidencialidad que sí que les iba a caldear el ojete. Las entrevistas pertenecen a los medios, salvo que ya estén publicadas y los medios den su consentimiento, algo que no ha sucedido. Como digo y repito, yo no tenía noticia de nada de esto y ahora ya me da exactamente igual. Denunciar a Ojete Calor sería más triste aún que el cuestionario de marras.

      En fin, perdón por la chapa, a ti y a Bárbara Ayuso, que por supuesto tampoco sabía nada de esto en el momento de hacer la entrevista. No he encontrado otra manera de hacerme escuchar por los interfectos.

      ¡Salud!

  1. Orsonwelles

    Frikazo nivel máximo,pero muy interesante la entrevista

  2. Interesante persona/personaje. Mucha veces no sé distinguir entre uno y otro pero me gusta leerle.

    Solo tengo que darle una mala noticia. Angela Lansbury ya no actúa en Londres… más que nada porque murió en octubre de 2022…La entrevista va con un poco de retraso 😜

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