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Intensidad 1964

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¿Qué tienen en común la barba de Mandela, la erre de Jacques Brel y un golpe franco de Mariolino Corso? Los tres emocionaron a alguien en 1964. Nadie aspiraba entonces a una vida bio. La política no se vestía de prime time. Las palabras todavía impresionaban en voz baja. Los artistas podían ser feos. Y los jugadores, hasta comunistas. Era 1964, el año más intenso.

El comunista que solo jugaba de zurda

Intensidad 1964
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Pier Paolo Pasolini lo adoraba. A Pelé le encantaba. Pero Helenio Herrera no lo tragaba. Cada verano, la misma cantinela con el presidente Moratti: «Hay que vender a Mariolino». Y Mariolino, Mario Corso, protegido del presidente y de los tiffosi, se quedaba otro año más en el Inter de Milán.

Veinte antes que la mano de Dios, existió su zurda: «il sinistro di Dio». No era mediapunta ni extremo. No era delantero ni centrocampista. No era goleador ni pasador. Era Corso: «Juega un fútbol poético, pero no es un «poeta realista»: es un poeta un poco maudit (maldito), extravagante», escribió Pasolini. Era 1964 y el fútbol se podía mezclar con poesía.

La lluvia sobre el Bernabéu era torrencial. Los rizos de Corso, empapados, relucían sobre su frente despoblada. Jair, Mazzola, Suárez, Peiró, Facchetti, Corso: la Grande Inter. Talento puro al servicio de una idea y un líder, Helenio Herrera, HH. Él inventó el catenaccio. Algunos lo consideran refugio de equipos menores, sin arte, pero nació en un equipo de mil rubíes. Cosas de 1964.

Enfrente, el Independiente argentino. Los dos primeros partidos habían acabado con una victoria por cada lado y el desempate se jugaba en Madrid. El Inter le había ganado la Copa de Europa al Madrid de Di Stefano, pero ese día faltaban Jair y Mazzola. Sí estaba Corso, con su pinta de obrero, su fama de comunista y sus eternos calcetines bajados por estética, para parecerse a su ídolo Sívori. Herrera siempre le decía: «Mira, por mí no estarías en este equipo. Pero como te has quedado, eres titular».

Se rumoreaba que solo jugaba bien cuando le tocaba avanzar por la banda en sombra de San Siro: se sabe que en su Verona natal no luce mucho el sol. Quizás por eso se sintió tan cómodo bajo el aguacero madrileño. Sentenció HH que Pelé era un violín y Di Stéfano, la orquesta entera. Corso era un solista discordante, un instrumento incapaz de afinarse en grupo. Solo se servía de la zurda. «Mejor un pie bueno que dos malos, ¿no?», respondía cuando le objetaban que no sabía chutar de diestra.

Hay muchos jugadores de los que se han escrito libros. Pero solo hay uno que yo conozca a mayor gloria de una jugada: ciento diez páginas para describir una acción. Il più mancino dei tiri (El más zurdo de los tiros), de Edmondo Berselli. Un libro de fútbol y filosofía, de cultura y zurriagazos, que narra una internada de Mariolino Corso, «aquel jugador de un metro setenta y algo, con la espalda en cuesta y un abdomen con tendencia a dilatarse en modo inapropiado para un futbolista».

Corso siempre parecía apagado, humilde, con el gesto perdido e inexpresivo de un recién despertado. Verona es provincia de madrugones y pocas palabras. Era 1964 y los futbolistas también podían ser feos y con cara de humildes. Alguno objetará que Messi es el mejor jugador del mundo y no escapa al perfil. Quizás es solo que le pegaba más haber jugado en 1964, como a Cristiano Ronaldo el año 2125.

Pero también Cristiano le debe algo a Mariolino. O, mejor dicho, a Nereo Marini, su primer entrenador en el San Michele Extra, el equipo de su pueblo. Cada tarde le obligaba a quedarse cuarenta minutos chutando a puerta. Solo. Desarrolló una técnica nunca vista que los cronistas bautizaron como «la foglia morta» («la hoja muerta»). Un golpeo de trayectoria cambiante, que cortaba el viento como el frío cabrón y húmedo del Véneto y caía a plomo. El mismo que intenta Cristiano en sus faltas.

Ese día, Corso no marcó de golpe franco. La segunda parte de la prórroga está a punto de concluir. Mariolino recibe cerca de su área y gira sobre sí mismo eliminando a un primer rival. Del segundo se va con un autopase. Devora metros sin siquiera rozar el balón con la derecha. El cronista de la RAI le confunde con Peiró y le niega la gloria del momento. Corso abre a Milani que se desmarca por la banda. Su centro es demasiado largo pero Peiró lo salva de salir y la deja bombeada, como puede, para Corso, que controla de pecho y dispara. Con la izquierda, claro.

«No fue un gol particularmente bonito. Fue simplemente decisivo. Recuerdo el centro de Peiró, la paro con el pecho y disparo. Campeones del mundo en la segunda parte de la prórroga. Era 1964, el año maravilloso».

Y Mandela sacó su tambor

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Amandla!

Ngawethu!

Entraron los ocho acusados en fila, en dirección a un banquillo especial construido en el centro de la sala más grande del Palacio de Justicia de Pretoria. Su líder, corpulento, barba cerrada y seguro de sus pasos, abría la marcha. Alzó el puño en dirección a sus partidarios y gritó «Amandla!» («¡El poder!»). «Ngawethu!» («¡Será nuestro!»), respondieron a coro.

Nelson Mandela se movía despacio. Incluso su forma de alzar el puño desprendía carisma, no agresividad. Los acusaban de sabotaje, pero ante los ojos del mundo se sentaban allí por ser negros. Se presentó ante los jueces, blancos, los periodistas, blancos, y el fiscal, blanco, con un vestido tribal. Color, raíces, orgullo.

El juicio había comenzado meses antes y ese 20 de abril de 1964 se abría el turno de la defensa. Mandela se negó a responder a las preguntas del tribunal y, en su lugar, pidió leer un discurso que llevaba dos semanas escribiendo en su celda. Febril. Insomne. Aquellas palabras podían acarrearle la pena de muerte, pero su cara rezumaba serenidad.

No es el rictus el termómetro del nerviosismo, sino la voz. La de Mandela arrancó potente, hueca y sincopada como un tambor zulú: «Yo soy el primer acusado».

Percy Yuter, el fiscal, los había pintado como líderes de un peligroso grupo terrorista, Umkhonto we Sizwe, al servicio del comunismo internacional. Mandela podría haber gritado, predicado o clamado contra la opresión y el racismo. Lo sorprendente aquella mañana, en Pretoria, fue cómo las palabras de aquel abogado negro resonaban con mesura y racionalidad.

Dio un paso al frente y se presentó ante la corte como responsable de todos los actos que se le imputaban. Su acento inglés resumía el galimatías sudafricano: mezclaba los sonidos metálicos de la influencia afrikaans con las largas vocales africanas. Hablaba con parsimonia, con una lentitud casi robótica, armando largas pausas cada dos o tres palabras, como si quisiera dar tiempo a la historia a tomar nota.

La violencia, expuso, fue fruto «de una decisión templada, racional e inevitable», como quien riega la planta seca de su salón. Hablaba con pedagogía, como un maestro de geografía en plena lección. Como si pudiera convencer a la cúspide del apartheid. Era 1964 y las palabras todavía tenían fuerza:

No amo la violencia. Habría sido irrealista y equivocado seguir predicando la paz y la no violencia cuando el gobierno responde a nuestra petición con fuerza. No fue fácil llegar a esta conclusión. Lo hicimos cuando todo lo demás falló y nos impidieron los demás canales de protesta. Se nos colocó en una posición en la que debíamos aceptar un estado permanente de inferioridad o desafiar al gobierno.

En el exterior se agolpaban miles de militantes del Congreso Nacional Africano (ANC), obedientes tras un cordón de policía, expectantes, silenciosos. Hoy cuesta distinguir una manifestación antiguerra de una parada de carnaval. El arma de la protesta es el bullicio. Un movimiento toma una plaza en el centro de una ciudad para exigir cambios políticos y al rato se han creado un taller de manualidades y una comisión de hamburguesas. Entonces, la política era algo demasiado serio como para mezclarla con el ruido. En los discursos contaba más escuchar que aplaudir. Era 1964 y todavía importaba el silencio.

Mandela proseguía con un autocontrol robótico. Podría haber pedido que se fueran los colonizadores blancos de la tierra de sus ancestros. No. Habló de sanidad, de educación, de derechos. De una Sudáfrica donde todos podrían vivir en paz. Era 1964 y nadie aspiraba a vivir en un mundo bio, sino en un mundo mejor

A menudo, los niños africanos tienen que pagar más por su escolarización que los niños blancos. Deseamos derechos políticos igualitarios, porque sin ellos nuestras deficiencias serán permanentes. Sé que esto suena revolucionario para los blancos de este país, porque la mayoría de los votantes serán africanos. Esta es la razón por la que el hombre blanco teme la democracia.

El tambor de Mandela sonó y resonó, inasequible, martilleante, durante cuatro horas. Su últimas frases, quizá las pronunciadas con más calma, componen uno de los párrafos del siglo XX:

He dedicado mi vida a luchar por la gente africana. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He acariciado el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal que espero vivir y alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy preparado para morir.

Dice Mandela en su autobiografía: «Me senté y sobrevino un silencio que pareció durar minutos. Probablemente no duró más de treinta segundos, y entonces, en la zona del público, se oyó un gran suspiro, un «huummmm» profundo, colectivo, seguido de los lloros de varias mujeres».

Los ocho de Rivonia, como se les conocía, fueron condenados a cadena perpetua el 12 de julio de 1964, año que sirvió de apellido al número de preso con el que, al día siguiente, Mandela quedó recluido en el penal de Robben Island: 466-64.

El único bis de Brel

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Era una canción de putas, cerveza y acordeón. Y a Jacques Brel no le gustaba. Que si una repetición en la primera estrofa, que si un vulgarismo en la última, que si un estribillo ausente… Así que decidió despeñar «Amsterdam» como primer tema del concierto. El que sirve para hornear el sonido y también las posaderas en los asientos de terciopelo rojo del Olympia.

Jacques Brel ya conocía la sala. En 1961 le había tocado hacer de hilo musical humano: no puede llamarse telonero al que canta con las luces encendidas mientras la gente busca su sitio. Y conocía, sobre todo, el bar del Olympia. Fue allí donde entonces le obligaron a cambiarse antes de actuar.

Tres años después, ya pertenecía a la casta con camerino. Pudo anudarse la corbata ante el espejo y fruncir su poblado ceño porque esa primera canción no le convencía. Se plantó ante el micrófono sin decir una palabra, amparado en el carisma de su fealdad. El brazo derecho en tensión shakesperiana. Vestido como ya solo queda Paolo Conte. Un haz de luz sobre él. El resto, en penumbra. Era el 16 de octubre de 1964 y los conciertos todavía no se habían convertido en un prime time de Berlusconi.

En cuarenta y cinco segundos había roto a sudar como las furcias de puerto sobre las que cantaba. Se recolocaba el flequillo sufriente. En dos minutos, había pasado del hieratismo a un huracán de gestos. Sus brazos asemejaban las olas chocando contra el maloliente muelle de Amsterdam. Brel cantaba atmósferas, no canciones. Terminó en trance, puro crescendo brélien, «llorando como el que mea sobre las mujeres infieles», con el motor ronroneante de su erre, la del único francófono que supo jamás pronunciarla.

Lo vieron dos mil espectadores en directo. Un millón más seguía la retransmisión por radio. Y Brel nunca había participado en un concurso televisivo ni llevaba tatuajes. Era 1964 y cada concierto era único, el cóctel emocional de un día y un lugar.

El artista belga dijo y demostró odiar la prudencia. Consumió escena con la voracidad con la consumió mujeres o se consumió a sí mismo. Ansiaba una vida como sus conciertos: cortos, sin pausa, al mentón. Llevó al paroxismo la máxima de Enric González: el autor debe sufrir y el público debe gozar. Era 1964 y los artistas todavía tenían personalidad. En sus conciertos mandaba él.

Duraban poco más de una hora. Las canciones debían empezar sobre los aplausos de la anterior. Nada de palabras de complicidad entre tema y tema. Yo canto; ustedes escuchan. Reciedumbre de Flandes. Su acordeonista, Jean Corti, intentó arrancar tres veces la segunda canción del concierto. No pudo. O, mejor, no le dejaron los aplausos a «Amsterdam». Duraron tres minutos. En la grabación se conservaron quince segundos.

El disco de 33 rpm se llamó Olympia 64, duraba sólo 47’56» y «Amsterdam» fue un éxito inmediato. Hoy se habría convertido en la banda sonora de Starbucks o el fondo de un anuncio de Citroën. Pero a Brel, tozudo como todo flamenco, seguía sin gustarle aquella canción. Por más que le rogaron, se negó a grabarla en estudio. Pertenecía a aquella noche del Olympia y en aquella grabación se quedó.

Su vida fue una bulímica gira sin fin, de los cabarés de Bruselas a los oropeles de los mejores teatros. De concierto en concierto, como si tuviera miedo a frenarse. Como esos ciclistas de velódromo, tan populares en su país natal, que si frenan se caen. Cientos, miles de actuaciones sin acceder nunca a un bis. Le parecían «una demagogia» de juglar. Nunca volvió al escenario tras el aplauso final. Nunca accedió a una petición. «Amo demasiado el amor como para amar a las mujeres», escribió. Podría haber afirmado también su reverso: «Amo demasiado la música como para amar al público».

Salvo una noche. Fue en Moscú, en 1965. Lo recuerda su fiel acordeonista: «No sé qué le ocurrió. Simplemente salió y lo hizo. Nunca volvió a hablar de ello». Brel retornó a escena y cantó «Amsterdam». El único bis de su vida. Aquella canción que nunca le gustó.

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3 Comentarios

  1. Maravilloso artículo! Me encantan estas historias cruzadas… Solo un pequeño apunte: se escribe «tifosi», con una sola f

  2. Sr Miyagi

    Delicioso

  3. Pingback: Le Parolier: «Les singes», de Jacques Brel - Jot Down Cultural Magazine

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