Ocio y Vicio Humor

Cuando la risa conoció al miedo

Cuando la risa conoció al miedo
Marty Feldman en Young Frankenstein, 1974. Fotografía: Gruskoff-Venture Films.

El humor, cuando es bueno, es la otra cara del terror. Es imposible el uno sin el otro. Por eso, las situaciones más terroríficas muchas veces nos producen risa.

(Juan José Millás)

Hablaba el otro día con un compañero de profesión de las dificultades con las que nos encontramos a la hora de crear una historia que cale por igual en la mayor cantidad de gente posible; contar historias es como hacer una paella, nunca está al gusto de todos y pueden lapidarte en nombre de los cultivadores de arroz bomba a la que te descuides. 

Esto de los oficios creativos es igual, salvo por un detalle mínimo: lo único que no puedes permitirte es un meh. Y, en el (sub)género que nos atañe ahora mismo… menos aún.

Convenía con mi compañero en la gran diferencia que existía entre nuestras narraciones y las de otros dedicados a géneros de distinto corte. Donde algunos apelan al cerebro o al corazón, nosotros nos centramos en las tripas. 

No se confundan, no estaba charlando con otro escritor de terror, no. Lo hacía con alguien volcado en lo humorístico, el nunca suficientemente alabado Sergi Álvarez. Y ambos coincidíamos en las grandes similitudes entre dos géneros tan (al menos en apariencia) dispares. Tal vez sea por eso que, con mayor o menor fortuna, se los ha introducido juntos en la olla a presión de la literatura y el cine en tantas ocasiones, aunque el resultado, lamentablemente, muchas veces haya provocado alguna que otra indigestión. 

Cocinar una buena comedia de terror es todo un arte que exige oficio y mesura; cualquier vaivén puede desparramar el trabajo de meses y los desequilibrios suelen producir acidez (miren, si no, el fenómeno de Cazafantasmas (Ivan Reitman, 1984) y de Gremlins (Joe Dante, 1984), llevamos décadas sin ponernos de acuerdo en qué son exactamente y debatiendo si ahí hay algo de terror o son solo comedias con bichos). Lo mismo ocurre con productos como El fantasma de Canterville (Oscar Wilde, 1887), Bitelchús (Tim Burton, 1988) y Orgullo y prejuicio y zombis (Seth Grahame-Smith, 2009): predomina la estética por encima de la vocación de aterrorizar, y eso, le pese a quien le pese…, terror no es. 

Tim Burton es un especialista en el tema de combinar (para mal) ambos géneros. Ya fusiló en su día la considerada primera gran comedia de terror, en palabras de Bruce G. Hallenbeck, esa obra maestra de Washington Irving que es La leyenda de Sleepy Hollow (1820), además de quitarle toda la gracia y el sentido de lo macabro a Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet (Stephen Sondheim, 1979). 

Un caso parecido al de Burton es el de Álex de la Iglesia. En dos de sus aproximaciones a la comedia de terror, Las brujas de Zugarramurdi (2013) y Veneciafrenia (2021), encontramos más pose que actitud, quedando el terror relegado a un catálogo carísimo salido de la feria de los horrores más chusca, y la tercera, El bar, decae tanto en su tramo final, donde el terror y la claustrofobia deberían ser los protagonistas, que hasta los protagonistas parecen más aburridos que atemorizados.

Al estar tan unidos, como veíamos antes, es muy habitual encontrar gran cantidad de humor negro en la narrativa de terror, pero eso no lo convierte en comedia. Por mucho que la mala leche de Clive Barker, la ínclita doña Emilia Pardo Bazán, Edgar Allan Poe o Pilar Pedraza nos haga reír en ocasiones, incluso carcajearnos de lo malvado, no son historias cómicas. Solo hacen uso de uno de tantos y tantos recursos del oficio.

Entonces, ¿dónde está la frontera que separa lo que es una comedia de terror de lo que no lo es? La respuesta no es tan complicada como sería de esperar: en la voluntad. Un simpático producto familiar repleto de monstruitos como Abbott y Costello contra los fantasmas (Charles Barton, 1948) no lo es. Igual que no lo es la serie Santa Clarita Diet (Victor Fresco, 2017-2019), en la que bien podrían haber sustituido a la protagonista zombi por una higienista dental asesina: el resultado hubiera sido el mismo. No hay voluntad de aterrorizar al espectador, de dejarle ese poso de culpabilidad por las barbaridades que tanto lo hacen reír. 

Acompáñenme en un pequeño paseo por lo más destacado del género; servirá para clarificar lo expuesto y, de paso, para que tengan una lista de grandes éxitos con los que echarse unas risas y pasar un mal rato.

Cine, cine, cine, más cine, por favor…

La gran tríada de comedias de terror la encontramos en el cine. A saber por qué misterio, este no es uno de los subgéneros más cultivados en la literatura, aunque buenas obras, haberlas, haylas. Pero vayamos ahora con el podio ganador en lo cinematográfico, ese que siempre cuenta con preguntas dedicadas en el Trivial Pursuit y acapara las tertulias en los bares.

El jovencito Frankenstein (Mel Brooks, 1974), Zombies party (una noche de muerte) (Edgar Wright, 2004) y El baile de los vampiros (Roman Polanski, 1967) tienen el honor de copar el medallero. Rodadas sin vocación de trascender, con el tiempo se han convertido no ya en referentes indiscutibles, sino en auténticos iconos de la cultura pop. Comparten tres rasgos que las convierten en artesanía de la hibridación: mala leche, inteligencia y una completa y absoluta desvergüenza. La falta de presión por agradar a un gran público y la cara dura de sus creadores produjeron unos resultados sensacionales. 

Pero mucho y muy bien se ha hablado ya de estos clásicos por derecho propio, así que no voy a descubrir la pólvora por mucho que les cuente; todo está dicho, debatido, visto para sentencia. Pasemos a otras obras, algunas de igual importancia, otras menores en algún aspecto, sea este calado, relevancia o la pura y dura calidad. 

Aviso: esta clasificación es totalmente subjetiva y sin ánimo de encender los ánimos de algún fan picajoso. Tómenlo ustedes como la mejor forma que he encontrado de poner orden en el caos.

En la parte baja de la tabla podemos encontrar Bienvenidos a Zombieland (Ruben Fleischer, 2009) y Lo que hacemos en las sombras (Jemaine Clement y Taika Waititi, 2014), situadas aquí porque, aunque tienen sus momentos francamente terroríficos, se decantan más por lo cómico, y esa descompensación termina por pasarles factura, sobre todo al film de Fleischer, el cual flojea en su último tercio; ha quemado todos los cartuchos del humor y solo nos queda algo de hartazgo y la curiosidad por encontrar a Tom Cruise en la horda de muertos del parque de atracciones. Mucho más efectiva es la obra de Clement y Waititi, ya que el falso documental les da la oportunidad de racionarnos la comedia sin que suframos un atracón y no nos queden ganas de llegar al final. 

Desequilibrando la balanza hacia el lado contrario, podemos encontrar las maravillosas Un hombre lobo americano en Londres (John Landis, 1981) y La cabaña en el bosque (Drew Goddard, 2011). Ninguna nos produce un hartazgo de terror, pero están a punto de cruzar la línea y conseguirlo. El esfuerzo que encontramos en ambas es innegable y ese es precisamente su principal pecado; mientras que, en las dos anteriores, el gran defecto era su ligereza, en estas es su severidad. Severidad hacia sí mismas, claro. Es tanto el empeño por ser y parecer que terminan tomándose demasiado en serio, y uno de los grandes delitos en el oficio de contar historias es que eso se note demasiado (porque no vamos a negar ahora que todos los narradores nos dejamos el pellejo y queremos pasar a la historia por hacer algo importante y trascendente, aunque lo neguemos una y otra vez). No puedes dejar que tu público vea esa costura. No te lo perdonará nunca.

Así que, ya sabemos, para crear la comedia de terror perfecta no tienes que tomártela a la ligera ni poner tu vida en ella. Y, si lo haces, al menos que no se note. 

Un escalón por encima encontramos I am a Hero (Shinsuke Sato, 2015), Tucker & Dale contra el mal (Eli Craig, 2010) y Camarada Drakulich (Márk Bodzsár, 2019). Todas ellas tienen en común su indiscutible calidad, el buen trabajo del elenco y ese je ne sais quoi que te marca con luces de neón parpadeantes que estás asistiendo a un espectáculo a ratos delirante, a ratos terrorífico, siempre entretenido, que se aproxima a esa proporción áurea de las grandes obras. Y, por mucho que la sensación de no saber qué se está viendo exactamente esté ahí, despegar los ojos de la pantalla por si te pierdes algo de esa locura tan macabra y graciosa es tarea imposible. A pesar de los argumentos algo trillados de las dos primeras (el indescriptible film húngaro es tan original, loco y descarado que solo por eso merece una mención con honores), están tan bien rodadas, interpretadas y nos regalan tal cantidad de sangre y horror como de carcajadas, que no podemos sino considerarlas muy superiores a las anteriormente mencionadas. 

Llegamos por fin a la parte superior de nuestro ranking cinéfilo, esas joyas que comparten con el triunvirato antes mencionado el honor de ser, por derecho propio, maravillas de la artesanía cómica-macabra, a pesar de caer con frecuencia en el olvido de la crítica e incluso del público (cuando no directamente se las ningunea sin ningún pudor) más a menudo de lo que nos gustaría. Quizá sea por el descaro con el que se nos presentan, quizá por su vocación lúdica e insolente que se da de morros contra todo eso que nos han enseñado que es el cine elevado, el caso es que las cuatro películas que les mencionaré a continuación no han subido a ningún podio que no sea el de sus fans, algo a todas luces injusto.

La pequeña tienda de los horrores (Roger Corman, 1960), Terroríficamente muertos (Sam Raimi, 1987), Braindead: tu madre se ha comido a mi perro (Peter Jackson, 1992) y El día de la bestia (Álex de la Iglesia, 1995) forman parte ya de la historia del cine y a todas ellas les guardamos un lugar en nuestro corazoncito perverso; adorables, divertidas durante todo su metraje, aterradoras cuando deben serlo, no tienen nada que envidiar a otras películas pasadas o presentes, pertenezcan estas al género que pertenezcan. Todas ellas se han integrado a la perfección en nuestro imaginario y en la cultura popular, y sus realizadores sentaron las bases del cine que estaría por venir. Mala leche, desvergüenza y horror a partes iguales, estos cuatro grandes cineastas merecen un homenaje por regalarnos algunas de las mejores comedias de horror de toda la historia del cine. 

Cuando la risa conoció al miedo
Álex Angulo en El día de la Bestia, 1995. Fotografía: Canal+ España.

Una pequeña lección de literatura

No deja de ser curioso que un género que goza de tan buena salud en la pantalla tenga tan escasa repercusión en el mundillo literario. En comparación, dejando aparte esas novelitas de horrible humor involuntario, la comedia de terror escrita no abunda. 

Este subgénero, inaugurado por la antes mencionada La leyenda de Sleepy Hollow, cuenta con pocas obras memorables, siendo El hombre que fue jueves (G. K. Chesterton, 1908) la novela más reseñable. Si bien es cierto que Mark Twain, Ambrose Bierce, Julio Cortázar y Charles Dickens (por mencionar a unos pocos clásicos) le han dedicado parte de su tiempo, con algún relato esporádico, no ha sido hasta la llegada de Chuck Palahniuk, con novelas como Fantasmas (2005) y Nana (2002), que ha cobrado relevancia y cierta dignificación de la que antes carecía. 

En la actualidad, por suerte, el estadounidense Grady Hendrix ha vuelto por la puerta grande a recordarnos que lo del valle de lágrimas de las últimas décadas ha quedado desfasado y también estamos aquí para pasárnoslo bien. Tiene la prosa, el estilo y la actitud. Y la cara muy dura, tanto como para mezclar algo tan dispar como la serie Mujeres desesperadas (Mar Cherry, 2004-2012) con El misterio de Salem’s Lot (Stephen King, 1975) en su grandiosa Guía del club de lectura para matar vampiros (2020). Pero es Horrorstör (2014), una pesadilla fantasmal que transcurre en un sucedáneo de Ikea (incluso el libro parece uno de sus famosos catálogos, con su correspondiente ficha técnica para la fabricación de artilugios de tortura, igualito que en el gigante sueco), la más destacable. Es imposible sumergirse en ese espectáculo de lo macabro, protagonizado por trabajadores grises, sosos y aburridos, sin terminar llorando de la risa. 

En España, la producción es igualmente exigua. Grandes de las letras han coqueteado con la parte más cómica del horror, pero no se les recuerda precisamente por ello.

Me gustaría mencionar a don Leopoldo Alas, Clarín, y su estupendo «Cuento Futuro» (1893), publicado en el volumen El Señor y lo demás, son cuentos, una deliciosa comedia muy cabrona y repleta de cadáveres que gira alrededor de un delirante apocalipsis mundial. No deja de sorprender que tan circunspecto caballero fuera capaz de escribir tal orgía de muerte y destrucción (divertidísima, por otra parte) y, a la vez, torturar a todos aquellos a los que nos tocó tragarnos La Regenta (1884) como lectura obligatoria en el colegio; eso nos hace pensar que las desventuras de Ana Ozores hubieran podido ser mucho más graciosas y llevaderas.

Algunos otros que nos han hecho disfrutar de la parte más cómica del terror han sido Eduardo Mendoza, Ramón Gómez de la Serna, Edgar Neville, Wenceslao Fernández Flórez y, ya en la actualidad, Marc Pastor con El año de la plaga (2010), que cuenta con una adaptación cinematográfica a la que les ruego no se acerquen. 

Quizá ahora que está tan de moda esto de la hibridación de géneros podamos contar con más obras escritas de este tipo. Personalmente, las echo de menos, son un entretenimiento perfecto. Pero, por el momento, no parece que esto vaya a ser así: la comedia prefiere coquetear con amigos más gentiles (y con mayor índice de ventas, no nos engañemos) que con el lado visceral y terrorífico de la literatura. 

Elevemos pues una oración por nuestras pobres almas despojadas de la risa; en estos tiempos terribles que nos ha tocado vivir, qué menos que una carcajada que echarse a la boca. Que el terror, si es con comedia, tiene un regusto mucho menos amargo. 

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5 Comentarios

  1. Abel "el bedel"

    Las comedias de terror no abundan, porque las escriben ya las noticias.
    Hoy muere Dragó y no he recibido la nueva a carcajadas, pero los más tibios comentarios que he leído le desean que descanse con la misma paz que deja. La tragedia se vuelve sin querer en comedia.
    Después leo la última de la guerra de Ucrania en donde el ejercito del fascista Putin sigue combatiendo en contra del ejército nazi de Zelenski al que no entiendo muy bien por qué debe apoyar la UE. Salen los estadounidenses diciendo que la OTAN no se rendirá jamás y sólo les ha quedado añadir «hasta el último ucraniano». Los estadounidenses tienen pendencia con los rusos, pero ¿qué pintan en esa fiesta los europeos? Y los que pintan como UK o Polonia, probablemente no deban estar en la UE.
    Si te pones a leer las noticias es suficiente comedia de horror, ¿no te parece?

  2. ProfessorSnuggles

    ¿Qué retorcido malabarismo le ha impedido a la autora del artículo dedicar siquiera una triste línea al más jocundo festín terrorífico-humorístico y, para mayor mérito, musical que es «The Rocky Horror Picture Show»? Un festival de referencias cinematográficas, desvergüenza absoluta, hedonismo sin inhibiciones y narrativa descacharrante. ¡Por Chtulu! Es el film de culto por antonomasia. Pase la omisión de «Arsénico por compasión», otro clasicazo del humor macabro, pero el film de Jim Sharman ha de estar, sí o sí, en cualquier espacio donde risa y miedo se den, más que la mano, un libidinoso morreo. Ruego se repare el desaguisado.

  3. José Antonio

    Ay, que te has olvidado de Re-Animator, de Stuart Gordon.

  4. Charlie Meadows

    Pues a mí me gustaría felicitar al autor y expresar que como siempre no llueve a gusto de todos, pero me parece que el trabajo de encontrar material cinematográfico y literario sobre el tema está muy conseguido y he conocido varias referencias, especialmente escritas, que tienen buena pinta.

    Gracias!

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