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Cuando el lenguaje tiende a infinito

Cuando el lenguaje tiende a infinito
Imagen: Discord

No cabe ninguna duda de que el lenguaje ha sido y es un elemento fundamental de nuestra evolución. Por un lado, somos los únicos animales que hablan (y que escriben), y cuya comunicación oral se estructura a través de un asombroso conjunto de reglas gramaticales, lexicales y simbólicas. Esta unicidad, ya por sí misma, delata que el lenguaje es una «autoapomorfía», es decir un rasgo derivado (apomorfía) por un único linaje (auto). Pero, además, queda totalmente patente que el lenguaje sostiene tres de los pilares «que nos hacen humanos», es decir, el extraordinario nivel de complejidad cognitiva, social y tecnológica de que solemos hacer gala. No sabemos si otros homínidos, ahora extintos, tenían algún tipo de capacidad lingüística, y después de un siglo de debates, hoy en día no tenemos ninguna evidencia que pueda probar o descartar esta hipótesis.

Considerando el tamaño cerebral y el nivel de organización cultural de otras especies del género Homo, no hay razón para pensar que no tuvieran ningún tipo de comunicación oral, si bien, comparada con la nuestra, pudiera tener diferencias más que sustanciales en el grado de expresión (un lenguaje más sencillo) y, sobre todo, en su organización (una diferente estructura cognitiva). Este último punto es importante porque, aunque el lenguaje se suele considerar una habilidad mágica y aislada que de repente ha cambiado nuestro destino, no es más que un elemento, aunque importante, de una red de habilidades más generales, que son las que, en realidad, determinan nuestra capacidad mental. El lenguaje es, por ejemplo, un componente crucial de la memoria de trabajo, o sea, la capacidad de gestionar informaciones almacenadas temporalmente y desconectadas de los estímulos perceptivos reales (offline) mientras llevamos a cabo una tarea. Otros elementos del mismo sistema son la atención, la capacidad de imaginación y la memoria episódica. Cada uno de estos elementos sujeta a los otros, así que resulta bastante simplista pensar que uno (en este caso, el lenguaje) haya evolucionado de forma independiente y ajena a los demás.

Pero el lenguaje se nota mucho, y por eso se ha llevado muchas medallas a la hora de premiar aquellas cualidades que nos hacen, según nuestro propio criterio, especiales. Sin embargo, no está de más recordar que no se trata de una capacidad aislada y que, a pesar de todo su esplendor, también tiene limitaciones.  Y es que, presos del poder y autoridad que le otorgamos, a menudo nos dejamos engañar por él, desperdiciamos su potencialidad e, incluso, se nos vuelve en contra.

Entre dichas limitaciones, hay por lo menos tres que merece la pena tener en cuenta: la primera atañe a las características propias del binomio emisor-receptor; la segunda tiene que ver con nuestras capacidades cognitivas; y la tercera, con límites intrínsecos de la herramienta. Evidentemente son tres categorías útiles para matizar aspectos diferentes del lenguaje, pero que acaban difuminándose e influyéndose unas con otras, por ser elementos integrados del mismo paquete evolutivo, social y psicológico.

La primera limitación está implícita en el concepto de comunicación, algo que depende de un emisor y de un receptor, y que, por ende, se fundamenta en la interacción entre dos sistemas que, aunque compartan reglas, las procesan de forma diferente. Dice la sabiduría popular que dos no discuten si uno no quiere. Lo cual no implica que basta con que uno quiera para que dos se puedan comprender. La mayor parte de los hablantes de una lengua se consideran competentes en su uso (dentro de que hay un amplio espectro de destreza y habilidad) y, sin embargo, tener una mayor capacidad lingüística no es garantía de éxito en la comunicación. En nuestra experiencia cotidiana nos encontramos con que, incluso queriendo, el lenguaje encuentra límites que nos impiden avanzar por la senda de la comunicación con nuestros iguales, por no hablar de con nuestros diferentes.

El lenguaje es una herramienta que comparten, en una situación dada, dos personas: el emisor y el receptor. Y para que la comunicación se dé, no basta con que ambos cuenten con la herramienta ni sepan usarla. No es que el primero emita un mensaje neutro, objetivo, unívoco, que pueda ser descodificado con precisión por el segundo, que lo recibe. Tanto el emisor como el receptor son sujetos activos del proceso y, en cuanto tales, ambos lo modelan desde su subjetividad. El significado no es algo que pura y objetivamente es, sino algo que se construye. Y en su construcción están, necesariamente, implicadas ambas partes. El emisor expresa. El receptor interpreta. Así pues, el mensaje es una creación única, que parte del emisor, pero que, sin embargo, una vez dada a luz, cobra vida. No solo el significado que percibe el emisor está transfigurado por lo que cree entender. También el significado al que cree referirse el emisor está alterado por su propia identidad. Aquí entramos en una cuestión más filosófica que práctica, a saber, si el mensaje es aquello que se emite, aquello que se recibe, o un híbrido de los dos. Pero no hay duda de que un mismo mensaje emitido por una misma persona no significa lo mismo para un receptor que para otro.

Cuando expresamos una idea, un contenido, un mensaje, por sencillo que sea, el resultado es, digamos, la ropa con que vestimos a esa idea. Y es la ropa lo que ve quien lo recibe. La idea desnuda que está en nuestra mente no es la misma que recibe quien nos lee o escucha, sencillamente porque muchas veces lo que connotan las palabras que elegimos se escapa a nuestro control. Y las palabras —la ropa— que usamos para transmitir un mensaje no siempre significan lo mismo para quien las ve en su mente. No siempre lo que decimos se corresponde con lo que creemos que decimos, y no siempre lo que de hecho decimos coincide con lo que la otra persona cree que decimos. Las palabras no solo cargan por sí mismas con múltiples acepciones, sino que quién las diga, en qué contexto, con qué intención y con qué entonación suman otra serie de capas que aumentan considerablemente el peso de lo que dicen. Por su parte, el receptor filtra, a partir de su experiencia previa con esas palabras y con su interlocutor, el significado que estas puedan tener, en base a expectativas, opiniones y susceptibilidades imposibles de adivinar, muchas veces, para quien las pronuncia.

Esto que parece un galimatías es el pan nuestro de cada día. Si el lenguaje fuera unívoco, no habría posibilidad de equívocos. Y el hecho innegable de que los equívocos son constantes en el día a día es prueba de que el lenguaje no es unívoco. Que no es unívoco es, pues, el primer límite del lenguaje. Y esto no significa que la comunicación sea imposible, sino que el hecho de que sea posible es, en todo caso, una posibilidad y no la única

A menudo, cuando dos personas no se entienden, se hace referencia al muro que las separa, y en estos casos se atribuye al lenguaje una cualidad de «opaco» que impide ver a su través. Sin embargo, otras veces el lenguaje nos deslumbra, lo cual nos lleva a la segunda limitación importante: que una persona tenga una buena o excelente habilidad lingüística no necesariamente quiere decir que sea inteligente, sabia, espabilada, que esté en lo cierto, que sepa analizar bien la situación, o que sea buena gente. Y es que, en general, desconocemos que nuestra habilidad lingüística no es una garantía de otras habilidades cognitivas, o de una genérica habilidad mental, la que a veces se etiqueta con el nombre de «inteligencia». Muchos modelos cognitivos en psicología son jerárquicos, lo cual quiere decir que cada habilidad (por ejemplo, mnemónica, espacial, social, matemática, etc.) está formada por habilidades distintas, y a la vez es parte de habilidades más generales. Lo que pasa es que todos estos conjuntos de habilidades se influyen y se mezclan entre sí, porque comparten recursos y estrategias. Esto genera cierta correlación entre las diferentes habilidades, y unos cuantos interpretan la inteligencia como la correlación máxima, o sea, el factor común a todas. Pero la verdad es que estas «correlaciones» suelen ser muy blandas: pueden como máximo identificar tendencias promedias, pero no son nunca suficientes para poder prever lo que pasa con un individuo, que al fin y al cabo será una mezcla bastante impredecible, un puzle, un híbrido de muchas cosas. Y he ahí el peligro: damos tanta importancia al lenguaje que, cuando alguien lo usa muy bien, damos por hecho que controla. Y, desde luego, puede que no. Una buena habilidad lingüística solo evidencia una buena habilidad lingüística. Lo cual puede ser una trampa mortal, en una especie donde la comunicación es la base de la dinámica social y tecnológica. Y, atención, también habría que considerar en qué medida se puede dar lo contrario, es decir, que detrás de una limitada habilidad lingüística se pueda esconder una mente brillante. En este caso, todo probablemente depende de cómo decidamos medir y valorar esta mente, recordando, sobre todo, que hay una diferencia sustancial entre inteligencia (saber resolver problemas) y sabiduría (saber evitarlos). Sea como fuere, de todas formas, la consecuencia es la misma: en una especie que da tanta importancia a la palabra, no cuenta quien sabe, sino quien sabe vender.

Finalmente, la tercera limitación es bastante superficial, y tal vez por ello más ampliamente desatendida a la hora de confiar en las letras: estamos tan cegados por lo maravilloso que es el lenguaje que no consideramos que es, como cualquier herramienta, parcial, incompleto y muy condicionado. Los idiomas son verdaderas virguerías lexicales y simbólicas, no cabe duda, pero ninguna herramienta es infalible. Las lenguas se moldean y cambian constantemente no solo según las necesidades funcionales de la comunicación, sino también a raíz de prejuicios, sesgos, tendencias, modas, y otros muchos factores que las canalizan, las vinculan y las deforman. Y, a la vez, estas lenguas canalizan, vinculan y deforman el pensamiento de su gente, de sus poblaciones, de sus culturas. Incorporamos en nuestros idiomas muchas debilidades y vicios de nuestros tiempos, y luego pensamos a través de ellos, contaminando nuestras palabras con significados y con conceptos que luego asumen (y además sin que nos demos cuenta) un rol autoritario y muy condicionante. Sin considerar que, además de estos vínculos, nuestros idiomas tienen una organización estructural que, por sí misma, permite algunas visiones pero impide otras. Y que, aun cuando son compatibles con cierto tipo de perspectiva conceptual, se fundamentan en un nivel de complejidad que no todos sabemos cómo gestionar. Sobre todo cuando estamos en apuros emocionales.

Es importante notar que estas tres limitaciones, o sea, que unas veces es opaco, que otras veces nos deslumbra y que, en todo caso, es imperfecto, no obran solo cuando hablamos con otras personas, sino también cuando hablamos (o discutimos) con nosotros mismos, en eternos e infructuosos diálogos internos que, muchas veces, se enroscan en razonamientos y consideraciones muy alejados de la realidad, o de un sano equilibrio psicológico. Somos a la vez emisores y receptores, pero esto no garantiza que el yo que habla es el mismo yo que escucha. Buscamos la forma más completa y elegante de llevar a cabo un discurso interno, cayendo en el espejismo de que, si logro articularlo bien, entonces es cierto. Finalmente, construimos poco a poco un lenguaje nuestro, un lenguaje propio, dando peso a su estilo y a sus términos, pensando que este lenguaje bien refleje nuestro propio pensamiento, olvidando que, quizá, lo esté más bien sesgando.

En fin, como siempre, la potencia sin control no sirve de nada, y este control pasa necesariamente por un concienzudo conocimiento de las herramientas y de los recursos. El lenguaje es una habilidad crucial de nuestra mente individual y colectiva, pero es también nuestro talón de Aquiles, una herramienta excelente para evitar o resolver problemas (¡sabiduría e inteligencia!) que, demasiadas veces, se usa para generarlos. Porque a menudo, voluntaria o involuntariamente, lo usamos para engañar y para engañarnos, para generar conflictos y rumiaciones, o para propiciar sufrimiento en lugar de alivio. Hablando, de hecho, no siempre se entiende la gente. 

Como toda herramienta, el lenguaje se puede usar como arma o como instrumento de sanación. No cabe duda de que las palabras calman, alientan o motivan tanto como confunden, exasperan o frustran. ¿Qué hacer entonces para no sufrir demasiado los engaños de nuestro poderoso lenguaje? Primero, desde luego, ser conscientes de sus limitaciones, y entrenarnos en detectar sus trampas. Una limitación por sí misma no es peligrosa, si es que se incluye en el modelo, si está a la vista, si se conoce de sobra. Esto requiere no solamente una escucha atenta, sino además un habla aún más atenta, libre de expectativas y de automatismos. Segundo, un uso propio del lenguaje requiere también una sensata aceptación: no se puede pedir al lenguaje lo que el lenguaje no puede proporcionar. Y tercero, afortunadamente, las palabras no son el único componente del lenguaje, que está hecho también de voces, intenciones y entonaciones; de risas y de sonrisas; de miradas y caricias. Lo más etéreo que circunda el lenguaje, lo más invisible, es también lo más perceptible, lo que más nos llega. Una red de seguridad en la que confiar, un colchón que nos permite dar el salto, siempre incierto, para comunicarnos con otros. De hecho, cuando falla la palabra, en lugar de forzarla y constreñirla en un rol que no es el suyo, mejor sería aceptar sus límites, y dejar espacio, tanto si hablamos con otros como con nosotros mismos, a la sabia inteligencia del silencio.

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Un comentario

  1. DIEGO S. J.

    Hace más de veinte años estuve con n mi pareja y uno de mis mejores amigos en este maravilloso emplazamiento y no me puedo creer en lo que se ha convertido. Estuvimos cambiado las agujas del ferrocarril en un lugar atemporal, sintiendo la historia del lugar….

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