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Próxima estación: Molise, ese agujero en la memoria

Molise, ese agujero en la memoria
Calles de Montemitro, en la región más «desenfocada» de Italia.Fotografía: Karlos Zurutuza.

Este artículo es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 47 «Locomotive»

Nos habían avisado de que el mayor problema serían las carreteras. Hay un momento en el que, camino de Montemitro, dos horas después de salir de Nápoles hacia el este, el GPS del coche y el del móvil proponen opciones distintas. La suerte quiere que aparezca un vehículo entre la grava y el polvo; alguien baja la ventanilla para decirnos que se desviará poco antes de llegar a Montemitro, pero nos dejará en la carretera que serpentea hasta el pueblo. Nos parece bien. 

Sabemos que hemos llegado cuando una señal nos da la bienvenida en una lengua de la que hablaremos después, y que no es el italiano. Es incuestionable: estamos en el sur de Italia, con los picos nevados de los Apeninos sobre nuestras cabezas y el Adriático bajo nuestros pies. También podríamos decir que nos encontramos en la región de Molise. 

«¿Molise? No me suena». Lo hemos oído. Incluso en Italia.

El desconocimiento sobre esta pequeña región que no apareció en los mapas hasta 1963 ha derivado en chiste nacional y fenómeno cultural a partes iguales. Hay libros, canciones, vídeos, monólogos teatrales… todo el mundo ha hecho referencia a ella (más bien a su ausencia), desde el comediante Beppe Grillo hasta el ex primer ministro Matteo Renzi. Una popular página de Facebook llamada Io non credo nell’esistenza del Molise se recrea en la conspiración vendiendo productos Molisn’t; camisetas, tazas, etc. Los más sofisticados incluso escriben artículos tan sesudos como fabricados que especulan sobre su existencia. Búsquenlos en las redes bajo un #ilmolisenonesiste o acompañados de memes de Internet que la comparan con Narnia. ¿Ven ese agujero negro en el mapa de Italia? ¿Un juego de la mente? ¿Pura ilusión? Que el llamado «Transiberiano italiano» se adentre en la región por cincuenta y ocho túneles añade ingredientes a la entelequia. Fue un periodista el que hizo la analogía con Siberia. «¿Quién podía esperar encontrar este paisaje boreal en pleno sur de Italia?».

Es una pena que el Transiberiano italiano no llegue hasta Montemitro. Imaginamos los letreros de la estación rotulados en bilingüe, como ese a la entrada del pueblo que señala el centro storico y stari grad en la misma dirección, o en el que descubrimos que «farmacia» se escribe igual en italiano, pero que es ljekarna en esa lengua. Está bien saberlo porque Montemitro no deja de ser un pueblo italiano; no hay nadie a quien preguntar entre la una y las cuatro de la tarde. Se abre entonces el bar y una tienda de comestibles en el mismo edificio del ayuntamiento. De su fachada cuelga una bandera croata junto a la italiana y la europea.

Que en Montemitro y dos pueblos vecinos se hable croata desde hace cinco siglos nos suena a algo que encaja perfectamente en la región más desenfocada de Italia. También es una verdad a medias. Nos recuerda Lorenzo Blascetta, un músico y activista de la lengua de treinta y dos años, que cuando llegaron sus antepasados no existían ni Croacia ni Italia, y menos aún Molise. Pero su lengua, esa voz de ultramar, sigue siendo un testigo vivo de aquella época.

«La llamamos na našo, que es como decir ‘lo nuestro’ o ‘a nuestra manera’», explica este molisano centrado en un proyecto musical llamado KroaTarantata. Puede que sea ese inteligente juego de palabras el que mejor defina el sentir de este pueblo. Según Lorenzo, el nanaso (usamos ya la norma castellana) sobrevive en tres pueblos del Molise: en Montemitro (Mundimitar) aún lo hablan los niños, o por lo menos lo entienden; en Acquaviva Collecroce (Kruč) solo lo hablan sus padres, mientras que en San Felice (Filič) morirá cuando lo hagan sus abuelos.

Molise, ese agujero en la memoria
Romería a la ermita de Santa Lucía. Son tres kilómetros desde Montemitro. Fotografía cortesía de Laura Giorgietta.

Esa y otras «no lenguas» de Italia

Hay que remontarse a finales del siglo XV y principios del XVI para dar con el origen de la minoría lingüística más pequeña de Italia. La presión otomana sobre los Balcanes aumenta y son muchos los que se echan al Adriático huyendo del invasor. Por otra parte, Fernando I de Aragón también reina en Nápoles y le preocupa la devastación en una Molise diezmada por la peste y un terrible terremoto (1456). El cólera tampoco tardará en llegar. Con el fin de repoblar el territorio, se abren primero las puertas a Gjergj Skanderbeg, caudillo de los albaneses, en su huida de los turcos. Le seguirán unos eslavos llegados desde algún punto de la costa dálmata. No sabemos con exactitud cuándo se convirtieron los Barisic en Barsiciano, en Bartolino los Bartulovic, o en Blascetta los Blascevic, entre otros muchos. Lo que sí sabemos es que se desperdigaron hasta por quince de esos pueblos descolgados de las cimas del Molise y que se dedicaron a la ganadería y la agricultura, principalmente al vino y al aceite. Esto tampoco ha cambiado demasiado.

Aquel albanés antiguo (lo llaman arberés) también ha sobrevivido, y no solo en la región sino también en Calabria y Sicilia. En cuanto al eslavo del Molise, el nanaso, ya decía Lorenzo que se reduce a tres pueblos. No se molesten en preguntar por ellos fuera de los Apeninos; recuerden que ni siquiera el Molise acaba de encontrar su hueco en el imaginario italiano. Basta dejarse caer por esa cadena de cientos de librerías por toda la bota que es La Feltrinelli, para comprobar que la sección de lingüística es siempre la peor surtida de entre todas las humanidades. 

«No hay lenguas en Italia, solo dialectos del italiano». Eso también lo hemos oído, y en más de una librería. No hay una sino dos mentiras en esa afirmación. Más que de «dialectos del italiano», los que saben hablan de «variantes de Italia»; no serían «hijas» del italiano tal y como las conocemos, sino «hermanas». Decía Giovan Battista Pellegrini, uno de los grandes lingüistas del novecento, que la distancia entre algunas variantes italianas es aún mayor que la que existe entre el italiano, el francés o el portugués. En cuanto a la otra cuestión, la de las «no lenguas», contamos hasta doce en la bota y sus islas además del italiano: albanés, alemán, griego, sardo, esloveno, francoprovenzal, catalán, friulano, ladino, occitano, francés y, por supuesto, nanaso. 

No fue hasta 1999 cuando Italia, el país con la mayor diversidad lingüística del continente, las reconoció como «minorías lingüísticas» con derecho a ser protegidas. Para entonces, Antonio Sammartino, un hijo de Montemitro, llevaba muchos años recopilando cuentos, canciones y poemas, y trabajando en la primera gramática de nanaso. Que se convirtiera en cónsul honorario de Croacia en 2004 y que la sede fuera su casa a la entrada del pueblo daba una idea del interés que todo aquello despertaba al otro lado del Adriático. También es cierto que el amor se cruzó en su camino, concretamente en Zagreb. 

«Nos conocimos allí, cuando Antonio trabajaba en su diccionario y su gramática del nanaso. Era topógrafo, tenía mucho trabajo, pero aún sacaba tiempo para dedicarlo al estudio de la lengua», recuerda su viuda, Vesna Ljubić, desde la casa que una vez fue consulado. Vesna, hoy ya jubilada, dio clases de croata a los niños de Montemitro durante años y sigue impulsando nuevos proyectos que acercan ambas orillas del Adriático. Lo hace a través de una fundación que persigue la «promoción de la minoría croato-molisana en Europa». Su actividad se articula a través de cursos de lengua croata, publicaciones, exposiciones, festivales culturales y concursos de poesía en nanaso. 

Nos lo cuenta todo tras invitarnos a pasear por las callejuelas de este pueblo en cuesta por las que circulan caprichosas corrientes de aire. Hay nombres de los jóvenes de Montemitro caídos en la Segunda Guerra Mundial grabados en mármol, y esquelas pegadas en las puertas de los que se fueron ayer mismo. Paramos en esos bancos de madera en cuyos bastidores se leen versos en italiano y nanaso, siempre a la sombra de imponentes casonas de piedra. Como la de ese montemitrano que, dice Vesna, convirtió la suya en un pequeño palacio tras encontrar oro en Australia. Todas las calles llevan a todas partes, sobre todo al circulo ricreativo Nas Grad (‘nuestra villa’), que amarra a la comunidad en torno a unas cervezas al atardecer. Sobre un mar de tejas, se ve el Adriático. «Son doscientos kilómetros hasta Croacia», apostilla nuestra guía, rezumando nostalgia por la tierra que dejó atrás hace dos décadas. 

En cierta manera, la lengua se ha convertido en refugio para esta croata. Desde el punto más alto del pueblo, dice que le costó medio año llegar a entender el nanaso sin problemas, que aún encofrada en un armazón de voces romances del sur de Italia, la lengua eslava todavía respira. Los expertos coinciden en que deriva de una variante muy similar a la que se habla en islas y zonas costeras del Adriático croata. La ausencia de préstamos turcos en el nanaso (tampoco en el arberés) lo sitúa ya en un periodo anterior a la llegada de los otomanos a los Balcanes. 

Le enviamos unos poemas en el eslavo del Molise a Marc Casals, un periodista y escritor catalán establecido en Zagreb que también ha traducido la obra de varios autores croatas al castellano. Dice que les pilla el sentido y que entiende más o menos la mitad de las palabras. También le parece muy interesante la fórmula na našo para referirse a lo que hablan en estos pueblos del Molise. 

«En la antigua Yugoslavia, la denominación oficial serbocroata-croataserbio se rompió y ahora la situación es bastante caótica. La gente dice que habla bosnio, croata, montenegrino y serbio pero eso no significa necesariamente que consideren que se trate de lenguas distintas. Una forma de simplificar la situación y ahorrarse problemas consiste en hablar de naš jezik (‘nuestra lengua’) o simplemente naš (‘lo nuestro’). Es decir, igual que los molisanos», apunta el catalán.

Al fin y al cabo, unos y otros son hijos del Adriático, esa lengua de agua salada que Mussolini soñó con reducir a un mar «netamente italiano», pero que es más un río de magma que bebe de la Europa germánica, latina y balcánica. Claudio Magris decía ver en él un «microcosmos»; Robert Kaplan, «el planeta en miniatura». Siempre la idea de que el tamaño del Adriático no hace justicia a sus verdaderas dimensiones. Lo recordamos cuando, desde la barra del bar en el edificio del ayuntamiento de Montemitro, Fabiana Georgietta (una joven molisana eslavófona) asegura sentirse como alguien que tiene un pie en cada orilla. También nos vale.

Molise, ese agujero en la memoria
Señalización bilingüe a la entrada de Montemitro. Fotografía: Karlos Zurutuza.

Vía muerta

A diferencia de Montemitro, en San Felice no hay ni banderas con el damero croata ni rotulación bilingüe. Tampoco resulta difícil constatar que la lengua solo sobrevive entre los más mayores, pero en ningún caso en todos ellos. «De esos ocho abuelos echando la partida en esa mesa solo lo habla uno», nos dicen en el bar Bibaculus, el centro neurálgico del pueblo. También que los jóvenes se van, que no hay mucho que hacer en la comarca, aunque el trabajo no falta ni en el campo ni en el mar. Que hay cosas que mejorar, sí, pero, oye: el clima es bueno y el paisaje precioso, ¿verdad? Que no se pueden quejar.

Los doce kilómetros entre Montremitro y Acquaviva son cuarenta minutos de desafío constante para los bajos del coche y los nervios del conductor. Resulta especialmente crispante porque uno llega ya cansado tras descubrir que la ruta sugerida por el GPS estaba cortada por una valla ya sobre el terreno. «¿Atraer turistas a Molise? ¿Quién quiere pasar sus vacaciones en estas carreteras?». Eso también lo hemos oído. Nicola Neri es uno de los hijos más notables de Acquaviva. Médico, escritor y defensor significado tanto de su microlengua como de la República Napolitana, pagó aquella apuesta con su propia ejecución en 1799. Ahí lo vemos, presidiendo la plaza desde una placa de mármol, sosteniendo un pergamino en el que se lee Nemjote zabit nas lipi jeziki (‘No olvidéis nuestra bella lengua’) junto a su traducción al italiano.

Es un mensaje que sigue sacudiendo conciencias, sobre todo la de Oscar Vette, un funcionario del ayuntamiento quien, a sus treinta y ocho años, es uno de los hablantes más jóvenes de nanaso en Acquaviva. Nos hemos citado en una terraza cerca de la parada del autobús. Se disculpa por el retraso de un cuarto de hora: está trabajando a contrarreloj para presentar dentro de plazo un proyecto de residencia de artistas croatas aquí, en Acquaviva. «Antes teníamos profesores croatas que venían a trabajar en la escuela durante un año, pero aquello se acabó. Ya nadie quiere venir». 

Aunque así fuera, ¿no podría la enseñanza del croata estándar diluir la singularidad del nanaso? Son ya cinco siglos desconectados de la galaxia eslava en una cápsula latina. Oscar reconoce que no es lo ideal, pero dice que a él le ayudó a crear una «base cultural» ya de niño, cuando aún se enseñaba el croata en el colegio. «Hace años, los foráneos que se casaban con alguien del pueblo acababan aprendiendo la lengua, pero ahora ya no. La gente de entre veinte y cuarenta la entiende, pero no la habla. Para los de menos de veinte es casi un eco de otra época», explica, antes de recordar que, en Molise, la hablan poco más de seiscientos. 

Hoy los vuelos low cost desgarran el cielo sobre nuestras cabezas, pero no hace tanto que ese Transiberiano de los Apeninos era una de las únicas opciones de transporte en esta parte de Italia. Hasta en la olvidada Molise se encadenan los cambios como vagones de un tren bala. Atraviesa un planeta cada vez más pequeño y, aun así, se eliminan paradas. También es cierto que no hay asientos para todos.

¿Que si le preocupa a Oscar el futuro del nanaso? Por supuesto. Pero es realista y también honesto. No busca culpables. Al fin y al cabo, son muy pocos, y menos aún los que se interesan por la lengua. Será una muerte natural. «Conservar el recuerdo», dice. Ese es hoy el desafío.

Molise, ese agujero en la memoria
La playa de Térmoli, en la costa del Molise. Por allí llegaron a Italia aquellos eslavos que huían de los otomanos. Fotografía: Karlos Zurutuza.

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