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Flores del desierto: pensar el desierto en la filosofía de Friedrich Nietzsche y Hannah Arendt

Flores del desierto
Un visitante en el desierto del Sáhara. Fotografía: Marco Bottigelli / Getty.

El desierto crece. Se expande en una inmovilidad continua. Leer la existencia del desierto es captar, en su forma de desplegarse, un principio de tensegridad: más allá de lo que nuestra mirada es capaz de atrapar, la estructura del desierto se revela ligera y resistente, una relación de equilibrios en tensión y en compresión que logra un espacio posible y habitable. 

El desierto aparece como una dama desnuda, un cuerpo de arena que suspende nuestra visión y aplaca nuestra (breve) potestad sobre el dominio del mundo. No obstante, si queremos sobrevivir al primer impacto dérmico, debemos transitar hacia la profundidad fascial donde hallar el amor y la miseria, la tragedia y la alegría, la voluntad y la gravedad de un tejido siempre dispuesto a ser herido de forma original: el desierto crece y se expande en el anonimato. 

Como todo movimiento en danza, el desierto busca un tiempo perenne en el que ganar espacio. Organismo en relación celular, en el desierto nada es una parcela, no deja ni un resquicio para definir un límite, dado que el desierto mismo es límite y posibilidad (ni siquiera un mapa colonial trazado bajo escuadra y cartabón, sería capaz de hacer efectiva una frontera lineal). Naturaleza extrema, el desierto escapa a la posesión. Reacio a la fijación, muda de piel cuando el viento azuza y, de forma inesperada, su transfiguración es una oportunidad para la (des)orientación: el desierto es siempre un paisaje alter-ado. Siempre otro, donde lo Otro es un espejismo de uno mismo, donde lo Otro es vacío de lo siempre lleno. Definido en un juego de contraposiciones, el desierto nos revela la encrucijada entre el ser y el no ser: Parménides nunca estuvo en el desierto y Heráclito estaba hecho de arena y viento. 

La filosofía del desierto es de escritura transitoria; cuando se ha escrito apenas una línea, la primera palabra ya ha encontrado su camino en el aire y descansan sus granos sobre una duna lejana. La crónica efímera a la que tarde o temprano nos somete la naturaleza desértica, termina por imbuirnos del síndrome del eterno retornado. Dice la socióloga Gilda Waldman (2009) que «el desierto es el hueco donde la vida opera en ausencia: ir hacia él siempre es a costa de no regresar». Tomado como principio de movimiento de profetas y visionarios, su cadencia es el de un viaje incierto, pero con una dirección, un horizonte en el que escribir la cosmogonía de nuestra bondad y de nuestra maldad o —siendo sintéticos a posteriori—, de nuestros pecados más humanos. 

Todo profeta es un extranjero en tránsito, una alteración de la visión, un palimpsesto geodinámico. En detalle, el profeta es un léxico que se construye y se destruye, se escribe y se borra y con ello, atraviesa la percepción sensible de una geografía desértica. Al mirar atrás solo podrá ver que, a su paso, ha dejado un surco para todos los tiempos venideros. El profeta es una falla en el desierto: el bien y el mal afloran como advertencias sísmicas. Igual que la geología es una filología de la Tierra (Bjornerud, 2018), una lectura acurada, paciente y sensible a las «etimologías del mundo» (íbid.), la filosofía es una desiertología del conocimiento: los hechos relucen por las sombras que descubre. Y de forma delicada y consistente, la ciencia del desierto se mueve entre la fina línea que separa la luz de la umbría. Así es la verdad de la desiertología: línea curva que solo reconoce la redondez del horizonte siempre preñado. 

El desierto es tentación. Tres tentaciones, tres espejismos que azuzan a un Jesús que todavía no es Cristo o que está en camino de serlo (Steiner, 2013 [1911]). La soledad es seductora, un imán para quienes se saben en tránsito y un lastre para quienes se aferran a la tierra hasta perder las uñas. Jesús va en busca de la tentación; su atrevimiento es esperar al enemigo desprovisto de escudo y de espada. El precio por esta idiotez, sugiere Nietzsche, es su sacrificio en vano. Errante de cuarenta días con sus cuarenta noches, límite visceral para sostener el hambre y la sed, límite también para devenir geólogo-animista: al no ver lo mismo que los demás, está preparado para conversar con el canto mudo del desierto. 

Laurence Raineau (2020) dice «allí donde yo veía a unos geólogos que observaban los paisajes, montañas y piedras, esos geólogos miraban plegamientos, buzamientos, estratificación y forma de fragmentación de una roca». De igual modo, allí donde Jesús parece un renunciante y un prófugo del mundo, este hombre, hijo de mujer, encuentra el poder estable de la voluntad del silencio que golpea (tres veces) al enemigo íntimo. Las sirenas de Ulises conocían muy bien este don. Así lo narra Franz Kafka en El silencio de las sirenas (1981). A pesar de que Ulises encera sus oídos y se hace atar al mástil para resistir el canto de las sirenas, estas, a su paso, deciden mantener voto de silencio. Peligroso es el silencio cuando todo alrededor es canto.

En el desierto la sinfonía de silencios es arrebatadora. El silencio es un abismo, un espacio agreste del que parten y retornan todos los sentidos posibles. Mirar a alguien en silencio, mirar con ojos de desierto, es devolverle el límite de su sentido de existencia. El desierto mira con los ojos de Medusa y desplazarse por el filo peligroso del sentido puede llegar a petrificar. 

Dice Nietzsche (2014 [1883]), por boca de Zaratustra: «El desierto crece, ¡ay del que alberga desiertos!». Pero hemos adquirido la ciudadanía desértica, somos habitantes del desierto desde el instante en el que renunciamos a los grandes significados, desde el momento en el que enterramos a Dios y de su sepultura nació una flor humana dislocada y ausente. Dios muere en el corazón desierto, y en el desierto nace el camello, último hombre, decadencia humana, que alberga toda transmutación posible, la del león, espíritu libre, señor del desierto. El desierto: nihilismo. Cierto, el desierto es también un destierro, un exilio, una intemperie. Pero la vida es también posible cuando lo que hay es la nada y para ello, asumir la soledad opuesta a la plaza pública, al ágora, en suma, a la vida política, se convierte en premisa del vitalismo. 

Sin embargo, afirmar la nada, como oposición radical al sentido, no deja de ser otra forma de decadencia. El desierto circunda un límite, pues habitar la nada permite calibrar la fuerza de la voluntad: ¿hasta qué punto podemos vivir sin sentido? ¿hasta qué punto podemos aceptar la nada como hogar? Vivir «más allá del bien y del mal» es en todo caso vivir acorde a una moral absoluta. Este es el nihilismo integral que tiene cabida en el desierto de Nietzsche, y que solo el niño o el filósofo artista será capaz de superar. 

De la voluntad del desierto, del nihil, a la voluntad de poder donde crear sentidos, fruto de la imaginación, de la fantasía que se descubre en un juego de ruptura y creación. La inocencia del niño nada tiene que ver con la prístina creencia del origen, sino en la fe genuina de que no hay un origen verdadero. Zaratustra, profeta de profetas, ha surcado todos los rostros del nihilismo: moralista, inventor del bien y del mal, sabio, creador de Verdades (en mayúscula), i. e., nihilista decadente, pero también, hombre sacudido por el viento, sensibilizado por la soledad del desierto, amante de la nada, descubre el nihilismo futuro y de él, ama su ligereza . En suma, Zaratustra-niño ya no ama, solo quiere. 

En el desierto ocurre la verdad: Jesús ante sus demonios viscerales, Zaratustra ante la oquedad del vacío. Cómo lo habitamos sin convertir en desierto la propia vida, marca el pulso hacia Jesús-Cristo y hacia Zaratustra-niño. Pero la verdad, paradójicamente, si bien deviene en el desierto, le resulta insuficiente para ser retenida: la verdad necesita de un medio tenaz y sólido para atrapar su propio espejismo. 

A Moisés los mandamientos no le son entregados sobre la arena del desierto, son impresos por el fulgor de Dios en la dureza y la estabilidad de la piedra. Arriba, en lo alto del monte Sinaí, se labra la ley sobre superficie sólida, sobre el tiempo geológico de la piedra: la eternidad solo puede sellar su alianza sobre los vestigios de un pasado sedimentado. Como atestigua Olivier Remaud (2023), filósofo y caminante a partes iguales (peripatético en su totalidad), «las piedras no son “sustantivos” sino “verbos”». Las tablas de la ley no son sino piedra hecha verbo. La roca habla y cuando nuestro oído es permeable a su sonoridad telúrica, solo somos capaces de escuchar el estruendo del orden oculto que la naturaleza (sive Deus) dispone en nosotros: los mandamientos son una vocación a la vida en común y a la renuncia inapelable de la transgresión que impide los lazos. La roca siempre «señala una dinámica mayor que sí misma» (ibid.) y captar su léxico es lo que nos lleva a conversar con los vestigios de la humanidad. 

Montaña como fijación monoteísta, roca como indicio atávico y lingüístico de nuestro presente. El desierto extendido en su sinuoso arenal está dispuesto y se dispone a sí mismo como hábitat del politeísmo: dioses artrópodos, diablos espinosos, ángeles de cascabel. Pero en este Olimpo desértico, ningún dios pende de un hilo. La fauna del desierto no huye de las temperaturas extremas, ni abre galerías para esconderse, tampoco evita el mediodía… este es su reino, que habita en ellos y hace de y con ellos veneno, púas, reservas de grasa, jorobas abultadas. El desierto ama quien es desierto. 

Leer la arena es mucho más complejo que leer la roca: siempre el arenal se nos antojará como la alteridad extrema. Mientras Moisés es alcanzado por la dureza de la verdad, en las alturas agrestes, único espacio común entre hombres y dioses; el pueblo escogido y liberado se ha vuelto libertino y ha enloquecido en las bajas latitudes. Es en el desierto donde los hombres y las mujeres buscan exhaustos y ardientes la primigenia unidad perdida. La arena, sustrato libre de anclajes, hace de los cuerpos carne y sangre, rojiza y candente. Esta es la verdad del pueblo: su reino es de piel y deseo, de oro fundido y algarabía de voces; la arena es testigo y parte de su idolatría, tan humana y solo humana. El becerro de oro es hijo del desierto, las tablas de la ley, hijas de la montaña. Dios desciende al desierto solo para negarlo y, paradójicamente, es tan omnipresente como el desierto, tan infinito como sus infinitas tardes terrosas (Letelier, 1998). 

Pero el verdadero riesgo de amar el desierto —de devenir veneno, púa, reserva de grasa y joroba abultada— es, dice Hannah Arendt, que amándolo nos perdamos en él. Los ecos del éxodo judío, analogía del pueblo-desierto, están presentes en la tesis de Arendt. No obstante, matiza: estar condenados a vagar por el desierto no supone que nos convirtamos en sus habitantes. Así, la lectura nietzscheana del desierto es la de una humanidad entregada al desierto, un hacerse extensión desértica que arrebata la posibilidad de deshabitarnos del desierto. El reclamo de Arendt es des-corporeizarse del desierto como fuerza de posibilidad para la vida política, pues in-corporar el desierto es la mayor oposición para ello.

Los totalitarismos acechan al igual que las tormentas de arena, con la misma brusquedad, con el mismo arrebato contenido en el tiempo, intempestivo en el presente. Esta desertificación, «amenaza total y totalitaria» (Arendt, 2018 [1950-1973]) es propia del Estado que carece de la fuerza del pueblo. Su falta de vinculación y la idea radical de la pertenencia en el vacío (todos somos nada), que asienta un principio de igualdad débil y fragmentario, es para Arendt «el espacio del desierto» (íbid.) 

El desierto no es sinónimo de destrucción, pues de ello todavía se puede renacer. Que el desierto crezca significa para Arendt la constante y progresiva desertificación de los espacios relacionales, de aquellos lugares de vinculación que permiten el crecimiento de un terreno político. La tiranía, como la arena, termina por cubrirlo todo a un ritmo silencioso, y muy pronto los ojos se nublan y se cierran sin esfuerzo bajo su efecto anestésico. Vivir en el desierto es adquirir como máxima la ausencia total de resistencia ante la tiranía. 

Pero en toda tierra yerma y árida, el oasis posee el poder de la esperanza. «Los oasis —dice Arendt— se secarán si no los mantenemos intactos, y ellos no son meros lugares de “relax” sino las fuentes dispensadoras de vida que nos permiten vivir en el desierto sin reconciliarnos con él». Cultivar el jardín en el desierto, cultivar la mirada despierta ante la somnolencia; en suma, invocar el vínculo humano como forma de revertir la despolitización de los espacios públicos. 

De nuevo, la paradoja: solo podemos alcanzar el oasis cuando sentimos el desierto. Sentir, sufrir el desierto, incomodarse en su presencia árida, calibrar su peso espeso sobre el cuerpo es lo que nos sensibiliza al mismo y lo que nos lleva a presentir el oasis. Para Arendt, el oasis crece en medio del desierto.

Edward Abbey (1968) constató que «el paraíso no tiene por qué ser un jardín». Sería justo pensar que el desierto no tiene por qué ser un infierno. El desierto pone a prueba nuestras resistencias, nuestros fantasmas afloran y nos pellizcan allí donde más fina es la piel. El desierto vaticina nuestra relación entrópica en este mundo (de entre todo los posibles): nos empujamos, nos tensionamos, también nos amamos entre tanto gentío, a veces logramos querer, rechazamos, desistimos y volvemos al trance del devenir, negamos lo antes afirmado, morimos en un instante que no tiene cabida en el universo, amontonamos partículas atómicas que luego se deslizan entre los dedos, hacemos de una palabra, epopeya, y de un grano de arena, de uno solo, el hogar que nos sostiene; somos un ecosistema complejo de gravedades. Este desorden, que hierve en un movimiento tan ordenado como imperceptible, es el desierto en expansión entrópica: siempre su danza será anárquica, siempre su posibilidad para la vida estará abierta. En el desierto, las flores son un augurio del presente. 

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3 Comentarios

  1. Rosa Irma Ruiz Alvarez

    Un muy interesante, profundo y esperanzador artículo.Me encanta.

  2. Florencia Garrido Larreguy

    ¡Un placer de lectura! ¡Excelentes reflexiones y relaciones!

  3. E.Roberto

    ¡Qué magnífico texto, señora! La prosa se confunde con el objeto narrado, se desliza diría siempre hacia abajo, empujado por los caprichos atmoféricos de lectura, a lo profundo para luego levantarse y alimentar una nueva duna, errabunda como nosotros que también de arenas móviles solitarias estamos hechos. Y pensar que los vientos estacionales transportan sobre el mar esos granos vitales para la vida en las selvas de la Amazonia. Una lectura inolvidable. Muchas gracias.

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