
Uno de los comienzos de libro más citados (después del lugar de cuyo nombre no queremos acordarnos, y del recuerdo de Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento) es el de Ana Karenina, esa sentencia archiconocida que reza: «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera».
La aguda observación de una verdad así de universal y eterna al inicio es, quizá, la causa del eclipse de esta otra, expresada por boca de príncipe Esteban Arkadievich Oblonsky —Stiva para los amigos— en su primera aportación extensa (la primera, propiamente dicha, es un lamento resumido en tres «¡Ay!») tras escapar de la placidez del sueño:
No, no me perdonará. ¡Y lo malo es que yo tengo la culpa de todo. La culpa es mía, y, sin embargo, no soy culpable. Eso es lo terrible del caso!
En su magistral manejo para distribuir la información, Tolstói nos había contado en los pocos párrafos previos a este que Stiva le ha sido infiel a su esposa Dolly con la institutriz francesa, que Dolly lo descubre y ello provoca que no quiera seguir conviviendo con él. Pero ninguna de estas circunstancias son la causa de la culpa de Oblonsky. Es otra cosa, casi más universal que la familia:
Le había sucedido lo que a toda persona sorprendida en una situación demasiado vergonzosa: no supo adaptar su aspecto a la situación en la que se encontraba.
Esteban Arkadievich, al ser descubierto, había hecho «una cosa ajena a su voluntad», lo único no esperable ni, por tanto, deseable.
Esteban Arkadievich había sonreído y «aquella necia sonrisa era imperdonable».
Esteban Arkadievich sentía vergüenza traducida en culpa.
En la última novela publicada en vida de Tolstói, Resurrección, la culpa reaparece en calidad de personaje protagonista.
El —también príncipe— Dmitri Ivánovich Nejliúdov es convocado como jurado popular al encausamiento de Ekaterina Máslova, prostituta inculpada por el asesinato de un hombre que había contratado sus servicios el mismo día en que le fue suministrado veneno. Máslova, además de ser declarada culpable, fue la joven a la cual Nejliúdov dejase embarazada antes de partir, sin mirar atrás, para gozar de la buena vida reservada a los hombres nobles (nobles por estatus más que por definición moral, se entiende). De tal modo que, a lo largo de la historia, la culpa y la culpabilidad se trenzan aquí con la vergüenza, con el aburrimiento (de ella, después de haber rozado con los dedos la vida prometida y no dada por el hombre) y con la incomodidad (de él, al responsabilizarse, hasta rozar lo patológico, de la suerte corrida por la mujer).
Nejliúdov no ve a Máslova, sino a una versión pasada e inconsciente de sí mismo que le provoca aversión.
Nejliúdov es incapaz de afrontar la vergüenza, no la derivada de sus actos, sino la de segunda mano —que comúnmente llamamos «vergüenza ajena»— al verse sorprendido frente al espejo de Máslova. La traduce en culpa, donde sí están permitidos los visos heroicos con los que quiere coincidir y es posible la redención.
Nejliúdov es todo culpa, y experimenta un cierto placer, una autocomplacencia autoindulgente, por ser su culpa encarnada y noble a sus ojos.
También en el Génesis Adán y Eva se cubrieron «sus vergüenzas» con hojas de higuera después de comer el fruto del árbol prohibido, antes de que Dios volcase su ira sobre ellos.
Traigo todo esto a colación del artículo de Pablo Mula Buitrago, “Sobre la práctica del culpar”, que, si bien pone sobre la mesa interesantes cuestiones teoréticas, considero que puede redundar en el encorsetamiento al que la culpa lleva siendo sometida desde que su nombre es el que es.
Porque, ¿qué es la culpa?
Para empezar, la raíz etimológica es ilocalizable. Sí sabemos que salió en las Instituciones del jurista romano, del siglo II d.C., Gayo. Allí se utilizó la designación de «culpa» y «dolo» para establecer las diferencias de un acto, cometido en perjuicio de otra persona, según la intencionalidad del acusado. Tuvo, por tanto, un carácter relacional enmarcado en el derecho desde el origen, y, en dicho sentido, se entiende que todavía en el presente sea común equiparar toda manifestación de culpa con el encausamiento.
Pero sigamos.
Resulta que este texto, el de Gayo, se daba por perdido allende las referencias que Justiniano tomó prestadas para su Corpus Iuris Civilis, hasta que, en 1816, el historiador Barthold Georg Niebuhr se encontró con una copia de él en la biblioteca de la Catedral de Verona. Ahora viene lo bonito: el tratado perdido apareció en forma de palimpsesto, es decir, en un pergamino raspado para ser reutilizado. Y ¿qué había escrito encima de las Instituciones de Gayo? Un texto del siglo IV con comentarios bíblicos de Eusebio Hierónimo —san Jerónimo para los católicos—, padre de la iglesia y de la Vulgata, que es como se conoce a la traducción al latín del Antiguo Testamento (antes escrito en hebreo) y del Nuevo Testamento (antes en griego).
A la Vulgata y a Eusebio Hierónimo le debemos que el conglomerado de expresiones hebreas y griegas para referir a la responsabilidad, al error, a la iniquidad, al tropiezo, a la deuda moral, a cualquier falla abierta con Dios que activase la necesidad de expiación, cayese bajo el peso del pecado y, sobre todo, de la culpa, porque puede haber culpa sin pecado, pero no a la inversa.
Esto es importante en tanto que funda un contraste esencial con el uso de términos similares en el resto de las religiones paganas u orientales, a saber: la visión del errar como responsabilidad que empieza y acaba en el individuo, que afecta directa y exclusivamente a su destino, en contraposición, por ejemplo, a la idea de la armonía cósmica con el Tao.
Ha llovido mucho desde el siglo IV d.C., pero en eso no hemos cambiado casi nada, quizá porque ni la secularización, ni las Reformas y Contrarreformas, ni los Concilios ni las Modernidades han sido capaces de proponer otro modelo que nos saque del individualismo. O porque uno de los motores del capitalismo es el de generar procesos de culpa que se mitigan con un placer consumista que, a su vez, genera otras culpas para las cuales hay otros placeres asequibles a través del consumo, que generan… etcétera. O puede que se deba a la naturalización del golpe de pecho seguido del «por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa» a través de Freud, del resto de corrientes psicológicas y existencialistas, quienes ofrecieron explicación tanto al tormento sin cura de Lutero como a la «felix culpa!» de Agustín de Hipona, señalando que se trata de una emoción moral capaz de transmutar en sentimiento.
He aquí la respuesta planteada cinco párrafos atrás: la culpa es, en este lado del mundo, en este tiempo y en este contexto, una emoción moral y un sentimiento. Otra cosa es la culpabilidad jurídica, no en todos los casos equivalente a lo anterior, aunque en todos hizo falta que se diese la norma moral que rige las culpas antes de pasar a ser regularizadas como leyes codificadas. La diferencia podría resumirse, como todo, con un caso extremo: el testimonio de Otto Adolf Eichmann ante un tribunal recogido por Hannah Arendt en el segundo capítulo de Eichmann en Jerusalén, donde aquel se declaró «inocente, en el sentido en que se formula la acusación», lo que llevó a Arendt a lamentarse (con razón) de que nadie, en el juicio «más largo de que se tiene noticia», le preguntase «en qué sentido se creía culpable». De esto, sin embargo, no hablaremos hoy.
Una emoción moral y/o un sentimiento, pues. Y, en cuanto tal, está religada a un amplio abanico de otras emociones y sentimientos que traemos de serie o con los que hemos aprendido a desenvolvernos por el mundo (según el enfoque que cada cual guste), pero algo en sí misma, al igual que la euforia no es idéntica con, ni intercambiable por, la felicidad, la pasión con el amor, o el miedo con la ira.
La siguiente pregunta sería, entonces, ¿por qué lo que orbita en torno a la culpa tiende a ser aplacado y reducido a la mínima expresión, sea en la Vulgata, en la tradición judeocristiana, en el artículo de Mula Buitrago o por todos aquellos (filósofos o no) que pasan de puntillas sobre ella?
Esta incógnita es fácil de despejar y estoy segura de que ustedes ya lo han hecho.
Respuesta: porque es incómoda.
Porque suele surgir siempre acompañada de lo que se debe hacer.
Porque remueve interiormente y, a menudo, empuja a un movimiento externo que suma otra nueva incomodidad.
Porque, como vio Sartre en su texto “El existencialismo es un humanismo”,
Si (…) Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta. Así, no tenemos ni detrás ni delante de nosotros, en el dominio luminoso de los valores, justificaciones o excusas. Estamos solos, sin excusas.
Dicho de otro modo, que una vez acorralados en el banquillo la religión y Dios, parece quedar poco margen para obtener alivio (alivio, ojo, que no perdón, porque si en algo coincido de pleno con Pablo Mula es en su anotación final).
Porque preferiríamos, en fin, que no existiese.
Pero lo hace.
Nos guste o no, ha quedado en herencia cultural sin tener ya otro parentesco con la fe que la función social cumplida: por un lado, el control y, por el otro, la individualidad en contacto con la otredad.
(La ausencia de) Lo segundo creo que puede explicarse bien con otro ejemplo universal: todos hemos sido y todos hemos visto a un niño o una niña antes de adquirir consciencia de sí, cuando todavía no es «yo», sino «el nene» o «la nena» (hay adultos que no salen de esta fase y siguen el resto de sus vidas hablando de sí mismos en tercera persona del singular), esa máquina de culpar incluso si ha sido su propia voluntad de mover el cuello de adelante a atrás lo que termina provocando el cabezazo a la silla. La culpa será de la silla, de alguien que pasaba por allí, de un ruido, de una mosca, de un peluche, de todo menos de ese ser que no se sabe siendo y, aun así, es individualidad soberana.
Aquí, por supuesto, se cumple la predicción del colega Mula Buitrago en la cadena ira→culpabilización, pero ello no es sino otro síntoma de una sociedad, la nuestra, que está de regreso a lo que Kant llamó «autoculpable minoría de edad» (quizá porque la «Ilustración» tampoco fue suficiente para sacarnos de ahí y nunca llegamos a abandonar esa cueva). Peor aún: que estamos ahí de manera reprimida al no reconocer la cara útil de la culpa; útil e inevitable, tanto más arraigada cuanto más ignorada. Lévinas lo expresa con una metáfora bastante bella en De otro modo que ser o más allá de la esencia: «La irremisible culpabilidad a la vista del prójimo es como la túnica de Neso de mi piel». Y Jaspers nos completa la idea en el segundo tomo de su Filosofía:
en mi situación cargo yo con la responsabilidad de lo que acontezca por no haber intervenido; si yo puedo hacer algo y no lo hago, yo soy culpable de las consecuencias de mi abstención: así, pues, actúe o no, ambas conductas tienen consecuencias; en todos los casos incurro irremediablemente en la culpa.
Puede resultar horrible de primeras, pero de segundas, y de terceras, y hasta de cuartas, esta conciencia de la culpa es una apertura al autoconocimiento, al reconocimiento del lugar que cada cual ocupa en el mundo, a lo mismo, desde un prisma de reconciliación, con los demás… Es, dicho de forma muy sucinta, una invitación al examen de conciencia y al diálogo, a aceptar la finitud y la falibilidad como parte constituyente del ser humano (que lo es) sin que ello estribe por necesidad en condena, inmovilismo, irresponsabilidad, nulidad o ira. Ha habido no pocos filósofos (desde la aristotélica «Μεταμελεια» [traducido como arrepentimiento, remordimiento] hasta Arendt, Zambrano, Weil, pasando por Nietzsche, Kierkegaard, Camus, Ricoeur, Lévinas…) que han señalado lo fructífero —moral y metafísicamente— de este peaje doloroso en relación con la libertad individual. Pero lo negamos. Preferiríamos que no existiera.
Lo que sucede a continuación es la consecuencia lógica: que la balanza se desequilibra hacia el lado del control, aquel harto analizado por Foucault y Nietzsche.
Escribe Pablo Mula en su artículo que
En las terapias sobre adicciones o problemas psicológicos podemos entender fácilmente que se suspende el juicio (y antes que el juicio, la ira) porque se reconoce al sufriente como perjudicialmente condicionado, buscándose nuevos condicionamientos (como podrían ser nuevos entendimientos sobre el mundo o sí mismo) que incidan positivamente en su comportamiento, mejorando, precisamente, sus condiciones de vida. En terapia no se culpa porque se comprende y, sobre todo, ya no vale para nada.
Nada que objetar. Al contrario. De hecho, en el citado párrafo se describe, además de la base de acción terapéutica, el modus operandi de los actuales líderes (políticos o de manadas virtuales) de corte anarcocapitalista, neoliberal y demás corrientes libertarias y reaccionarias: suspensión del juicio tras haber recogido el (reprimido) sentimiento de culpabilidad de sus potenciales seguidores, investirlo de consecuencias puramente externas y ajenas, dar otro mapa de condicionamiento según el cual sus circunstancias vitales mejoren… Las promesas las conocemos todos: que ganarán en confianza, en esperanza, en bienes materiales; que serán más ricos, más fuertes, más dignos de admiración; que estarán más cercanos a ese ser que tienen constreñido porque el sistema actual, la sociedad, no permite que aflore; que serán, y serán libres.
En el populismo, el dogmatismo y la demagogia se dispensa la misma receta de la cita anterior: «aquí te liberaremos de toda culpa; aquí eres comprendido».
Y es incluso más efectiva que la de la terapia psicológica, porque, mientras del psicólogo se puede dudar sobre cuánto practica lo predicado dentro de su vida privada (por tanto, si lo enseñado es viable y deseable), en estos casos los líderes políticos y/o virtuales están siempre expuestos, ofrecen un modelo —aparentemente— fidedigno y firme del vivir sin culpas, satisfactorio y exitoso. Se convierte en algo que está por encima del bien y del mal, de lo deseable mismo: se vuelve remedio salvífico.
Lo que demuestran quienes así seducen a las masas, más que comprensión hacia las condiciones particulares de los individuos, es un vasto conocimiento de lo operante bajo la culpa que les permite manejar —con bastante eficacia, se ha de decir— los ánimos y anhelos de sus hinchas. Han de saber, por ejemplo, que toda culpa emerge de un dolor, del hueco que se abre entre la expectativa y el resultado de lo que podría haber sido distinto; que es en ese hueco, margen de la conciencia ensanchándose, por donde cuela bien una diatriba contraria a la tendencia general, contradiciendo al supuesto curso determinado de la historia, tanto de la particular como de la colectiva. Saben de sobra que el odio y la ira unen (como también señaló muy acertadamente Mula Buitrago); que no hay medio más poderoso para prender esa mecha que acuciar todas las emociones y sentimientos evaluados en términos negativos relacionados con la culpa para, acto seguido, expiarlos diciendo que no han sido responsables, que no hay nada por lo que arrepentirse, que todo estará bien si le reembolsan al prójimo aquello sufrido en sus carnes.
Algunos de los ítems a devolver son los siguientes:
La vergüenza, como ya fue mencionado, con especial hincapié en lo que afecta a la «intimidad», es decir, a lo sexual, a lo identitario.
El miedo al castigo impuesto por otros, por el universo (por el karma fatal entendido), al autoinfligido.
El miedo al sufrimiento, a ser descubiertos, a no obtener el perdón o, todavía peor, a quedar privados de la imagen complacida y complaciente que queremos ver de nosotros al mirarnos en el espejo, al cerrar los ojos por las noches, al vernos siendo percibidos por los demás.
El asco, primo hermano de la vergüenza moral y del miedo, padre putativo del desprecio.
El autodesprecio.
La ignorancia.
La envidia.
La impotencia, término —como tantos— secuestrado por la falocracia, y, sí, aplicable también aquí, vinculado a la sensación generalizada de impotencia moral, o frustración, al pensar que podríamos haber procedido de x forma y no lo hicimos, al descubrir que no podíamos desempeñar ese algo de lo que nos creíamos capaces, o todo lo contrario, que hicimos lo impensable para nosotros (de esta impotencia derivada en culpa ha surgido toda la literatura de los viajes en el tiempo y gran parte de la ciencia ficción en general).
La tristeza de no ser correspondidos, o de no corresponder con los sentimientos que se esperan en determinada circunstancia.
La angustia que embarga a los supervivientes de un accidente, de una catástrofe, de una tragedia.
Incluso la tranquilidad y la bonanza pueden provocar culpa. A la «Escandiculpa» (traducción de la «scan guilt» acuñada por la investigadora y profesora de literatura Elisabeth Oxfeldt) me remito, que es, a grandes rasgos, desasosiego por saberse privilegiado frente al reflejo de los otros lugares que tienen todo en falta.
Claro que habrá quienes ridiculicen esto, porque el «malismo» (observado y transmitido a las mil maravillas por Mauro Entrialgo en su libro así titulado, Malismo) y la actitud cínica («quien esté libre de pecado…») imperan en nuestros días. Y porque no parece que dicho desasosiego y sentimiento de culpa produzcan un cambio efectivo. Pero, más allá de la burla y el pesimismo, da para pensar en cuánto han cambiado los parámetros de esta sociedad y en cuán poco tiempo. Pensemos, por ejemplo, en que hace una o dos generaciones había madres tirando de un argumento similar para que su retoño —con el hocico apretado y el almuerzo intacto— comiese «por los niños de África, que no tienen qué comer»; aquellos niños/as con alimentos sobre la mesa son hoy adultos que, igual que entonces, igual que la diputada Andrea Fabra en el Congreso al anunciarse los recortes a las prestaciones por desempleo, quedan satisfechos al esgrimir un «que se jodan» a boca llena ante todo lo que le resulte ajeno.
En lo que a este artículo respecta, no habrá propuesta de soluciones posibles, ni sentencias sobre qué habríamos de hacer con un tema tan personal y colectivo como el de la culpa. Baste por hoy con señalar que, mientras seguimos negando la utilidad de dicha emoción/sentimiento en pos de eludir el examen de conciencia particular, hay quienes se están sirviendo de ello para configurar una visión coercitiva de la realidad y la libertad, alucinada y mediatizada por la nostalgia edénica; perpetuando las mismas culpas sobre los mismos/as con idénticas estrategias de control que antaño (y no tan antaño) ejercitaron religiones y regímenes políticos.
Eso, y que únicamente los dioses, los psicópatas y los narcisistas, pueden culpar desde la ira sin sentir nunca la culpa por dentro, porque solo tienen ojos para sí mismos, sintiéndose invulnerables frente a la mirada de los demás.
A buen seguro no es el único, pero el gran punto ciego que sospechaba en mi visión de la práctica del culpar es, precisamente, la autoinculpación. Y tengo la impresión de que la autora de este artículo lo ha detectado con gran agudeza.
Aquí ya no se habla tanto de la práctica del culpar como del sentimiento de culpa, esa túnica de Neso, tema si cabe más desbordante que el anterior, como estupendamente se ilustra aquí en la conciencia de los personajes de Tolstoi. El sentimiento de culpa resulta un tema endiablado, lleno de aristas, de emociones mixtificadas, callejones sin salida, autocomplacencia y hasta autoengaño.
Sin embargo, traerlo a colación es un tremendo acierto porque es la conciencia individual el lugar privilegiado donde se fusiona la práctica del culpar y el sentimiento de culpa. Es en esa unión donde la complejidad de esta problemática crece más si cabe.
Por otro lado, los réditos políticos que se pueden obtener de despojar a los seguidores de esa túnica envenenada también parecen fuera de discusión. Abundan ejemplos para satisfacer cualquier orientación.
También he recordado, a raíz de la visión clásica romana de la culpa, lo que le decía el padre, psiquiatra, a un gran amigo, su hijo: «las culpas, para el juez».
En definitiva, y no me enrollo más, he disfrutado mucho esta lectura que mezcla un tema clave con la generosidad en ejemplos y citas de toda clase. Con ello me parece que ha conseguido ahondar en su aspecto problemático, lo que para muchos es uno de las grandes virtudes filosóficas. Invita a seguir reflexionando sobre la oportunidad de esta práctica. Mis felicitaciones a la autora.
Muchas gracias, Pablo, por tu generosidad al escribir tu artículo «Sobre la práctica del culpar», y por hacerla extensiva a la lectura del, y comentario al, mío.
Me alegra haber sido capaz de transmitir lo que estaba a la base de este texto mientras lo redactaba: que no son posturas contrapuestas, sino complementarias.
Sin duda, es un tema que se presta a muchas reflexiones desde múltiples puntos de vista (tanto más necesario de sacar a la palestra en estos tiempos, donde hay tanto «hater» de la culpa abogando por negar la mayor) y no es para nada sencillo abordarlo en un artículo. Así que aplaudo y te agradezco, de nuevo, que abrieses este melón apostando por la profundidad filosófica, lo cual me ha permitido replantearme el asunto no «pensando en contra de», sino en conversación con tu trabajado pensamiento.
Felicitaciones también para ti.
Seguimos leyéndonos.
Alucinante que un autor comentado felicite al autor (más si es autora) de quiene, a su vez, le comenta… aún queda un lugar (puede que muy pequeño) para la esperanza… y no la aguirre precisamente)…
Por lo demás me siento culpable de haber leído el artículo con cierto sentimiento de»buscarle las cosquillas» , a un tema tan complejo y provocador de culpabilidades varias… sobre todo si son ajenas.
Aún así, afirmo que este sentimiento de ser culpable, es un injerto casi «genético» (heredable en cierto modo) hecho por la sociedad adulta dominante (SAD) en la mente de las crías humanas… sobre todo para evitar que reconozcamos a Eva , como la primera mujer capaz de autoproclamarse dueña de si misma… antes de autoasumir luego su falsa culpabilidad (en nombre de las futuras mujeres).
Muchas gracias por tu lectura (buscarle las cosquillas a los artículos es un modo fantástico de leerlos, implica participación, y eso es algo digno de celebrar, siempre) y por tu comentario, Xaquín.
Coincido del todo con tu primera apreciación.
Sobre la falsa culpabilidad y sus efectos hay unos párrafos buenísimos, muy esclarecedores, en el último tercio del libro de Arendt, Eichmann en Jerusalén. Y casi igual o más interesante es lo que mencionas sobre la autoasunción de la falsa culpabilidad de Eva, transmitida en herencia al común de las mujeres, como mínimo en Occidente. Es un tema que se me iba apareciendo cada dos por tres mientras escribía este artículo, pero que daría para otro dedicado solamente a ello. Tal vez lo haga en el futuro.
De nuevo, muchas gracias.
Terminamos el año con el bombero torero: «Sobre el canon de Morgan: me parece muy pertinente en muchos contextos, aunque cada vez menos por los descubrimientos recientes sobre la inteligencia animal. Pero no entraré ahí.»
¿Cuáles son esos “descubrimientos recientes”? ¿Tienen que ver acaso con el “diseño inteligente”?
No permitáis que las ciencias experimentales os vayan a arruinar una teoría. Faltaría más.
Esos científicos… qué pesados. ¿Quiénes se creerán que son?
Comenzamos el año con charlotada: “Eso, y que únicamente los dioses, los psicópatas y los narcisistas, pueden culpar desde la ira sin sentir nunca la culpa por dentro, porque solo tienen ojos para sí mismos, sintiéndose invulnerables frente a la mirada de los demás.”
¿Cómo sabe quien escribe eso? Siendo una diosa, una psicópata o una narcisista.
Los dioses no existen. Así que cualquiera de las otras dos opciones me cuadran más. Tal vez las dos.
En otro caso, más vale indicar el estudio científico que lo avale.
Os está quedando la hoja muy parroquial.
Caballero, ¿no fue usted el mismo que se quejaba, en un artículo escrito también por mí, de que apareciesen «un buen montón de citas» y bibliografía porque «un filósofo no necesita de esos anclajes»? Deduzco que me pide el estudio científico que avale lo que digo (tras la pueril jugada del «rebota, rebota»; bajo la «amenaza» falaz del: si no haces tal -lo que yo digo-, entonces eres cual -lo que ya he dicho que eres-) porque usted reparte todos los carnets habidos y por haber, dejándome fuera de la categoría de filósofa, pero siempre dentro (a mí, a otros tantos colegas que publican en Jot Down) de cualquier otra categoría que implique una faltada tan gratuita como la bilis que no se cansa de soltar en busca de una reacción.
Por mi parte, descanse. No me ofende y no tengo interés alguno en conversar con quien solo comenta ladrando. Sepa, pues, que esta es la primera y última vez que va a recibir una respuesta mía.
Y acépteme el consejo de hacer un mejor uso a su tiempo. Por ejemplo, si tanto ofende a su inteligencia lo que escribo, no me lea. O, si realmente tiene interés por saber qué estudios científicos (en plural, porque no es uno, sino muchos) hay relacionados con el sentimiento de culpa y los trastornos de la personalidad, con el narcisismo y la psicopatía, en lugar de pedirlo como un déspota, vaya a Google Scholar, a Dialnet, a SciELO, a cualquier motor de búsqueda, que le devolverá miles y miles de resultados en una cuarta parte del tiempo que ha dedicado a escribir tan sañudo y vacío comentario.
Ya que no nos respeta a los demás, respétese a sí mismo.
Buena contestación.
Tal cual. Suscribo.
Es difícil no encontrar culpables, y sobre todo en uno mismo, varón por necesidad evolutiva, no por utilidad, y sin ensañamiento (insanía) hacia mi persona. Sabrá disculpar este maniqueísmo absurdo, pero a este desmadre occidental no le encuentro salida. No creo que usted como mujer se sienta culpable de algo femeninamente hablando; yo, y de vez en cuando, sí. Sin culpa por evolución soy parte culpable de toda la Historia, masculina, no la del patriarcado pues mi padre era medio santo. Y aquella “selección” bio evolutiva en desmedro de nosotros es una “injusticia”, vocablos que no son aconsejables usar cuando nos referimos a nuestra presencia sobre el planeta por motivos evolutivos, mas otro no se me ocurre. Me gusta sospechar que es monstruo de Eichmann solo se sintiese culpable por ser varón, los más llevados a la ferocidad, mas no creo que fuese capaz de tal sutileza. Le agradezco la cantidad de lectura a la que puedo acceder y de sus reflexiones con tantas fuentes de inspiración, ma siendo peronista por clase y por herencia pueblerina, hay vocablos que me chirrían, estimada señora, y disculpe si me voy por las ramas. Populismo y demagogia son los términos usados por nuestra oligarchía vernácula para denigrar al peronismo, un movimiento social que pretende la igualdad, la justicia social, la inclusión de negros, mestizos e indios, y tratar de hacer de Argentina un pais no unicamente proveedor de materias primas para el primer mundo, con una visión política y social indoamericana, pero bien sabemos cómo se deforman los vocablos, producto de los más cultos. Populismo vaya y pase, visto que al popolo se lo identifica con los menos cultos, los que no tuvieron la oportunidad de acceder a la cultura, no porque no hayan querido, sino porque no es conveniente, y además cuesta; demagogo era aquel que acompañaba o hablaba al demo, a la plebe. Se podría decir que todo político es un demagogo, aun los más cultos o refinados; la diferencia está en el pueblo que lo sigue. Por el resto le agradezco la estimulante lectura.
Podríamos diferenciar sentirse responsable, de no conducirte de manera machista, de sentirse culpable por algo que no has hecho¿no?. Lo mismo creo es aplicable al colonialismo. Al final somos responsables de la identidad que nos construimos entre todos.
A mí el texto de Gómez Rosal me ha parecido muy interesante, me he sentido interpelado.
El problema es que en los sedimentos de las lecturas solo sobreviven la violencia de las guerras y sus muertos y, sobre todo las muertas que generalmente no opusieron resistencia, desde aquella faraona obligada a ser varón para defender a su hijo y luego primeriza memoria de dannatio memoriae, llegando a esta francesita corajuda que se miró en la vidriera mediática de la venta al mejor postor de la carne, ante todo de madre. Debe de ser un problema mío no saber desconectar la vida de los otros con la mía, ese abismo de palabras que, a la larga no resuelven nada, la inutilidad de la escritura. Gracias por su pregunta, estimado.
Leido el artículo de Pablo a posteriori, no asumo su determinismo. O mejor dicho, valga la paradoja, que no lo veo determinante para la culpa, para sentirla o para cambiar el criterio por la misma en ése ejercicio de autoconocimiento que certeramente señala Ana Rosa. La libertad se podría entender como éso, como la capacidad de analizar lo que se hace y lo que se omite, compararlo con lo que podría ser y en la medida de lo posible mejorar el resultado para con los demás, y para uno en última instancia.
Muchas gracias, E.Roberto y Arryn, por vuestra lectura y por compartir estas reflexiones.
Perdonadme que no entre aquí en el debate sobre la culpa relativa a «lo masculino» y «lo femenino», pero es que me he puesto a redactar la respuesta a vuestros acertadísimos comentarios y, sin querer, casi me ha salido el artículo que, en respuesta a Xaquín, dije que escribiría en el futuro. En cuanto saque tiempo lo termino y seguimos debatiendo de esto, si os parece bien.
Respecto a los términos «populismo» y «demagogia», agradezco mucho la información y atención a la etimología que ofreces, E.Roberto. Estoy de acuerdo contigo en que son términos sobremanoseados, que han ido perdiendo sentido de tanto usarlos unos y otros para fines opuestos. Yo los incluí ateniéndome a las definiciones del DRAE, queriendo señalar la estrategia de manipulación practicada tanto en política como en ciertos espacios virtuales, pero es cierto que, por la carga ideológica que llevan, diferente según desde qué lugar -ideológico o territorial- sean leídas, habría sido más conveniente elegir otras palabras. Lo tendré en mente para futuros artículos.
Y, sobre lo que comentas del determinismo en el artículo de Pablo, Arryn, suscribo cada una de tus palabras. Es, de hecho, lo que configura la idea de libertad en varios de los filósofos que aparecen mencionados en el texto. Espero que ello ayude a aminorar el peso de sentirte (o haberte hecho sentir, que no quiero escaqueaerme de mis propias culpas precisamente aquí) interpelado…
Una vez más, muchas gracias a los dos.
Interpelado en el buen sentido. Un placer leerte.