
Seguro que alguna vez te has preguntado por el tiempo, por el cambio, por lo que llaman materia. Puede incluso que, ante su misterio, hayas acudido a las ciencias del concepto, que han de poder explicarlos mejor que tú. Probablemente sus fórmulas te hayan aturdido aún más, pero con reverencial respeto has concluido que es cosa tuya, que los de la bata blanca lo tienen controlado, que ellos han debido encontrar la manera de encerrar todo eso en sus números inmensos. Es cierto, los físicos andan entretenidos con esas cuestiones tan importantes. Sin embargo, en la pretensión desesperada de que todo pueda quedar positivado y manejable se esconde la premisa metafísica de la que venimos a hablar aquí.
En efecto, toda física se sustenta en una metafísica, solo que esta ha sido desplazada —por exigencia de la especialización y su progreso— a lo que los antiguos llamaban filosofía. Las contradicciones de la física son ya problema de otra disciplina; pero eso no quiere decir que se hayan depurado, sino que son ignoradas por fuerza de practicidad y costumbre. Es la filosofía la que debería ahora investigar los restos de esa physis indeterminada. Aun con todo, lamentablemente, el estudio filosófico no goza de tanta salud como solía, y el problema de la realidad —del tiempo y la materia incluido—, ha sido absorbido y dogmatizado por cierta manera de estudiar lo que nos rodea: la perspectiva que, dando por hecho las ideas (y la razón que las crea), procede sencillamente a construir la realidad tal y como ha de ser concebida, desentendiéndose del problema de los fundamentos y entrando de lleno en el terreno de la legislación significativa del mundo. Así resulta que la divulgación científica no repara en la importancia de problematizar sus propias ideas, algo que es esencial para el entendimiento de cualquier fenómeno de estudio. No obstante, «saber» no significa conocer muchas teorías explicativas, sino ver sus raíces con la profundidad suficiente como para atisbar sus límites. En la «sociedad del éxito» no abundan sabios de los que describimos (que por otra parte solo pueden aparecer en un contexto clasista), porque en la era de la meritocracia uno está obligado a producir soluciones, por más que en los lugares donde de verdad se están pensando las cosas no haya más que incertidumbre.
La trasferencia del saber científico a la esfera pública, con sus réditos correspondientes, cumple con la función política por excelencia (que no es estrictamente epistemológica, aunque así se presente): la de dar contenido significativo e ideológico a lo que nos rodea. Para que las cosas avancen y tengan sentido en la empresa de la «ciencia» —esto es, para que podamos explicarlas de alguna manera— han de dejar atrás sus suspicacias y contradicciones inherentes y convertirse en relato lineal y estructurado. Las ciencias «realistas» se dedican a convertir aquello que de por sí no es ni «antes» ni «después» ni «relacionado» ni «sin relacionar» (pues todo eso son cosas del lenguaje) en elementos consecutivos, narrables, rastreables y finitos; hasta causados, con sus partículas «por qué» o «entonces» y demás ornamentos semánticos (que ya son también del lenguaje). De este modo, aquello que era investigación lógica, se convierte rápidamente en ideológica, simbólica y humana, bajo la pretensión de tratarse de algo meramente «natural» o «físico».
Obviamente, esta circunstancia no es achacable a los pobres físicos, que han tenido que tragarse una carrera entera, con sus reglas y manías, y que nacen en un mundo con el guion marcado (en todo caso, los que se dedican de verdad al asunto son mucho más escépticos). De hecho, el reduccionismo científico del que hablamos se lee mejor al calor de toda una ontología moderna, cuyo pecado no es tener ciencia, sino creérsela demasiado. Las demandas de la especialización y la producción impiden detenerse en los viejos fantasmas que obligaban a Aristóteles a pensar en lo que luego fue llamado «el dios de los filósofos» y que motivaban a Newton a escribir su Escolio general o a Kepler su Mysterium Cosmographicum. La ciencia moderna cree haberse librado de esas cosas, pero Dios continúa en sus fórmulas, porque nunca fue otra cosa más que un nombre para la contradicción y esta es el motor de toda ciencia. Lo que ha cambiado es que la contradicción ya no suscita devoción religiosa, sino que se toma simplemente como pretexto de «progreso». Podemos creer ciegamente en ese «progreso», pero no conviene entonces que nos llamemos «ateos». La famosa «hipótesis innecesaria» de Laplace no eliminó a Dios, solo lo pospuso en razón de número. Al menos, aquellos religiosos antiguos tenían la virtud de enfrentar el problema, aunque fuera dogmáticamente. Hoy, sencillamente, el dogma beneficia a otros señores, mientras todo sea que el problema de la contradicción se hipoteque a futuro y Dios esté ahí siempre guiando desde lejos.
Cuando decimos «contradicciones» algunos estarán pensando en la gravedad cuántica o en el problema de la materia y la energía oscura: y esa identificación sencilla de los problemas de la física con desarrollos concretos es justo la que impide ver que la contradicción está en un nivel más abstracto, y que no depende de si algún día mecánica cuántica y relatividad general se unifican —que por supuesto que lo harán, en virtud de que la maquinaria formal todo lo permite—, o de si se da respuesta a la reversibilidad del tiempo y la direccionalidad de la segunda ley de la termodinámica. Reducir la cuestión a estos marcos simbólicos permite seguir creyendo en el divino progreso, eso seguro, pero nos ciega al escrutinio metaanalítico. Sin más rodeos, la contradicción está en el puro manejo de las ideas y la razón, y no tanto en sus producciones determinadas. Dentro de un lenguaje —sea el natural o el científico-matemático—, se darán relaciones nomológicas, como corresponde a todo sistema. El problema de la «verdad» no es que no exista, sino que toda verdad es tautológica; es decir, está dada de antemano en el sistema de relaciones. Esto, evidentemente es útil en el ámbito productivo, porque permite esclarecer relaciones intraformales, pero filosóficamente hablando es extremadamente complejo, porque predica una verdad vacía.
Más allá de tantos tecnicismos, el problema no está en las proposiciones concretas, que son efectivamente verdaderas o falsas según su nexo científico con el corpus teórico históricamente construido; sino que la paradoja fundamental es que los lenguajes que usamos son autorreferenciales y eso no lo arregla ningún futuro. Es decir, cuando usamos nuestra razón y sus ideas para tratar el mundo, no estamos haciendo otra cosa que dar vueltas sobre nuestra razón y sus ideas, por muy tecnificadas y precisas que sean. En definitiva, la cuestión no puede solucionarse esperando un desarrollo de la historia, porque el fallo refiere al nivel lógico, en el que poco importan los convenios que se den en el tiempo.
El problema de «Dios» al que nos hemos referido y que seguro que nos suena extraño a todos —«ilustrados antimetafísicos» como se nos ha instado a ser—, es ni más ni menos el problema de la circularidad de la razón —aunque a lo largo de las épocas ese «dios» (Zeus, logos, fuego, etc.) del que hablaban los primeros filósofos fuera tomado por la infantilizante vulgarización como una cosa objetiva y presente a la que poder rezar—. Como se ve, no hay nadie a quien rezar, pero tampoco hay manera de salir del pozo metafísico.
La metafísica detrás de la física no consiste en que haya un dios personificado y profundo o que la vida sea muy intensa y sentimental; ni siquiera es que el «cuerpo vivido», como dicen los poetas, cuestione la teorización científica. El problema metafísico de la física es un problema estrictamente de carácter lógico y se resume en la obviedad de que la razón no puede aprehender el mundo más que con ideas previamente establecidas: estáticas, interrelacionadas y políticas. Más aún, el centro de todo es que la «representabilidad» que se le arroga a las ideas no puede demostrarse por ninguna vía (menos aún por la de la evidencia «física» o «natural») porque al hacerlo solo se está dando la delimitación por sentado —esto es, que la física (physis) era lógica (logos), como nos resuena por los antiguos—.
La ideología «materialista» consiste justamente en ignorar la idealidad de las ideas, para trabajar con ellas como si fueran naturales, materiales o demostrables en sí mismas. Algo por cierto muy extraño, pues eso era lo que solía achacarse antaño a los idealistas (aunque no resulta tan extraño cuando se hace patente que, en el fondo, ser «materialista» hoy no es más que un comodín psicológico, como cuando los del PSOE dicen «soy de izquierdas»). En ese sentido, no debe extrañarnos ni que existan «constantes» en la «naturaleza» —pues es evidente que la «naturaleza» era ya una idealización—, ni que haya complicaciones que se pretendan resolver en el «futuro» —porque toda idealización provoca desajustes, que solo pueden resolverse con otra idealización que provoque otros desajustes—.
Con este escenario, es preciso observar que la voz de la «pseudociencia», ese problema que ahora nos preocupa tanto, solo es un epifenómeno deformado de la tendencia reduccionista. Sus errores no son no creer en la ciencia, sino creer demasiado en sus presupuestos objetivantes. De hecho, a menudo, su estética es conscientemente tecnificada y sus explicaciones pertenecen al mismo registro experimental que la «Big Science», con la salvedad de que no sirven para dar contenido significativo porque no respetan la «verdad» sistemática del resto de la comunidad. No obstante, la diferencia reside en el sensus communis —y eso no es poco, porque esa es la matriz de la única «verdad» posible—. Por otro lado, criticar a la ciencia por la vía lógica, como estamos haciendo aquí, no tiene nada que ver con la pseudociencia —que se vería igualmente perjudicada por la crítica—; más bien, el argumento alumbra el problema por su brecha conceptual, y ahí no cabe ningún arrebato empírico.
Esta discusión solo puede motivarnos a reivindicar el pensamiento clásico, que ya supo ver hace siglos que las conceptualizaciones de la realidad pertenecen a los «pareceres» (doxa) de los hombres, y por eso persiste siempre la imposibilidad de explicar las cosas de una vez por todas, sin contradicción o inconsistencia. El propio Parménides veía que el camino de la doxa era el mismo que el de la episteme y que con la misma razón con la que nos formamos explicaciones del mundo, también deberíamos ser capaces de ver que son provisionales. Así pues, aunque la ciencia «natural» sea doxática, también apunta hacia su profundidad epistemológica, cuando no se queda en la divulgación reduccionista y se atreve a enfrentar su horizonte racional con las complejidades metafísicas que trascienden los «pareceres».
En todo caso, no estamos mostrando nada diferente al magma que les explotó a los científicos y teóricos durante el siglo XX (por ejemplo el teorema de la incompletitud de Gödel, el fracaso del Círculo de Viena, el surgimiento y digestión de una geometría diferente, las contradicciones del concepto de infinito en teoría de conjuntos, el problema del observador en mecánica cuántica, etc.). Y, sin embargo, todos ellos son solo casos de la problemática lógica que lleva advirtiéndose de forma abstracta en filosofía desde que el ser humano razona: que ningún lenguaje puede justificarse más que desde sí mismo, que no hay final ni principio de la razón, sino circularidad —la redonda esfera de los Eléatas—, y que este lío (con cualesquiera nombres de teorías o fenómenos concretos) no se puede resolver. A los más desesperados, pero todavía comprometidos, les lleva a decir: «todo está lleno de dioses» (Tales de Mileto), o a decir: «el mundo está escrito en lenguaje matemático» (Galileo); y a los desesperados, pero vulgares, les lleva a abrazar morbosas estatuillas de «Dios» o a flipar con la ciencia de alguna charla TED.
De todos los lenguajes terrenales el nuestro es el que mayores elisiones contiene, (las metáforas nos muestran la nuestra pobreza dialéctica pues faltan especiales sinápsis o el tiempo simplemente se opone a tal descabellada empresa) y no obstante es verdadero pues sonoramente nos señala la finitud o ignorancia por la cual (y volvemos a la madre del borrego)… escribimos… Sabemos cómo escribía el supuesto primer hoembre más no escuchamos sus lamentos. Se muere sabiendo y no al revés; para eso están las escuetas noticias necrológicas o certificados de de-funciones. Sospecho que el lenguaje del arte sea el más completo, sin ondas ni impulsos eléctricos-gravitacionales innecesarios para ver pasar incómodo este mundo sin que nos demos cuenta y que no gira al revés y menos no nació de cero, eterno como el arte de existir. Gracias por la lectura, estimado.
Me ha parecido muy interesante, Irene. ¡Sigue así!
Excelente reflexión, gracias. Ciertamente, todo conocimiento se apoya, finalmente, sobre un barro muy resbaladizo. Aún así, la «verdad científica» ha de ser acorde con las observaciones experimentales, un criterio de «verdad» que limita severamente los caminos de la teoría. En este sentido, no sé si la «verdad científica» es tautológica.
Gracias de nuevo por el artículo.
Totalmente de acuerdo,Eugenio.
Como ejemplo la Teoría de la Evolución no es tautología.
Maencantao. Si algo se puede leer en la selva de publicaciones de la nada es Jotdown. No tengo palabras para agradecer su existencia. Y como no, Irene se marca un artículazo para leer despacio a los que tenemos las entendederas justas.
¿Has leído a Mario Bunge? También critica el reduccionismo, pero desda la propia ciencia. Y es un genuino filósofo de la ciencia formado en física y matemáticas
Los físicos que no sabían suficientes matemáticas se autodenominaron filósofos.
Pensando en el entorno clásico, sus «academia» formaban al discípulo en un batiburrillo de conceptos mucho más equilibrado que hoy en día. De ese batiburrillo: estética, retórica, metafísica, ética, política, física…, aunque cada conocimiento tuviera distinto peso, el conjunto ofrecía, en mi opinión, una formación más completa en lo que se refiere a «centrado en el ser humano». Lo que vino después fue una embriaguez en lo derivado de la física (en sentido aristotélico) y un abandono del resto de cualidades tan humanas que, sin ser olvidadas, se han reducido a la mínima expresión.
No he encontrado nada que desarrolle este punto de vista.
Muy buen artículo, un saludo.
Muy bueno y muy preclaro. Decía Whitehead que a los científicos les disgustaba la metafísica porque realmente les incomodaba que se cuestionase la suya. Negar la metafisica de la física es como decir que los jueces o la monarquía son apolíticos.
Si no lo entiendo mal el núcleo de la crítica a la física es que los enunciados científicos son autorreferenciales basados en unas ideas a priori o intereses políticos o económicos. Pero los siguientes tres enunciados de lo que se suele considerar como «ciencia» no son, en absoluto autorreferenciales. Sea E=mc2. Aunque hay quien llega a afirmar que se trata de un enunciado inspirado por el afán de poder capitalista, es un enunciado que tienen una referencia a la realidad que no puede ser desconocida y que no tienen ninguna posibilidad de ser autorreferencial: la ecuación dice que lo que llamamos materia es un conjunto de masa y energía, y que es así lo pone de manifiesto el experimento de la fisión atómica en la que se divide un trozo de materia (una bola de uranio enriquecido) de la que se desprende una ingente cantidad de energía que percibimos como calor y radiación. Segundo ejemplo: un químico estudia la composición de una molécula que otros científicos han des-cubierto que es una estructura que gobierna la formación de las células y de los organismos vivos. Con sus experimentos, terminan encontrando que es una estructura en forma de hélice con cuatro componentes que se mezclan. Tercer ejemplo: cuando confinamos un gas en un espacio cerrado, el gas tiende a disiparse y no se concentra (segunda ley de la termodinámica). En estos ejemplos las descripciones verbales y matemáticas de esos sucesos o entidades son referenciales, y la declaración de que hay una flecha del cambio en la segunda ley de la termodinámica o de que toda materia es un conglomerado de masa y energía, o que los seres vivos tienen una estructura de adn no son más que descripciones de la naturaleza. De manera que la física no sólo no es autorreferencial, sino que se dedica precisamente a explorar y conocer la naturaleza, que es la referencia de lo que habla. Un meta ta físico podría atacar a los físicos por este camino, ya que el físico habla de la naturaleza cómo si esta existiese fuera de su mente, o usando el eslogan de que el físico se basa en una dialéctica del sujeto y el objeto, pero estas críticas serían irrelevantes porque al final la materia está compuesta de masa y energía y esto es independiente de que nos guste o no de que seamos un sujeto observador o no. Y quien crea que el átomo es un constructo intelectual que vaya a Hirosima y vea como ese constructo se hizo real.
Por supuesto el físico no responde nunca a la pregunta sobre el «qué es» esto, la materia, la vida, la muerte, porque su conocimiento se limita a describir cómo es la naturaleza (el físico y el científico ni siquiera sabe cómo se ha generado la vida ni porqué los seres vivos son siempre efímeros y no son eternos). Además, como la naturaleza es inmensamente grande y tienen muchas dimensiones, los físicos sólo pueden conocer y describir alguna parte de la naturaleza, quedando el resto todavía sin describir ni conocer. De manera que el físico no pretende saberlo todo, en absoluto.
Entre estos ataques, y los de los relativistas herederos de Nietzsche (la gaya ciencia, la verdad en el sentido extramoral) y Heidegger (la ciencia no piensa), o de los irracionalistas Rorty (el cardenal Bellarmino terraplanista es tan verdadero como Galileo heliocentrista), y Putnam (el átomo es un constructo intelectual), o de los neoaristotélicos herederos de Husserl y Muralt, estamos rodeados de filósofos que no hacen más que desprestigiar los esfuerzos del conocimiento científico y favorecer a mitólogos del pasado.
Y que no se confunda ciencia con tecnología, porque la teoría especial de la relatividad es una descripción de la naturaleza física y no es una tecnología. Otra cosa es que los gobiernos y los ejércitos utilicen los conocimientos científicos para perfeccionar sus armas y hacerlas más destructivas, pero eso no convierte a la teoría de la relatividad en tecnología.
Por cierto ¿porqué este artículo no se ha insertado en la sección de ciencia?
Vuelva a leerlo, con detenimiento, que no lo ha entendido usted. Ni es una crítica a la física, sino más bien a la ideología que la acompaña, ni el asunto es de la producción de la ciencia, que por supuesto lo es. Es un problema de verdad, de ideas, de razón que la ciencia, y los seres humanos necesitamos. Por éso está en filosofía.