Música

Trumpismo purista vs. libertad creativa: ¿son flamenco y vanguardia como el agua y el aceite?

El jaleo, John Singer Sargent, 1882.
El jaleo, John Singer Sargent, 1882.

Este artículo está disponible en papel el nuestra revista trimestral nº 49 Especial Vanguardias

Un falso tópico afirma que lo jondo es tradicionalista por naturaleza. Pero la propia historia de esta música demuestra que la experimentación, la heterodoxia y la transgresión forman parte de su ADN desde el principio.

A la Bienal de Sevilla la llaman La Vietnam por ser fuente inveterada de conflictos y acres discusiones, a menudo en torno a la oposición entre tradición y vanguardia, ortodoxia y heterodoxia, pureza y transgresión. El debate nunca parece acabar, los bandos se antojan irreconciliables, siempre atrincherados en sus extremos. La cuestión sigue haciendo correr ríos de tinta y recalentado los mares de silicio de internet sin que haya un claro atisbo de luz. A veces incluso se llega a negar la condición de flamencos de algunos herejes, expulsados sine die del paraíso de lo jondo. Pero, ¿es tan radical la separación entre una cosa y otra? ¿Son flamenco y vanguardia, como tantos pretenden, como agua y aceite?       

La última Bienal fue dirigida por un joven periodista y gestor cultural sevillano, Luis Ybarra, de veitiocho años, y se presentó desde el principio como una vuelta al orden después de una edición, la de 2022, marcada por el atrevimiento y la búsqueda de nuevos caminos al margen de los cánones tradicionales. Incluso el lema de este año, «Ole de nuevo», apuntaba a un detalle elocuente: la posibilidad de la afición de decir «ole» en el momento justo e inequívoco, sin exponerse al desconcierto que provocan las propuestas más innovadoras.  

«Lo primero que detecto en este debate», afirma Ybarra, «es que históricamente se usan determinados términos como sinónimos que no lo son: música experimental, vanguardia, modernidad… Y al revés también ocurre: esta Bienal ha sido, de hecho, una reflexión sobre términos como tradición y vanguardia, que se consideran antagónicos, pero desde mi perspectiva no lo son. El flamenco es, en esencia, vanguardista y contemporáneo, y tan moderna es la Tremendita como José de la Tomasa. Radicalmente moderno es Chacón: nadie ha evolucionado tanto la cartagenera o la malagueña en sus ocho estilos como él. El cante, la guitarra y el baile son expresiones contemporáneas, porque los artistas las están creando. Lo que sucede es que se confunde modernidad y moda». 

Para el director de la Bienal 2024, «los límites están en la expresión de cada uno. Creo que artistas tan aparentemente distintos como Rafael de Utrera o José Valencia y la Tremendita son sumamente honestos consigo mismos, les mueve la inquietud artística y no quieren apropiarse de un público, que no les pertenece y eso era también lo que caracterizaba a Paco de Lucía o a Enrique Morente, que nunca dijo: «Voy a hacer Omega para conectar con este público o entrar en este circuito de festivales». Unos y otros son puros». 

«Los límites siempre van a ser difusos», concluye Ybarra. «El flamenco es una etiqueta muy golosa, y a veces se usa como herramienta, pero observo que cada música que bebe del flamenco, pasa a ser considerada flamenco, algo que no sucede con los trasvases entre otras músicas». 

Miedo a la libertad

Sorprende comprobar que el antecesor de Ybarra en el cargo, Chema Blanco, actual programador del Festival de Nîmes (Francia) y confeso antipurista, considerado en cierto modo la antípoda de aquel, se expresa en términos muy similares: «El flamenco es un arte moderno, que nació con el ferrocarril, como suele decir Ortiz Nuevo, y siempre ha estado pegado a su tiempo. Vicente Escudero, Gades o Farruco son clásicos hoy, pero porque antes fueron creadores libres. Pero la libertad da siempre miedo, es algo que solo hacen los valientes y los inconformistas».

Para Blanco, no cabe duda de que el creador verdadero «tiene que moverse en lo que le pida el cuerpo y llevar la expresión de sus necesidades con las herramientas que le dé la gana. Lo único que canta es la falta de honestidad con uno mismo, no estar preparado para asumir riesgos. Por suerte, son muchos los que en el panorama actual han perdido ese miedo y van a lo importante: hacer las cosas según el presente, construir su propio universo, reconocerse en sus formas y contenidos».

Así, los traidores a la tradición de hoy pueden acabar siendo los clásicos del mañana. Ha ocurrido con todos, incluso con figuras tan indiscutibles como Camarón, Paco de Lucía o Enrique Morente, por mencionar estrellas de plena vigencia. Entre los rompedores de la actualidad que van camino de ser asimilados lentamente por el canon, se hallarían Israel Galván, Andrés Marín o Rocío Molina en el baile, y a su manera la Tremendita, Rocío Márquez o Niño de Elche en el cante. «El caso de Israel es un buen ejemplo de todo esto: le han escupido en el pasado, y ahora llena el Maestranza dos días. Ahora puede hacer lo que quiera, pero hay algo muy clasista ahí, y es que, si triunfas, vales, y si no, no sirves para nada». 

«El flamenco no es nada sagrado, como no lo es ninguna disciplina artística», apostilla Blanco. «Todo lo que se intervenga está bien, abrir puertas siempre es bueno, aunque no todo lo que salga de ahí lo sea, como no es bueno todo el que hace flamenco considerado clásico… Lo que está claro es que la supuesta contaminación no matará jamás el flamenco, como no ha matado la pintura el hecho de que no hayamos seguido pintando como en Altamira. Una cosa es el folklore y otra el arte, que por definición está siempre vivo». 

Arte y «bacalás»

¿A qué, entonces, ese terror tan extendido a que el flamenco se desvirtúe, pierda sus rasgos más o menos atávicos y, en definitiva, se difumine en la vasta cartografía de las músicas del mundo? Manolo Bohórquez, el decano de los críticos flamencos, podría fungir a ojos de la afición como la némesis de Chema Blanco, un celoso custodio de las esencias dispuesto a castigar con su pluma a quienes se alejen de la senda. Consultado al efecto, sin embargo, vuelven a sorprender una vez más los puntos en común con el discurso del atrevido programador de Nîmes.      

«El flamenco ha sido vanguardia siempre. Ya en sus orígenes había críticas de el Planeta a el Fillo, reprochándole que no hiciera cosas de la tierra. Pero los artistas rompían siempre, no digamos cuando llegó la Ópera Flamenca. Y justo ahora en el 25 se cumplen cien años de la primera vez que un cantaor, Angelillo, cantó con una orquesta sinfónica», comenta. «Vanguardista era Chacón. Marchena, no digamos. Y Vallejo, y Tomás Pavón, que introdujo la técnica del ligado. Quien no fue vanguardista fue Mairena, que reivindicó que ya todo estaba hecho». 

¿Por qué, entonces, esa dificultad para asociar flamenco y vanguardia? «Pero, ¿qué es vanguardia?», se pregunta Bohórquez. «Lo que va delante, señalando el futuro. Lo que veo no es tanto rechazo a la vanguardia como a las bacalás que se perpetran en su nombre. Por otra parte, creo que falta educación en el aficionado, a pesar de que hoy tenemos todo al alcance de un clic. La gente va al teatro sin saber lo que va a ver, y se siente estafada si se encuentra a Rocío Molina tirada por los suelos sin dar ni un paso de baile. Y fui el primero en señalar que era una gran bailaora, una nueva Fernanda Romero, pero no todo vale».

El crítico y estudioso recuerda el caso, no muy lejano en el tiempo, del disco Omega, que reunió al cantaor Enrique Morente con la banda punk granadina Lagartija Nick, y hoy elevado a la categoría de álbum de culto pero muy incomprendido en su momento. «De Enrique decían que cantaba al revés, que se estaba cargando el cante… Fui el único que lo defendió en Sevilla, hasta el punto de que un día me dijo: deja de escribir de mí, que te van a matar. Señalé que era un disco que había que digerir, pero me puse de su parte». 

Cuando se le pregunta cómo distinguir entre arte genuino y bacalás, como él mismo las llama, Bohórquez no duda: «Ya lo decía Manolo Caracol: el cante flamenco lo puedes hacer con una gaita, pero tienes que tener arte. Si no hay arte, no hay compás… Puede ser interesante, pero será otra cosa. Hoy hay mucho cuento, artistas que se están quedando directamente con la gente, aunque a lo mejor no alcanzamos a ver algunas cosas. Se ve que los franceses saben más que nosotros, y no lo digo con ironía».   

El flamenco se muere

Quizá haya que viajar en el tiempo para detectar la raíz del problema. En qué momento empezó a cundir el pánico sobre esa posibilidad de que el flamenco se perdiera, es una cuestión a la que los expertos han dado muchas vueltas, y la conclusión es sorprendente: prácticamente desde su nacimiento, el grito de alarma «¡el flamenco se muere!» es casi un lugar común entre artistas y aficionados.

José Luis Ortiz Nuevo, creador de la Bienal de Sevilla, responsable del Cabildo flamenco de Archidona y prolífico divulgador, además de autor de un revelador ensayo titulado Contra la pureza, no duda que el equívoco ha sido deliberada y pacientemente fomentado. «Por lo que sea, se ha querido que sea así. Crear, establecer una historia que no es real. Se ha burlado la realidad, se ha enmascarado». 

Con ello concuerda Cristina Cruces, catedrática de Antropología Social de la Universidad de Sevilla. «Todo es una construcción histórica y social, más promovida a menudo por los intelectuales que por la propia afición. El flamenco tiene un fuerte arraigo a géneros preexistentes y culturas musicales históricas de Andalucía, pero en su desarrollo es un arte contemporáneo. El error está en considerarlo un arte tradicional y conservador, cuando no hay nada más vanguardista que la ruptura con la tradición. Lo que había antes del flamenco eran bailes populares, bailes de gitanos, bailes de palillos, música folklórica… Y el flamenco rompe con todo eso, es una traición a la tradición. Emerge como un arte tan nuevo, que hubo que ponerle un nombre. Es tan innovador como la fotografía, el cine o las vanguardias de principios del siglo XX, a las que se acoge de inmediato».    

La cosa, en efecto, venía de lejos. Los historiadores han demostrado que en la misma formación germinal del flamenco hay ya modificaciones que van determinando el rumbo de este arte. «En el siglo XVIII se valoran mucho las piruetas del baile, hasta que llega esa generación de cantaores mediados del XIX, como Silverio o el Nitri, que aminoran la velocidad de los cantes y dicen: vamos a parar para que podamos tener más melodía y más tiempo para decir. Y eso va a contribuir a que el flamenco sea difícil de remover, porque lo sujeta a una matemática que necesita el baile para no caerse. El que quiera apartarse de ahí, sabe que se está saliendo de la norma».  

«La innovación», agrega Cruces, «está perfectamente adherida a lo flamenco, a sus intérpretes y exégetas, desde que esa deformación construye una manera nueva de cantar. Argentina, Pilar López, Antonio, todos son vanguardia de la misma manera que se innova ahora, tanto en el movimiento como en el vestuario. Quizá ahora la construcción de autenticidad tiene más que ver con pensar, que con una reacción inmediata o intuitiva». 

Otro ejemplo diáfano de cómo las innovaciones son asimiladas por el flamenco e incorporadas al canon es el origen de la bulería, hoy uno de los palos más populares del género. Un joven periodista, Pérez Lugin, consigue en 1911 una entrevista con la Niña de los Peines. Al llegar a su casa, la muchacha de servicio le cuenta que la señora no está, y este responde: «Se va a condenar usted por bulera, porque estoy oyendo hablar a la Niña ahí, en esa habitación». La propia Niña, Pastora Pavón, es la primera en dar a conocer las bulerías con un gran lanzamiento discográfico, compartiendo a medias páginas de publicidad en la prensa con Caruso. Hasta ese momento, la palabra bulería, de origen gitano, se usaba en el argot taurino para denunciar el toreo pinturero y falso. Ella se la lleva al terreno de un cante que se venía asociando a las chuflas o los jaleos, y que los aficionados flamencos consideraban algo impropio, cosa de borrachos, como le ocurría también a los tangos. Hoy son los dos palos más populares del género, imprescindibles en cualquier repertorio que se precie. 

La pérdida de la esencia

¿Por qué, entonces, calzarle esa máscara de tradicionalismo a un arte tan efervescente desde sus inicios? «Hay dos cuestiones en esto, una sentimental y otra económica», prosigue Ortiz Nuevo. «La primera es la que abraza la idea de que todo tiempo pasado fue mejor. La segunda es la que piensa: como no sé hacer eso, como no lo comprendo, digo que es mentira, y que quienes lo hacen son traidores. Estos son los dos vectores que hacen que sea tan tozuda la oposición al progreso y el reconocimiento de la realidad. El flamenco es un arte reciente, romántico de veras, que se presenta y distingue a mediados del siglo XIX, y desde el mismo momento en que se pronuncia y codifica, ya se está diciendo que las cosas se están haciendo mal y que la esencia se está perdiendo». 

Ortiz nuevo sonríe al especular con la posibilidad de que «sea cosa de la tierra. En 1863, Bécquer ya escribe que la Feria de Sevilla ya no es lo que era. Y hay un poema publicado en un periódico de Cádiz, también en el XIX, en el que el autor se queja de que los niños ya no van en cueros por la calle, las mujeres van peinadas como francesas y al Barrio de la Viña ya no lo conoce ni la madre que lo parió. Lo bueno para esta gente, lo auténtico, es siempre lo primitivo», dice. «Demófilo, buen hombre, padre ejemplar de dos grandes poetas, dice que Silverio se está cargando el cante gitano a pesar de su buena voluntad, porque lo está sacando de la taberna, de donde nunca tendría que haber salido para mantenerse puro y genuino. ¿Habrá mayor dislate? ¿Cómo se podía pedir a los intérpretes de un arte que no salieran de un sitio donde ni se comía, donde todo era vino y nada más que vino? Este señor, aun habiendo hecho un libro maravilloso, es un pamplinas, Y seguimos atrapados en esa mentalidad. ¡Esto ya no es como era! Claro, y tú ya no tienes dieciocho años, tienes ochenta».   

Por otro lado, el flamenco acusa desde sus orígenes una tendencia a la mistificación del talento espontáneo, silvestre, que según Ortiz Nuevo repercute en distinto ámbitos. «El arte necesita público, y necesita venderse, pero aquí chocamos con la parte romántica. ¿Cómo pudieron en el año 22 Lorca y Falla afirmar que los profesionales se estaban cargando el cante, y dejarlos fuera del famoso concurso? Aquello fue, como dijo Luis Lavaur, un golpe de Estado. Es trumpismo, un montón de bulos, bulos y bulos. ¿No tenía derecho a ganar dinero Marchena con su música, solo podías tú, Manuel de Falla? ¿Cómo pudo decir Mairena que su hermano Manolo Caracol estaba vendiendo el cante por un plato de lentejas? ¿Cómo pudo decir Farruco, poco después de la muerte de Antonio, de quien había aprendido la técnica, que en la academia los bailaores se amariconan, cuando él tenía una academia abierta?».

En este punto del debate, aparece siempre un nombre fundamental: Antonio Mairena. «Mairena, con el ignorante de Ricardo Molina, en Mundo y forma del arte flamenco quieren fijar que lo gitano andaluz son las tonás y las seguiriyas… Señores, estáis olvidando la verdad y la realidad y manipulando el hecho en cuestión».  

Intervención de la autoridad

El malentendido llegaría así hasta nuestros días. «Ha sido una constante agresión a la razón y al pensamiento lógico por parte de los intelectuales de la izquierda contemporánea. ¿Cómo puede decir Caballero Bonald, poeta maravilloso y persona extraordinaria, que cómo iba a ver al Agujetas en la fila siete del Maestranza? Hay ahí un clasismo, tanto más extraño viniendo de un comunista, porque no comprende que Agujetas pueda querer también ganar dinero con su arte y tener su chalet, como lo tenía Caballero en Sanlúcar de Barrameda. Y luego incurre también en esta idea, que compartía Fernando Quiñones, de que las formas son perfectas e intocables. ¿Por qué no escriben ellos entonces en endechas y sonetos? ¿Quién les ha dado permiso para escribir como les salga de la punta de la polla?».

Para Ortiz Nuevo, el poder político ha amparado e incluso fomentado todo tipo de desmanes en este sentido. «En el 96 se presentó uno de los últimos manifiestos por la pureza, con una campaña orquestada por el diario ABC, cómo no, y la consejería que encabezaba Suárez Japón, en la que Caballero Bonald, Matilde Coral, Fosforito y Fernanda de Utrera, entre otros, defienden la tesis de que el flamenco ya no sigue las formas de aprendizaje con que nació, y pide a la autoridad que intervenga para poner las cosas en su sitio. Y lo mismo pasó cuando los gitanos encabezados por Antonio Ortega fueron al Parlamento Andaluz a manifestarse contra el apropiacionismo cultural, lo que es una manipulación asquerosa. Con eso lo único que se pretende decir es ‘este cortijo es mío’, y si usted no hace las cosas como yo digo, es un traidor. Se trata de establecer muros basados en la ignorancia, el miedo y la sumisión».

«Ahora», remata Ortiz Nuevo, «hay un movimiento por parte del PP y el gobierno andaluz de hacer cátedras de flamenco en las universidades y buscan colaboracionistas nazis para establecer esa red sin oposiciones, sin temario, sin presupuesto, sin clases, solo para seguir mangoneando. Hay un pensamiento único que se estableció en la dictadura y que ha seguido presente con todos los gobiernos autonómicos, el PSOE de Escuredo, de Rodríguez de la Borbolla, ahora con el PP, con el Centro Andaluz del Flamenco… Sigue sin haber una academia donde se pueda cuestionar y discutir».

Contra los muros de los que hablaba Ortiz Nuevo, por otro lado, arremeten continuamente los artistas más audaces. Pero, ¿cómo delimitar o reconocer cuándo algo es flamenco o no lo es? «En el caso de Israel Galván o Rocío Molina, su discurso se presenta como flamenco y el público lo percibe como tal», señala Cristina Cruces. «Hay algo que se percibe como flamenco por repetición: desde el punto de vista de la energía y la pulsión de lo jondo, anida un concepto definido. Pero el arte es aquello que se consensúa como tal, y lo mismo ocurre con los géneros. El tarro de las esencias lo sacó alguien de un lugar en el que había muchas cosas: al final hablamos de un fenómeno diverso y plural». 

Para Cruces, «el flamenco lo aguanta todo, actualmente está en diálogo con el rock, el pop, el jazz, la música contemporánea, la danza española… Parte de quienes están contra la evolución lo consideran algo muy frágil, pero ha demostrado ser muy capaz de recibir y readaptar todo. Lo que está claro es que el flamenco es una herida abierta, cuando cicatrice ya no será nada. Obsérvese que todo lo que no ha sido recibido y readaptado como el flamenco murió: los cantes camperos, por ejemplo, frente a los mineros, que sí fueron adoptados por el flamenco. Sí debería existir un consenso sobre lo que es flamenco. Me gustaría que hubiera una negociación que tiene que ser cómoda, o de lo contrario sería cainita, sobre qué vamos a llamar flamenco en el siglo XXI».  

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