Arte y Letras Filosofía

Breve careo con la soledad

Soledad Breve careo con lo incomunicable
Automat (1927), de Edward Hopper.

No significa mucho decir que se siente usted solo. Define por aproximación algo que en último término no se aprehende. Y asusta. No pretendo ser vago ni evitar compromisos. Solo digo que a menudo se encontrará con que, si habla usted de su soledad, esta parece esquivar sus palabras. Los fenómenos que pertenecen al intramundo tienen poco que ver con el universo verbal, pero este es de los pocos que garantizan una comunicación exenta de alucinógenos. Aunque, a la vez, todo fenómeno propio es alucinatorio. La idea que usted tiene de sí mismo es difícilmente articulable porque, si lo intenta, la voluntad de su interior toma el mando y empieza a darle forma. Construye con palabras a un sujeto que quiere controlar cómo le ven los otros, pero que no se ve a sí mismo: solo se siente. Y se siente solo.

De ninguna manera afirmo un diagnóstico mundial. No he llevado a cabo un estudio ni nada que lo corrobore. Solo sugiero que hay algo insatisfactorio en el lenguaje, y que parte de esa insatisfacción la suplimos con la inmediatez que ofrece hoy la tecnología y, sobre todo, la técnica, esa hiperracionalización de cualquier proceder. Si yo pudiera darle la mano y acceder directamente al mundo tal como usted lo vive, o a cómo usted se vive a sí mismo, podría hacerme una idea de lo que es ser usted. Como no puedo, nuestra máxima aspiración es encontrar un conjunto preciso de palabras que constituyan el menor circunloquio posible. Pero la empresa ha fallado desde el momento mismo en el que la alternativa se mide por el lucro que arroja, emocional o económico. No se trata de que las plataformas televisivas tengan nada de malo, sino de que las media el mismo motor que conduce todas nuestras relaciones: esa técnica a la que me refería antes. Hubo quien la llamó tekné, pero está lejos de ser el primero. La eficiencia como parámetro rige todo camino que tomamos: desde la concreción expresiva hasta la ruta que, según Google jura y perjura, le llevará a casa dos minutos más rápido. Buscar el amor pasando con el dedo a izquierda o derecha y recurrir a los tropos habituales de la utopía romántica no son más que formas de pedir auxilio. Pero no hay tiempo para eso, porque incluso el teletrabajo se implanta a costa de que produzca más resultados. Los estudios que corroboran su conveniencia general vinieron después. Aunque vaya por delante que nada de esto es aplicable a todas las profesiones, ni debería usted tomarse muy en serio aquello que no le parezca razonable.

Tampoco crea que me considero el descubridor de nada. Seguro que ya ha pensado usted en todo esto. Quizá le parezca tan mal como a mí. Personalmente, hace mucho que no escribo a mano. Cuando lo hago, me duele. Cojo mal el lápiz desde pequeño, pero no puede cogerse mal un ordenador. El ordenador mismo acorta la relación entre el sujeto y lo que quiere decir. Me da menos tiempo para pensar en el momento de volcar lo que le cuento; solo me lo ofrece a posteriori. Y ni siquiera se trata de culpar a la industria tecnológica como titán del capitalismo, aunque resulte tentador. El diablo está en las pequeñas cosas, como las flechas en el suelo de Ikea. Le marcan un camino que no tiene alternativa a menos que quiera usted coger la salida de emergencia. La emergencia, no obstante, es estar en ese lugar. Para cuando alguien concibió un comercio elefantiásico con señales que le indican la ruta menos eficiente para usted, pero más eficiente para quienes se benefician de que usted la recorra, ya era tarde. E incluso para el desasosiego de seguir un camino precioso creado por gente que no le ama hay remedios inventados. No bebemos alcohol porque sea una actividad social; más bien, se socializa a través del alcohol por contraposición a los ambientes que no están concebidos para ello.

En el trabajo no debe usted beber, ya sea juez de línea o peón caminero. Esa regla demarca la intimidad exterior por contraposición, como ocurre con el sexo. Al salir del trabajo, unas cervezas asentarán la idea de que sí: ya se acabó. Pero no se acabó, claro. Porque lo que usted hace con lo que han hecho de usted ya se había previsto. Que yo mismo le cuente todo esto es parte de la rueda. Tampoco creo que haya nadie al mando. Esa idea sería preciosa: derrocar al 1% del 1% y liberarnos del yugo. Por desgracia, no hay nadie volante. Su soledad no tiene utilidad; simplemente, es parte colateral del acuerdo impuesto. Para hablar de ello se escriben libros, pero según qué libros están pensados para no leerse. E incluso hacerlo no es más que una mediación entre usted y la cosa misma. Quien escribe para desahogarse escribe para sentirse menos solo. Que a usted también le pase le dará el confort justo para comprar otro libro. También algo de consuelo. Pero nada de esto ataca la cuestión principal.

¿La cuestión principal? El cansancio. Estamos en un continuo trayecto al trabajo. Aunque estemos en paro o de vacaciones o de cervezas después de la jornada. La mecanización de nuestra mente va en pos de la cultura de la inmediatez. Que tenga usted lo que quiera lo antes posible para que no tenga tiempo de pensar en que lo quiere. Acaba uno por marchitarse hasta en sus propios deseos. Los placeres se vuelven parte de la rutina. Hay un horario para ser feliz, pero no es usted feliz en ese horario. Y en el resto de cuadrículas tiene demasiado que hacer. Puede tomar antidepresivos o beber más. Puede hacer ambas cosas solo. Puede leer. Pero si intenta usted hablar de que en la sociedad del cansancio estamos muriendo de una manera muy significativa, tendrá la sensación de interpretar un papel. Yo mismo, al contarle esto, escucho un eco en mi cabeza que me reprocha que ya se ha dicho o que se ha dicho mejor o que, diciendo que resulta imposible aprehender la soledad para hablar de ella, no hago más que constatar que, efectivamente, resulta imposible. Para deprimirse, ya tiene usted su trabajo. El de vivir, digo. Quizá su empleo sea muy interesante, pero la noción misma del empleo levanta problemas respecto a lo que oculta. Porque ¿qué hay al otro lado? Una vez acabada la jornada, una vez consumada y consumida la utopía romántica, una vez que llega el fin de semana, ¿qué?

En más de un sitio he leído sobre la idea de que imaginar la infinitud es tan imposible como concebir una quinta dimensión. No es cuestión de que no exista, sino de que solo existe como palabra: la realidad de la infinitud no pertenece a nuestra realidad. Por tanto, si tomáramos una nave espacial y nos alejásemos lo máximo posible de la sociedad de la inmediatez, nunca nos toparíamos con un cartel azul de esos que muestran una T con la línea transversal en rojo, indicando que se acabó el trayecto y que (seguramente) ahí no se puede aparcar. Es el problema que tiene la inmediatez con la que funciona nuestro cerebro: que escapar a ella genera una especie de síndrome de Estocolmo. Nos oprimen las rutinas y nos angustian las preguntas sin responder, pero estoy convencido de que responderlas puede ser aún más angustioso, por aquello de saber que esto era todo. No había nada al otro lado del fin de semana ansiado. Solo otra semana. Y, encima, el domingo le tocará poner lavadoras y barrer debajo del sofá. Siempre tendrá que hacer algo o estar en alguna parte.

Entre medias, cuando se sienta en soledad a pensar sobre su soledad, algo en usted parece resistirse. Y, si desiste del intento y se limita a sentir su soledad, algo en el corazón se relaja y algo en el alma se muere. Fíjese cómo estará el asunto para tener que aludir al alma, en la que un servidor ni siquiera cree. Solo vale como alegoría para designar la idea de un «yo» continuo que tiene tal o cual esencia, ese «yo» que se siente solo y no puede comunicarlo porque no existen palabras en la sociedad de la inmediatez para designar lo que la propia sociedad de la inmediatez nació para cubrir. No hay nadie a quien echarle la culpa, y tampoco tengo yo un remedio. Pero es difícil no pensar en que la masturbación y las aspiraciones vitales con las que nos alimenta el capitalismo se parecen en algo fundamental, y es en que se basan en una versión de usted que no está donde quiere. La eyaculación llega como un viernes: laureada mediante la anticipación y perdido su valor tan pronto ocurre. Después, silencio. Por supuesto, no es cuestión de censurar la noble práctica del autoamor ni de dejar de escaparse del trabajo cinco minutos antes (que se joda la patronal), sino de encontrar pequeños subterfugios en los que se sienta usted menos solo. Pero si la manera de lograrlo es transportarse a una realidad alternativa cuya mera existencia confirma su imposibilidad, lo llevamos claro.

El tiempo pasa por usted más que usted por el tiempo. Y yo aplaudo todos sus logros, no me malinterprete. Tampoco quiero imputarle a usted mis observaciones. Yo mismo me canso de ellas, y por eso rara vez hablo al respecto. Más bien pretendo tender un puente con esa parte de cada uno de nosotros que, cuando intenta tener una conversación real, se encuentra con que no sabe muy qué es eso. Lo real, lo auténtico, lo que realmente somos es un hálito de humo que, al intentar atraparse, se disipa. Pero parece que está ahí y que se burla de nosotros con su mal olor y el escozor en los ojos. No se sienta mal si le hace llorar. Tampoco se frustre si, intentando hablar de usted, lo único que le sale decir es: «Mírame». Posiblemente, solo quiera usted que le vean. Que afirmen que existe. Que alguien le diga quién es, o al menos, que afirme que es usted algo, de modo que usted pueda oponerse inmediatamente. Para eso están los grupos: para congregarse frente a lo que no se es. Pero eso basta por muy poco tiempo, el justo hasta darse cuenta de que uno tampoco es el grupo al que se adscribió.

Lo que quiero decir es que no pasa nada por intentar hablar de su soledad, siempre que esté usted dispuesto a aceptar el fracaso. No se trata de conseguir nada, sino de nadar en contra de la corriente que va en esta o aquella dirección. Ahí no estará usted; no se ilusione. Pero le dará la ocasión de preguntarse: «¿Por qué estoy haciendo esto?». En esos momentos, no estará yendo a ninguna parte. No es el objetivo, pero habrá ganado en cierta medida.

Una persona me dijo hace poco que, cuando dos sujetos que no tienen ningún idioma en común tratan de comunicarse, pueden distinguirse varios grupos: los que hablan más alto, los que retuercen el lenguaje para simplificarlo (por ejemplo, usando infinitivos), los que gesticulan, los que sencillamente se enfadan porque no les entienden… Al hablar de la propia soledad ocurre algo parecido: puede usted optar por la opción que mejor le parezca, sabiendo que le definirá y que orientará el resultado de la interacción. De usted depende lo que le importe exponer de sí mismo. Ojalá pudiera uno controlar cómo le ven los otros. Pero esa persona me dijo una cosa más, y es que lo único que no le entra en la cabeza en la situación que le describo es cómo alguien opta por no ayudar al entendimiento. Lo haga mejor o peor, con buen o mal resultado, tal vez la imposibilidad de la comunicación importe menos que la intención con la que se comunica usted. No hallará satisfacción alguna en ella, pero de eso partimos. ¿Conoce el chiste de que una moto, bien mirada, es un camión de dos ruedas?

Pues eso.

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12 Comentarios

  1. Kalelena

    I can’t get no satisfaction
    I can’t get no satisfaction
    ‘Cause I try and I try and I try and I try
    I can’t get no, I can’t get no…

    Tal y como nos mostraban The Rolling Stones no hay mucha escapatoria, pero el placer que sentimos cuando nos acercamos a un entendimiento, cuando rozamos ligeramente lo que queremos expresar y lo que nos quieren decir, me parece real. Estamos solos, pero en el intento de no estarlo podemos “casi” encontrarnos.

  2. Kalelena

    Tal y como nos mostraban The Rolling Stones no hay mucha escapatoria, pero el placer que sentimos cuando nos acercamos a un entendimiento, cuando rozamos ligeramente lo que queremos expresar y lo que nos quieren decir, me parece real. Estamos solos, pero en el intento de no estarlo podemos “casi” encontrarnos.

  3. Completamente de acuerdo con kalelena.
    La alternativa al intento de acercamiento al otro para intentar comprender algo, es mucho peor !!

  4. ¿Qué?

  5. Haberlas dixit. No hay mayor ficción que la identidad y también…la comunicación. Buena lectura para nuestra soledad…

  6. Ricardo Esteban

    La soledad es una princesa harapienta que se mueve por los bordes del palacio de la vida suspirando por la posibilidad de no ser vista.
    Leopoldo panero.

  7. «NO HAY NADA QUE HACER Y NO HAY LUGAR ADONDE IR.
    NO HAY NADA QUE SER Y NADIE A QUIEN CONOCER»
    -Thomas Ligotti

    • Pedro Narcob

      Grande Tom. Tuve la suerte de entrevistarlo hace un par de años para hablar de su filosofía.
      Referente.

  8. Pues leyéndote me siento menos solo, encontrar nuevas metáforas para expresar lo desvalidos que estamos es recorrer una senda por la que otros ya han andado. Ese reconocimiento es, en cierta medida, consolador.

  9. Si, su artículo muestra, de forma ideal/empírica, que el intento es una virtud. Quizá más importante que el otro intento que llamamos logró, que vendría siendo una de las entelequias que en su artículo supone.
    Comparto con los otros corresponsales lo lumínico que resulta su «careo con la soledad», porque en verdad resulta ser lo que promete el título. Siempre me imaginé que la verdad es eso: un cara a cara con no se qué. Un aullido razonado; el lenguaje bombeado por la sangre del logos.
    Por último, su artículo es de alcance literario: fondo y forma cimente este bello intento. Gracias, me dió placer.

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