
«¿Quién serás esta noche en el oscuro sueño, del otro lado de su muro?». Palabras que re suenan y hacen eco en la ciudad donde desaparecen niños como sueños convertidos en pesadilla. Pero Borges no está en casa, aunque de haber estado quizá le habría dado una buena lección a Krank, el genio atormentado, el loco que no puede soñar y envejece a ritmo frenético. ¿La vida es sueño? En un lugar indeseado, impreciso en el espacio y en el tiempo, en una plataforma sobre el mar viven unos seres hijos de una desdichada obra maestra: una mujer diminuta, seis clones —una multiplicación de la interpretación de Dominique Pinon, actor fetiche de Jean-Pierre Jeunet— que pelean por saber quién es el original, un cerebro algo listillo encerrado en una pecera, y Krank, este genio atormentado, el loco que no puede soñar.
La imaginación proyectada en forma de sueños es la obsesión del director, no solo en su segundo largometraje, sino en toda su filmografía. La imaginación como dimensión, como realidad imposible, como secuencia metaliteraria —la escena de un Dominique Pinon relatando su reciente sueño, de ciencia ficción—, como parte de nuestras vidas. Si Delicatessen nos recordaba a las historietas de 13 Rue del Percebe, donde los personajes subían y bajaban escaleras y, de alguna forma —de una extravagante y extraordinaria forma— sus mundos estaban conectados, en La ciudad de los niños perdidos este poder lo tiene el mar. La humedad y el agua verdosa lo empapa todo y lo tiñe y lo oxida a su pesar. El mar representa la vida: acumula porquerías que alguien siempre se encarga de limpiar, oculta secretos, produce miedo, respeto y paz. En la ciudad de la pandilla de niños que para vivir tienen que robar, la ciudad es un estado de ánimo que —al contrario que en Amelie— no es la felicidad. Un cuento de hadas azul oscuro —casi negro— a ritmo de la música de Badalamenti donde está todo por reconfigurar. Referencias literarias —al cuervo de Poe, a los hermanos Grimm— e imágenes futuristas se entremezclan para servírnoslas como algo nuevo a probar: una maquinaria de estilos que trabaja para hacer de este universo mítico un producto industrial imperecedero. Y efectivamente, así es. La película más turbia y entrañable de Jeunet es también la mayor proeza artística de Marc Caro. Claro que si echamos la vista atrás, seguramente les sorprenda entre esta recopilación de ciencia ficción la mención a una película francesa, pues no es el género que acostumbrarán a cultivar. Fue gracias al cómic, que desde los años 70 y 80 registró una influencia estética, visual y argumental que terminó por calar hondo en este tipo de cine del mainstream mundial. Marc Caro formaba parte de esa generación, como Jean-Pierre Jeunet. Juntos elaboraron un mundo de animación, de recreación en los pequeños detalles que respiraba storyboard por cada fotograma y cuya máxima era concentrar en una sola escena el argumento completo de una película. Esta extravagancia que hace que hoy nos perdamos en el laberinto narrativo no lineal de La ciudad de los niños perdidos, ayudó a conformar lo que, ya en solitario, Jeunet sabría aprovechar: el poder de una historia extraordinaria en un universo —como un mecano— que ya sabe andar.
Como los cíclopes, ese ejército malvado a sueldo de Krank, que por cada sueño robado consigue un artefacto para poder ver —literalmente, ver— el mundo real, Jeunet y Caro utilizan el contrapicado, el gran angular y planos casi claustrofóbicos para hacer de lo real algo grotesco. Las arrugas o el gesto se vuelven tragicómicos achicados y engrandecidos ante el espectador, a manos de los creadores que sueñan y moldean las apariencias —pincel finísimo en mano— a su puro deleite audiovisual.
En un abrir y cerrar de ojos los niños toman el control y ante el caos y el alarido son la razón para quedarnos. Frente a la panda de frikis de creación artificial, en la ciudad con aire de feria One, el forzudo de corazón tierno busca a su hermanito secuestrado con desesperación, ayudado por los pequeños ladronzuelos malhablados, y entonces surge el amor. Un amor que sin saberlo, es ya un guiño a Amelie; un amor que es más una relación fraternal, de una niña huérfana en busca de padre (o de hermano mayor) y un desheredado que, a su vez, busca volcar en los pequeños la ternura y sed de protección que tan naturalmente emanan de él. Un hilo argumental a lo Oliver Twist donde tendrán que escapar y buscar al mi mo tiempo, como nosotros, como Borges, el sueño y la realidad.
Magnífica semblanza, la veré!
Tal vez ésta sea mi película favorita, la he visto decenas de veces (incluido un reestreno en versión original en el cine donde el único espectador en la sala era yo), me sé los diálogos casi de memoria. Una maravilla, original, tierna, oscura, alucinante.
La ambientación, escenarios+música… sobrecogedora, brutal, es por eso que uno no se cansa de verla.