
Que existen diferentes grados de melancolía o de nostalgia creo que es indiscutible. No hay una misma melancolía entre personas porque esta, como cualquier otra emoción, depende tanto del momento vital, del recuerdo que se añore o de la personalidad de cada quien que es imposible imitarla.
Los artistas son especialistas en traducir a través de sus obras sentimientos y emociones universales que los simples mortales no somos capaces de expresar con palabras mundanas. Pero hasta entre ellos es muy común la disensión. Los puntos de vista suelen estar cerca, pero nunca se superponen.
Entre la Melancolía de Lars Von Trier y la de Simon Stalenhag hay una gran diferencia. La del director de cine danés me resulta más bien una tristeza total, un vacío absoluto de cualquier sensación luminosa. En cambio, la del ilustrador sueco, a pesar de que su obra pegue una punzadita de dolor en alguna parte de nuestro ser, rezuma vitalidad y esperanza.
Hasta el propio autor comentó en una entrevista con el diario británico The Guardian que: «La diferencia entre la distopía y el futurismo, para mí, es que hay chocolate caliente esperándote en casa, en mi mundo». Entendido el futurismo como un movimiento que explora con curiosidad e imaginación las posibilidades de la tecnología, la modernidad y la energía del futuro.
Si tuviera que comparar la obra del sueco con alguna otra sería con el poso que deja la escena de Luke Skywalker mirando los soles de Tatooine al atardecer, con la música de John Williams de fondo. Ese momento representa la verdadera melancolía. La de alguien que otea el horizonte con tristeza y añoranza, intentando entrever algo más grande que su propia existencia. Aunque lejos de él, intuye, sabe que existe. Puede que sea de regreso a la infancia, en un viaje al futuro o en otro planeta, pero el caso es que aguarda con incertidumbre el día que le sea revelado.
Imagino que es casualidad o que ya es una imagen arquetípica, pero tengo la sensación de que las escenas estrella de los álbumes de Simon Stalenhag son aquellas en las que los protagonistas aparecen de espaldas, en primer plano, observando con «melancolía» el extraño suceso u objeto que se presenta al fondo. Algo parecido a la de Luke en la granja del tío Owen o a la famosísima imagen del pintor romántico Caspar David Fiedrich El caminante sobre las nubes. Es así, por ejemplo, en la portada del juego de rol Historias del bucle, donde cuatro niños pertrechados con mochilas ochenteras, BMX y palos de hockey miran con esperanza y excitación las torres de refrigeración del acelerador de partículas —el bucle—. En The Labyrinth, su último álbum, sucede lo mismo con una viñeta en la que Matt y Charlie —dos de los protagonistas— observan en primer plano y de espaldas el fenómeno cósmico de los Globos Oscuros que se alzan amenazadores hacia el cielo en último plano.
Son imágenes absolutamente sugestivas, cargadas de significado melancólico.
Pero bueno. Para empezar por el principio: ¿quién es este Simon Stalenhag?
Cómo habéis podido leer ya al inicio —para quién no lo conociese de antemano—, Stalenhag es un ilustrador sueco destacado principalmente por su obra Historias del bucle (Tales From The Loop). Durante la pandemia de 2020 tuvo cierta repercusión gracias a los ocho capítulos de la serie que realizó Amazon Prime. Pero, parafraseando a Troy McClure en Los Simpsons, tal vez le recuerden más por… la serie que estrenó Netflix, con Millie Bobby Brown y Chris Pratt de protagonistas, en marzo de 2025: El estado eléctrico. El mismo título que la obra del sueco en que se inspira.
La base del trabajo de Stalenhag es la originalidad con la que combina los paisajes nostálgicos y bucólicos de la vida cotidiana de la Suecia rural o de EE. UU. durante los años 80 y 90 del siglo pasado, con fenómenos posibles o imposibles de ciencia ficción.
Pueden considerarse álbumes de recuerdos de una infancia que nunca fue. Una visita a un pasado que nunca existió.
Retrofuturismo
Sí. En definitiva, esta palabreja resume lo que Simon Stalenhag intenta reflejar en sus ilustraciones. El autor fija un momento del pasado para comenzar desde allí una nueva línea temporal imaginando qué es lo que pudiera haber sucedido si…
En Historias del bucle ese «Y si…» comienza tras la Segunda Guerra Mundia,l cuando la Unión Soviética descubre, aparentemente de forma fortuita, el efecto magnetrínico. Un fenómeno que precipitó las investigaciones para construir el acelerador de partículas más grande del mundo. En Suecia, claro. No podía ser en otro sitio.
A partir de ese momento, la historia con mayúscula cambia.
Una gran isla situada en el lago Mälaren, al norte de Estocolmo, es el escenario de lo que ocurrió durante el alternativo periodo de actividad del bucle, entre 1969 y 1994.
Otra de las características originales de este mundo ficticio es que, en realidad, para la mayoría de la gente que vive dentro del perímetro del bucle, no ocurre nada particular. La vida es la misma que podría haber tenido el autor durante su infancia siguiendo la línea temporal original.
Es cierto que, a pesar de la aparente normalidad, pueden verse naves de carga flotando en el cielo gracias al efecto magnetrínico; robots haciendo trabajos pesados como si fueran un operario más; esferas metálicas ya abandonadas extraídas de las entrañas del bucle salpicando el paisaje aquí y allá; vecinos con artilugios cibernéticos acoplados a su cuerpo que les facilitan la vida… Pero todo se toma como algo cotidiano. Existen rumores, testimonios confusos, pero nada que rompa la monótona vida en la región.
No hay un argumento seriado en el libro. Cada una de las ilustraciones que lo componen almacena una pequeña historia con vida independiente. A casi todas ellas les acompaña un texto breve para contextualizar, pero las imágenes son tan evocadoras de por sí, tan ricas en detalles y tan llenas de posibilidades que en muchas ocasiones el texto desmerece el trabajo visual que hace el lector a nivel imaginativo para rellenar huecos o dotar de movimiento a las imágenes como hacemos cuando leemos un cómic.
El estilo de Simon Stalenhag nos puede recordar a las composiciones y encuadres que utilizaba Steven Spielberg en las películas de su vertiente más fantástica. La infancia, los niños, aquí también son los protagonistas. Son ellos quienes se ven inmersos en los misterios que trae el bucle a la superficie.
En cada página hay un dardo cargado de nostalgia, melancolía, misterios y una pizca de terror que apunta y sale disparado directo a nuestros recuerdos. Pero no nos confundamos. Historias del bucle no tiene nada que ver ni con los Goonies, ni con E.T. ni mucho menos con Stranger Things.
Esta última se ha ido inclinando en cada temporada hacia el terror y el gore más que a la aventura, mientras que Historias del bucle propone desde el principio un ambiente intimista y melancólico centrado en las relaciones, sentimientos y emociones de los protagonistas o en hacernos preguntas existenciales con respuestas ambiguas.
Es posible que el juego de rol surgiese para aprovechar la ola que provocó el tsunami de la serie de Netflix —esto es un negocio—, pero es que ni el tono, ni la esencia o el público objetivo tienen nada que ver entre los dos productos. Se puede uno poner tiquismiquis, pero el único nexo común que tienen ambas licencias es que los protagonistas son principalmente niños o adolescentes.
El juego de rol
¿Para qué queremos a los adultos? Esperad, la pregunta debería ser en pasado. De hecho, la premisa principal del juego es ambientar las aventuras en los años 80 que nunca existieron. Por lo tanto: ¿para qué podríamos querer a los adultos cuando éramos niños en los años 80? Pues para poco más que para ser meros figurantes o como mucho para complicarnos la vida.
Muchos de los niños y niñas que nacimos y crecimos en los 80 lo hicimos con un cierto sentimiento de abandono —más o menos consciente— en relación a nuestros padres. Este no es, ni pretende serlo, un artículo sobre crianza; pero sí creo que la forma en que nuestros progenitores nos acompañaron durante esa época no fue horrible, como quizá sí lo fue para ellos respecto a los que en ese momento eran nuestros abuelos, pero sí que un poco más despegada de lo que un cerebrito de niño necesita para crecer con confianza y seguridad. En cualquier caso, de esas carencias también vienen muchas de nuestras grandes fortalezas y signos de identidad como generación.
¿Vivíamos en una especie de Show de Truman, donde una red comunal de vecinos y familiares nos vigilaran sin que nos diésemos cuenta? Quizás. El caso es que nos podíamos pasar horas jugando en nuestro cuarto sin la molesta presencia de los adultos, al igual que podíamos pasarnos el día entero en la calle sin sentir el aliento de los mayores en el cogote con cada paso que dábamos. El barrio era nuestro. No digo ya si habías nacido en un pueblo o lo visitabas durante las vacaciones. No había fronteras.
Los adultos eran simplemente quienes nos hacían la comida; quienes conducían el coche; quienes nos cortaban la entrada en la puerta del cine; quienes nos vendían las chucherías o quienes nos echaban la bronca en los recreativos. Los adultos eran la barrera que franqueaba la puerta que nos separaba de la ansiada vida de libertad e independencia que como niños inocentes deseábamos.
«No me siento un adulto», dice Simon Stalenhag en la entrevista antes mencionada. «Me gustan los niños porque ignoran algunos secretos. Es importante que existan adultos para que los niños puedan seguir ignorando».
No sé si esa libertad de la que disfrutábamos se debía más a un exceso de confianza por parte de nuestros progenitores o al deseo de perdernos de vista. Lo más plausible es que fuera una mezcla de ambas.
No puedo obviar que para la mayoría de nosotros —afortunados— los adultos estaban ahí cuando los necesitábamos. Aunque nos mirasen como si hablásemos otro idioma cuando tratábamos de explicar lo que nos pasaba; aunque a veces ni intentasen comprendernos, no puedo negar que nos dejasen acurrucarnos en su regazo llegado el momento.
Eran otros tiempos, no pretendo juzgar ni el pasado ni el presente. Pero qué demonios, es que de esto va el juego.
Los jugadores que pretendan iniciar una partida a Historias del bucle han de meterse en la piel de niños o niñas entre diez y quince años para resolver los misterios que suceden en torno al bucle, pese o a costa de los adultos. Cosas extrañas como agujeros en el tiempo, portales interdimensionales por los que se cuelan dinosaurios, artefactos capaces de parar el tiempo, animales robóticos que se vuelven locos… todo cuanto pueda crear tu imaginación tiene cabida en este juego. Siempre y cuando encaje en esa ambientación ochentera bañada con una buena dosis de ciencia ficción maravillosa en la que los adultos son una molestia.
La propuesta del juego es original y sobre todo muy inmersiva. Es muy fácil meterse en la piel de un niño y muy sencillo comenzar a explorar con él las relaciones emocionales entre sus amigos, entre los compañeros de colegio o con sus padres. Es un juego donde no está muy claro si el foco principal de la trama está en la acción que lleva a resolver el misterio o en el drama que se establece entre las relaciones humanas. Siempre claro, con la complicidad y el acuerdo del DM y los jugadores.
Si crees que jugando a rol es imposible soltar alguna lágrima, prueba a echar una partida a Historias del bucle. Seguro que por lo menos se te pone la piel de gallina de la emoción con alguna escena.
Pese a todo, tengo mis dudas acerca de si el juego funciona bien con un público que a día de hoy no pase de las dos o tres décadas de edad. Creo que a la hora de concebir el juego se tenía muy claro a quién iba dirigido y esta generación más joven no estaba marcada como objetivo principal.
Historias del bucle no es el único caso en el que un puñado de ilustraciones da pie para crear un producto de entretenimiento, como un juego de rol.
Algo muy similar sucedió con Scythe. Un juego de mesa cuya idea surgió gracias a que su autor Jamey Stegmaier dio con unas ilustraciones preciosas en las que se representaban escenas rurales soviéticas con robots gigantes de fondo —un estilo que recuerda mucho al de Stalenhag—. Se quedó tan impactado con ellas que contactó con el ilustrador original, Jakub Rozalsky. Juntos comenzaron inmediatamente a darle forma al sistema de juego.
Parece que la fórmula de mezclar ciencia ficción con un ambiente rural soviético funciona. En ambos casos arrasaron en sus campañas de financiación en Kickstarter.
Más allá del bucle
Si Historias del bucle nos sumergía en la infancia de un pasado que nunca fue, su segunda obra, Después de la inundación (Things From the Flood) nos traslada de la niñez de los 80 a la adolescencia de los 90. Entre los cambios que eso conlleva, también hay una visión más oscura y desgastada del mundo. El bucle ya no es una fuente de maravillas inexplicables, sino un monstruo descompuesto que deja un reguero de fallos tecnológicos y accidentes inquietantes.
En El estado eléctrico (The Electric State), establece una Norteamérica distópica con drones y robots de guerra abandonados después de un conflicto del que no se sabe mucho. Solo que ahora los humanos son adictos a los neuronizadores, una especie de máquina de realidad virtual que los deja absolutamente colgados.
En The Labyrinth gira hacia una visión más apocalíptica y también ligeramente más oscura. Es quizá donde el autor muestra de forma más evidente su visión política del mundo respecto a los problemas ambientales y a la pasividad de los gobiernos para enfrentarlos.
Con Swedish Machines, la última por el momento, regresa a la luz y a la nostalgia de los paisajes retrofuturistas del bucle.
El formato apaisado de las ilustraciones de Simon Stalenhag hacen que leer o visualizar sus libros sea como estar viendo placenteramente una película en una pantalla de cine o, mejor todavía, como estar mirando a través de la ventana de un tren en marcha.
Pero, ¿hacia dónde va ese tren? Parece evidente que en el billete hay marcada una fecha hacia el pasado y lo que se ve al otro lado de la ventana es un homenaje a la que fue su infancia; también la nuestra. Sin embargo, a veces la fecha aparece emborronada y lo que se ve tras la ventana no es otra cosa más que una advertencia sobre lo que nos depara nuestro propio futuro.
En cualquier caso, al dejar atrás cualquiera de los dibujos de Stalenhag nos provoca una extraña pero hermosísima sensación de melancolía que recorre nuestros recuerdos.
Buenas,
Enhorabuena por la reseña, lo único se os ha colado una errata en Guerra *»Mundia. L» Munidal
Hace algun tiempo tuve la oportunidad de ver la serie, la conocía pero nunca me habia dado por verla. VAYA ERROR…
Tales from the loop es una Maravilla de principio a fin (el capitulo 3 me dejo sin palabras), es un trabajo distinto al resto de productos de consumo rapido que vemos actualmente. Esta hecha con tanta calidad que cada sensación que evoca, cada imagen proyectada se queda con uno mucho tiempo despues de verla.
La pregunta que me hago es ¿como una obra de semejante calidad pasa tan desapercibida? ¿como no tiene mas repercusión?