Entrevistas Sociedad

Raúl Baltar: «La mayor parte del tiempo de nuestra vida estamos trabajando, y es poca la gente que tiene la fortuna de conocer su vocación desde la infancia o la juventud»

Raúl Baltar para Jot Down

Tiene las piernas largas, la cara fina y el aspecto de un hombre al que es totalmente imposible echar los sesenta y dos años que tiene. Pero es que Raúl Baltar (Vigo, 1963) sigue siendo un maratoniano de tres horas. Un hombre que puede pasar un día entero sin comer y un lector de libros impenitente. En el pasado fue un banquero de éxito. Trabajó en España, en Perú y en Venezuela, donde nunca pretendió ser Gordon Gekko, el villano de las películas de Wall Street.

Estamos con él en un céntrico hotel de Madrid pegado a la Castellana. En la cafetería nos concede las dos horas siguientes de su vida. Acaba de venir de A Coruña, donde vive su hija pequeña. La paz acompaña su mirada y su vestido. En 2019 se fió de una hoja de Excel para neutralizar su vida de ejecutivo. Hoy es dueño de casi todo su tiempo y, antes de darte la mano, te transmite esa serenidad en la mirada.

«Hubo un año en el que llegué a realizar trescientos vuelos entre países», recuerda.

Tu hija de 16 años quiere ser economista, como su padre.

Sí, le atrae el mundo de los mercados de valores y ahora comienza a preguntarme sobre finanzas y sobre cómo se mueve el mundo a través de las empresas. Ella comienza a darse cuenta de que muchas cosas se mueven en función de lo que pasa en el mundo de la economía. Está en esa generación en la que todo está muy cercano, muy a flor de piel…

¿Y todo eso son solo números?

Pues no son solo números, fíjate. Yo estudié Economía y me considero más un humanista. En realidad, aunque tengas que lidiar con las matemáticas o la estadística, Economía debería ser considerada una carrera de humanismo. Es más, yo, que he trabajado en banca tantos años, no diría que los números han sido lo más importante: te hablaría, sobre todo, del manejo de las habilidades que te permiten acceder a la gestión de la gente. Para mí, que he sido banquero 35 años, la economía es eso…

Toda una vida.

Mira, yo empecé en Arthur Andersen de auditor. Terminé la universidad y fui con un amigo que era un crack en la carrera, al edificio Windsor. No sabía que acompañarle me iba a cambiar la vida. Subimos al piso 24, donde estaba Arthur Andersen, para que él entregase el currículum. Y entonces la chica de la recepción me dijo: «¿Y tú no lo vas a entregar?» Ni lo había valorado. Me daba vergüenza por mis notas, que no eran buenas, pero lo entregué.

Y tuviste suerte.

Yo vivía con mi hermano en un apartamento en la calle Capitán Haya. Al llegar me dice: «Te han llamado de un sitio muy raro, Arthur Andersen». Llamé de inmediato y me preguntan si puedo ir a una entrevista. Voy, hago los procesos de selección, me aceptan y a mi amigo no. Año 87 y cobrando 83 000 pesetas (unos 500 euros de hoy). No se me olvidará nunca.

¿Y qué se podía hacer con ese dinero?

De todo. Se podía hacer de todo. Date cuenta de que un inspector de Hacienda, que era un supertrabajo al que aspiraban no pocos en la universidad, cobraba 150 000 pesetas. Pero es que en Arthur Andersen, si no te quedabas en el camino, cada año la mejora era enorme.

¿Pero a qué precio?

Muy elevado. Las jornadas eran inexistentes. Era un ritmo infernal que la gente no aguantaba más de cuatro o cinco años. Trabajabas todo el día. Llegabas a casa y seguías trabajando. Pero no te rendías nunca. Por eso estabas ahí y eso era como la meca para los que apostaban por el trabajo en el sector privado. Te puedo decir que yo guardo la carta que me enviaron diciéndome que estaba contratado con el sueldo mensual. Ni en mis mejores sueños lo hubiese pensado. Pero también he de decir que hoy no se lo recomendaría a mis hijas. Hay otras alternativas.

Estudiaste en la Universidad Autónoma de Madrid.

Una gran universidad en la que tuve profesores como Cristóbal Montero, José Espi, Ramón Tamames, Tierno Galván… Pero yo fui un estudiante mediocre. Durante la carrera me aburría y entonces me dediqué a hacer otras cosas. Fui árbitro de baloncesto, trabajamos con estudios de economía con Ramón Tamames que, por cierto, se llevaba todos los méritos.

Pero ahí estabas tú.

Luego, con un grupo extraordinario de colegas de la universidad, liderados por Juan Carlos Cubeiro, creamos una revista de economía propia de estudiantes en la que logramos que hasta José Luis Sampedro nos escribiese un artículo.

El caso es que yo hacía de todo con tal de no ir a clase. Hasta hice la mili de voluntario en Madrid. Fui escolta en una época complicada (años ochenta), me entregué a la vida loca. Una de las consecuencias fue que repetí un curso de la universidad. Pésimo. Por eso me daba vergüenza ir a la entrevista de Arthur Andersen. Pero ellos no buscaban unas notas, sino un perfil.

Eso es visión de futuro.

Yo traía una buena educación y parece que la genética me preparaba mejor que la universidad. Yo trabajaba de contable en un taller de coches los veranos en Coruña. Con eso contribuía con mi familia para pagarme los caprichos durante los inviernos. Estaba todo el día rodeado de libros de contabilidad. En fin, que ya ves que soy una ametralladora cuando me pongo a hablar…

¿Quién fue tu padre?

Mi padre es maestro de carrera, aunque su vocación era ser veterinario. Hasta entonces era tenor, cantaba zarzuela y en un momento dado se lo quisieron traer a Madrid. Pero mi madre le dijo: «O la zarzuela o yo» y se quedó en Orense y sacó el título de Magisterio. Su primer destino, ya casado con mi madre, fue en un pueblo muy pequeño de León. Y entonces le surgió una oportunidad en la fábrica de coches de Barreiros y terminó haciendo una carrera estupenda ya siendo la marca Peugeot.

¿De qué trabajaba?

Era administrativo, contable. Luego, pasó a ventas, hasta ser director en Lugo de una concesión (en aquel momento era Chrysler). Era un trabajador de mucho éxito que se hizo a sí mismo con gran esfuerzo. Creo que esa generación es de una pasta especial.

Los números estaban en la genética.

Sobre todo creo yo que el no rendirse ante las circunstancias. Mi abuelo paterno estuvo en Cuba 30 años. El materno fue músico militar de la Legión en África. Los gallegos siempre se han buscado la vida. En América he conocido muchos ejemplos de eso… Más que los números, la vida me enseñó a saber tratar a la gente. Y eso va más allá de las matemáticas o la estadística.

Yo soy un enamorado de las matemáticas. Están detrás de todo lo que conforma el universo. Pero soy un gran ignorante. De hecho, yo las aprobé con una academia; si no, hubiese suspendido. Mi fortaleza iba a ser la de saber rodearme bien, la de aprender a dirigir un equipo…

¿Y eso cómo se aprende?

Arthur Andersen era una selva. Aunque no tuviese nada que hacer, la gente iba incluso sábado y domingo a trabajar para que le viesen por los pasillos. Y ese es un mito real del que yo nunca participé, o al menos intenté no hacerlo. Algunas cosas de las que estoy orgulloso es que siempre he procurado ser yo mismo. Quizás no he sido políticamente correcto.
En mis posiciones más ejecutivas siempre he tenido un jefe y yo he hecho lo que he creído que debía hacer. Siempre me la he jugado y, si he podido, he buscado complicidades. A veces ha funcionado y otras no. Pero siempre pensé que tenía la responsabilidad de decirle a un accionista de la empresa para la que yo trabajaba lo que necesitaba para que el negocio fuera bien. No al revés. Y hacer eso es lo que más me ha gustado en la vida profesional.

Raúl Baltar para Jot Down

Luego, te ficha el Banco Zaragozano.

Era la época en la que los dueños eran los Albertos. Me pasó de todo en ese banco y casi todo bueno. Siempre recordaré que un día mi jefe se pone enfermo y me llama casi sin voz diciéndome que tengo que ir al Comité de Auditoría en Zaragoza. Fui en el tren preparando la presentación. En el hotel seguí haciéndola. Esa noche no dormí. Sabía que era un momento único para mí. Tenía ciertas tablas para hacer presentaciones porque ya era profesor de contabilidad financiera en ICADE.

El caso es que la presentación salió muy bien. La gente del Comité se preguntaba: «¿Y este de dónde ha salido?» A los seis meses me llama el consejero delegado, Felipe Echevarría, una de las personas que más me ha influido profesionalmente y que apostó por mí. Y me dice: «Ha renunciado el director general de la gestora» y que quería que yo tomase el relevo. Tenía 29 años. Me avisó: «Algunos te van a decir que no aceptes, que te falta experiencia. Pero resiste y di que estás preparado para aceptar el reto». Y empecé en la gestora de patrimonios. Y ese fue mi primer contacto con el mundo del cliente. Otro paso en mi carrera. Y descubrí que me encantó.

¿Y después?

Me nombraron director territorial para Andalucía, Canarias y Extremadura. Y allí aprendí banca en sentido amplio. Manejo de créditos, de oficinas, de recursos. Pero sobre todo aprendí con 34 años a moverme entre gente mayor que yo, con mucha más experiencia y con el colmillo retorcido. En fin, que ya ves que he pisado todos los charcos que he podido.

Por eso no admito esa frase hecha que dice que el tren pasa una vez en la vida. Hay muchos trenes a los que subirse. Pasan varias veces. Solo hay que estar atento. Yo me he subido a varios, a veces con golpes, pero no me arrepiento. Aun subiéndome a algunos a la carrera, casi sin pensarlo, no he sentido nunca el síndrome del impostor. O quizá sí en uno de mis roles actuales como profesor de escritura, aunque intento aprender cada clase.

Y aprendes.

Escribir es difícil y ser profesor de escritura es un desafío. Decirles a otros cómo pueden mejorar su forma de escribir, corregir textos… En mi grupo actual bromeamos cuando les digo que en Reyes Magos les voy a regalar un saco lleno de comas y puntos para que los usen.

Son como señales de tráfico.

Escribir y ser profesor es una oportunidad que nació con Chiara Roggero, la creadora de Rock the Bubble. Una experiencia diferencial en mi vida. Creo que ese mundo me gusta tanto o más que la banca. Por eso me animé hace unos años a escribir un libro basado en mis experiencias de gestión. Se llama El arte de ser humano en la empresa. Intento ahí decirle a las personas que el arte de sacar las cosas adelante está en cada uno de nosotros. El arte tiene muchas maneras de ser expresado.
Mira, tengo un amigo en Lima, Sergio Zegarra, que es odontólogo. Siempre me dice que él quiso ser poeta pero que se dedicó a eso por su padre. Y yo le digo que es tan bueno, que es un poeta de la odontología. Es un genio de lo que hace.

Hay genios que son grandes desconocidos.

Alguien me dijo alguna vez que las personas con más sensibilidad son los artistas. Y yo creo que eso no es así, que hay periodistas, médicos, fontaneros… cuyas profesiones no tienen ese glamour, pero uno encuentra personas especiales. Te diría más: si sales a caminar al campo puedes encontrarte gente de campo que no tiene, en teoría, acceso a toda la información que tenemos. Si te pones a hablar con ellos dices: ¿dónde estudió esa persona? ¿De dónde ha sacado ese don? Y no lo sabes. Pero solo sabes que esa persona tiene algo especial. Por eso le digo a este amigo del que te hablaba: tú eres un poeta de la odontología.

¿Y tú eres un poeta de la vida?

No me atrevería a decir eso. Aunque hay tiempo para conseguirlo. Me gustaría.

Te veo vestido de sport y cualquiera diría que eres un personaje.

No lo sé. Procuro ser yo mismo. Yo no soy diferente a nadie que se plantee la vida como algo único. No sé si soy valiente, aunque gente sabia dice que la gente valerosa lo es porque antes tiene miedo. Pero sí he tenido la audacia durante mi vida de pensar que si otros podían hacer algo, por qué no lo iba a hacer yo también. Una audacia que es prima hermana de la inconsciencia. Pero estoy satisfecho de esa relación.

Es lo que importa.

Sí. Yo y los charcos. Pero no solo eso. También lo he intentado transmitir. Mira, muchas veces le he tenido que decir a gente: «Vas a hacer esto», y me han dicho: «Qué nervios», y yo les he contestado: «Pues entonces eres la persona perfecta». Si no se te encoge el estómago cuando te enfrentas a algo desconocido es que no es suficiente desafío para ti. En una situación límite siempre sacarás lo mejor de ti. Pero tienes que querer estar. Puro Darwin. Yo intenté asumirlo siempre. Es como cuando entré en Arthur Andersen. ¿Qué pinto yo con todos estos cracks? O cuando me dijeron: «¿Quieres ser profesor en ICADE en Empresariales Internacionales?» Y acepté. No te quiero contar el numerito cuando tuve que viajar a Londres a preparar los exámenes y apenas hablaba inglés.

Pero te fuiste.

Cuando me he equivocado, cosa no poco frecuente, he procurado aprender de mis equivocaciones. Pero también hay que tener en cuenta que cuando decides mucho, también tienes mayor riesgo de equivocarte. Es cuestión de estadística. Pero es una vida que he disfrutado, porque me gusta disfrutar de la vida. Tengo 62 años y todavía no sé lo que viene por delante. Y eso me tiene muy contento.

Ya estás retirado.

Estoy dedicado a mis negocios. Pequeños, pero míos. Ya no trabajo para nadie. Soy dueño de mi tiempo desde 2019. Entonces, me senté un día e hice un Excel. Comprobé que, con mi estilo de vida y lo que había podido ahorrar, tendría para vivir muchos años. Y entonces me dije: «Hasta aquí has llegado, Raúl. No necesitas más de este tipo de vida».

O sea que podrías vivir de las rentas.

Más o menos es así, aunque por fortuna las cosas que estoy haciendo ahora me están generando posibilidades interesantes. La diferencia es que lo que antes hacía para otros, ahora lo hago para mí. Y me divierto. Me sigo divirtiendo.

¿Y eso es fácil?

Una de las cosas de las que más orgulloso me siento es de haber sacado a la luz el potencial de algunas personas. Y de que, haciendo eso, se sintiesen más felices. En una ocasión descubrí a Sir Ken Robinson, un inglés único que murió hace no mucho y que era un genio. Tiene un libro que se llama El elemento y el resumen es que tienes que encontrar aquello que te guste y que, además, se te dé bien. Entonces serás feliz. Esta enseñanza me la quedé. Date cuenta de que la mayor parte del tiempo de nuestra vida estamos trabajando. Y es poca la gente que tiene la fortuna de conocer su vocación desde la infancia o la juventud. La mayoría la vamos descubriendo cuando buscamos nuestro elemento. Hay que hacerlo.

¿Por qué hay gente que no es feliz trabajando?

Hay muchísimo conformismo y miedo a tomar decisiones. Un miedo enorme. La sociedad actual tiende a dirigirnos cada vez más. Cuantas menos decisiones, mejor. A ese respecto, no sé si equivocado, pero soy muy diferente. Es más, hay mucha gente mejor que yo intelectualmente, profesionalmente. Estoy seguro. Pero yo no me frené nunca ante eso y siempre he intentado aprender, salir de mi zona de confort. Rodearme de gigantes, de gente mejor que yo, para que me hiciesen a mí mejor. He tenido jefes que me hicieron sufrir y dudar de mí mismo. Eso es terrible. He tenido noches de angustia, he vivido la humillación. Como mucha gente. Pero hay que luchar y creer en uno mismo.

Y a nadie le gusta que le humillen.

A nadie. Yo aprendí eso en la mili. Una época peculiar. Tú llegabas de novato y el que llevaba tres meses ya era veterano. Tenía derecho a darte collejas. Había uno que llamaban el Filetes que te daba collejas por el mero hecho de que era más antiguo que tú. No había un componente intelectual. No había un componente moral. No había nada que sumar. No había nada. Eso es estrellarse con una realidad muy difícil para alguien de clase media como yo, que había tenido lo necesario y que había sido criado con cariño y estabilidad. Descubrir que alguien que no está preparado con mando es muy peligroso… Como decía Churchill, «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Cada vez que he visto o sufrido un abuso de poder me decía: «Esto jamás lo haré». Y al mil por mil ha sido así.

Raúl Baltar para Jot Down

Trabajaste en la Venezuela de Chávez.

Sí, ocho años. Presidí el Banco Exterior, que logramos que fuera elegida la segunda mejor empresa para trabajar en Venezuela. Lo hicimos entre todos. Cambiamos por dentro un edificio que tenía 50 años para crear un mundo diferente en una realidad muy complicada. Decidimos hacer un comedor de 1.500 metros donde subvencionábamos una buena parte de lo que pudiese costar la comida. Había sala de estudio, una sala con billar, PlayStation, biblioteca, salas de relajación, un gimnasio que ya quisieran muchos países…

La gente me decía: «Estás loco, no va a trabajar nadie». En ese edificio trabajaban 900 personas. Eran nueve pisos y yo observaba. Y fuimos uno de los mejores bancos del país porque teníamos la gente que necesitábamos e hicimos lo posible para que fuesen felices al trabajar. Entonces la gente producía y daba lo mejor de sí. Nos fue muy bien.

¿Trataste con Chávez?

Chávez tenía algo adicional al carisma: la forma de hablar, que era de la calle. Él hablaba el lenguaje de la calle. Y conectaba. Y aprendió a comprar muchas voluntades. Con carisma o no, estaba absolutamente equivocado en sus planteamientos y era un dictador terrible. Nunca sabías en qué momento iba a nombrar algo que dependiera de ti. Nosotros en el banco trabajábamos con la televisión puesta durante sus intervenciones en televisión (que eran casi diarias).

¿Y te nombró alguna vez?

A mí no en particular. Pero en una ocasión, en una minicrisis después de 2008, en la que quebraron varios bancos, nos pidieron ayuda a la banca privada. Yo acababa de llegar a Lima a pasar el fin de semana con mi mujer y mi hija pequeña. Llegué el sábado por la mañana y me dicen que Chávez nos ha citado el lunes en Miraflores, que quiere agradecer la ayuda. Tuve que ir al aeropuerto. Conseguí llegar a Bogotá y de ahí un vuelo privado a Caracas. Nos recibió con la fiscal general. Le dijo: «Aquí los tienes a todos si quieres aprovechar…» Una broma que no nos hizo mucha gracia, pero…

Luego, Perú.

Llegué en el momento en el que Fujimori renunció por fax a la presidencia desde Japón. Yo tenía 37 años y con esa edad fui consejero delegado en un país que era muy complejo y no conocía de nada. Pero en 2001 se dio un cambio fundamental y en diez años el PIB se multiplicó por dos. Fue una experiencia increíble. Me enseñó muchísimo y en Perú he conocido algunas de mis mejores amistades.

Y allí te casaste con Pamela Rodríguez, una cantante peruana que fue nominada al Grammy Latino.

Fue mi tercer matrimonio. Una experiencia más de la vida. La nominaron dos veces. La segunda estábamos juntos. Nos fuimos a Las Vegas. Fuimos a una cena en la que le daban un homenaje a Caetano Veloso. Allí estaba Juanes, Alejandro Sanz, Juan Luis Guerra…, todos los que tenían que estar. Fue algo que nunca en mi vida hubiese pensado vivir. Creo que me desenvolví bien. En la vida, si le echas un poco de morro… A lo mejor los demás estaban más asustados: «Ojo que este es banquero».

En realidad, es como cuando te encuentras con un animal y piensas que te va a atacar, pero ¿por qué?, si a lo mejor él está más asustado que tú… Respecto a la fama, hay que abstraerse de la fama. Como banquero he tenido muchas experiencias con gente adinerada, que no siempre significa especial o buena. Pero bueno, en el uno a uno me defiendo, esté donde esté, porque creo en lo que hago.

Nadie lo duda.

Además, en ese mundo se agobian mucho con la fama. El ambiente no me gustó tanto, aunque lo viví como una experiencia. Es verdad que he podido conocer a gente muy, muy interesante. Artistas, empresarios, políticos, famosos. Pero en el mundo del arte uno de mis favoritos, que además era vecino mío en Lima, fue Vargas Llosa, que, además, está ligado a mi devoción por la lectura.

¿Y cómo era Vargas Llosa?

Fascinante. Lo vi por primera vez en una charla que dio en 1985 en la Universidad Autónoma de Madrid. Salón abarrotado. Él tenía un magnetismo increíble. Me acababa de comprar La guerra del fin del mundo. Fue el primer libro que leí de él. Luego, la vida, que gira y gira, me dio la oportunidad de conocerle. Una vez que te ponías a hablar con él…

Siempre que nos cruzábamos en el Malecón en Lima yo me paraba a saludarles a él y a Patricia. Mario, en la época de Venezuela, siempre se interesaba por la situación. Tenía una conversación vibrante. Tenía una capacidad para crear enorme y una mística de trabajo sobresaliente. Conocí su piso en Las Descalzas, en Madrid, y su biblioteca era como visitar un museo, para enamorarse de ella.

El caso es que en algunos momentos de mi vida me he lanzado a la piscina sin saber si había agua. Y es lo que me ha permitido conocer gente que ha abierto mi perspectiva de cómo ver el mundo y de valorar las cosas.

A lo que no tiene precio no se le puede poner.

Sobre todo porque estamos en la época de la información, pero no del conocimiento. Cada vez se lee menos. Cada vez se estudia menos. Los españoles, por ejemplo, ya no nos sabemos la historia de nuestro país.

Hay quien dice que es mejor tener contactos que tener talento.

Estoy de acuerdo. Suele ocurrir. Cuando llega alguien a una empresa trae a su equipo de confianza, y yo siempre digo: ¿pero por qué? ¿Y si donde llegas hay gente muy buena? ¿Por qué no vas a creer en ellos? En mi caso es lo que he intentado hacer siempre.

¿Tocaste el cielo con los dedos?

En algunas cosas creo que sí. O me lo ha parecido, lo cual me sirve. Mira, no creo que vuelva a trabajar como ejecutivo. Y digo «no creo» porque nunca se puede decir nunca jamás. Pero me parece que en ese mundo llegué hasta donde tenía que llegar.

Entonces fue suficiente.

Reconozco que aún tengo el gusanillo de la gerencia, sí. Pero si volviese a ejercer sé que son de 12 a 14 horas diarias. Y si algún día me llaman es porque hace falta ese tiempo, ese cariño, esa dedicación… Y no me apetece ese plan en este momento de mi vida. Pero como audaz, y a veces inconsciente que soy, nunca se sabe el día de mañana lo que traerá. Con 62 años sigo entrenando entre 60 y 80 kilómetros semanales y peleándome con las tres horas en maratón.

Correr a 4’15″ durante 42 kilómetros.

No es fácil, pero hay gente que lo hace, ¿por qué entonces no intentarlo si el cuerpo responde? En septiembre hice 3 horas, 1 minuto y 27 segundos en el maratón de Berlín… Suelo entrenar solo y esas horas del día son muy especiales para mí.

Tienes un entrenador de élite que prepara a atletas olímpicos.

Es un lujo. Yo presumo de eso y a él se lo digo siempre: «Tenemos la suerte de que nos entrenes». Mi entrenador es Antonio Serrano y lo digo bien alto. Antonio tiene un mérito enorme porque ha estudiado lo justo. No lee muchos libros, eso no le atrae demasiado, pero es un devorador de información. De hecho, tiene una inteligencia natural que resulta muy especial y le hace único como entrenador y como persona. Por eso hace diez años decidimos constituir la Fundación Antonio Serrano para ayudar a deportistas jóvenes que necesitaban algún pequeño apoyo. La vida de Antonio es bueno darla a conocer.

También tiene una calculadora en la cabeza.

Efectivamente. Si no le conociese no me lo creería. Te dice a bocajarro el tiempo exacto que ha hecho cada atleta. A mí me dice: «Tú en el maratón de Berlín o en el de Sevilla de tal año hiciste tanto», y se lo sabe mejor que yo. Y me lo creo porque es Antonio. Se acuerda de las marcas de todos sus atletas, tengan la categoría que tengan. Y tiene una capacidad para memorizarlas que le impide equivocarse. Hubiese sido un buen ingeniero o matemático.

Ahora tu campamento base está en Lima.

Vivo en Barranco, un barrio bohemio de Lima. En un bulevar al lado del mar. Salgo a correr y veo el océano Pacífico en cincuenta metros, que por cierto no tiene nada de pacífico porque es muy peligroso. Tiene unas corrientes terribles y hay buenos socorristas, pero no tanto como en España.

Para mí es un privilegio vivir allí. Perú se divide en costa, sierra y selva. Son tres franjas, tres Perús completamente distintos. Allí yo soy feliz, pero lo soy sobre todo porque tengo magníficas amistades. Y además ahora estoy acompañado por mi hija mayor, María, que con su novio Gonzalo han decidido vivir y trabajar en Lima. Parece que ahí dejé una influencia. Y he de decir que están felices en Lima. Trabajando duro y conociendo otra cultura.

Y, además, está tu casa.

La única casa que tengo está allí, efectivamente. Yo no soy muy de propiedades. No me gusta. Soy de alquiler. Y ese piso de Lima, que es un dúplex, lo tengo casi por accidente porque yo soy más de inversión financiera que de entrar en el terreno inmobiliario. Pero, sí, es mi casa. Porque en ella está mi biblioteca. Hoy por hoy, debo tener unos 1500 libros. Mi paisaje favorito.

¿Por qué prefieres el alquiler?

Quizá porque mi primera casa la compré en San José de Valderas, en Alcorcón. Los tipos de interés estaban al 15 %, no lo olvidaré nunca. Todo el salario en Arthur Andersen, que hasta entonces nos daba para viajar, para esquiar o para vivir bastante bien la vida, se destinó entonces para pagar la hipoteca.

O sea, tú también has sido de la clase media.

En esa época nos tuvimos que apretar tanto que luego, cuando empecé a trabajar en el Banco Zaragozano, yo iba andando desde casa hasta la estación de tren en Alcorcón. Allí lo cogía hasta Atocha y de ahí hasta Nuevos Ministerios. Subía al edificio del Banco Zaragozano que estaba en Castellana 89, al lado de la Torre Picasso.

Y como no sobraba mucho para poder comer fuera, a mediodía hacía el mismo trayecto de vuelta. Comía en casa en 20 minutos y repetía el trayecto que había hecho por la mañana para trabajar por la tarde. Eso lo hice durante un año hasta que me empezó a ir bien en el banco. Me subieron el sueldo y me compré un Peugeot 306 verde, precioso.

En esa época que recuerdo, como tantas, con mucho cariño. Además, con tanto tren, leí lo que no está escrito. Cuando sucedió la tragedia de Atocha del 11-M en 2004 me impactó muchísimo porque ese trayecto yo lo hacía todos los días cuatro veces y pasaba a esas mismas horas. No se me iba de la cabeza.

Raúl Baltar para Jot Down

Hay mucho sacrificio detrás del éxito.

Mi hija pequeña, Luana, que tiene 16 años y que quiere estudiar Economía, le dijo el otro día a su madre: «Yo quiero ser como mi papá que se hizo a sí mismo». Bueno, muy orgulloso y derretido.

Pero es verdad.

Sí, pero lo que te quería decir es que a mi hija, como a todos los que me dicen que quieren estudiar administración, economía, finanzas, siempre les digo que deben reforzar su aprendizaje en temas humanísticos, en la psicología, en el entendimiento del ser humano… Estudiar, leer, conocer. Cuando yo estaba en la universidad, recuerdo que iba a la Biblioteca Nacional a estudiar. Por supuesto que no existía internet. Me emociona recordar esos sillones donde me sentaba después de buscar libros para estudiar.

Tú has leído mucho.

Muchísimo. Y hoy en día leo más de cien libros al año. Me impactó lo que dijo Vargas Llosa en su discurso del Nobel: lo que le cambió la vida fue empezar a leer. Yo agradezco haber leído desde tan joven. Cuando vivíamos en Lugo, y yo tenía doce o trece años, íbamos a misa con mi padre y después íbamos a una librería en la Plaza de España y nos comprábamos un libro. Al principio eran Los cinco y luego empezó a aparecer Julio Verne… Magia pura. Y cuando otros estaban en otros mundos, yo leía y hacía todo el deporte que me dejaban hacer. Hay un libro que marca mi transición desde las lecturas juveniles: El guardián entre el centeno de Salinger.

¿Dónde está la diferencia?

Hacer algo especial en el momento adecuado, como explicó muy bien Malcolm Gladwell. Él habló de las diez mil horas de trabajo que hacen falta para ser experto. En cualquier cosa. Si hay dos músicos con el mismo talento para tocar el violín y uno practica diez mil horas y el otro no, el primero será mucho mejor.

Es la filosofía de Michael Jordan y otros muchos que han dejado grandes ejemplos. De eso hablo en mi libro El arte de ser humano. Me he preocupado de leer, de aprender, de practicar.

Y escribiste un libro.

Nace de un blog que desarrollé en Venezuela. Con él me comunicaba con la gente del banco contando casos del negocio y utilizando como ejemplos el cine, la literatura, el deporte. Un editor venezolano se animó a editarlo, juntando los blogs en un libro. Luego conocí a Gonzalo Suárez, que tenía una pequeña y estupenda editorial en Granada, Algon, que la llevaba él con su mujer. Y se publicó en España. Luego Gonzalo me decía que algún día debía escribir una novela sobre la experiencia en Venezuela. Ya veremos.

Ahora estoy escribiendo sobre la intuición y han salido cuatro textos que he perfeccionado con Chiara, mi profe, y me encantan. Cuando tengo un texto en marcha tengo el tema en la cabeza durante todo el día, quizás hasta durmiendo. Lo vivo intensamente.

¿Y ahí se aprende a escribir?

Yo creía que escribía bien. Y después de más de cincuenta clases puedo decir que no escribía bien. Ahora escribo algo mejor. Es difícil. Mucho. En mi faceta de escritor y de profesor insisto en lo mismo. Cuantas más horas le dedicas, el texto queda mejor, seleccionas mejor los verbos. Siempre hay algo que corregir hasta que dices «basta ya». Es lo de las diez mil horas. Siempre digo que si hasta a Vargas Llosa le corregían, imagina al resto de los mortales.

Dice Valdano que el éxito nos hace peores personas.

Si partimos de la base de que para el 98 % el éxito es pagar facturas… Pero no sé. No estoy muy de acuerdo. He conocido a gente con éxito en lo suyo y que, sin embargo, es insoportable. Pero no hay una regla general. También he conocido gente a la que le ha ido bien y es buena persona. Aquí, en España, en Perú, en Venezuela. Gente buena de la que quieres ser amigo. Si no fuese buena gente, no quisieras ser amigo suyo, por muy famoso o exitoso que sea.

Y hay famosos entrañables, claro.

En mi etapa de vida en Sevilla tuve la oportunidad de conocer a Eugenia Martínez de Irujo. Circunstancias de la vida. De nuevo el tema de meterse en charcos. En ese momento estaba casada con Fran Rivera. Ellos me enseñaron a comer comida japonesa con palillos en el japonés del Alfonso XIII. Era una pareja muy famosa y me adoptaron en Sevilla. Una vez más, gente de la que puedes ser amigo.

Hace ya seis años supiste poner el freno a tu vida.

La gente me decía: «Ten cuidado, que te va a dejar de sonar el teléfono». Y es verdad que pasa eso, pero tú decides si te afecta o no.

¿Y a ti no te afectó?

Hace dos semanas estuve en una cena de la Fundación del Cáncer en Lima. Tiene un proyecto para construir un edificio para los niños sin recursos que van a tratarse al oncológico de Lima. Para que tengan donde alojarse con sus familias. Fue muy emocionante. Éramos como 400 personas. Yo fui consejero delegado de un banco en Lima hace más de quince años y esa noche tuve la oportunidad de dar unos cuantos abrazos a empresarios con los que traté y trato aún. Si has hecho las cosas bien, has sido profesional, has hecho lo que has podido con tus medios y has tratado bien a los demás, la gente no se olvida de ti. No hace falta estar en la agenda, sino en el corazón.

Hoy en día sigo intentando hacer eso, dando alguna orientación a quien me la pide en temas de inversiones.

¿Y en qué invertirías?

La pregunta es muy buena. La respuesta es osada. Yo, a lo sumo, te puedo decir en lo que invierto.

¿Y en qué inviertes?

Si inviertes analizando bien las opciones, diversificando, con una dosis de riesgo y con paciencia, te irá bien. Yo creo que hoy en día, entre cinco y ocho años, puedes doblar un pequeño patrimonio. Pero tienes que tener perfil de riesgo. Yo lo tengo. Siempre lo he tenido.
Hace unos días, el hijo de unos amigos peruanos, que vive en Barcelona y tiene 34 años, me preguntaba: «¿Tú en qué invertirías?» Y le dije lo mismo que llevo hablando con mi hija mayor hace años… Mercado de valores. Riesgo. Largo plazo. Esa generación seguramente no tendrá pensiones y debe preocuparse desde ahora en ahorrar e invertir.

¿Suficiente?

Alguien que empieza ahora debería tener bitcoins. Aun con la volatilidad que presenta, si te va bien (muy probable), tendrás un rendimiento muy interesante en tu portafolio. También recomendaría invertir en negocios influidos por la inteligencia artificial. Es un mundo sumamente interesante.

Mi filosofía es invertir en bolsa porque invierto en los gestores de esas empresas de primer nivel. Yo invierto en ellos. Ellos hacen, de alguna manera, el trabajo y yo me siento a esperar. Es como tener gente que trabaja para ti. No es un mal concepto.

Y liberas la cabeza.

Toda mi vida he hecho esto. He visto estrellarse muchas cosas. Pero esta crisis de los aranceles es una locura. Sobre todo es una locura la forma en la que responden los asesores a sus clientes. Malas respuestas. Siembra de un miedo irracional. Con razón la gente sigue pensando que los banqueros son como Gordon Gekko en la película de Wall Street. Hay que invertir donde tienes que invertir.

Cuando viene el miedo en la venta, pierdes. Y está demostrado que si luego vas a volver a entrar, lo harás perdiendo el 70 % de la subida. Entonces te tienes que quedar. Por eso, la paciencia.

Si es una inversión a largo plazo, tienes que olvidarte de ella. A veces el sentido común supera a cualquier algoritmo. Las crisis ya no son como las de antes. Ya no sabemos cómo van a reaccionar las empresas. Pero esto lo aprendes con el tiempo.

Han pasado 38 años desde que empezaste en Arthur Andersen. ¿Cuánto dinero has ganado?

No lo sé. Yo creo que he ganado más de lo que jamás me hubiese imaginado que podía ganar una persona como yo, que se crió en la clase media. Aunque creo que soy, en la esencia, la misma persona.

Lo mejor de todo no es lo que he ganado, sino que he conseguido generar un patrimonio, un ahorro. Creo que el mejor patrimonio que he ganado es tiempo para mí. Para seguir siendo curioso, para correr, para leer, conversar, trabajar, escribir. He logrado afrontar con una mezcla interesante de calma y entusiasmo la parte de la vida que me pueda quedar. He cumplido 62 años y me siento con muchas ganas de vivir.

Raúl Baltar para Jot Down

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2 Comentarios

  1. Me muero por saber qué fue del amigo al que acompañó a dejar el currículum.

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