
Dos futuros del pasado
En 1956, Alain Resnais publicó un documental de poco más de veinte minutos, titulado Toda la memoria del mundo. En él exploraba los pasillos de la Biblioteca Nacional de París, enumerando las ingentes cantidades de libros, revistas, periódicos, mapas, imágenes… de papel, en resumen, allí almacenados, que involucraban un infinito quehacer burocrático para que unos cuantos tuvieran acceso a una pequeña porción de conocimiento. El final del documental coincidía con la finalidad de aquellos lectores sentados en la sala principal de la biblioteca, aparentemente ajenos a las cámaras y a todo lo que cayese más allá de las letras seleccionadas, organizadas e impresas en una página:
aquí se atisba un futuro, en el que todos los misterios se resolverán. Un tiempo en el que conoceremos las claves de este y otros universos. Y esto sucederá gracias a los lectores que, cada uno trabajando en su porción individual de memoria universal, conservarán los fragmentos de un simple secreto, un secreto de hermoso nombre, un secreto llamado felicidad.
En 2022 apareció otro documental, esta vez dirigido por Davide Ferrario: Umberto Eco: la biblioteca del mundo y, aunque el objeto central es parecido al de Resnais, es decir, los libros y, en particular, aquellos libros que constituyesen la vasta colección de Eco, el mensaje que el propio semiólogo nos envía —atemporalmente después de su muerte en 2016— puede tomarse como respuesta al optimismo de mediados del siglo XX:
Nos arriesgamos a perder la memoria por la sobrecarga de memoria artificial. Con solo pulsar un botón, consigues una bibliografía de diez mil títulos. Una bibliografía así no vale para nada. Antes iba a la biblioteca, encontraba tres libros, pero leía los tres libros y lograba aprender algo. Pero diez mil libros son imposibles de leer. En el momento en que creemos que tenemos una memoria ilimitada, ya la hemos perdido.
Un pasado trinitario
El recurso utilizado por la serpiente para tentar a Eva a comer del árbol situado en el medio del jardín es presentarle la prohibición en tanto que imposición falaz o, lo que es lo mismo, sembrando una duda que permite ser despejada a través de la acción. Eva, al decidir alcanzar el fruto, antes incluso de hincarle el diente, ya se había enraizado al mundo, de forma mucho más efectiva de lo que Dios y Adán habían sido capaces de hacerlo previamente, porque a ella se le había despertado la curiosidad.
La curiosidad es previa a la conciencia de finitud y a la consciencia en sí, por ello es compartida con el resto de las especies animales. Y por ello, también, ha sido asimilada con un vicio natural contra el cual se podía y, aún más, se debía luchar haciendo uso de la razón (he ahí el caso de la curiositas agustiniana en contraposición a la studiositas), o, por el contrario, como una virtud que trabaja en favor de la claridad, del pensamiento, de la ciencia y de la técnica, esto es, del avance y el progreso social. Así lo exponen, entre otros, Jeanne Hersch en su libro El gran asombro: la curiosidad como estímulo en la historia de la filosofía, y Phillip Ball en Curiosidad.
Antes de Eva —según la mitología griega, al menos— estuvo Pandora, y antes que ella, el titán dispuesto a desposarla, Epimeteo, olvidando las advertencias de su hermano Prometeo respecto a los regalos venidos de los dioses. Fue Epimeteo el responsable de dar a cada especie animal sus atributos y de que los humanos estemos desnudos, desarmados, desprovistos de todo lo que se quedaron las bestias. Él mismo carecía de ciertas virtudes, siendo —por designio marcado en el propio nombre (pues Epimeteo significa «el que reflexiona más tarde», «el que se salta la prudencia, la inteligencia o la previsión»)— olvidadizo, incapaz de anticiparse al porvenir, de tener dudas sobre el presente y, en consecuencia, un inepto para la curiosidad. Hesíodo lo llamó torpe en la Teogonía, Platón convino en el Protágoras que «no era del todo sabio», y Stiegler, más salomónico, expone en el primer volumen de La técnica y el tiempo, que en la epimeteia («distracción descuidada y meditación a posteriori») hay «tanto idocia como sabiduría», y que es esta, junto a la prometeia («previsión»), el contrapunto ineludible para que emerja la conciencia de «irremediable mortalidad».
Epimeteo se parece al hombre salvaje originario del cual habló Rousseau en el Discurso sobre el origen de las desigualdades entre los hombres, al que
su imaginación nada le pinta; su corazón nada le pide. Sus escasas necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance, y se halla tan lejos del grado de conocimiento necesario para desear adquirir otros mayores, que no puede tener ni previsión ni curiosidad.
Y se asemeja, también, a su opuesto, al protagonista del cuento escrito por Borges en 1942, Ireneo Funes, el memorioso. Hombre cronométrico, de excelsa memoria que, sin embargo, no puede pensar, ya que «pensar es olvidar diferencias, es generalizar y abstraer», en palabras de su creador. Para Funes no existía más que el momento, el instante y lo pasado, era insomne, carecía de compañeros, de futuro y de expectativas, de vida propiamente dicha, de asombro, de pensamiento crítico, de verdad, apabullado por la realidad vertida en una avalancha de datos de toda índole. «Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras», reconocía el desdichado desde el cubículo contenedor de todo su universo, el único posible y existente, en exclusiva, para él.
Funes, como Epimeteo, era un idiota, que quiere decir, en sentido estricto, ser alguien que únicamente atiende a sus asuntos privados, despreocupado por la vida en común.
«Funes es como la web», proclama con perspicacia Umberto Eco desde el documental que lo resucita virtualmente.
Presente cero: todos y ninguno
Internet está por todas partes, y lo que no está en internet es porque no existe.
Esta fue la premisa que se instaló desde el auge de la red a principios del siglo XXI, y fue tan exitosa la campaña que terminamos creyéndola a pies juntillas, sustrayendo el «por» del «que», dejándolo en aseveración sin causa ni partícula de duda; incluyéndonos voluntariamente en la cosificación a la cual señalaba ese «lo». Creímos en ello por una mezcla de ingenuidad y epimeteia revestida de promesa prometeica: nos dijeron (nos dijimos) que todo era tan transparente que tenía que ser bueno y cierto, que con ese avance alcanzaríamos, por fin, la democracia informativa, que sería la ventana al mundo antaño fuera de nuestra vista, la puerta de acceso a todo el conocimiento habido y por haber, nuestra biblioteca de Alejandría perfeccionada e ignífuga.
Lo creímos, porque nos sedujo la facilidad con que se adapta a nuestros deseos, hasta el punto de anticiparse a ellos y a nosotros, la facilidad para acceder y participar en sus entradas, para identificar el aparato que recoge la información con nuestra propia capacidad para retenerla, como si se tratase de una prótesis cyborgiana del cerebro que nos hiciese más libres.
Lo creímos porque el eslogan «work less, achieve more [trabaje menos, consiga más]», tan en boga gracias a la «inteligencia» (o idiocia, si aplicamos el cuento de Borges) artificial, parece revertir la condena del Génesis, convirtiendo la liquidez expuesta por Bauman, el simulacro de Baudrillard o la hipermodernidad de Lipovetski, en un nuevo jardín del Edén virtual, en la pureza esperada por Gimferrer al perder la memoria.
Pero lo cierto es que este nuevo estado paradisíaco no es más que un gran vaciadero de basuras, una gran mentira. La ficción suprema de nuestro tiempo, si lo prefieren.
Gracias a estudios como el recogido en El filtro burbuja, de Eli Pariser, es manifiesto que cada búsqueda en la web nos devuelve unos resultados distintos —tanto en información, en orden de aparición, y en cantidad de resultados—, dependiendo de quién busque, de qué haya buscado previamente y de la catalogación hecha por El Algoritmo, ese ente incorpóreo, omnisciente y omnipotente. Hay evidencias, por tanto, del carácter sesgado de lo que nos llega, y de que la intención tras ello es ofrecernos enlaces que nos resulten lo suficientemente atractivos para clicar o, dicho de otra forma, que verifique lo que pensábamos de antemano, que case con nuestra ideología cada vez más débil, pero más fervorosa. De vuelta, entregamos insensiblemente permisos y datos sobre nosotros, para que se siga alimentando la máquina de las ambiciones.
Se trata de un intercambio comercial perverso, disfrazado de fiesta de las libertades, que aceptamos a pesar de conocer sus intenciones e intuir los riesgos que puede conllevar. Intuimos, por ejemplo, que nunca como ahora fue tan cierto aquello enunciado por Miguel Hernández en su Cancionero de ausencias, que «el mundo de los demás / no es el nuestro: no es el mismo», pero da igual, porque lo olvidamos tan pronto salta la siguiente notificación de algo seleccionado, en exclusiva, «para ti», que «no te puedes perder», que «te puede gustar»; algo personalizado que da calor al ego mientras lo diluye.
Es sabido, de la misma manera, que casi nada de lo consumido en internet permanece en nuestro recuerdo; que, a la acuciada merma de nuestra capacidad de atención, se suma la fragmentariedad premiada (y, por ende, triunfante) en el entorno digital. Esta fragmentariedad, habiendo sido siempre parte de la vida humana en tanto que somos seres constituidos por el olvido, se hace absoluta en sí misma cuando es obviada, cuando se toma cada parte inconexa como constitutiva de un todo colapsado de información, imposible de gestionar, desvelando que dicha información no es otra cosa que ruido, como lo era para la mente hipermnésica y desvelada de Funes.
No todo está en internet. Bastaría con buscar algunas de las obras mencionadas por Eco sobre temas poco afines a la actualidad, como la alquimia, para darse cuenta de ello. Lo que sí que hay son sucedáneos de informes con un carácter presuntamente neutral en lo moral —imitando el tono de las noticias y los telediarios— y que, aunque vagos y superficiales, o justamente por ello, sacian sin mayores esfuerzos nuestra inquietud por saber algo de algo.
Se crea, así, una apariencia de conocimiento sin fallas, perennemente disponible en lo externo-hecho-«extensión del hombre», que diría MacLuhan, por lo tanto, hecho a su imagen y semejanza, sin necesidad de previsión, ni de memoria propia, ni, en realidad, de conocimiento, ni presente. Queda interrumpida, pues, la conciencia de la carencia, que es causa de la curiosidad allende los titulares y vídeos sensacionalistas, del morbo, de lo que tiene su objeto y objetivo prefijado desde el inicio, casi siempre el mismo: producir algo que sea consumido por una suerte de clon de quien lo realiza.
¿Hay algún futuro ahí?
Habiendo sido ya mordida la manzana en un garaje de Los Altos, California, amplificados los males del mundo a través de la versión digital de Funes, estando ya aislados, ensimismados, idiotizados en una dinámica que fagocita la individualidad a la par que la promueve, tal vez la única solución posible sea volver a desobedecer a la voz incorpórea que dicta los preceptos. Preguntarse cada cual, en silencio y sin precipitar las respuestas, qué es la curiosidad, cuál es su finalidad, qué se ha hecho y qué se puede hacer con ella. Cuestionarnos, en conjunto, el para qué de esta prótesis de memoria inútil que no sabe distinguir entre verdad y mentira; para qué, o para quiénes, seguimos perfeccionando la desmemoria complacida de serlo, que tan solo desvela los misterios anulándolos o creando desvaríos por el mero gusto de sentir una certeza, aunque sea ilusoria (sobre todo si es ilusoria).
Nunca la curiosidad fue garante de nuevas respuestas, ni de ningún logro al final del recorrido, y ahí reside su gracia y su riesgo. Pero quizá haya que empezar por ahí, por recordar nuestras limitaciones particulares y colectivas, para reencontrar la esperanza que quedó al fondo de la jarra destapada por Pandora, mientras dormía Epimeteo. Ser Pandora y Eva, otra vez, porque nosotros, frente a y dentro de las máquinas insomnes, somos los dormidos y olvidadizos, sin tiempo, ni realidad, ni más mundo que el privado.
Tal vez, si recuperásemos el deseo de poseer una porción minúscula de memoria universal y humana, «pequeñita, pero firme», podríamos salir del laberinto. O tal vez no. En esa contingencia habita la pureza y lo bello.
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