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Rafael Vives: El kamikaze poeta

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Fotografía: Tim Evanson (CC).

Cuando hablamos de poetas malditos, aquellos genios alienados y autodestructivos cuyo verso decadente suponía un soplido infecto en el engreído aliento de su generación, viajamos mentalmente a la vieja Europa y, concretamente, a Francia. Nombres como Arthur Rimbaud, Tristan Corbière, Auguste Villiers, Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé o el encumbrado Charles Baudelaire, ocupan en nuestra memoria las celdas destinadas a enumerar a estos réprobos creadores. Pero, como es lógico, poetas malditos existieron muchos más y mucho más allá de las hediondas orillas de aquel Sena de la segunda mitad del s. XIX. Entre todos ellos, sobresale un caso que llama la atención por su tortuosa biografía, su idiosincrasia y su inmerecida caída en el olvido. Hoy peregrinaremos hasta el místico Japón para conocer a la vez que honrar la historia y el legado del gran Haruko Tatsu.

Carpa de luto plañe tu kimono gris
Uña larga en primavera

Como la mayoría de los autores pertenecientes a su género, Haruko Tatsu fue un alma atormentada, carente de esperanza y víctima de terribles coyunturas que moldearon a golpes su oscura naturaleza. Nació en la pequeña ciudad castillo de Hida-Takayama, en la Prefectura de Gifu, el 8 de febrero de 1922. Casualmente, vio la luz dos días después de que japoneses, británicos, americanos, franceses e italianos, vencedores en la Gran Guerra, firmaran el Tratado de Washington. Dicho acuerdo estaba destinado a delimitar el potencial de las fuerzas navales de cada uno de ellos en un intento por evitar una nueva contienda. Como la cronología atestigua y como el bueno de Haruko padecería en sus propias carnes, el tratado resultó un fiasco. Pero sigamos con lo que nos ocupa. Tatsu se crió al pie del Monte Hotaka, en el idílico paisaje conocido como «los Alpes japoneses», en el seno de una familia humilde. Su padre, como la mayoría de convecinos en aquella ciudad establecida como fuente oficial de madera del país, era carpintero. A los dieciséis años y tras una obligada instrucción como aprendiz de ebanista, Haruko decidió que aquello no iba con él y se mudo a Nagoya en busca de un futuro. En la cuarta ciudad del imperio, a orillas del Pacífico, conoció a Nanami, una enfermera tres años mayor que él de la que se enamoró perdidamente y cuyo influjo marcaría más tarde la totalidad de su obra, trufada de tintes eróticos. Un claro ejemplo lo encontramos en su poema «Grulla de primavera» (1962). Pido disculpas de antemano por la posible inexactitud de las traducciones y obligadas adaptaciones fruto del uso de traductores automáticos on-line.

Como una piedra preciosa
Tu sexo entre algodones
Húmeda pero distante
Receptiva pero distante
Cercana al tacto en tu lejanía
Deja que te posea como dragón afónico*
Deja que mis manos te paladeen
Goza, mi grulla de primavera
Goza entera

*Según una antigua leyenda, cuando un dragón se quedaba afónico creía erróneamente que su muerte era inminente y desarrollaba un mayor ímpetu sexual en su intento por asegurarse descendencia.

Fue precisamente en mitad de aquel apasionado idilio con su eterna musa Nanami que estalló la Segunda Guerra Mundial, conflicto que llegó en mal momento ya que Japón estaba centrado de nuevo en su habitual asedio sobre China. En plena ofensiva de invierno, tras dos años de asedio doméstico, los nipones controlaban Manchuria, el norte y una importante franja del centro del titánico país vecino. A pesar de no ser todo lo premioso que se deseaba, el avance resultaba efectivo y fértil para el Imperio. Pero el pueblo chino resistió más de lo esperado, como tiende a hacer, y el escenario sufrió un contundente giro a finales de 1941 cuando el emperador Hiro Hito decidió meter a su pueblo en el gran fregado y el almirante Yamamoto trazó su genial ataque preventivo para amedrentar al diablo capitalista. Como era de suponer, a Roosevelt no le hizo excesiva gracia lo de Pearl Harbour y Estados Unidos se unió oficialmente a la fiesta. La llegada masiva de soldados americanos al Pacífico frenó el avance japonés en seco y convirtió la entretenida acometida en suelo chino en una verdadera carga. Fue entonces cuando Haruko Tatsu, activo patriota y soñador en paro, vislumbró una solución a sus acuciantes problemas de sustento y, aun siendo portador de una notable miopía, logró alistarse de forma voluntaria en el Ejército Imperial. Su objetivo no era otro que el de medrar, hacer carrera en el ejército, regresar como un héroe y formar una familia junto a su amada.

Tras apenas siete meses de preparación, Tatsu alcanzó el sueño de la mayor parte de los jóvenes de su generación y se convirtió en aviador naval. Sus primeras incursiones en combate coincidieron con el inicio del declive japonés. Aun así, participó y sobrevivió a las campañas de Nueva Guinea, islas Salomón e incluso al desastroso intento de invadir Midway, derrota que supuso un punto de inflexión y el fin de la imbatibilidad nipona. A partir de ese instante, considerado ya como uno de los pocos pilotos experimentados restantes, se centró en la contención del avance de las tropas del general MacArthur sobre suelo japonés. Las islas Marianas, Saipán, el mar de Filipinas, el golfo de Leyte, Guadalcanal y, finalmente, Iwo Jima, fueron los últimos escenarios del Teatro del Pacífico en los que Haruko intentaría evitar la victoria aliada. Con la mayor parte de su armada convertida en pecios y pocos visos de sacar la guerra adelante, el primer ministro Hideki Tojo había ordenado crear una unidad especial de pilotos suicidas encargados de retrasar el avance americano propiciando una reagrupación de las tropas imperiales. Así, en una emotiva mezcolanza de la tradición de sacrificio samurái con las nuevas tácticas belicistas, nacieron los kamikazes («viento divino»). Haruko Tatsu, convertido en alférez, fue uno de los elegidos y aceptó tan heroica tarea anteponiendo los intereses patrios a su futuro, a su anhelado reencuentro con Nanami y, en definitiva, a su vida. Su gran momento llegaría el 11 de mayo de 1945, en uno de los coletazos finales de la guerra. Tres aviones se lanzarían, con menos de treinta segundos de diferencia, contra el portaaviones USS Bunker Hill mientras este apoyaba la invasión de Okinawa. El plan era dejar caer una bomba de 250 kg sobre el buque y acto seguido impactar contra su torre de control causando el mayor estropicio posible. Haruko subió a su caza A6M «Zero» en el que la bandera del sol naciente engalanaba su último viaje, voló hasta el objetivo, descendió, lanzó la bomba y, culpa de su malograda visión, erró a la hora de alcanzar la torre y cayó al mar con la mala fortuna de sobrevivir. Ese episodio se convirtió en uno de los momentos más dolorosamente rememorados en su posterior obra, como queda patente en «Floto» (1968).

Mi pájaro de metal y origami
Se acerca el hostiazo de Dios
Esquivo la gran ballena Sam
Y floto. Floto
Floto entre sangre, fuego y recuerdos
Las nubes dibujan tus pechos
Tus pezones de cereza
Me empalmo en mi ataúd
Y floto en mi vergüenza

Tras varios días navegando a la deriva sobre los restos de una de las alas de su aparato, Tatsu acabó exhausto e inconsciente en una playa de Minna-Jima donde fue capturado por el cabo de origen puertorriqueño John Medina y enviado a un campo de prisioneros ubicado en Hawái. Durante su cautiverio pensó en suicidarse, llegando incluso a extender una petición formal en tal dirección a los mandos estadounidenses, súplica que fue rechazada. Humillado por el fracaso de su misión, carente de honor, convertido en una vergüenza de guerra y hastiado por el hecho de seguir vivo, Haruko encontró en la poesía una vía de escape a su insoportable enajenación. Fue a lo largo de aquel internamiento cuando empezó a plasmar sobre el papel sus miedos, su desasosiego y su enfermizo deseo carnal, fruto del constante recuerdo de Nanami.

Mi sable de samurái oculto en tu arbusto
Mi sable de samurái perdido en tus nalgas
Cabalgas. Cabalgas
Mi sable de samurái custodia tus muslos
Mi sable de samurái remonta tus senos
Serenos. Serenos
Mi sable de samurái se mece en tus manos
Mi sable de samurái de carne y deseo
Jadeo. Jadeo.

«Mi sable de samurái» (1946)

Su ejemplar conducta durante aquellos meses le valió la estima de sus guardianes. Así, en febrero de 1947, en plena ocupación americana tras la capitulación del imperio, fue enviado hacia Yokohama donde fue oficialmente desmovilizado y liberado. En su tierra natal, donde ya conocían los pormenores de su fracaso y posterior detención, no fue recibido con estima por parte de las autoridades militares. Lo expulsaron del ejército aunque no lo juzgaron ni presentaron cargos contra él. Al fin y al cabo, no era un traidor sino solo un miope al que tal vez habían sobrevalorado debido a su longeva supervivencia en combate y a su imprevista suerte en el frente. Apestado, alienado y desquiciado por su fracaso, transformado en un antihéroe, regresó a Nagoya donde el círculo de miseria se cerró al comprobar que, al igual que los demás, también Nanami lo repudiaba. Aquello minó de forma definitiva su juicio y lo arrojó en una sima de trastorno y soledad de la que ya jamás emergería. Con tan solo veintiséis años, consumido, perturbado por la guerra y extraño en su propio hogar, se mudó a una pequeña aldea en el norte del país, cerca de Sendai, en la prefectura de Miyagi. Allí, amparado por el anonimato, dio rienda suelta al torrente de decadencia y melancolía que inundaba su cerebro. Desde entonces y hasta su muerte se dedicó a malvivir y a plasmar en cuartillas de papel sus lóbregos pensamientos, confeccionando una de las antologías poéticas más destacables de todo el siglo XX. Finalmente, el 14 de diciembre de 1986, mientras en Tokio se celebraba la final intercontinental entre River Plate y Steaua de Bucarest, Haruko Tatsu moriría solo en su modesta cabaña, a la edad de sesenta y cuatro años, pocos minutos antes de que Antonio Alzamendi marcara el tanto que daría la victoria a los argentinos.

El modo en el que la obra de Tatsu logró ver la luz resulta tan misterioso y rocambolesco como su propia vida. Tras su fallecimiento, sin familia conocida ni herederos, su vivienda fue subastada y sus escasas pertenencias se alojaron en el sótano de un edificio gubernamental del distrito de Aoba. Allí reposaron durante años hasta que en 1991 Yasunari Oki, un funcionario local encargado del archivo, descubrió los manuscritos. La curiosidad que despertaron en él esos hipnóticos versos hizo que los remitiera a Natsume Kawata, antiguo compañero de filas y por entonces profesor de literatura en la Shinsu University de Nagano. Fue Kawata quien, tras indagar en la misteriosa figura de Tatsu, decidió dos años más tarde publicar un primer poemario titulado Haruko Tatsu. Versos desde la nada. Aunque el reconocimiento y el interés por la obra y la figura del kamikaze poeta no han alcanzado las cotas que sin duda merece, a partir de aquel momento el mundo fue consciente de su existencia. La de un genio martirizado por su memoria. La de uno de los mayores referentes poéticos de todos los tiempos.

Si lo hacemos como los perros
ambos podremos contemplar el horizonte

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6 Comentarios

  1. Bellísimo esto, Rafael.

  2. Pingback: Rafael Vives: El kamikaze poeta

  3. Enhorabuena por el texto y muchas gracias por descubrirnos la vida de esta figura.

  4. ¿Por qué no puedo encontrar ninguna información sobre Haruko Tatsu ? ¿podría poner algún enlace acerca de su obra aunque fuera en japones? gracias.

    • Rafael Vives

      Gracias por el comentario, Robert. No encontrarás nada de Tatsu porque no existe. El artículo es un relato biográfico ficcticio. Algunas vidas interesantes hay que inventárselas;) Un abrazo.

  5. «Then we’ll do it doggie style,
    so we can both watch ‘X-Files’ »

    («The Bad Touch», Bloodhound gang)

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