Opinión Portero delantero

Che, que bo!

Lahuerta_PortadaLos aficionados al fútbol que vimos algún que otro partido en el viejo San Mamés tendemos a sublimar la experiencia a partir de un rosario de palabras más próximo a la mística que al fútbol. No es para menos, ya que en el estadio del Ahletic de Bilbao, todo, desde el chiquiteo de los prolegómenos hasta ese «Athleeeeeeeetic» que parece surgir del averno mismo, rezuma trascendencia. Sin embargo, tengo para mí que el culto a la Catedral ha eclipsado graderíos con no poco virtuosismo. Mestalla es uno de ellos. El inefable pasodoble del comienzo, el desfile de falleras, el olor a pólvora y, cómo no, el hecho de que no bien llegado el minuto 5, la hinchada local, inexorablemente abonada a la turbulencia, ya se haya levantado en armas contra todo lo que se mueve, convierte cualquier partido del Valencia en una deliciosa chifladura. El escritor Rafa Lahuerta, socio del Valencia CF desde que llegó al mundo, hace ahora cuarenta y tres años, se propuso plasmar sus venturas y desventuras de hincha valencianista al hilo de unas memorias que recompusieran, asimismo, algunos de los fragmentos de su historia familiar. El resultado es La balada del Bar Torino, un cántico de expiación y melancolía, de rabia y miel, que se eleva por encima de la tribuna para buscar su acomodo entre las obras que mejor han desbrozado la valencianidad.

Pero empecemos por el final. Más precisamente, por la última página. La balada del Bar Torino termina con un párrafo en que Lahuerta se disculpa ante aquellos aficionados a los que ha llegado a increpar, llevado por el colérico arrebato en que suele desaguar el graderío, cualquier graderío. En enero de 2009, en el transcurso de un Valencia-Español en Mestalla, tuve el privilegio de conocer de primera mano a qué aludiría Lahuerta cinco años después. Aquella noche, lo que le levantó del asiento fue la ingratitud del respetable para con Vicente, el más excelso futbolista que jamás ha tenido el Valencia, y al que una lesión había condenado al sonambulismo. «¡Desagradecidos! ¿Acaso no tenéis memoria?». La memoria, en efecto, es el único resorte sustantivo de un hincha, y ya entonces Lahuerta sospechaba que el hecho de que el Valencia, su Valencia, estuviera desprovisto de tradición narrativa (de eso que hoy, un tanto pomposamente, llamamos relato), se debía a la desmemoria de la hinchada. En cierto modo, y por mucho que la balada acabara por escribirse frente a un balcón sobre el Mediterráneo, a lomos de una bicicleta estática, aquella imprecación era ya un primer apunte del natural.

Para Lahuerta, el desamparo literario del club no es sino un trasunto a escala del desamparo literario de la ciudad, simbolizado en el sinnúmero de novelas de Blasco Ibáñez que decoran, en la mejor tradición del toro y la flamenca, los hogares valencianos. Esa atonía, sostiene el autor, ha propiciado que Valencia viva a rebufo de Madrid y Barcelona, como si todo su afán se resumiera en vivir de espaldas a sí misma o incluso contra sí misma. Para un barcelonés como yo, harto del cada vez más infundado narcisismo de su ciudad, semejante desatención no deja de ser sugestiva, siquiera por lo que tiene de descompresión identitaria. Lahuerta, no obstante, rehúye cualquier tentación esteticista; no en vano, le basta con mirar en derredor para constatar que ese vacío tiende a ser ocupado por el casticismo o el catalanismo, y casi siempre en sus variantes más lúgubres. Sirva el ejemplo de la película Furia española, de Paco Betriu, en que las imágenes de un Barça-Valencia en el Camp Nou (hay un lance en que se aprecia perfectamente a Claramunt) sirven para ilustrar lo que, en el film, es un… Barça-Madrid.

Mas la identidad de Lahuerta no se halla únicamente definida por su ciudad o su club, por mucho que ambos capítulos la conformen sustancialmente, sino también por el núcleo familiar, los amigos, la literatura o el cine. En este sentido, La balada… constituye un retrato (del artista en 2014) en el que cada pincelada sugiere un atributo. El mocoso alucinado que, de la mano de su padre (al que están consagrados los más conmovedores pasajes), se fotografía con Kempes en el césped del viejo Heysel, tan solo un día antes de que el Valencia se proclame campeón de la Recopa frente al Arsenal, convive con el panadero indolente al que la perspectiva de «labrarse un futuro» le resulta soporífera; el fetichista al que se le disparan las pulsaciones ante un cromo de la Liga 70-71, con el mórbido lector del As (los martes, As Color); el urbanita que gusta de diluirse en la sesión de las cuatro del Albatros, con el lector atildado de autores fantasmales. Todas y cada una de esas facetas tienen, insisto, un mismo hilo conductor: el apego inveterado del autor a la valencianía. De hecho, no parece osado afirmar que en el fondo de La balada… late una guía secreta de Valencia, un callejero trufado de bares sinvergüenzas, hornos que no existen y acequias ocultas en el subsuelo; santuarios de una ciudad que Lahuerta contempla taciturno desde la última fila de Mestalla, donde tiene su asiento, su guarida a lo Bruce Wayne, su cadillac solitario.

Esa melancolía, tan contraria a la naturaleza del Valencia CF, donde priman la fanfarronería, el hedonismo y la piromanía, tiene bastante que ver con la imposibilidad de aunar, en un todo incorruptible, la pendencia futbolera y el prurito literario. Queda, eso sí, una ristra de intentos atrapados en ámbar, como ese día de finales de los noventa en que, a propósito de un Valencia-Hércules en vísperas de Navidad, Lahuerta colgó en la grada una pancarta que rezaba: «Un llibre per al Nadal: Alacant Blues, crónica sentimental de una búsqueda». Como es natural, nadie en el estadio se sintió concernido por aquella recomendación, en lo que pretendía ser un guiño a la renuencia alicantina a identificarse con la cadena silábica «Alacant». El fútbol y la sutileza, ay; agua y aceite. Por eso, en parte, Lahuerta, el Trinche Carlovich de las letras valencianas («escribir un libro, pase; escribir dos es pasarse de listo») ve los partidos desde la cornisa. Es, sin duda, la mejor localidad para verse a sí mismo.

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9 Comentarios

  1. Culto al campo el Bilbao por los 43 segundos de silencio a Luís Aragonés…

  2. El pueblo valenciano estamos aquejados de un mal endémico y autóctono llamado ‘menfotisme’ y fanfarronería fallera en su mayoría.

  3. Sentanza

    «Xe, què bo!» A ver si escribimos como Dios manda.

    • En todo caso, «xe, que bo!», sin acento…

      • Y ya me disculparán..El sonido y grafía «ch» es genuina valenciana.

        • Valenciano

          No, en valenciano normativo no existe la ch-. Lo «genuino» proviene de los castellanismos, la única lengua permitida para la cultura durante siglos. Hoy en día, es como decir que «ze» es genuino castellano por aquello de «desfazer entuertos».

  4. Juan José Martínez Jambrina

    Yo creo que más que la valencianidad el libro es una declaración de amor a la ciudad. Muy en la línea de Fonollosa.

  5. Hablamos de fútbol, de cuando ir a Mestalla era tomar café en el Nilo o el Penalty antes de entrar al campo, oliendo a puro y con pulsaciones aceleradas, para ver a tu equipo, antes de que las televisiones favorecieran el bi-futbolísmo.
    De cuando Bernabéu no podía fichar a Claramunt o Waldo la rompía, de cuando Vidagany se le subía a la chepa a Marcial y Poli anulaba Bobby Charlton, hablamos de fútbol.

  6. Pingback: Rafa Lahuerta: más allá del valencianismo | Café Mestalla

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