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Canelloni, Juan, la maleta de carballón y el bosón de Higgs

Julio Cortázar. Foto: DP.
Julio Cortázar. Foto: DP.

Quizá para celebrar esta fecha tan redonda, Aurora Bernárdez y el resto de herederos/editores de Julio Cortázar nos han vuelto a sorprender con un nuevo libro del escritor al que recordamos especialmente este año 2014, cuando se cumplen cien de su nacimiento. Si hace poco hemos asistido a la publicación de las cartas, las clases de literatura de Berkeley y del excelente diccionario de Cortázar, todos ellos editados con precisión y con mimo por Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, todos ellos facetas nuevas, hoy nos encontramos con esta nueva novela que hay que situar, cronológicamente, tras Los Premios (1960) y Rayuela (1963), y antes de 62 Modelo para armar (1968); es decir, por los años de Todos los fuegos el fuego (1966), el libro de cuentos en el que figuran, recuérdese, La autopista del sur y La isla a mediodía, entre otros. Y sí, por si alguien lo duda, ahí también está Cortázar en carne y hueso, reconocible de la primera a la última línea, de la forma al fondo, desde el título hasta la palabra fin incluso en el hecho de que se trata de añadir una nueva cara al poliedro.

Antes de ver de qué va esta novela, será bueno saber qué la ha mantenido escondida durante casi cincuenta años, desde que fue escrita hasta que, finalmente ha visto la luz. Es decir, desde sus comienzos en Saignon hasta ese galpón en Andrín, una pedanía de Llanes en el oriente asturiano, pasando por Cee, Luarca y Nueva.

Entonces, parece, en aquellos días de Cuba y de Saignon —su retiro en el campo, en la Provenza, cerca de la Costa Azul—, de Casa de las Américas y de encerrarse a escribir o salir a descubrir el nuevo mundo que estaba forjándose, Cortázar también viajó por España. Las fotos que, en la entrada «Galicia», han sido incluidas en el diccionario recién editado, muestran a un joven Cortázar con el Atlántico al fondo, el Atlántico de este lado, y la casa en la que pasó unos días con Aurora Bernárdez en el verano de 1966. Sus amigos García Márquez y, sobre todo, mucho más íntimo, mucho más próximo, Mario Vargas Llosa, vivían entonces en Barcelona. Aún antes, en 1956 y 1957, había estado en las cercanías de Vigo e incluso se había bañado y «medido con Poseidón. Resultado: arena en un ojo, y 75 pesetas de oculista. ¡Oh, el deporte!».[1]

Ese verano de 1966 había comenzado en su casa de Saignon, su rancho, como él lo llamaba, y aunque «a veces nos largamos con el auto hasta el mar a darnos un chapuzón por el lado de Aigues Mortes o de Saintes-Maries-de la Mer adonde no han llegado todavía los turistas y las playas están maravillosas», su idea era, sobre todo, leer y escribir. Acaba de terminar, en quince días, Paradiso, de Lezama Lima y sus seiscientas diecisiete páginas «me han dado más felicidad que toda la literatura propia y ajena de los últimos quince años»[2]. Según otra carta, del 11 de junio, a Jorge Edwars, el plan de vida previsto para el verano era sencillo: «adelanto una novela, leo mucho, siego la hierba, bebo el sabroso vinillo rosé de la región. Vivo en paz, sin teléfonos ni señoras argentinas que me ponen en su lista de visitas europeas, las muy cretinas».[3] Sin embargo, bien por la multiplicación de las señoras argentinas, porque llegaron turistas a esas playas, por los omnipresentes deseos de viajar o la causa que fuera, Bernárdez y Cortázar decidieron marcharse a finales de junio a Galicia, en coche.

La casa que alquilaron para pasar el mes de julio era de la familia de unos amigos de Aurora Bernárdez, emigrantes y, como tantos, dos veces gallegos (españoles en Argentina y oriundos de Cee, en La Coruña). Como siempre sucedía, toda la logística la había organizado Bernárdez: pasaron primero por Montpellier, durmieron en casa de Mario Vargas Llosa en Barcelona, y, por Zaragoza, en un viaje bastante largo, llegaron hasta Santiago de Compostela, donde recogieron las llaves del chalecito que habían alquilado en casa de otros parientes y se instalaron para pasar allí unas vacaciones sin teléfono, sin visitas y sin correspondencia, frente al mar y la ría de Corcubión, con la máquina de escribir, artículos de divulgación científica (Cortázar estaba entonces apasionado por la comprensión de la mecánica cuántica, el ser y no ser de la luz y las partículas, la posición y el movimiento y todo el universo que los cuantos estaban abriendo al mundo), el tocadiscos portátil que había comprado recientemente junto a sus discos de jazz y algunas ideas. Entre ellas la que dio origen a Canelloni, Juan. «Me conformo con mis discos, un poco de tabaco, un techo, una camioneta para gozar del paisaje», dijo en una entrevista para la revista de Casa de las Américas.

En aquella casa encontró, bajo una mesa, una especie de caja que a Cortázar la pareció un artefacto extraordinario. De madera de carballón, el roble gallego, oscura y veteada casi en negro, era en realidad una maleta o un baúl pequeño, con un asa a juego con la cerradura y las bisagras. La cerradura tenía puesta una llave antigua y un poco herrumbrosa, como las lanzas, y era la precursora de los maletines negros de ejecutivo del decenio siguiente, pero con mucha vida ya a cuestas. Le pareció que encerraba una historia y que, por tanto, serviría bien para guardar las suyas.

Vivía en Cee un verano febril de lecturas feroces, escritura trepidante y siestas «como obligan el lugar y la comida, qué bárbaros», escribió en otra carta el 6 de julio a Eduardo Jonquières. En esa carta, cuyo primer párrafo está escrito en italiano, asegura que «abbioamo fatto accumulazione di iodo, sale, spuma, sabbia e sopratutto un impostante tocco di Febo Apollone». Y añade, premonitoriamente: «La democrazía avanti tutto, comme dice il generale Onganía. (Qué me decís de eso! Pobre país!)»[4]. Además de contestar algunas cartas atrasadas, como esta, iba guardando en la maleta las hojas con el manuscrito en el que trabajaba. Al terminar las vacaciones regresarían directamente a París, tal y como le cuenta en otra carta, también de julio de 1966, a Francisco Porrúa, su editor argentino y a quien le había dedicado, ese mismo año, Todos los fuegos el fuego: «Ahora me pondré al día, y no te oculto que lo hago solamente por vos, porque anoche llegué a un momento de mi libro, después de cuatro arranques fracasados que me dejaron en la miseria y con ganas de meter todo en la chimenea, en en el que por fin le vi la punta al ovillo».

¿De qué escribía, qué ovillo y qué punta eran esos que tanto se habían resistido? Un poco más adelante, en la misma carta, nos da la clave: «Estos días se los dediqué a Macedonio, a Felisberto y a Onetti: ¿qué me decís del triplete?». También se refiere a ello, pocos días después, en una carta a Manuel Antín: «… se me fue pasando el tiempo y además seguí como loco una novela interrumpida largo tiempo». Y, más adelante, en la misma carta: «Lo que escribo ahora es directamente de locura; perderé de golpe a todos mis lectores, y quizá sea ya tiempo. Hay que aprender a matar a los ídolos, porque hacen mucho mal a la larga». Leer en Cee, en 1966, a Macedonio Fernández («un autor inclasificable»), a Felisberto Hernández (al que llegó a definir como «el narrador más extraordinario del Río de la Plata») y a Juan Carlos Onetti (Los adioses, El astillero, La muerte y la niña…) produjo, sin duda, al ser mezclado con pote gallego y percebes, un cóctel explosivo. «El riesgo está en eso, en que se puede partir de cualquier cosa pero después hay que llegar, no se sabe bien a qué pero llegar».[5]

Pero, antes de tomar la punta, solo la punta, del ovillo del explosivo relato en el que trabajaba, volvamos por un momento a la historia de cómo se perdió y fue encontrado. La salida, que fue antes de tiempo, se debió a una llamada telefónica; él, que había ido allí a olvidarse del teléfono y de las prisas, recibió una llamada urgente en la que le advertían de que el golpe de Estado que el general Onganía había dado, el 28 de junio, en Argentina, podía tener consecuencias directas para él. Francisco Porrúa, su editor y amigo muy querido, que vivía en Bueno Aires, le localizó a toda prisa para advertirle de que el derrocamiento de Arturo Illia traía consigo el establecimiento de lo que los propios golpistas llamaron EBA, Estado Burocrático Autoritario, algo tan grotesco que ni al mismo Cortázar se le hubiera ocurrido. Juan Carlos Onganía se mantuvo en el poder hasta 1970.

En una carta del 7 de julio a Damián Bayón, a quien felicita por haber entrado en la R. S. (Recherche Scientifique) escribe: «… qué me decís del general Onganía y sus adustos pregones y proclamas. El retrato que hacen de él esta semana en el Nouvel Observateur es para enfriarle la sangre a Joyce Mansfield, que la debe tener muy caliente según declaraciones de algunos sobrevivientes».[6]

Y una de las primeras ideas que los burócratas autoritarios querían llevar a cabo era impedir que desde el extranjero se difundieran críticas de personajes relevantes. Así que, supo Porrúa y así se lo dijo a Cortázar, él encabezaba la lista de los asesinables. Dado que no habían ocultado su idea de viajar a Cee, y teniendo en cuenta que la dictadura de Franco fue el primer Gobierno del mundo que reconoció a la dictadura de Onganía y expresó sus parabienes por ese cambio político, se empezaron a preocupar seriamente. La visión de una acharolada pareja de la Guardia Civil, la misma tarde de la llamada, paseando por la ría, precipitó los acontecimientos.

Hicieron las maletas a toda prisa y, sin olvidar la de carballón, decidieron salir en su coche pero por distinto camino que a la venida, es decir, recorriendo toda la cornisa cantábrica hasta Hendaya y de allí a París, vía Burdeos. Se sentían verdaderamente perseguidos, así que les pareció el plan más seguro y más rápido. Eran casi 1500 kilómetros de carreteras más bien malas y reviradas, así que tendrían que hacer el viaje en varias etapas. Durmieron en Luarca, la primera noche, en Llanes, la segunda, y en Hendaya, ya sintiéndose seguros, la tercera. La cuarta, en Burdeos, les pareció paradisiaca y llegaron a París ya más tranquilos, aunque aún agitados con la aventura. Tanto que cuando, unos días después, buscó la maleta de madera y no la encontró no le dio demasiada importancia pensando que estaría entre todo el equipaje. Pero la maleta de carballón no había llegado a París, Cortázar nunca la recuperó y se llegó a olvidar de ella, primero con el trajín del golpe de Estado y luego con la vorágine del 66 y el 67 y el 68 y el 69.

¿Qué había sido de ella? En Luarca encontraron una pensión casi en la carretera, un hotel de viajantes al que llegaron tarde, bajaron lo imprescindible del coche y salieron pronto a la mañana siguiente. Pero cruzar Asturias no fue tan fácil, tanto por las carreteras como por el paisaje, que les obligaba a parar de vez en cuando. Y, además, decidieron que tener aspecto de turistas reduciría los riesgos de parecer fugitivos, así que paraban para hacer fotos, comer fabadas y andaricas, visitar la iglesia de Santa María del Naranco y cosas así.

La segunda noche se alojaron en el hotel Luna del Valle, en Nueva de Llanes, a quince kilómetros de Ribadesella y otros tantos de Llanes. Era una casona del siglo XIX, un poco destartalada, con habitaciones viejas y viejo servicio, cerca de la playa. Como habían llegado un poco pronto, Cortázar bajó la también, además del equipaje de viaje, la maleta de madera con idea de releer el texto y hacer algunas correcciones. Cenaron en Casa Pilar. Por la mañana decidieron dar un paso por la playa de Cuevas de Mar, junto a Nueva de Llanes, y se acercaron hasta la espectacular playa de Gulpiyuri, una gran hondonada circular completamente cerrada al mar excepto por un hueco subterráneo. Así, con marea alta hay una playa pequeña, íntima, y, entonces, solitaria. Pero, de regreso de ese playa por el camino de tierra, la vieja senda costera, se cruzaron con un jeep, yip, diría Cortázar, de la Guardia Civil, que les puso un poco más nerviosos. Decidieron dar la vuelta, volver rápido al hotel y salir corriendo hacia la frontera. Tan rápido salieron que la maleta de madera de carballón, que contenía los papeles de la novela en la que había estado trabajando en la sala de abajo, se quedó allí, abandonada. No la echaron de menos en su salida camino de Francia.

Gulpiyuri baja
La playa de Gulpiyuri en Llanes es una playa oculta y espectacular a más de cien metros del mar. Foto: Ospanacar (CC)

El Hotel Luna de Valle cerró tras aquel verano y la casona quedó abandonada durante mucho tiempo. Era un lugar aislado al que iban los chicos de la zona, de vez en cuando, a buscar fantasmas o a romper ventanas. Uno de ellos, Pancho, hijo de Soledad Gutiérrez y de Paco Gutiérrez, —«pero nada que ver, ¿eh? que mi padre era de Cangas»— tenía desde pequeño la afición del ajedrez y la de guardar cosas. Los días que no ayudaba en la vaquería de sus padres, en Andrín, al otro lado de Llanes, salía en la bici con los amigos a recorrer la zona. Una de esas tardes fueron a la playa de Cuevas de Mar, entraron de camino en la casona abandonada y husmearon por todas las habitaciones. En una de ellas encontró Pancho la vieja maleta de carballón, cerrada y sin la llave, y se la llevó a su casa. La escondió para evitar que fuera requisada por sus padres y, unos días después, la descerrajó y encontró dentro los papeles de la novela de Cortázar. La cerró apenas leídas unas frases y la dejó en una esquina del galpón que había junto a la vaquería.

Allí durmió durante cuarenta y ocho años hasta que, en el verano del 2012, un veraneante dio con ella. Yo. Pancho y su familia, andando el tiempo, habían cambiado los trabajos del campo por las rentas que producía el alquiler de casas de veraneo, los prados para hierba para otros ganaderos y la explotación de los bosques de eucaliptos y el alquiler de su casa en Andrín durante los meses de julio y agosto, por quincenas. Tras varios años pasando en aquella casa de Andrín la segunda quincena de agosto, tenía una cierta relación con Pancho, así que una tarde de lluvia me invitó a ver su taller de ebanista, que había instalado en una de las viejas vaquerías que tenían en medio del pueblo, un poco abandonadas.

El taller estaba impecablemente montado, pero el sitio me resultó fascinante. Sobre todo una escalera que subía al segundo piso, donde se guardaba la hierba que poco a poco se les daba de comer a las vacas, que vivían en el establo del piso de abajo. Allí, junto a cántaras de zinc de treinta y cinco litros, sifones viejos, algunos muebles destartalados, una colección de Blanco y Negro, la vieja bici, ya herrumbrosa y muchos cachivaches, estaba la maleta de carballón. Le pregunté por ella, me dijo que eran papeles viejos y, como me había visto escribir y leer, me dijo que a él no le interesaba nada y que si yo quería llevármela, que me llevara la maleta y los escritos que había dentro. De paso, me regaló un sifón y una cántara para hacer con ella un paragüero.

maleta
Foto: Wikicommons (CC)

Yo, la verdad, he sido toda mi vida un cortazariano impenitente. Y había leído hacía poco, en el prólogo a la edición francesa, de 1983, de su novela Los Reyes, la siguiente frase: «Como sucede con todo escritor, mis cajones están llenos de papeles que tal vez pudieran publicarse, pero siempre algo en mí se opone a esas exhumaciones que me parecen, y nunca mejor dicho, tarea póstuma».

En Madrid leí los papeles, creí reconocer la escritura de Cortázar y me puse en contacto, a través de la editorial, con Aurora Bernárdez. Ella me contó la historia que he contado y se ocupó, como era natural, de la edición del libro que está a punto de publicarse en Alfaguara y del que, por mi relación especial con la historia, hablo anticipadamente aquí. Un texto que, como muchos otros de Julio Cortázar, no es fácil de clasificar y que, en todo caso, será escudriñado, desarmado y vuelto a armar por expertos en la cosa, así que, sobre este libro, forsi altro canterá con miglior plettro.

En todo caso, la novela, o el cuento largo, es la historia de un boxeador sonado, sondado, soñado y sondeado al que, cuando duerme, le ocurren cosas (no se le ocurren, le ocurren de verdad: es Cortázar) que luego se culminan o no en cada día. Ahí está, claro, «Torito» «Qué le vas a hacer, ñato, cuando estás abajo todos te fajan. Todos, che, hasta el más maula», pero también La noche boca arriba y Continuidad en los parques y todo ese universo cortazariano que va y viene como si fueran jardines de espejos infinitos. Pero sobre todo Torito y su final premonitorio: «Pero mejor cuando no soñás, pibe, y estás durmiendo que es un  gusto y no tosés ni nada, meta dormir nomás noche dale que dale». «Torito», un cuento incluido en Final de juego (1964).

Así, fijado el universo imposible en las primeras páginas, la trama evoluciona contagiando a quienes rodean al boxeador, de manera que los sueños se mezclan con los visitantes, el viejo manager, la antigua novia recién separada de otro —siempre hay un otro— el hermano guapo y cafisio y el equipo médico, con la doctora a la que el caso le interesa cada vez más, la enfermera distante y profesional, el celador celoso, la señora de la limpieza y el joven que limpia los cristales desde fuera. Aunque quizá, como dejó escrito sobre sus instrucciones para subir una escalera, o quizá no, «También en una boca, un amor, una novela, había que subir hacia atrás».

En todo ese mundo hay dos tipos claros de personajes, aunque uno no sabría muy bien decir por qué está tan claro que son dos tipos distintos y dónde está cada uno. Pero está claro que hay dos familias de personajes, dos tipos diferenciados: los que ocupan su espacio con soltura, con naturalidad, aquellos que componen la materia, la sustancia de las cosas, los fermiones. Y luego están los otros, los incorpóreos lazos de unión entre todos, los bosones, los personajes que portan las fuerzas o interacciones entre ellos, y, también, con los sueños de cada uno de ellos.

Encerrados con un solo juguete roto, la historia, sea cuento o novela, se aferra, agobiante, entre las cuatro paredes del cuarto de hospital, con las únicas ventanas de los sueños, quizá un solo sueño común a todos, y la historia del paciente de la cama de al lado. Un personaje que va cobrando peso en la narración, al principio no sabemos muy bien cómo ni por qué, aunque ya está citado en la primeras líneas, haciendo bueno, una vez más, ese hacer de Cortázar, que, asegura, escribía algunas veces sin saber lo que iba a pasar pero encontrando finalmente elementos que había dibujado previamente y que resultaban esenciales para la trama. No en vano sostenía que «Actualmente los lectores buscan en la literatura elementos que evadan las etiquetas, los inquieten, los emocionen o los coloquen en un universo de juego o de humor que de alguna manera enriquezca lo que los rodea y aumente su captación, su apreciación de la realidad».[7] Este personaje, por cierto, se llama Walter, quizá el mismo Walter de «La noche de Mantequilla», otro cuento de Cortázar que trata de boxeadores.

Así, en esa realidad aumentada, el sueño resulta, finalmente, que se comporta como el bosón de Higgs, que todo lo impregna pero que carece de masa. Y una vez que te adentras no eres capaz de distinguirlos bien, lo mismo que ocurre con los distintos tipos de bosones de Higgs, la escurridiza partícula que vemos y no vemos, que soñamos y no soñamos. Como en un acelerador de partículas, los cambios adquieren una velocidad creciente que hace que su comportamiento varíe y que de las colisiones entre los personajes/partículas surjan nuevas realidades anteriores capaces de explicar el futuro mirando siempre hacia atrás.

¿Había leído Cortázar los trabajos más rompedores de los físicos teóricos de mitad de los años sesenta? Aparentemente, sí. Provistos de un lápiz y un papel, y de su cabeza prodigiosa, los físicos Robert Brout, François Englert y Peter Higgs describieron en 1964 una partícula, que acabó llamándose con el nombre del último de ellos, que debía cumplir determinadas condiciones y que resultaría fundamental para sostener el edificio de lo que más tarde se llamó, en física, el Modelo Estándar. Ahí está reunida la física que explica el origen del universo y que se deriva de la explosión inicial, el big bang, que tuvo lugar hace 13.800 millones de años. Lo que sucedió en la primera billonésima de segundo tras esa gran explosión, las miles de generaciones de partículas y sus interacciones, son responsables de la materia que conocemos, y del tiempo, algo muy parecido a los sueños de los personajes de este cuento o novela de Julio Cortázar.

Nos cuesta hacernos a la idea de esa realidad, igual que nos cuesta entender el mundo del escritor argentino, entre otras razones porque no podemos entender cuánto cabe en un espacio de tiempo determinado, qué significa generaciones de partículas y cómo pueden encogerse o extenderse. Si, en términos humanos, una generación es un periodo de tiempo de más o menos treinta años, eso significa que entre los romanos y nosotros hay una distancia de unas sesenta y cinco generaciones. Somos capaces de comprender los cambios sociales y culturales que pueden producirse en sesenta y cinco generaciones —aunque el arado haya tardado, también acabó muy cambiado— y cómo esos cambios nos han modificado también a nosotros. En la primera billonésima de segundo tras el big bang, una cantidad de tiempo inimaginablemente pequeña para nosotros, se sucedieron miles de generaciones de partículas, surgidas, transformadas, destruidas de manera que los cambios entre ellas fueron muy notables. El bosón de Higgs, ahí surgido, nos ayuda a entenderlo, a explicarlo. Y los personajes de Cortázar, como partículas de la física de altas energías, interaccionan en los sueños comunes que ordenan la pesadilla inicial hasta la calma final, el encefalograma plano en el que sucumben.

Las partículas subatómicas se dividen en dos tipos: fermiones y bosones. Los fermiones son aquellas que componen la materia, y los bosones las que portan las fuerzas o interacciones. Los componentes del átomo (electrones, protones y neutrones) son fermiones, mientras que el fotón, el gluón y los bosones W y Z, son los responsables, respectivamente, de las fuerzas electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil. La diferencia del bosón con el fotón o el gluón es que no se puede detectar directamente, ya que una vez que se produce se desintegra casi instantáneamente dando lugar a otras partículas elementales más familiares. Es decir, cuando el bosón se crea, lo que se pueden ver son sus huellas, otras partículas, que son las que detecta el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) que el CERN ha construido en Ginebra (Suiza).

No solo conocía Julio Cortázar los trabajos de Brout, Englert y Higgs sino que echa su cuarto a espadas y sostiene, sin decirlo explícitamente aunque resulte evidente para los lectores más avezados, que la expansión del universo terminará finalmente en un mundo helado y distante en el que no habrá bastante masa para volver al punto de partida. Encefalograma plano. ¿Pesimista? Quizá. O quizá realista fantástico, aunque él insistiera siempre en que lo que contaba no era fantástico, en el sentido de irreal, sino que estaba ahí, palpable para quien quisiera, o pudiera, verlo. Como el bosón de Higgs, como el sueño de Caneloni, Juan, boxeador sonado, boxeador sonando, boxeador soñando, boxeador soñado.

Bibliografía básica

Cortázar, Julio (2009) Papeles inesperados, Alfaguara, Madrid

Cortázar, Julio (2012) Cartas 1965-1968 (tomo 3), Alfaguara, Madrid

Cortázar, Julio (2013) Clases de literatura. Berkeley, 1980, Alfaguara, Madrid.

Cortázar, Julio (2014) Cortázar de la A a la Z. Un álbum biográfico, Alfaguara, Madrid.

[1] Cortázar de la A a la Z, p. 121

[2] Cartas, tomo 3, p. 305.

[3] Cartas, tomo 3, p. 292.

[4] Cartas, tomo 3, p. 302.

[5] Papeles inesperados, p. 399.

[6] Cartas, tomo 3, p. 303.

[7] Clases de literatura, p. 182.

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8 Comentarios

  1. Maravillosa historia, parace casi una novela en sí misma. No alcanzo a imaginar lo que un cortazariano puede llegar a sentir en el momento de saber que tiene entre manos un original del crononopio mayor no leido antes por nadie.

    Solo dos cosas, no existe tal provincia de La Coruña, es A Coruña. Y roble en gallego, es carballo, no carballón. No sé si en bable se dirá así, quizás de ahí venga el error.

    • «Carbayón» es el nombre de un antiguo roble que había en el centro de Oviedo, en bable roble es «carbayu». A los de Oviedo se nos conoce como «carbayones»

  2. A Coruña es el topónimo en gallego. La Coruña es correcto en español.

    • Querido amigo, solo existe un topónimo oficial, A Coruña. Si tú en tu vida privada quieres utilizar un sintagma erróneo, cosa tuya. Como si quieres escribir uebos en la lista de la compra. Pero en un artículo periodístico creo que estaremos de acuerdo en que uebos no sería adecuado.

      http://www.boe.es/boe/dias/1998/03/04/pdfs/A07392-07392.pdf

      • Némesis

        Querido A.J., del mismo modo que en castellano escribimos Nueva York en lugar de New York, Londres en lugar de London y Moscú en lugar de Mockba, escribimos La Coruña en lugar de A Coruña. Es así de sencillo, y parece mentira que a estas alturas todavía quede gente que necesite de estas cosas para subirse la moral (o para lo que sea que necesites tú esto).

        • ¿Para subirse la moral? ¿De qué demonios me estás hablando? ¿Has leído el texto de la ley orgánica que regula este asunto? Supongo que no, porque sino no habrías argumentado esa simpleza.

          Lo que es deprimente es que haya gente incapaz de asumir algo que hasta el Gobierno de Aznar asumió. Pero vamos, no era mi intención enturbiar los comentarios de esta maravillosa historia con una polémica que no viene al caso. Solo señalaba al autor un error.

          En fin, Oh, España, qué seca y qué vieja te veo.

  3. Preciosa historia de ciencia ficción. Provoca de todo: miedo, ilusión, intriga, alegría, deseo…

    Felicidades. Una sonrisa.

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